viernes, 26 de abril de 2024

COMBATE Y VICTORIA CONTRA LA IMPUREZA (II)

El cristiano de estos tiempos debe de combatir, no ya en la arena del circo, sino en la arena de su corazón y de sus pasiones, y por eso mismo, debe de buscar el valor en el Santísimo Sacramento.

Por Mons. Martin Dávila Gandara


EL COMBATE DE TODOS

Se había precisado en el anterior escrito, que ¡la castidad es una valentía! Y que la virtud es un combate, por lo mismo se debe preparar el alma para la lucha. Ya que la castidad es un estado militante.

Afirmaba el Divino Maestro: “Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra”.

La vida de los santos, nos manifiesta que también ellos sentían el aguijón de las pasiones. Con excepción de algunos privilegiados de la gracia; pero aun, esa paz absoluta que llegaron a alcanzar no solía ser a veces sino la recompensa de una victoria en un reñido combate, como es el caso de Santo Tomás de Aquino.

Pero, otros santos tuvieron que conocer la bofetada de Satanás. Baste citar a S. Alonso Rodríguez. S. José Cupertino, Santa Ángela, Santa Catalina de Siena, S. Pedro Damián, que para extinguir el ardor de la sangre, se sumergía en agua helada. San Benito se revolcaba entre espinas para matar el deleite con el dolor.

Diríase que sobre las almas, lo mismo pasa sobre los cuerpos que actúa una ley de gravedad, una atracción hacia abajo. Veamos el ejemplo de San Jerónimo, que aun hallándose en el desierto, en una basta soledad abrasada por los rayos del sol, en el retiro de los monjes, se figuraba hallarse en medio de los placeres seductores de Roma.

Decía este santo: “Me sentaba a solas, porque estaba lleno de amargura. Sobre mis miembros, ya deformes, se erizaba un tosco cilicio, y mi tez escuálida se había puesto negra, y cuando, a pesar de mi resistencia, la fuerza del sueño se apoderaba de mí, dejaba caer mis desnudos huesos sobre la dura tierra, a la que apenas tocaba.

Pues, ese era yo, que, por temor del infierno, me había condenado a esta cárcel, sin otra compañía que la de los escorpiones y la fieras, me imaginaba hallarme en medio de las danzas de las jóvenes romanas. Mi rostro estaba demacrado por los ayunos, y mi alma en un cuerpo helado ardía en deseos. Y ante un hombre muerto ya en su propia carne, sólo bullían incendios de pasiones.

Y sometía la rebeldía de mi carne con no comer semanas enteras: donde veía un hondo valle, un áspero monte y rocas escarpadas, lo escogía para lugar de mi oración, para cárcel de mi carne miserable. Así que, desesperado de todo auxilio, me echaba a los pies de Cristo, los regaba con lágrimas y los secaba con mis cabellos. No me avergüenzo de confesar mi desgracia y miseria” (Epist., XXII a Eustoquio, N. 7. Migne, P. L. XXII, 398). Y San Jerónimo se atreve a concluir: “La guarda de la castidad es una especie de martirio”.

Una de las glorias de la Iglesia Católica es que ha logrado combatir y triunfar a través de la castidad; y con ello ha logrado ser una gran escuela del amor idealmente puro y de la virginidad.

San Ambrosio, en su tratado sobre la virginidad, exclama: “Los ángeles viven sin la carne; los vírgenes triunfan en la carne”.

Dice San Pedro Crisólogo que: “Es más hermoso conquistar la gloria angélica que haberla recibido por naturaleza. Porque la virginidad alcanza con sublime lucha y con muchos esfuerzos lo que el ángel tiene de suyo naturalmente”. El casto no cede al vicio. ¿Dirán que el ángel ni aun ceder puede a él? ¿Pero qué maravilla hay en no cometer el pecado de la carne, cuando no se tiene carne?

Dice San Juna Crisóstomo: “Ellos, los ángeles, no están sujetos a las pasiones: ni el canto lánguido, ni a la música encantadora, ni la hermosura de las mujeres son capaces de solicitarlos”.

Dice San Bernardo: “El hombre casto y el ángel se diferencian entre sí: la castidad del ángel es más dichosa, pero la del hombre es más valerosa”.

