Por el padre Pierre-Marie Laurençon
La llamada a la vida religiosa o sacerdotal merece ser llamada en sentido estricto "vocación" como consagración a Dios. Sin embargo, el destino de cada ser humano está predeterminado por nuestro Creador en su meta final, el Cielo, y en este sentido "ampliado" puede decirse que todos los seres humanos han recibido la misma vocación para realizar su salvación.
En todos los casos de vocación, ya sea particular en la consagración a Dios o universal en la búsqueda de la salvación, el Buen Dios parece utilizar el mismo "método" para guiarnos a todos hacia nuestra meta. Verifiquemos esto estudiando la vocación "sublime" de los mismos apóstoles y aplicando a cada uno de los fieles lo que les era propio, aunque el cristiano que vive en el mundo sólo se comprometa con la llamada vocación "común".
El Evangelio relata el origen de la vocación de los apóstoles de esta manera tan impresionante: “Jesús subió al monte a orar, y pasó toda la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que llamó apóstoles” (San Lucas 6, 12). Constatamos que la iniciativa parte enteramente de Jesús mismo, como se tomará la molestia de recordarnos en alguna ocasión: “No me habéis elegido vosotros, sino que yo os he elegido a vosotros” (San Juan 15, 16). Podemos precisar que la llamada de los apóstoles podía hacerse también de forma individual, por ejemplo en el caso de San Mateo “y mientras pasaba Jesús, vio a Leví sentado en la puerta del peaje, y le dijo: "Sígueme". Se levantó y le siguió” (San Marcos 2,14).
Así, Jesús se dirige a sus elegidos en forma de mandato, sin tratar de explicar su decisión ni de disponerlos a una respuesta positiva, y los apóstoles dan unánimemente su acuerdo inmediato sin discusión, como acabamos de ver en el caso de San Mateo y como se relata también para varios de ellos: “Llamó a Santiago y a Juan, su hermano, y ellos dejaron inmediatamente las redes y a su padre y le siguieron” (San Mateo 4, 22).
Para la mayoría de nosotros, nuestra entrada en la vida de los hijos de Dios es una marca de predilección maravillosa, con la que hemos sido favorecidos desde una edad muy temprana, sin el menor mérito por nuestra parte e incluso en completa inconsciencia. Como única explicación de este privilegio inaudito, bien podemos aplicar a cada alma que se ha hecho cristiana esta declaración de amor: “Te he amado con amor eterno, por eso te he atraído a Mí en mi misericordia” (Jeremías 31:3). Y puesto que la recepción de esta gracia inicial fue sin nuestro consentimiento, la ceremonia de la "comunión solemne" proporcionó gradualmente la oportunidad de apropiarnos de tal don mediante la promesa de unirnos a Jesús para siempre. A lo largo de nuestra vida, es importante valorar cada vez más este tesoro precioso y totalmente gratuito de nuestra elevación a la vida de la gracia y alejarnos de todo lo que pueda comprometerlo y hacer que lo perdamos.
El gran favor de Dios y la irresistible atracción del discípulo
El Evangelio relata el origen de la vocación de los apóstoles de esta manera tan impresionante: “Jesús subió al monte a orar, y pasó toda la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que llamó apóstoles” (San Lucas 6, 12). Constatamos que la iniciativa parte enteramente de Jesús mismo, como se tomará la molestia de recordarnos en alguna ocasión: “No me habéis elegido vosotros, sino que yo os he elegido a vosotros” (San Juan 15, 16). Podemos precisar que la llamada de los apóstoles podía hacerse también de forma individual, por ejemplo en el caso de San Mateo “y mientras pasaba Jesús, vio a Leví sentado en la puerta del peaje, y le dijo: "Sígueme". Se levantó y le siguió” (San Marcos 2,14).
Así, Jesús se dirige a sus elegidos en forma de mandato, sin tratar de explicar su decisión ni de disponerlos a una respuesta positiva, y los apóstoles dan unánimemente su acuerdo inmediato sin discusión, como acabamos de ver en el caso de San Mateo y como se relata también para varios de ellos: “Llamó a Santiago y a Juan, su hermano, y ellos dejaron inmediatamente las redes y a su padre y le siguieron” (San Mateo 4, 22).
Para la mayoría de nosotros, nuestra entrada en la vida de los hijos de Dios es una marca de predilección maravillosa, con la que hemos sido favorecidos desde una edad muy temprana, sin el menor mérito por nuestra parte e incluso en completa inconsciencia. Como única explicación de este privilegio inaudito, bien podemos aplicar a cada alma que se ha hecho cristiana esta declaración de amor: “Te he amado con amor eterno, por eso te he atraído a Mí en mi misericordia” (Jeremías 31:3). Y puesto que la recepción de esta gracia inicial fue sin nuestro consentimiento, la ceremonia de la "comunión solemne" proporcionó gradualmente la oportunidad de apropiarnos de tal don mediante la promesa de unirnos a Jesús para siempre. A lo largo de nuestra vida, es importante valorar cada vez más este tesoro precioso y totalmente gratuito de nuestra elevación a la vida de la gracia y alejarnos de todo lo que pueda comprometerlo y hacer que lo perdamos.
