Poco más de un año después de la elección al pontificado del cardenal Bergoglio, todos nos preguntábamos acerca de lo que había en el fondo de su compleja personalidad.
Para muchos, ya comenzaba a asomar un cierto desequilibrio mental que explicaría actitudes que, de otro modo, eran imposibles de descifrar.
Ludovicus, colaborador de este blog, lanzó varias hipótesis, y una de ellas era la hipótesis Zelig.
Yo la retomé y completé en el libro Conversaciones vespertinas (el libro puede comprarse en formato Kindle (€ 2,99) o en soporte papel (€ 10,30) en Amazon).
Habiendo hablado en los últimos meses abundantemente sobre Bergoglio con personas de varios países que no terminan de comprender comportamientos tan extraños, creo que vale la pena insistir en la pista Zelig.
Partamos de algunas afirmaciones antológicas del Santo Padre:
1. A comienzos de noviembre de 2019 se encontró con los miembros del Ejército de Salvación, y les dijo: “recibi mi primera lección de ecumenismo hace muchos años, ¡yo tenía cuatro! cuando con mi abuela encontré a los miembros del Ejército de Salvación”.
2. Los que leyeron el libro de Omar Bello "El verdadero Francisco", recordarán los relatos acerca del sarcasmo que utilizaba con sus allegados para referirse al rabino Skorka, del que se dice tan amigo.
3. En 2013, reveló a los fieles de una populosa parroquia de las afueras de Roma que, en su juventud, había sido “patovica”, es decir, uno de los musculosos custodios de las puertas de un boliche, sin caer en la cuenta que, en los años de sus juventud esa figura era inexistente.
4. En 2014, afirmó en una reunión con sacerdotes romanos que todos llevamos dentro un ladrón, y que él había robado, en el momento de su velorio, la cruz del rosario que tenía en sus manos el cadáver del P. Aristi, legendario confesor de la basílica del Santísimo Sacramento de Buenos Aires.
En pocas palabras, Jorge Bergoglio le dice a cada interlocutor lo que ese interlocutor desea escuchar, sin importarle que deba cambiar de discurso varias veces al día, y sin importarle tampoco el ridículo o las consecuencias que podrían acarrearle.
Todas estas son actitudes propias de Zelig, el personaje de la película de Woody Allen estrenada en 1983.
El protagonista, Leonard Zelig, es un hombre que ha logrado fama mundial gracias a su singular capacidad de adoptar la personalidad de cualquier persona que se encuentre a su lado. Este insólito hecho es estudiado por la doctora Eudora Fletcheer (Mia Farrow).
La película está presentada como un documental rodado en blanco y negro y al estilo de los filmes de la década del ’30, en el que se sigue la vida y evolución terapéutica de Leonard Zelig y su habilidad camaleónica que le permite confrontar su identidad individual y la colectiva, y el desapego como medio para entrar a formar parte de manera complaciente en el núcleo de la masa social. Zelig afirma en la película: “Miento porque quiero caerle bien a todo el mundo”. Y el relator comenta: “Estaba loco por asimilarse”. Más aún, el proceso patológico de Zelig lo lleva a “adquirir gusto plebeyos”, y la película se cierra con el colofón: “Esto demuestra que lo puedes hacer si eres un psicótico total”.
¿No son similares a las de Zelig las actitudes del papa Francisco? Siempre está de acuerdo con su interlocutor circunstancial sin importarle que mañana deba decir exactamente lo contrario a otro interlocutor.
En una de las entrevistas que le concede periódicamente a Scalfari se mimetizó con la postura del ateísmo humanista representada por el periodista italiano. Afirmó, entre otras cosas: “Y lo repito. Cada uno tiene su propia idea del Bien y del Mal y debe elegir seguir el Bien y combatir el Mal como él lo concibe”, y “El Hijo de Dios se encarnó para infundir en el alma de los hombres el sentimiento de hermandad”.
Muy poco tiempo antes, y con el mismo proceso mimético, le había comentado a Mons. Bernard Fellay que había leído ¡dos veces! la biografía de Mons. Lefebvre escrita por Mons. Tissier de Mallerais, que le había hecho muy bien, y que guardaba una profunda admiración y reverencia por Mons. Marcel Lefebvre, el arzobispo francés representante del tradicionalismo en los últimos cuarenta años.
Durante su visita a Ecuador en 2015, el Sumo Pontífice expresó: “La evangelización no consiste en hacer proselitismo, el proselitismo es una caricatura de la evangelización, sino evangelizar es atraer con nuestro testimonio a los alejados, es acercarse humildemente a aquellos que se sienten lejos de Dios en la Iglesia, acercarse a los que se sienten juzgados y condenados a priori por los que se sienten perfectos y puros”. Estas palabras fueron dichas en un contexto específico: en Quito, delante de delegaciones aborígenes, y luego de haber exaltado la independencia americana. Ellas significan, lisa y llanamente, la condena de la labor de los misioneros españoles que durante siglos dejaron su vida y su sangre en las tierras americanas. ¿Qué hicieron los jesuitas, franciscanos y dominicos? Proselitismo, tal como lo entiende el papa Francisco. Claro que atraían a los indígenas con su testimonio, pero también los atraían con el violín, como San Francisco Solano, y con la predicación del evangelio de Jesucristo. Esos millares de hombres admirables se acercaron ciertamente a los que se sentían alejados y a los más pobres, pero se acercaban para predicarles la Buena Nueva y para bautizarlos en el nombre de la Trinidad. Pareciera que el pontífice está aludiendo a una mera cercanía humana, de consuelo emocional y de promoción social.
Veamos un último caso. Se trata de una sencilla anécdota que me fue referida por su mismo protagonista.
Hace algunos años, cuando el cardenal Bergoglio ocupaba aún la sede porteña, un grupo de laicos de derecha le pidió que celebrara una misa en la catedral con motivo de un aniversario particular. El organizador del evento se encontró con el cardenal Bergoglio en la sacristía minutos antes del inicio de la celebración. Luego de un más que frío y distante saludo, le preguntó: “Decime quiénes están en la iglesia”. El joven le comentó quiénes eran, dando el nombre propio de aquellos más conocidos, y con referencias generales al resto. Eran todos dignos representantes del nacionalismo católico argentino. En la homilía, el cardenal habló como si fuera uno más del grupo de derecha que lo escuchaba, con sus mismas consignas y vocabulario común. Nadie podía salir de su asombro de que ese mismo prelado que se negaba a apoyar las marchas pro-vida o que boicoteaba las manifestaciones públicas contra la ley del matrimonio igualitario, pudiera tener un pensamiento tan claramente conservador.
Por supuesto, no lo tenía.
Era Leonard Zelig.
Wanderer
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