Toda virtud es hermosa; y sin embargo, la castidad es llamada “la hermosa virtud” por excelencia; porque espiritualiza, y así puede decirse, nuestros cuerpos de barro.

El que sea necesario combatir: lejos de ser humillante, es al contrario, lo que constituye el mérito. Ya que el casto es un vencedor. Y el es el verdadero fuerte.

Por eso dice el libro de Judith XV, 11: “Has mostrado un ánimo varonil… Porque has amado la castidad, la mano del Señor te ha revestido de fortaleza”.


¡ALERTA!

Es la voz que se da al soldado. Es la advertencia hecha por Jesucristo a sus discípulos: ¡Estad en vela! ¡“Vigilad”! ¡Estad en alerta!

Los más fuertes, son los más débiles. Que acaso somos más fuertes que David, y David cayó en el pecado impuro. No somos más sabios que Salomón, y Salomón cayó en el pecado impuro.

No somos más mortificados que San Jerónimo en el desierto. Pues este santo no cayó en el pecado impuro, es verdad; pero debemos recordar cómo su memoria se veía frecuentemente asaltada por las danzas romanas.

Se debe de estar muy alertas, porque el que ama el peligro, perecerá en él. Por lo mismo de debe evitar todo aquello que puede encender la concupiscencia.


SÉ PRUDENTE

“No es la salud, sino la enfermedad, la que es contagiosa”. J. De Maistre. Ya que vivimos en medio de las tres concupiscencias. Del aire que hay en el ambiente depende la calidad de nuestros pulmones y de nuestra sangre, sabemos que hay una atmósfera física, como también hay una atmósfera moral. Hoy se respira muy mal. Porque hay infinidad de basura y miasmas peligrosas que flotan en el aire.

Los médico dicen: “No hay enfermedades, sino enfermos”; esto significa que los caracteres de la enfermedad se diversifican con la variedad de los organismos a que afecta. Ya que ésta no es una entidad absoluta e invariable, sino relativa con infinitos matices, según sean de complejos los temperamentos.

Pues bien, eso que es verdad para la salud corporal lo es también para la salud moral. Cada persona tiene su temperamento especial y su punto deficiente, que apenas se parece al del vecino. Ya que todos somos tentados en lo referente a la pureza, de una manera distinta.

Uno es solicitado por parte del corazón; para otro la dificultad no viene del corazón, sino de la imaginación, o de la memoria; para otros las ocasiones no serán las anteriores, sino la lectura, las mirada en la calle, o ver la mala programación en TV, o en el internet, y para otros las malas compañías.

Alguna veces las tendencias se fijan extraordinariamente y acaban por concentrarse en un punto único, en circunstancias muy determinadas. Para conocer la tendencia o personalidad sexual, bastará observar qué clase de deseos o de imágenes acompañan ordinariamente las tentaciones impuras.

Descubrir esta tendencia, suele a veces ser complejo, debido al temperamento de cada persona. Pero una causa muy ordinaria para conocerla será el hábito.

El hábito es una facilidad para la misma acción. En un acto no se ha terminado todo con él: deja algo de sí en la persona, que conserva en el alma como un pliegue contraído, como un surco abierto para siempre.

Ha pecado la persona de tal manera, y ha creado una “asociación de imágenes”, (ésta asociación tiene un doble mecanismo; fisiológico y psicológico) entre esa ocasión y esa falta. Los dos fantasmas están como soldados. Ha cometido alguno el mal así: pues bien, en adelante será tentado así, y no de otra manera.

De hecho existe una pasmosa “memoria de los sentidos” dice el P. Bourget, ya que el hombre conserva, a causa del psiquismo memorativo, una terrible propensión a repetir la falta especial que ha cometido.

¡Así que feliz mil veces el hombre que no ha caído! Dice Guibert: “Precisamente porque no ha sufrido derrota, no se ha abierto en él, el camino hacia el mal. Ya que no hay imágenes que le obsesionan, ni funestas asociaciones nerviosas, que son el fruto de caídas anteriores que inclinan poderosamente a nuevas caídas”.

