lunes, 31 de julio de 2023

PUNTO DE NO RETORNO

Ninguno de los cardenales que tienen como oficio acompañar y aconsejar al papa, ha dicho algo frente a la gravedad de lo actuado por Bergoglio.


Hace nueve años escribí un breve post sobre lo que experimenté cuando el 13 de marzo de 2013, sentado frente al televisor, vi asomarse a la loggia de San Pedro al nuevo Sumo Pontífice: Giorgius Marius [y también relataba allí una premonición que, afortunadamente, no se cumplió y confirma que no soy profeta]. Varios lectores enviaron comentarios con el relato de experiencias similares que conducían todas ellas a una certeza: ha comenzado el fin; Bergoglio será el Gran Entregador.

Con el paso de los años maticé con la razón lo que había surgido inesperadamente, a la vista de una imagen televisiva, de la emoción ¿o de la intuición? Pensé que el sentido común del establishment eclesial, que el instinto de supervivencia y que el grupo de jerarcas conservadores, viendo el desastre que Francisco estaba produciendo en la Iglesia, reaccionarían de alguna manera. No lo harían con la intención de mantener la tradición, ni el latín y ni siquiera el dogma. Lo harían —pensé— al menos por un sentido de institucionalidad. Por eso, hasta hace poco, conservaba un moderado optimismo acerca de lo que podía ocurrir en el próximo cónclave y abrigaba alguna esperanza sobre una cierta aunque débil restauración en el próximo pontificado.

Sin embargo, algunos sucesos de las últimas semanas me han hecho abandonar esa postura. Me parece, y creo que es un tema interesante para discutir, que ese relativo optimismo con respecto al futuro de la Iglesia una vez que muera Bergoglio no es más que un acto voluntarista, un anhelo sin fundamento in re; un wishful thinking, como dirían los ingleses.

En primer lugar, el sínodo sobre la sinodalidad es un signo muy evidente de que estamos ya en un punto de no retorno, más allá de los resultados que allí se obtengan, aún cuando no pasara nada una vez terminada esa asamblea. El solo hecho de que la Iglesia permita y propicie una reunión con la densidad institucional que posee un sínodo, en la que se pretenda discutir temas que buscan modificar directamente la fe y la moral según nos fue transmitida por los apóstoles y sostenida por todos los padres y maestros, es signo rotundo de que algo muy profundo se ha quebrado; una buena parte, muy buena parte diría, de la jerarquía ya no tiene fe. Para ellos, la Iglesia no es más que una organización más entre tantas otras, y todo lo que ella pensó y enseñó sobre sí misma no son más que fábulas propias y comprensibles de tiempos pasados, pero absolutamente insostenibles en la actualidad.

En segundo lugar, los últimos nombramientos de Francisco —Mons. Fernández en Doctrina de la Fe, los nuevos arzobispos de Buenos Aires, Madrid y Bruselas— y la elección de los nuevos cardenales es también un punto de quiebre. En la mayor parte de los casos se trata de personas que rondan los sesenta años y pertenecen a la peor línea teológica, si es que el lugar donde se ubican puede considerarse aún teológico, o católico. Eso significa que tienen por delante veinte años para continuar haciendo daño desde sus elevadísimos puestos y socavando la fe residual que quedará en la Iglesia luego del pontificado de Bergoglio.

Pero hay todavía una cuestión más grave, y es la falta de reacción de quienes debían reaccionar. Salvo algunas voces —el cardenal Müller, Mons. Strickland y quizás alguno más— ninguno de los pastores que tienen como obligación proteger al rebaño; ninguno de los cardenales que tienen como oficio acompañar y aconsejar al papa, ha dicho algo frente a la gravedad de lo actuado por Bergoglio. Éste, eliminado ya Benedicto XVI que actuaba como una suerte de katechon, se ha lanzado abiertamente a su obra de entregar a la Esposa de Cristo a los reyes de la tierra a fin de que forniquen con ella.

Y un último argumento. Dicen que una imagen vale más que mil palabras, y dicen también que la mirada y el rostro son la expresión del alma. Los invito a ver este breve video con la procesión de entrada de los obispos argentinos en la misa de toma de posesión del nuevo arzobispo de Buenos Aires. Creo yo que, aún si el próximo papa fuera San Gregorio o San León, nada podría hacer. La gracia, para actuar, supone la naturaleza. La comparsa de mitrados que apacienta la grey argentina —y que debe ser bastante similar a cualquier otra runfla episcopal francisquista— carece del sustrato natural para una renovación de la Iglesia en la fe católica.

Cuando se produce una hemorragia severa que ocasiona una gran pérdida de sangre para una persona, aún cuando sea asistida y se le transfunda sangre rápidamente, las reglas que gobiernan la hemodinámica indican que muchas veces es tarde: el enfermo muere irremediablemente aunque tenga a su lado al mejor hemodinamista del mundo con litros de sangre a su disposición. Hay un punto de no retorno. Sólo un milagro puede salvarlo.

Si la nuestra fuera una esperanza mundana y esperáramos que nuevamente la Iglesia institucional abrazara la fe apostólica y volviera a su pompa y esplendor de siglos pasados, este panorama sería desolador. Pero no es esa nuestra esperanza. No era esa la esperanza de los primeros cristianos. Ellos la expresaban con una sola palabra: Maranatha!


Wanderer



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