Pudiera parecer que el feminismo no es otra cosa que un ‘ismo’ más, otro de los tantos movimientos circundantes a nuestra sociedad actual, que batalla en su particular circunstancia sin más peso que el de sus propios objetivos parciales. Hay que recordar que la modernidad es ese escenario donde todas las luchas están segmentadas, donde el interés parcial de los grupos se ha hecho decisivo para enarbolar banderas distintas y no compaginarse hacia unos objetivos comunes.
Este denominado feminismo, que es en realidad feminicidio (como han acordado Prado Esteban y Félix Rodrigo Mora en Feminicidio o autoconstrucción de la mujer) configura una determinada política que se ha puesto en marcha con toda la connivencia institucional. Su línea programática consiste en inculcar a la mujer la necesidad de liberarse de un patriarcado ancestral, dibujado desde una mitología insostenible, y obligarla a concebir dicha liberación bajo los dulcificados barrotes de la prisión moderna, específicamente el dinero y el poder, mediante el trabajo asalariado y la carrera profesional. Esto, insisto, nada tiene que ver con la liberación de la mujer, y quienes pretendan esta labor necesitan no sólo desvincularse del feminismo ortodoxo, sino denunciarlo por envenenar del todo la cuestión.
La adhesión de multitud de buenas voluntades, de gente, mujeres y varones, a la cuestión feminista tal y como se preconiza hoy día, constituye el triunfo de la voluntad feminicida; impedir una concepción distinta a la dictada por la dominancia. El feminismo hoy día tiene el carácter de religión, pues incita a una creencia ciega sobre esa nombrada mitología, en la cuestión del patriarcado y en muchas otras, pero sobre todo porque invita a una intransigencia atroz cuando se contradicen los puntos clave. La contestación que se recibe cuando se quiere defender que el feminismo de manual oculta una ideología puramente sexista, similar a la concepción nazi de distinciones a razón de los genes, la genética, evidencia la brutalidad con la que son amaestrados sus seguidores, lapidando toda buena voluntad que pudieran alojar en un primer instante, ahora sólo entregados a repetir e imponer ‘su’ visión del mundo. La clave de bóveda del feminismo, su fundamento doctrinario desde sus primeras manifestaciones históricas, afirma que la mujer es un ser de especial debilidad congénita, que precisa de una protección del Estado y que éste le posibilita la emancipación de la brutalidad ñy agresividad también congénitas al varón, que la ha oprimido desde tiempos inmemoriales por el simple hecho de ser varón. Quienes se autodenominan feministas deben hacer frente a la realidad histórica del movimiento, deben asumir que el feminismo tiene la historia que tiene y sólo si verdaderamente están por una visión igualitaria de los sexos, sólo si verdaderamente pretenden una liberación humanista de la mujer, repudiarán a personajes como Lidia Falcón en España o Simone de Beauvoir en Francia. Es imperativo liberar a las personas que verdaderamente sienten una necesidad de igualdad del encuadramiento del sistema, que es mutilador y sólo concibe dicha igualdad mediante la degradación de la mujer a los mismos estados antihumanos en los que sobrevivimos los varones.
Recuperando el hilo, si el feminismo es sustantivo para comprender la modernidad y es una clave en la estrategia del sistema para ir dibujando su escenario futuro (un futuro que, en esa medida y si no se actúa, no será nuestro, tanto como no es nuestro el presente) es porque impone una nueva categoría de odio entre nosotros. El único escenario en que se podrá recuperar la autonomía de las personas es uno donde estemos unidos como seres humanos contra la imposición de cualquier signo. Ni siquiera con la mujer preocupada en lo que ha convertido y sacralizado como ‘sus asuntos’, los funestos ‘asuntos de género’, que liquidan la comprensión entre iguales, y con el varón volcado en lo suyo, se podría lograr nada, por tanto la fuerza está en la unión, que derrote a cualquier impostura primero mediante el pensamiento. Pero es que el feminismo, además de dividir aquél, es una ideología del odio, quizás la mas temible habida hasta el momento a nivel transversal en toda la sociedad, por tanto comporta una cuestión esencialmente biológica. Con el pensamiento fragmentado y enfrascado en doctrinas cuasireligiosas, y encima con nuestros iguales enfrentados, como enemigos primeros, jamás fructificará una conciencia verdaderamente emancipadora.
