lunes, 10 de julio de 2023

BERGOGLIO Y LA "REVOLUCIÓN CULTURAL" QUE ESPERA A LA IGLESIA

El pontífice estaba interesado en sacar a la Iglesia de la zona de confort occidental que la había dejado inmóvil, guardiana de las cenizas. “Lo entenderéis todo desde los nombramientos”, advertía el cardenal Maradiaga hace más de un año. Y estaba en lo correcto.

Por Matteo Matzuzzi


"Esperen los nombramientos y verán los alcances de la gran reforma" advertía siempre sonriente el cardenal Oscar Maradiaga, hace poco más de un año, cuando observadores y expertos en asuntos vaticanos cuestionaban a las eminencias que cuentan con los alcances de la nueva constitución apostólica destinada a rediseñar la Curia romana. Espera y verás

La profecía de Maradiaga se ha hecho realidad, también porque el cardenal hondureño siempre ha sido uno de los más estrechos colaboradores de Francisco, quien quiso que dirigiera el Consejo de los Nueve (en su estructura original) llamado a brindar ayuda y sugerencias respecto al gobierno de la Iglesia universal

Un año y unos meses después, Bergoglio se desvió como nunca, al menos en cuanto a sus "ministros". Se decía que en general no le importaba, que no toleraba a los mediadores: él y la gente, el pueblo, bastaban. Sin filtros, secretarios, cardenales "para chuparle las medias" (cita del autor) y ungidos por el Señor que los puso como portavoz del Pontifex Maximus

Se gobierna con lo que hay, lo importante es que funcione la cabeza de la Iglesia y por lo tanto, la del papa. Así siguió durante años, Francisco se limitó a sustituir a los jubilados, dejando incluso cardenales puestos allí por Benedicto XVI hasta los ochenta años, y cuando les dio luz verde, no los sustituyó por perfiles opuestos. 

Un ejemplo sobre todo: al decidir no renovar el mandato del cardenal Müller, puso en su lugar en el Santo Oficio al número dos, el jesuita Luis Ladaria, un riguroso profesor gregoriano de perfil moderado y muy apreciado por Ratzinger. Los sectores más tradicionalistas se quejaron del nombramiento de Arthur Roche para el Culto Divino, pero al fin y al cabo también él había sido nombrado secretario del mismo dicasterio por Benedicto XVI.

Solo en el último año Francisco cambió su tono, en parte porque quizás siente que el pontificado ha entrado ineludiblemente en su fase final, aquella en la que los consejos de cardenales sobre el "después" - "hay quienes me quieren muerto" - son escudriñados en busca de cualquier signo visible de enfermedad y/o fatiga en el rostro de Bergoglio. Un poco, quizás, porque entendió que la masa de pruebas lanzadas, los sobresaltos dados a la Iglesia, los Sínodos convocados no han dado hasta ahora el resultado que muchos –y él mismo– esperaban. Por supuesto, ha habido y todavía hay muchos obstáculos, así como resistencias. Pero sería un error volver a proponer el estribillo habitual que quieren los conservadores, empeñados en socavar diariamente el curso del pontificado que, de otro modo, estaría libre de trampas, libre para proceder en serenidad, en un clima bucólico.

Alemania con su Camino Sinodal es la vanguardia, cada vez con menos bautizados pero rica y ruidosa, de esta falange que, sin embargo, tiene batallones en casi todo el mundo: América Latina, Australia, Europa Occidental. Francisco lanzó hasta donde pudo, cartas muy largas y tajantes, declaraciones en la prensa que en algunos casos irritaron a los líderes del episcopado alemán, ultimátums encomendados a curias de alto rango, mediaciones inspiradas por cardenales fieles y nada hostiles al plan sinodal producido a orillas del Rin. Todo fue en vano. La Iglesia de Alemania sigue adelante según su propia agenda y, al fin y al cabo, "no será Roma la que nos diga lo que tenemos que hacer aquí", aseguraba el cardenal Reinhard Marx en 2015: era otro Sínodo, eran otros tiempos pero la sustancia era la misma y poco ha cambiado. 