Para romper con esta asociación fisiológica y psicológica del mal hábito es necesario alejarse de la ocasión para salir del medio, en lo que se refiere al recuerdo vivo del pecado. Hay que romper resueltamente los viejos marcos en los que se haya tomado miserablemente ese recuerdo: hay que dejar los lugares, los objetos a los que se hallan clavados los recuerdos del placer, e ir a otra parte, muy lejos, donde en una situación nueva, se rehaga un alma nueva.

Por eso, la verdadera táctica no es la de querer luchar y enfrentar directamente al pecado de la impureza, cuando la persona se halla en ocasión, sino en huir y evitar la ocasión.

En lo referente, a este vicio de la impureza decía San Felipe Neri: “el que vence es el que huye”.

Resumamos: cada uno tiene “asociaciones de imágenes”, muy personales; cada uno tiene su temperamento moral como su temperamento físico. La aplicación práctica es que hay que conocerse. Pero nadie se conoce, si no se ha estudiado (para ello necesitamos aplicarnos en hacer día a día el examen de conciencia y un diario espiritual particular).

Muchos fracasan y no salen de sus vicios y malos hábitos, porque no se estudian así mismos, porque no se conocen. Son capaces de conocer todo: la historia, la geografía; se apasionan con la ciencia y por la astronomía. Y ¡con que gusto exclamarían: ¡Lo sé todo! ¡Todo! Menos conocerme a mi mismo...

Ellos podrían decir cuál era el punto vulnerable del ejército de Aníbal, pero no podrían decir cual es el punto vulnerable de su corazón. Conocen el universo, y se ignoran a sí mismos. Siendo incapaces de conocer su temperamento. Ya que, para portarse bien se requiere conocerse bien.

Por el contrario, el diablo si que se preocupa y se empeña en conocernos bien, y conoce la importancia de la psicología, y procura estudiarnos íntimamente, pero, para perdernos para toda la eternidad.


LOS PELIGROS DE TODOS

La defensa se regula por el ataque. Para ello es esencial antes del combate conocer los planes del adversario, para desbaratar su táctica. De ahí la importancia durante una guerra de los aviones de reconocimiento y de las patrullas de exploración.

El demonio echa mano de todo para perdernos. ¡La estrategia de Satanás es fecunda en ardides de guerra!

Por eso, el buen soldado cristiano, debe de cuidarse de estos múltiples peligros: Las malas conversaciones, la curiosidad, al levantarse y al acostarse, la ociosidad, los malos bailes, la mala programación del cine, de la TV y del internet, las malas lecturas, las amistades particulares (de las cuales habla S. Pablo, empiezan por el espíritu y terminan por la carne), las malas compañías, y el peligro de las malas mujeres.


LA ESTRATEGIA DE LA DEFENSA

Se ha descrito la táctica del mal. Ahora se verá la táctica del bien. Si el arsenal del vicio tiene muchas y temibles armas, el arsenal de la virtud tiene también muchas armas defensivas, mismas que se van a ir examinando.


EL ARMA DE LA COMUNIÓN

“¡Oh, hostia de salud! Los combates nos acosan, Danos fuerza” (Ofic., del Ssmo.)

En tiempos de guerra es preciso escoger las armas más poderosas, y el buen cristiano, sabe muy bien cuál es el arma por excelencia en el combate de la castidad: la Comunión.

La devoción eucarística será como el fuego de las avanzadas que impida a Satán llegar hasta a él. Si quieres permanecer valiente, acuérdate que comulgar es incorporarte el valor en la mayor dosis posible: ya que, ¡es comer la fuerza!

Los primeros cristianos lo sabían muy bien. Soltaban contra ellos los leones del circo romano; pero ellos mismos, como, “leones que vomitaban llamas”, les hacían frente con todo valor. ¿Gracias a qué? Gracias a la comunión de la mañana.

En los primeros siglos del cristianismo por las intrigas de los judíos, se desataban las más terribles persecuciones contra la Iglesia. Miles y miles de cristianos iban a la muerte como a un juego. Se les desgarra, se les atenaza, se les echaba plomo fundido por la boca; se les echaba a los osos, a los tigres, a los leones. Aquellos hombres y mujeres, aquellas jóvenes, no retrocedían. Ya que todo el valor y la fuerza lo sacaban de la Sagrada Eucaristía.