No puede ser casualidad que, tras triturar al común de los mortales, tras imponer un estado antihumano que se constituye como consumación de la ideología de poder, progresivamente hasta nuestros días, donde es casi total y tiende hacia un escenario de perfección técnica aterrador, el feminismo haya irrumpido como el último frente institucional para terminar por destruir los lazos afectivos entre las personas dominadas. Lo que el Estado gana con el feminismo que predica desde sus aparatos ideológicos (la universidad y los medios de comunicación eminentemente) es tanto, que pretender que no se trate de un oportunismo más es cuestión de obcecación metal, sólo fruto de la exposición a sus discursos farsantes. No sólo en la instauración del odio entre varones y mujeres tiene un triunfo, lo que está terminando de triturar en lo afectivo la familia, que ya sólo se sostiene como célula cancerosa que sobrevive en régimen de necesidad por tanto es difícil ‘salir adelante’ económicamente en soledad; también en la incorporación de la mujer al trabajo (hasta ahora improductiva para la cosmovisión economicista, ese monismo mutilador la existencia humana), nada menos que el 50% de la población, el Estado declara una victoria total. El feminismo es pilar estratégico de la política a nivel mundial, si bien ha sido primero introducido en lo que se conoce como occidente, pero poco a poco se observa su aplicación en otras sociedades.
Es evidente que Arabia Saudí no es un país cuya clase gobernante demuestre un interés humanista para con su población. Por distintas cuestiones es un régimen que se manifiesta aún explicitamente violento y represivo; en cambio, ya ha comenzado a financiar campañas institucionales contra la violencia de género. Quienes vean en esta cuestión un progreso y una ayuda para la mujer lo hacen a costa del autoengaño, como también hace la izquierda, que elogia las actividades de lavado de manos que realizan dictadores sin importarle un análisis profundo del estado de las cosas, obviando los hechos que ponen en relación estas actividades con otras intolerables y que demuestran que toda actividad institucional va pareja. ¿Por qué no se denosta el régimen normativo ultra-partriarcal de los países islámicos? ¿Por qué no se denuncia la Sharía? No es posible concebir un régimen que en parte colabore con buena voluntad y en otra parte sea genocida. Por tanto, esto es prueba de que el feminismo de Estado sólo es una política estratégica más que persigue fines que le son de interés a la tiranía islámica.
Con vistas a una economía de mercado mundial, se hizo necesario desarrollar un programa de ingeniería social que estuviese en consonancia con las dos claves de la modernidad occidental, que son a) Invisibilizar a las estructuras de poder y darles un régimen meramente nominativo de ‘democracia’, y b) Rentabilizar al máximo la materia prima con la que los Estados miden su fuerza entre sí, la mano de obra. El resultado fue aupar a ideología de Estado una teoría que obligase a las mujeres a hacerse mano de obra en los cauces de la administración mientras creen conseguir con ello mismo, su libertad. No se explica de otra forma el apoyo que el feminismo ha recibido por parte del sistema precisamente en la evolución de este último siglo. Además, la ausencia de un movimiento feminista tan homogéneo como el actual en el pasado sólo demuestra que la causa feminista no existió porque la mujer no estuvo sometida a ningún régimen patriarcal igualmente homogéneo sino sólo como circunstancia local y particular. Esto es algo que el feminismo niega en rotundo y demoniza la agresividad y anhelo de dominación intrínsecos a la condición de varón; pero un vistazo a las condiciones de vida del pasado, no centralizadas y asentadas en la convivencialidad y el apoyo mutuo, cuando se pudo, anula los sofismas empecinados del feminismo. El patriarcado fue y es una realidad muy cierta, pero atribuírselo al varón implica una ideología estrictamente sexista, además de mostrar una nula visión sobre las estructuras del mundo.
