Por Daniele Trabucco
El modernismo, en sus diversas declinaciones, rechaza todo realismo filosófico, es decir, niega la posibilidad de conocer, hasta cierto punto, la esencia de la realidad y sus causas. En otras palabras, asume un carácter antirrealista y antimetafísico.
En este sentido, es hijo de la filosofía cartesiana que admite la primacía del sujeto sobre lo real objetivo: es la razón, de hecho, la que construye el objeto.
El Papa Sarto intentó, como escribe muy bien el historiador Oscar Sanguinetti, “encerrar el modernismo dentro de categorías intelectuales precisas”.
Es cierto que el término “modernismo” se aplicó por primera vez a temas sociológicos y políticos y no teológicos, pero también es cierto, señala el teólogo Luigi Sartori (1924-2007), que la propia teología, en un determinado momento, se vio impregnada por él, terminando por subordinarse a aquellas premisas filosóficas propias de la modernidad y sus consecuencias: el sujeto que prevalece sobre lo real, el papel de la intuición en el proceso cognitivo, los factores inconscientes como criterios para el desarrollo del sentimiento religioso, el relativismo en el ámbito de la conciencia.
De este modo, gracias a la influencia del evolucionismo positivista francés y del historicismo idealista alemán, se sentaron las bases para repensar los dogmas en un sentido inmanetista/naturalista, para distinguir el “Cristo de la historia” del “Cristo de la fe”, etc. Así, se pidió a la Iglesia, en nombre de esta “nueva filosofía”, tal como la definió el modernista Romolo Murri (1870-1944, que adapte las fuentes de la fe, su estudio y su enseñanza a los cánones de la modernidad.
El pensamiento quedó así devaluado con la asignación simultánea de la primacía a la voluntad y a la interioridad, que se convirtieron a su vez en las reglas del bien y del mal. Era la “acción” la que debía ocupar un lugar destacado, según la enseñanza del francés Maurice Blondel (1861-1949), hoy muy apreciada en los Institutos de Ciencias Religiosas.
Contra los “enemigos de la cruz de Cristo”, escribió Pío X en la Carta Encíclica Pascendi de 1907. Ellos reducen la fe a un acto emocional derivado de la intuición y la percepción, que no admite ninguna autoridad externa (reduciendo así la frontera con el protestantismo liberal), el sucesor de León XIII subrayó la perenne validez del tomismo.
El Papa Sarto opuso los planteamientos fenomenistas, agnósticos e inmanentistas (cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica 'Fides et ratio' de 1998) del pensamiento moderno a la capacidad cognitiva de la razón para discernir en el objeto los presupuestos y principios del recto razonamiento. No rechaza la actualización fisiológica natural como parte de un proceso orgánico de crecimiento basado en una metafísica precisa, pero se distancia fuertemente de una concepción de la modernidad entendida como negación del principio de realidad y no contradicción.
Una enseñanza actual en la era postmetafísica a la que los católicos deben mirar con reverencia, gratitud y respeto.
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