jueves, 7 de mayo de 2020

LO QUE VIENE (I)

En varias ocasiones nos preguntamos en este blog acerca de lo que ocurriría en la Iglesia una vez que el pontificado de Francisco terminara. Pero ninguna de esas elucubraciones pudo imaginar que el fin de ese pontificado coincidiría con una situación de catástrofe mundial como la que estamos viviendo. Crisis de dos ámbitos diversos —la Iglesia y el mundo—, que se retroalimentan.

Para analizar cómo será la iglesia que nos espera —si es que nos espera alguna y no escuchamos trompetas y vemos heraldos angélicos bajando del cielo, lo que en algún momento tendrá que suceder—, voy a dar por supuesto que estamos ante un pontificado completamente acabado. En un artículo de la semana pasada me referí al tema. Y entra a tallar muy fuerte también en esta situación el hecho más que probable de la desaparición de la Ciudad del Vaticano como estado independiente, sobre lo que hablaremos en otra entrada. Concentrémonos entonces en tratar de descifrar lo que vendrá en la iglesia en su universalidad.

Salir de la crisis requiere líderes y en nuestro caso, de líderes que posean fe católica. Es decir, de obispos y clérigos que sean católicos, y ese es justamente el primero y principal problema con el que nos enfrentamos. No tengo yo una visión suficientemente amplia del episcopado universal. Todos conocemos aquí y allí obispos confiables, pero lo cierto es que en su gran mayoría son funcionarios que accedieron a sus puestos merced a reverencias y genuflexiones, en el mejor de los casos y, en el peor, por su pertenencia a mafias gays o masónicas, o ambas. Y aunque esta última afirmación suene exagerada, los hechos están a la vista. Como en una serie policial, peguemos en un tablero algunas fotos purpuradas y veremos cuán fácilmente pueden ser todas ellas unidas por un mismo hilo.

En Argentina, la situación es más grave aún porque el papa Francisco colonizó el episcopado con una buena cantidad de nuevos obispos —la mayor parte de las diócesis tienen innecesariamente dos obispos al menos— y todos extraídos del lumpenaje clerical. El caso paradigmático y en el que se reflejan la casi totalidad de los nuevos nombramientos episcopales es el de Mons. Chino Mañarro, del quien hablé aquí y aquí. No es que pretenda que los obispos surjan de un clero con abolengo de apellidos o títulos académicos. Pretendo algo mucho más básico: que sepan comer con cubiertos y que, sobre todo, sean católicos, es decir, que tengan fe. Y lo que digo no es una boutade; es un hecho que se ve venir desde hace muchas décadas. Soloviev (1853-1900), decía: “Es esperable que el noventa y nueve por ciento de los sacerdotes y monjes se declaren en favor del Anticristo. Es su derecho y su negocio”. ¿Exageraciones? Conviene releer el poema en prosa que recitó Iván a su hermano Aliocha en Los hermanos Karamázov y que tan bien tituló Dostoievski como “El gran inquisidor”. No puede dejar de corrernos un escalofrío al comprobar que, si Nuestro Señor volviera a la tierra, la mayor parte de los clérigos católicos volvería a condenarlo a muerte.

La cuarentena a la que nos han forzado los gobiernos y que en muchos casos es absolutamente disparatada (por caso, Argentina sigue en rígido encierro aún cuando ayer domingo hubo un solo muerto por coronavirus), ha puesto de manifiesto la clase de clérigos con que cuenta la iglesia. La casi totalidad de los obispos ha aceptando con pasividad y aplausos la suspensión del culto público dispuesta unilateralmente por las autoridades civiles; y una buena mayoría de sacerdotes están agazapados en sus madrigueras dando muestra de una cobardía pavorosa. Un número minoritario de ellos, sin embargo, de modo clandestino a fin de no ser perseguidos por sus obispos (y no por las autoridades seculares), han continuado con la celebración de los sacramentos. Señalo un ejemplo paradigmático: mientras el párroco de San Vicente Ferrer, en la arquidiócesis de Mendoza, rechaza sistemáticamente a sus fieles que le piden confesarse o recibir la comunión y a la vez se congratula por tener su templo lleno de personas que acuden a vacunarse (como puede verse en este video), otros sacerdotes, que organizan confesiones al aire libre y siguiendo todos los recaudos sanitarios vigentes, son reconvenidos malamente por varios obispos.