La condición de varón o mujer no son decisivas en lo relativo a un contexto donde existen las clases, por ejemplo. De esta forma, hoy día nada tiene que ver una mujer de barrio con Christine Lagarde o Ana Patricia Botín. De la misma forma, sólo desde la concepción de clase es explicable la instauración de un patriarcado, y no como resultado de una naturaleza congénita al varón sino como resultado de la existencia de una clase dominante y una dominada. Si se recorre la definición que hace del patriarcado la ortodoxia feminista, se ve que la subyugación marital de la mujer al marido la establece el código civil, y no una suerte de ley divina ancestral (que no contaría con los aparatos de coerción y represión oportunos para hacerla cumplir). En la ausencia de una legislación civil centralizada, impuesta y no consensuada, dicha subyugación comportaría un caso estrictamente particular, o quizás común a alguna sociedad machista particular, muy detestable, pero no al varón como ser humano, lo que es una afirmación irrenunciable del feminismo que hay que derribar de una vez. Puedo decir que como varón no me considero una persona con anhelo de dominancia sobre una mujer, y que la casi totalidad de los conocidos varones tampoco lo son, y digo casi por suponer un cierto desconocimiento sobre la interioridad de alguno de ellos. La perfidia feminista debe denunciarse activamente, porque el acoso que sufren muchos hombres cuando se ven en la necesidad de cuestionarse como agresivos ante la monomanía social impuesta está haciendo un daño terrible y es contraria a unos principios de respeto e igualdad.
En la propia ideología feminista está el impedimento para entender el mundo. Bajo sus preceptos, es imposible que emerja una conciencia crítica del mundo, y por ello sus discursos están centrados, bien en uno odio irracional por distintas cuestiones, como el varón y el patriarcado, bien en cuestiones nimias que no significan nada para la cuestión femenina. Por ejemplo el feminismo académico vive embravecido denunciando la mercantilización de la mujer que realiza el capitalismo a través de la ideología de consumo, algo repudiable (tanto como la mercantilización del varón, por cierto), pero eso no es sustantivo a la concepción de la feminidad como categoría autogestionada. En pocas palabras, ante una feminidad fuerte, firme y autoconstruida, los eslóganes publicitarios se evaporan y no turban en lo mínimo a la mujer ante su fortaleza erguida, quizás tan sólo en lo inconsciente, esa gran arma subliminal que contiene la publicidad. Estas denuncias parciales deben enmarcarse en un marco más amplio que ponga en su justa relación ese fenómeno, pues de nada sirve repudiar la publicidad comercial y luego acudir a la oficina con ánimo redentor. Todo forma parte de un gran sistema social que hay que entender en su complejidad, por eso la sectarización de la lucha no sirve de nada.
Creo que uno de los desafíos actuales es desestructurar el pensamiento feminista desde la realidad. Es tremendamente difícil contradecirlo desde la dialéctica, exactamente igual que ocurre con el pensamiento izquierdista. Creo que quizás es más revelador mostrar la realidad tal cual se manifiesta para que se destierren esos credos irracionales. Demostrar a la mujer que los varones no somos agresivos por naturaleza es decisivo; habrá que buscar cómo hacerlo para que se trate de una experiencia reveladora para las mujeres en contraposición a la brutal concepción contraria que se vierte desde el poder. No sólo hay que demostrarlo sino que hay que subrayarlo mientras se denuncia la violencia de algunos hombres. También, ilustrar en lo posible el pasado, a través de las historias orales que podamos encontrar y los documentos más o menos honestos (aunque me temo que esto último es más difícil que nunca). Hay que hacer apreciar las vivencias de nuestros mayores, que contienen muchas claves sobre cómo realmente era la vida. Si se busca, si se tiene en la mente consciente el objetivo, se comprobará con tremenda sencillez que la estupidez doctrinaria feminista es simplona y absurda. En el discurso y no en los hechos es muchísimo más difícil contestar al feminismo, porque cuando se queda sin argumentos acude al ataque indiscriminado bajo título de neomachismo. No sólo sus más aupados aduladores, sino la gente común envenenada con sus perfidias reacciona violentamente cuando se cuestionan cosas fundamentales. Por tanto, este texto tiene una contradicción inherente que asumo con resignación, pero también con ganas de que en algo esté equivocado y a alguien haga pensar sobre la cuestión de fondo, que el feminismo es una cuestión de Estado. En esa identificación puede comenzar una reflexión sobre a qué causas responde mientras dice responder a qué otras.