Eficacia y disponibilidad soberana de la gracia, pero santificación lenta e incompleta del discípulo
El Evangelio no trata de ocultar en lo más mínimo el origen tan modesto de los apóstoles, que procedían de un entorno rural y se ocupaban de trabajos manuales, ya que la mayoría de ellos eran pescadores; pero, lo que es aún más sorprendente, los apóstoles tenían muchas faltas graves que a menudo provocaban severos reproches de su Maestro. A este respecto, podemos limitarnos a citar esta conmovedora queja del Salvador, dirigida no sólo a la multitud de judíos, sino también a sus propios discípulos: “Generación incrédula y perversa, ¿hasta cuándo tendré que soportaros?” (Mateo 17:16). De este hecho, ya podemos extraer una doble lección:
Por un lado, la Iglesia es divina y no puede perecer: su Fundador, por lo tanto, no corre ningún riesgo al darle como fundamento y representantes a seres humanos falibles;
Por otra parte, Jesús, el Buen Pastor, en su gran misericordia, no duda en honrar a hombres comunes con la suprema dignidad de apóstoles, mientras que podría haber facilitado su tarea dándose como colaboradores a personas excepcionales, con una trayectoria intachable, como el Cura de Ars o el Padre Pío, que abundan en la historia de la Iglesia.
Hay que destacar que durante los tres años en que los apóstoles vivieron en presencia permanente de su Maestro, fueron testigos de los mayores milagros y los primeros beneficiarios de la enseñanza divina; y sin embargo, durante todo este período del ministerio público de Nuestro Señor y en estas condiciones ideales para la superación, los apóstoles mejoraron sólo muy gradualmente, ya que su "conversión" radical y definitiva en héroes de la fe y pilares de la Iglesia no tuvo lugar hasta el momento de Pentecostés.
Es fácil trasladar este segundo punto de la historia de los apóstoles a la vida de cada uno de nosotros. Seamos clérigos, religiosos o laicos y, por lo tanto, sea cual sea nuestra vocación, la prestigiosa dignidad que nos confiere el bautismo no nos exime de ninguna de las miserias de la condición humana y de esta naturaleza herida por el pecado: en consecuencia, nadie puede pretender estar exento de la tediosa lucha contra sus propios defectos y malos hábitos. Sin embargo, con demasiada frecuencia olvidamos esta humillante realidad y nos damos un aire de superioridad. En esto merecemos la observación que Jesús hizo a los judíos cuando les advirtió contra la fatal ilusión de creerse salvados y con derecho al Reino por el mero hecho de pertenecer a la raza del pueblo elegido: “Sed dignos de los frutos de la penitencia”. Y no pretendáis decir en vosotros mismos: 'Tenemos a Abraham por padre'. Porque os digo que Dios puede suscitar hijos para Abraham de estas piedras” (Mateo 3:9).
La superabundante bondad de Dios y el sublime destino del discípulo
Acabamos de ver que los méritos personales de los apóstoles siguen siendo muy limitados y su propia personalidad también parece muy ordinaria. Pero, ¿cómo explicar que, por otro lado, Nuestro Señor les conceda prerrogativas tan inauditas y les haga promesas tan vinculantes? De hecho, uno no puede dejar de asombrarse por el contraste cuando descubre, por ejemplo, con qué intimidad trata Jesús a sus apóstoles: “Ya no os llamaré siervos... sino amigos, porque todo lo que he aprendido de mi Padre os lo he dado a conocer” (S. Juan 15, 15). Jesús asegura también una maravillosa fecundidad al apostolado de los apóstoles: “Os he destinado para que vayáis y deis fruto y para que vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda” (S. Juan 15, 16). Jesús también garantiza a sus apóstoles poderes ilimitados y plena inmunidad: “He aquí que os he dado poder para pisar serpientes y escorpiones y todo el poder del enemigo, y nada os hará daño” (San Lucas 10, 19). Y finalmente, Jesús se compromete a conceder a sus apóstoles la recompensa suprema: “Habéis permanecido conmigo en mis tentaciones, y os estoy preparando un reino, como mi Padre me lo preparó a mí, para que comáis y bebáis en mi mesa en mi reino” (S. Lucas 22, 28).
Sin duda, los apóstoles recibieron un trato tan favorable debido a su misión única y a su inimitable papel en la fundación y difusión de la Iglesia naciente. Pero sin temor a equivocarse, toda alma fielmente cristiana puede aplicarse a sí misma de alguna manera aquellos privilegios y compromisos divinos que son propios de los apóstoles, pero sólo en prioridad. No debemos desanimarnos, aunque nuestras actividades puedan dar la impresión de cierta banalidad y nuestra vida interior pueda dar la apariencia de un nivel mediocre. Santa Teresa del Niño Jesús nos llena de esperanza a través de su pequeño camino de "infancia espiritual", en el que no se trata de acumular méritos personales ni de multiplicar los derechos de recompensa, sino que el estado de gracia fielmente salvaguardado se basta a sí mismo y desde su primera aparición para atraer hacia nosotros toda la paternal ternura de Dios.
La Porte Latine
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