No se trata de casos aislados o de clérigos microcefálicos, que los hay (vean este que lava los pies al hombre invisible y este otro a un oso de peluche para cumplir con el rito —optativo— de la liturgia del Jueves Santo) y que siempre los hubo en la iglesia. Es algo mucho más grave. Es la evidencia más paladina de lo que tantas veces y durante tantos años se insistió en muchos medios: el fracaso rotundo del Vaticano II que pretendió abrir ventanas en el vetusto edificio de la iglesia a fin de que entrara el fresco aire del mundo, y lo que consiguió fue intoxicar a sus curas y fieles.

Lo que estamos viendo es que la enorme mayoría de los religiosos y clérigos no tienen fe; que ya no creen en su ministerio, que ya no tienen ganas de desempeñar su papel y que tratan de persuadir a los demás, para persuadirse a sí mismos, que éste ya no tiene sentido. “Hay que decirle a los fieles que hagan un acto de contrición perfecta pero que no vayan a confesarse, afirmaba con fuerza un importantísimo obispo argentino. ¿Qué significa esto? Sencillamente, que ya no creen en la misión para la cual fueron consagrados: ser dispensadores de la gracia de Dios a través de los sacramentos; no le encuentran sentido a ese ministerio puesto que desde hace décadas su única preocupación es la humanidad en su estado más básico y carnal. 

El catolicismo posconciliar (y no solo) de pontífices, sacerdotes y escribas ha estallado en un ateísmo que en estos días se ha mostrado abiertamente. Como el dios a quien seguían y proclamaban es un dios falso, les queda apenas un cristianismo insuficiente que la impostura de tantos años ha hecho evidente en las últimas semanas. Estos obispos y clérigos intentan justificarse a los ojos de los hombres de quienes se han aprovechado demasiado tiempo, escupiendo sus dioses idolátricos en un torrente de palabras incoherentes y aburridas. Ya no pueden volver al Dios de Jesucristo y mucho menos pueden conducir nuevamente a sus víctimas hacia Dios.

El Jesús que siguieron es un Jesús totalmente humano, reducido explícitamente a la medida humana habitual, en lugar de Dios. “Un hombre para los demás”, las cancioncitas estúpidas que nos hablaban de un “pescador de hombres”, terminaron de este modo trágico. Es la única imagen de Jesús que aceptaron —y de allí su rechazo visceral de la liturgia tradicional—, y rehusaron darle a sus fieles al Jesús que nos revela al Padre. Durante muchas décadas nos han estado dando un sustituto, un ersatz. Esto equivale a decir que el hombre clerical sólo acepta adorar a Jesús en sí mismo. El “culto a la humanidad de Jesús” tan propio de la iglesia latina en los últimos siglos, pero totalmente desconocido para la patrística, terminó en nuestros años con un Jesús totalmente humano, despojado de su divinidad y de su misterio. Estamos frente a la última idolatría, como la llamaba Boulgakoff, perpetrada por los clérigos, que abandonaron al cristianismo para seguir al “jesuismo”.

Hace pocos meses publicaba un artículo que daba cuenta de esta situación en el caso de las religiosas. Se trata de un ateísmo práctico extendido por toda la clerecía, que dejó de pensar por sí misma su fe para esperar una teología y una espiritualidad lista para consumir, elaborada por los religiosos de moda. 

¿Quiénes creen que comprar los libros de autoayuda espiritual, de los “cien consejos para la oración” y de tanta basura más publicada por Paulinas, Verbo Divino o Salesianos? Los curas y las monjas, y los seglares que se han criados bajo sus faldas. Todos ellos incapaces de ver las cosas por sí mismos, se tragaron la sopita aguada que recibían de los documentos de las conferencias episcopales, de los capítulos de sus respectivas congregaciones y, últimamente, de la verborragia diaria de Santa Marta. 

¿Cuántas décadas hace que los obispos y religiosos no nos predican a Jesucristo, el Verbo, que nos revela al Padre, que es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob? ¿Cuántos décadas hace que nos están engañando, y engañándose a sí mismos, con la predicación de ese Jesús puramente hombre?
Estamos viendo los resultados de la farsa mantenida durante tanto tiempo. Y lo que comenzó hace algunos años con la revelación de la enorme corrupción sexual que se extendía por las filas del clero, adquirió ahora evidencia universal ante la claudicación a la que estamos asistiendo.


Wanderer

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