La realidad sigue teniendo, afortunadamente, un peso arrollador, por eso los principales discursos ideológicos se basan en la mentira, ocultación y tergiversación. En la naturalidad nos descubrimos afectivos, no odiosos. Jamás en mi vida he sentido superioridad ante una mujer por el hecho de ser mujer, y es algo que no asumiré como precepto ni me consideraré una salvedad por el simple hecho de que es la experiencia la que guía mi acción. Dicha excepcionalidad pudiera no reflejarla mi experiencia personal, en tanto individual; pero si nos armamos con una cierta empatía, un amor, a fin de cuentas, nos daremos cuenta de que la gente tampoco es odiosa por naturaleza; que su pulsión inherente es amar y desear ser amada. Quienes estén por concebir al ser humano como un depredador, aun tienen que explicar muchas cosas; entre otras, cómo hemos llegado hasta aquí. Tienen que convencer de lo excepcional del amor a quienes lo sentimos con nuestros iguales. Tienen que explicar por qué existe una estrategia de dominación fundada en el odio, si acaso éste fuese congénito. Nada se sostiene bajo una cosmovisión del odio, ni siquiera la humanidad misma.
https://alencuentrodequienbusca.wordpress.com/
En estas funestas circunstancias, el feminismo no es uno más de los movimientos sacralizados durante los años 60 y 70, como fueran el movimiento homosexual o el black power.
En el ideario feminista y su aplicación descansan muchas de las claves de la modernidad, de forma que la teoría y la práctica relativas al movimiento por la ‘emancipación’ de la mujer revelan las claves para entender en mucho nuestro tiempo presente, siempre desde esa debida prudencia de no asirnos a teorías totalizadoras que crean poseer una explicación finita y final.
En resumidas cuentas, el feminismo doctrinario, el que hoy día se predica con más avidez, tiene entre sus muchas consecuencias el enfrentamiento radical entre hombres y mujeres. Es necesario subrayar que, por tanto, este feminismo no tiene en absoluto nada que ver con la lucha por la liberación de la mujer; de hecho, resulta en ser su impedimento, no sólo porque ideologicamente niega a la mujer la capacidad de emanciparse mientras reparte una retahíla falaz y tramposa, sino porque confina la reflexión de la mujer a estos preceptos antirevolucionarios. En esta subversión, en esta transmutación de los mensajes libertadores en mera mercadería prosistema reside la gran estrategia fáctica de los poderes para vehicular la posible emergencia de una conciencia civil autónoma en mera ‘resistencia controlada’. En tanto lo particular del feminismo incide en predicar un odio visceral entre los sexos, lo que obliga a una división sin precedentes en la sociedad que trasciende otras divisiones también fatales (como el estamento o las clases sociales) pero no esencialistas, biólogicas, este movimiento va más allá de su ideario y conforma uno de los grandes desafíos de la modernidad.