Francisco en una década ha sacudido las cosas, Amoris laetitia, el Sínodo sobre la Amazonia, las discusiones sobre los viri probati, las comisiones sobre las diaconisas, las peticiones categóricas a la Iglesia italiana (Florencia, Convención Eclesial hace ocho años) para archivar Loreto 1985 y ser más pastores entre las ovejas descarriadas. Peleas furibundas entre prelados, votaciones en el último escrutinio para ver si se devolvía o no la Hostia a los divorciados vueltos a casar, desavenencias cada vez más profundas, cardenales revoltosos que ya no se presentaban en San Pedro por polémica. Otros que, para mostrar fidelidad al Vicario, se apresuraban penosamente a comprar cruces pastorales iguales a la del papa, guardando las suyas de oro y tachonadas de piedras preciosas en cajones con asas de marfil. ¿Los resultados de todo este alboroto? Escasos.

Y Bergoglio lo sabe, consciente como es de que no ha podido revolucionar nada, de que a menudo han sido los medios de comunicación -incluso los que le idolatraban- los que le han descrito desde su primera aparición en la Logia de la Bendición casi como un segundo alter Christus, y no sólo por el nombre pontificio elegido. El hombre que debía reparar la Iglesia atribulada por los escándalos y las habladurías, por la influencia de ciertos lobbies y potentados que siempre habían estado ahí, pero que en los últimos años quizá se habían instalado demasiado en los Palacios Sagrados. Le pedían que cerrara el IOR -¿y las misiones en África las pagas tú? replicaban los que se oponían al paragrillismo que se había entrometido como el humo de Satanás discernido por Pablo VI, más allá del Tíber. Le pedían que hiciera cardenalesas, que apaleara cardenales infieles -con el pobre padre Lombardi obligado a negar ciertas conversaciones privadas-, que vendiera villas papales y que casara sacerdotes.

En el fondo, le interesaba hacer cambiar de perspectiva a la Iglesia. Sacarla de la zona de confort occidental que la había vuelto inmóvil, guardiana de las cenizas en un mundo circundante que se marchitaba cada vez más, entre secularización, crisis de fe y sobre todo marcado desinterés. Nada de genuflexiones a los potentados yanquis, sino guiños más o menos concretos a los otros polos de gobernantes mundiales, de China a Rusia, con bendiciones y saludos a Putin. Pero incluso aquí, la realidad, que en realidad siempre es superior a la idea, pronto hizo desaparecer estos ya frágiles puntos de apoyo: China gestionando a su manera el histórico acuerdo sobre el nombramiento de obispos y Rusia invadiendo Ucrania con la explícita luz verde del Patriarca Kirill, aquel que en 2016 había abrazado al papa de Roma en Cuba, firmando incluso una solemne Declaración. Tantos procesos iniciados, en definitiva. Tantas sacudidas dadas a una Iglesia que desde hace décadas, en lugar de ver la primavera, cuenta con las crisis, grandes o pequeñas ("¡Qué Pentecostés!", tronó el cardenal Müller en irritación). África crece, se señala de vez en cuando. Y mientras África crece con su joven fe, la antigua cuna de Europa cuenta sus llagas y mide la capa de polvo depositada en los bancos de las espléndidas iglesias antiguas.

Francisco ha optado por salirse con la suya, ahora que los años le pesan. No más mediaciones y la búsqueda de soluciones medianas, compromisos a corto plazo. La reforma necesita el combustible adecuado, los hombres adecuados que puedan implementarla sin vacilaciones ni dudas de ningún tipo. Sobre todo, que crean de verdad en este viaje con destino desconocido. Así, el fidelísimo Víctor Fernández acude a la Doctrina para la fe, cuyo cursus honorum comienza con la elección de Francisco: obispo, arzobispo, prefecto de la curia. Redactor de los documentos más significativos del pontificado, consejero teológico con ideas innovadoras y creativas, hostil a todo lo que el Santo Oficio ha hecho durante siglos, hasta anteayer: no más condenas, sí aperturas. No más moralizantes, sí a la misericordiatout-court. Desde luego, Fernández no es un advenedizo sin experiencia (aunque quienes llevan días publicando en las redes sociales los rankings de ventas de sus ensayos en la Argentina para demostrar la profundidad del pensamiento y lo siguiente) no juegan a su favor. Escribe mucho, incluso en Facebook, donde se dejó llevar acusando a sus críticos de apuntar alto, al propio papa. Habla mucho, asegura en una entrevista -la primera después de su nombramiento- que es el que más se opone al aborto en toda América Latina, que predica sobre la confesión, las misas y la adoración y que está convencido de que el matrimonio es sólo entre un hombre y una mujer. Por supuesto, si las parejas homosexuales piden una bendición, se puede dar, siempre que no haya "confusión". El biógrafo de Bergoglio, al igual que su amigo, Sergio Rubín, escribió que él, Fernández, podrá dar pie a lo que no duda en definir como "revolución cultural", con escalofríos maoístas adjuntos. Exageraciones aparte, Rubin no se equivoca: es exactamente lo que Bergoglio busca y quiere, una revolución en la forma de pensar, incluso antes de actuar. Y Fernández es sólo la punta de lanza de la operación que probablemente habrían querido algunos electores de Francisco hace una década, sobre todo los sectores que pedían que se dejara entrar aire fresco a los salones vaticanos.

