miércoles, 27 de mayo de 2020

FIDES DELENDA EST

Los pocos textos del pontífice que he reportado en este artículo son suficientes para mostrar su concepción del cristianismo: una praxis orientada a la transformación del mundo y despojada de cualquier atisbo de trascendencia

A fines del año pasado, el papa Francisco añadió un nuevo valido a su corte, y enseguida lo creó cardenal. Me refiero al jesuita checo Michael Czerny, subsecretario de la nueva sección vaticana encargada de los migrantes. Una vez más, las iniciativas del papa llegan con varios años de atraso, pues el coronavirus eliminó el problema de los migrantes, y no por falta de interesados sino porque los gobiernos europeos, aún los más progresistas, lo último que querrán en los próximos años es recibir africanos que venga a agravar aún más la catástrofe económica en la que estarán envueltos.


El pobre cardenal S.J. se quedó sin trabajo antes de comenzarlo y, para matar el tiempo y justificar su salario, se le ocurrió editar un librito que reúne los discursos y homilías pontificias en tiempos de pandemia, al que hace una larga introducción. Se trata de La vida después de la pandemia, editada por la Editrice Vaticana, que puede ser descargado gratuitamente de su sitio. 

El libro, como era previsible, no tuvo ninguna repercusión. Y cuando digo ninguna, es ninguna. Basta buscar en Google para caer en la cuenta que ni siquiera los medios adictos al régimen lo mencionaron o promocionaron. A mí me lo pasó un amigo y tuve la mala idea de leerlo durante el fin de semana largo. La altísima carga viral de inmanentismo que pringan sus páginas vuelve a traer las recurrentes preguntas que nos hemos hecho en este blog, y a riesgo de ser un pelmazo, una vez más digo que resulta inconcebible que los cardenales hayan podido elegir en el último cónclave a un personaje tan limitado, canijo de inteligencia y sólo hábil para picardías y jugadas políticas. Inexplicablemente, Chauncy Gardiner es el Romano Pontífice. Es lo que tenemos.

Pero vayamos al libro. El cardenal Czerny nos previene que las intervenciones del papa Francisco que allí se recogen están dirigidas a toda la “familia humana” y la esperanza que transmite la “basa claramente en la fe”. No explica, claro, de qué fe se trata. Tengo mis serias dudas que se trate de la fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, a la que él está llamado a conservar. 

Pero no es sobre la fe que el papa quiere hablar en tiempos tan difíciles. Sus preocupaciones se orientan a lo que vendrá una vez que pase la histeria del coronavirus, y es así que “después de lo que hemos pasado este año, no deberíamos tener miedo de aventurarnos por nuevos caminos y proponer soluciones innovativas. Francisco y su bufón S.J. insisten una y otra vez en que “mostremos valentía en la innovación experimentando nuevas soluciones y explorando nuevos caminos”. Así es. Se trata de encontrar las sorpresas que el buen Dios está repartiendo a troche y moche a la iglesia y mundo desde 2013.


“¿Por qué reinvertir en combustibles fósiles, monocultivos y destrucción de la selva tropical, cuando sabemos que ello agrava nuestra crisis medioambiental? ¿Por qué retomar la industria armamentística, con su terrible desperdicio de recursos y su inútil destrucción?”, se pregunta nuestro venerado pastor. Y, más aún, “¿Por qué los empleados de otros sectores cuya contribución a la sociedad es mucho menos importante ganan mucho más que los operadores sanitarios?”. Lugares comunes, latiguillos que se han hecho ya aburridos e intrascendentes y, por supuesto, una buena dosis de peronismo: qué más redituable en términos políticos que abogar por médicos y enfermeros en tiempos de pandemia.


Pero lo que supera cualquier previsión y deja al descubierto la verdadera pasta con la que está amasado el papa Bergoglio, son sus reflexiones sobre la oración. La historia de la iglesia está perlada de grandes santos y doctores que nos enseñaron el modo de dirigirnos a nuestro Padre, de dejarnos inundar con la plenitud del Espíritu para entrar en la comunión del Hijo y, así, habitar en la Trinidad Santísima. Desde San Antonio el primer eremita y sus discípulos del desierto egipcio, hasta los místicos como Teresa de Jesús y Juan de la Cruz y tantos otros maestros espirituales, cuyos tratados y opúsculos aún hoy nos enseñan a rezar. 


El Santo Padre, en cambio, nos dice a través de su nuevo lenguaraz que rezar es: 


“Escuchar, dejar que lo que estamos viviendo nos preocupe, afrontar el viento y el silencio, la oscuridad y la lluvia, permitir que las sirenas de las ambulancias nos turben”


A este pobre hombre ni siquiera se le da la poesía; con las sirenas —y sobre todo las insoportables y permanentes sirenas de Roma—, se acaba cualquier intento de oración. Rezar no es ya escuchar a Dios que me habla, sino escuchar las sirenas que recuerdan que un hermano está sufriendo. Dios es un mero intermediario de la solidaridad.


“Contemplar el Cuerpo del Señor para ser permeados por su modo de obrar, dialogar con Él para acoger, acompañar y sostener, como Él hizo”. 


La ilusión que podía producirnos la mención a la contemplación enseguida se desinfla cuando vemos que la suya no es una contemplación gratuita, un solo y puro fijar la mirada del corazón en el rostro del Señor, sino que es un instrumento para hacer. La acción siempre siempre domina y termina siendo el objetivo final de la vida cristiana, según Francisco. Ya hablamos hace cinco años de este tema tan caro a Mons. Tucho Fernández: el misionero se come al discípulo; la acción se come a la contemplación. 


“Aprender de Jesús a tomar la cruz y abrazar junto a Él los sufrimientos de muchos”. 
“Imitarlo en nuestra fragilidad para que, a través de nuestra debilidad, la salvación entre en el mundo”.

Nuevamente el mismo principio. Cualquier referencia a Jesús no es más que la ocasión para una acción solidaria. Aún la experiencia íntima de la propia nada frente a la totalidad divina, no viene a ser más que otro recurso gatillador de conductas fraternas.

La iglesia en las últimas décadas, y de un modo particularmente acelerado en el pontificado de Bergoglio, está transformando todo su tesoro —y no me refiero a las riquezas materiales—, en el carburante que necesitan los católicos para trabajar por la concreción de esa nueva humanidad en la que tantas esperanzas ha colocado el papa Francisco y sus adictos. 


Ellos están transformando las palabras y expresiones, con un sutil y casi diabólico manejo del discurso, en justificativos o prescripciones destinadas a que los católicos conciban su pertenencia a la grey del Señor, como un estado de peculiar entrenamiento para alcanzar objetivos puramente inmanentes. 

Los pocos textos del pontífice que he reportado en este artículo son suficientes para mostrar su concepción del cristianismo: una praxis orientada a la transformación del mundo y despojada de cualquier atisbo de trascendencia. Y, cuando pareciera que ésta aparece, fácilmente se descubre que no es más que una excusa o una anécdota destinada a reforzar la práctica.
Fides delenda est.


Wanderer

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