En resumidas cuentas, el feminismo doctrinario, el que hoy día se predica con más avidez, tiene entre sus muchas consecuencias el enfrentamiento radical entre hombres y mujeres. Es necesario subrayar que, por tanto, este feminismo no tiene en absoluto nada que ver con la lucha por la liberación de la mujer; de hecho, resulta en ser su impedimento, no sólo porque ideologicamente niega a la mujer la capacidad de emanciparse mientras reparte una retahíla falaz y tramposa, sino porque confina la reflexión de la mujer a estos preceptos antirevolucionarios. En esta subversión, en esta transmutación de los mensajes libertadores en mera mercadería prosistema reside la gran estrategia fáctica de los poderes para vehicular la posible emergencia de una conciencia civil autónoma en mera ‘resistencia controlada’. En tanto lo particular del feminismo incide en predicar un odio visceral entre los sexos, lo que obliga a una división sin precedentes en la sociedad que trasciende otras divisiones también fatales (como el estamento o las clases sociales) pero no esencialistas, biólogicas, este movimiento va más allá de su ideario y conforma uno de los grandes desafíos de la modernidad.
Este denominado feminismo, que es en realidad feminicidio (como han acordado Prado Esteban y Félix Rodrigo Mora en Feminicidio o autoconstrucción de la mujer) configura una determinada política que se ha puesto en marcha con toda la connivencia institucional. Su línea programática consiste en inculcar a la mujer la necesidad de liberarse de un patriarcado ancestral, dibujado desde una mitología insostenible, y obligarla a concebir dicha liberación bajo los dulcificados barrotes de la prisión moderna, específicamente el dinero y el poder, mediante el trabajo asalariado y la carrera profesional. Esto, insisto, nada tiene que ver con la liberación de la mujer, y quienes pretendan esta labor necesitan no sólo desvincularse del feminismo ortodoxo, sino denunciarlo por envenenar del todo la cuestión.
La adhesión de multitud de buenas voluntades, de gente, mujeres y varones, a la cuestión feminista tal y como se preconiza hoy día, constituye el triunfo de la voluntad feminicida; impedir una concepción distinta a la dictada por la dominancia. El feminismo hoy día tiene el carácter de religión, pues incita a una creencia ciega sobre esa nombrada mitología, en la cuestión del patriarcado y en muchas otras, pero sobre todo porque invita a una intransigencia atroz cuando se contradicen los puntos clave. La contestación que se recibe cuando se quiere defender que el feminismo de manual oculta una ideología puramente sexista, similar a la concepción nazi de distinciones a razón de los genes, la genética, evidencia la brutalidad con la que son amaestrados sus seguidores, lapidando toda buena voluntad que pudieran alojar en un primer instante, ahora sólo entregados a repetir e imponer ‘su’ visión del mundo. La clave de bóveda del feminismo, su fundamento doctrinario desde sus primeras manifestaciones históricas, afirma que la mujer es un ser de especial debilidad congénita, que precisa de una protección del Estado y que éste le posibilita la emancipación de la brutalidad ñy agresividad también congénitas al varón, que la ha oprimido desde tiempos inmemoriales por el simple hecho de ser varón. Quienes se autodenominan feministas deben hacer frente a la realidad histórica del movimiento, deben asumir que el feminismo tiene la historia que tiene y sólo si verdaderamente están por una visión igualitaria de los sexos, sólo si verdaderamente pretenden una liberación humanista de la mujer, repudiarán a personajes como Lidia Falcón en España o Simone de Beauvoir en Francia. Es imperativo liberar a las personas que verdaderamente sienten una necesidad de igualdad del encuadramiento del sistema, que es mutilador y sólo concibe dicha igualdad mediante la degradación de la mujer a los mismos estados antihumanos en los que sobrevivimos los varones.
