Abjuro de la industrialización privada de la Navidad, maldigo su uso vago, difuso, desconectado de su origen, para vender perfumes o hipotecas.
Por Carlos Esteban
De todos los debates falseados del discurso público -y hablo de una lista interminable-, quizá el más preñado de malentendidos y piadosas mentiras sea el del laicismo. Nunca ha existido, ni existirá, ni puede existir un régimen laico en el sentido que dan a la palabra hoy los dueños del discurso, es decir, el de una clase gobernante perfectamente neutral ante las distintas visiones del mundo, del destino del hombre, de los dogmas morales. Ni siquiera, del todo, puede escapar del desarrollo de una liturgia oficiosa.
Cuando Occidente se llamaba la Cristiandad, el cristianismo era la religión de Estado no porque los reyes la hubieran impuesto al pueblo, sino exactamente al revés: primero el común hizo suyas, vivas, las creencias de la Iglesia y les dio el color de las fiestas, diseñó en gozoso anonimato colectivo formas de celebrar cada ocasión señalada, con sus canciones apropiadas y sus escenificaciones precisas, con una gastronomía y hasta una pauta horaria propias.
La Navidad, no en el sentido de fiesta estrictamente religiosa, sino de fiesta popular, pública en todo Occidente, no es una celebración diseñada en un estudio por encargo del gobierno de turno, con pautas publicadas en el Boletín Oficial del Estado. Los poderes públicos o los grandes almacenes pueden solemnizar la Navidad, pero no crearla, como el matrimonio. La reciben ya hecha y plagada de tradiciones y rituales asociados, que a veces varían de región en región, porque nace así, de la gente que entiende lo que significa que Dios, el creador de todo, la absoluta omnipotencia, se haya hecho uno de los nuestros, como un general que se infiltrara en solitario en las líneas enemigas. La imaginación que no se conmueva con la escena del Todopoderoso convertido en un recién nacido que depende en todo de sus padres nunca podrá entender una palabra de poesía.
No es, por eso, que defienda la postura de los avinagrados puritanos ingleses que prohibieron la Navidad, o que le ponga obstáculos a algo tan evidentemente democrático como un gobernante poniéndose al servicio de un proyecto universal del pueblo, no. Es, sencillamente, que el culto, la religión oficial, aunque tácita y sin nombre, es ya otra, no meramente distinta, sino descaradamente hostil a la fe que vio nacer la Navidad. En el belén de nuestra vida política, el Palacio de Herodes está en el centro y en el primer plano.
La Navidad es cristiana, y los cristianos, que la hemos creado incluso como fiesta popular, la hemos compartido encantados con gentes de todo credo y condición. Pero cuando el mundo se ha vuelto resueltamente en contra de todo lo que simboliza la Navidad, es hora de reclamar el ‘copyright’. No hago de esto una cuestión liberal; es decir, no defiendo solo que las autoridades públicas aparten sus sucias manos de nuestra fiesta. Abjuro igual de su industrialización privada, maldigo su uso vago, difuso, desconectado de su origen, para vender perfumes o hipotecas.
Para salvarse, la Navidad debe volver donde nació: la familia, la casa, el hogar. Chesterton se alegraba de que la Iglesia hubiera decidido solemnizar el nacimiento de Cristo cuando más frío hace en el año y menos apetece salir a la calle. El hogar es el espacio más desolado de la modernidad, la fortaleza de la que hemos desertado masivamente. El hombre moderno es una criatura renga de una pierna, la vida privada, mientras que despliega una atroz hipertrofia en la otra, la vida pública. Quizá no sea muy práctico pedir un vuelco radical a este desequilibrio, pero al menos en Navidad podíamos volver al hogar y construirla, vivirla allí. Y dejar que desde allí vuelva a hacer nuevas todas las cosas.
InfoVaticana
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