Solo en el último mes, Bergoglio ha nombrado al nuevo arzobispo de Buenos Aires, luego al de Madrid, finalmente al titular de la diócesis de Bruselas. Las tres designaciones comparten dos factores: la edad relativamente joven de los obispos (menos de sesenta años) y su orientación fuertemente "innovadora". Traducido con las categorías de nuestros días, se diría "pastores con olor a oveja", "bergoglianos", perfectamente alineados con la agenda del pontífice reinante. Lo que Francisco quiere cambiar es la velocidad del barco, para poder navegar más rápido mar adentro, lejos de los bajíos donde los grupos de interés, viejos moralistas y rígidos conservadores, creyentes convencidos de que el cristianismo es un paquete de dogmas y mandamientos, lo están frenando. Esto también se puede entender por la insólita carta que el papa escribió al nuevo prefecto para la Doctrina de la fe, adjunta al boletín anunciando su nombramiento. Inusual por los métodos, la franqueza del texto y las citas utilizadas: todo tomado de los documentos del pontificado actual.

Es la inversión de la línea de Ratzinger, la desautorización de aquella solemne y atronadora advertencia que el entonces deán hizo a los cardenales en San Pedro poco antes de cerrar la puerta de la Capilla Sixtina para el Cónclave hace dieciocho años. El Barco que va aquí y allá, zarandeado por los vientos de la doctrina, del relativismo que se cuela amenazante. Fin de la historia, cambio. Francisco escribe claramente que incluso estas ráfagas aparentemente hostiles y molestas pueden ser agradables, que uno no debe tener miedo de lo que parece feo y amenazante. Todo es legítimo, no hay agresión al depositum fidei. Simplemente hay un punto de inflexión, uno de los muchos que la Iglesia ya ha conocido en sus dos mil años de historia. Eso sí, Fernández deja entrever que hará las cosas "a mi manera", y esto puede generar preocupación, dado que no se trata de administrar un hotel, sino de la Doctrina de la Fe. El problema es: girar para ir ¿a dónde? 

Se dice -y lo escribió Francisco en la carta de nombramiento publicada al mismo tiempo que se anunciaba el nombramiento del titular del antiguo Santo Oficio- que es hora de abandonar los "métodos inmorales" del pasado, que es necesario poner fin a las rigideces que han alejado a tantas personas de la Madre Iglesia, desconcertando y desilusionando a menudo al Pueblo de Dios, infalible en la fe. Abrazar, curar, hacer dogmático el hospital de campaña que atiende a los enfermos y no a los sanos. Todo es evangélico, sencillo, justo. La realidad, sin embargo, muestra que precisamente allí donde la Iglesia se ha mostrado más entregada al maquillaje, a los cambios para hacerse más “atractiva”, diluyendo a menudo el Mensaje tal como siempre ha sido transmitido (la fe de los pequeños, sí, pero también la de las abuelas y bisabuelas), el sufrimiento es mayor. 

Siempre se vuelve allí, al punto que más amenaza a Roma: Alemania. El éxodo de fieles ha alcanzado cifras récord, tanto por el escándalo de los abusos como por la insostenibilidad del impuesto a los bautizados. Pero la Iglesia del Camino Sinodal que quisiera acercarse al pueblo, bendiciendo a las parejas homosexuales, revalorizando el celibato sacerdotal y abriéndose a la ordenación de mujeres, sigue el camino ya recorrido hace décadas por el luteranismo. Es el camino que conduce primero a la marginación, luego a la insignificancia (numérica y de rol), y finalmente a la extinción.

En este sentido, el gran sínodo sobre la sinodalidad que abrirá su fase romana en otoño dirá mucho. Un Sínodo que, por la amplitud del programa y la delicadeza de los contenidos, parece en todos los aspectos un mini-Vaticano III llamado a determinar –o intentar hacerlo– un camino para las próximas décadas.


Il Foglio


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