Es por eso, que el cristiano de estos tiempos, debe de combatir también, no ya en la arena del circo, sino en la arena de su corazón y de sus pasiones, y por eso mismo, debe de buscar el valor en el Santísimo Sacramento.

¿Qué ha hecho Jesucristo para revertir de fuerza el pobre corazón humano? Se le ha unido con lazos magníficos, ¡mejor aún!: con la “Sagrada Comunión”; es decir, con la unión íntima, o sea, con una interpenetración de Dios y del hombre.

En esta unión, estamos “mezclados con Dios”. Decía San Juan Crisóstomo en su Hom. 6ta: “Al pueblo de Antioquía: Demos a los diversos medios, con los que purificamos y sanamos nuestra alma, la importancia que les corresponde”.

Siendo la comunión la primera de todos. ¿Por qué? Porque comulgar es beber la salud, no ya en una derivación, o en un arroyo, sino en la misma fuente. ¡Nada hay que más cristianice que Cristo en persona! Ya que comulgar es injertarse con Cristo, es prender nuestra menguada vida humana en la vigorosa vida divina.

No sustituyamos nunca las devociones a la devoción. No hay procedimiento que reemplace a la vida. Ahora bien, comulgar es recibir la vida. Todas las otras practicas de piedad, todos los otros medios de conservar la inocencia de nuestra alma, comparados con la devoción eucarística, son como los rayos comparados con el foco de calor.

Pongamos en un platillo de la balanza todas las buenas obras, todas las mortificaciones de los ermitaños, y en el otro una comunión —una sola— bien echa. Hemos puesto en este segundo platillo un peso mayor, pues que es Dios mismo.

Es por eso, que el cristiano debe de comulgar, no porque sea puro, sino para serlo; no porque tenga buena salud, sino para recobrar la buena salud. Acaso, ¿se va al doctor, cuando se está sano? No, sino cuando se está enfermo.

Y animados de confianza, porque no decirle a Jesús que es sumamente bondadoso: ¡Señor, que sanas los cuerpos y las almas, tu me salvarás! ¡Señor! ¡Durante tu vida mortal en la tierra, eras bueno, muy bueno! Tu que curaste al leproso (Mt., VIII, 1) Cura mi lepra de la impureza.

Tu que curaste al hombre que tenía la mano seca (Mc., III, 1) cúrame, que yo tengo el corazón seco. Tu que curaste al ciego (Lc., XVIII, 35). Y yo te digo como él: “Que yo vea”. Porque hay cosas que no se distinguen, si no con los ojos puros; cúrame Señor porque tengo una nube en los ojos.

Tu curaste a la mujer que “hacia 18 años andaba encorvada, y no podía mirar nada hacia arriba (Lc., XIII, 10). Tal vez hace ya mucho tiempo que mi pobre alma anda del todo encorvada, y no puede mirar nada hacia arriba. Tu que curaste al paralitico que llevaba 38 años enfermo (Jn., V, 1) Considera el inveterado mal de mis tristes hábitos.

Y porque no seguirle pidiendo como el ciego de nacimiento ¡Hijo de David, ten compasión de mi! Si quieres salvarme, lo puedes hacer ¡Oh bueno y dulcísimo Jesús! ¿He de ser yo el primero a quien deseches?

¡Oh Señor mío y Salvador mío! Cuando se tocaba la orla de tu vestido, la orla roja colocada en lo bajo de tu vestido, se alcanzaba la salud. Y yo, que toco tu cuerpo en la sagrada Comunión, ¿no he de sanar? Expulsa para siempre el mal de mi alma amasada con la Eucaristía.

La carne, nutrida con la carne de Cristo, se purificará y se empapará de virginidad. Ya que la comunión es, por excelencia, el antídoto del pecado impuro. El vicio animaliza. La comunión diviniza.

Por último, en los siguientes escritos vamos a seguir dando más armas que puede utilizar el cristiano en contra del vicio de la impureza.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “El Combate de la Pureza” de P. G. Hoornaert S.J.

Continúa...


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