Recuperando el hilo, si el feminismo es sustantivo para comprender la modernidad y es una clave en la estrategia del sistema para ir dibujando su escenario futuro (un futuro que, en esa medida y si no se actúa, no será nuestro, tanto como no es nuestro el presente) es porque impone una nueva categoría de odio entre nosotros. El único escenario en que se podrá recuperar la autonomía de las personas es uno donde estemos unidos como seres humanos contra la imposición de cualquier signo. Ni siquiera con la mujer preocupada en lo que ha convertido y sacralizado como ‘sus asuntos’, los funestos ‘asuntos de género’, que liquidan la comprensión entre iguales, y con el varón volcado en lo suyo, se podría lograr nada, por tanto la fuerza está en la unión, que derrote a cualquier impostura primero mediante el pensamiento. Pero es que el feminismo, además de dividir aquél, es una ideología del odio, quizás la mas temible habida hasta el momento a nivel transversal en toda la sociedad, por tanto comporta una cuestión esencialmente biológica. Con el pensamiento fragmentado y enfrascado en doctrinas cuasireligiosas, y encima con nuestros iguales enfrentados, como enemigos primeros, jamás fructificará una conciencia verdaderamente emancipadora.
No puede ser casualidad que, tras triturar al común de los mortales, tras imponer un estado antihumano que se constituye como consumación de la ideología de poder, progresivamente hasta nuestros días, donde es casi total y tiende hacia un escenario de perfección técnica aterrador, el feminismo haya irrumpido como el último frente institucional para terminar por destruir los lazos afectivos entre las personas dominadas. Lo que el Estado gana con el feminismo que predica desde sus aparatos ideológicos (la universidad y los medios de comunicación eminentemente) es tanto, que pretender que no se trate de un oportunismo más es cuestión de obcecación metal, sólo fruto de la exposición a sus discursos farsantes. No sólo en la instauración del odio entre varones y mujeres tiene un triunfo, lo que está terminando de triturar en lo afectivo la familia, que ya sólo se sostiene como célula cancerosa que sobrevive en régimen de necesidad por tanto es difícil ‘salir adelante’ económicamente en soledad; también en la incorporación de la mujer al trabajo (hasta ahora improductiva para la cosmovisión economicista, ese monismo mutilador la existencia humana), nada menos que el 50% de la población, el Estado declara una victoria total. El feminismo es pilar estratégico de la política a nivel mundial, si bien ha sido primero introducido en lo que se conoce como occidente, pero poco a poco se observa su aplicación en otras sociedades.
Es evidente que Arabia Saudí no es un país cuya clase gobernante demuestre un interés humanista para con su población. Por distintas cuestiones es un régimen que se manifiesta aún explicitamente violento y represivo; en cambio, ya ha comenzado a financiar campañas institucionales contra la violencia de género. Quienes vean en esta cuestión un progreso y una ayuda para la mujer lo hacen a costa del autoengaño, como también hace la izquierda, que elogia las actividades de lavado de manos que realizan dictadores sin importarle un análisis profundo del estado de las cosas, obviando los hechos que ponen en relación estas actividades con otras intolerables y que demuestran que toda actividad institucional va pareja. ¿Por qué no se denosta el régimen normativo ultra-partriarcal de los países islámicos? ¿Por qué no se denuncia la Sharía? No es posible concebir un régimen que en parte colabore con buena voluntad y en otra parte sea genocida. Por tanto, esto es prueba de que el feminismo de Estado sólo es una política estratégica más que persigue fines que le son de interés a la tiranía islámica.
Con vistas a una economía de mercado mundial, se hizo necesario desarrollar un programa de ingeniería social que estuviese en consonancia con las dos claves de la modernidad occidental, que son a) Invisibilizar a las estructuras de poder y darles un régimen meramente nominativo de ‘democracia’, y b) Rentabilizar al máximo la materia prima con la que los Estados miden su fuerza entre sí, la mano de obra. El resultado fue aupar a ideología de Estado una teoría que obligase a las mujeres a hacerse mano de obra en los cauces de la administración mientras creen conseguir con ello mismo, su libertad. No se explica de otra forma el apoyo que el feminismo ha recibido por parte del sistema precisamente en la evolución de este último siglo. Además, la ausencia de un movimiento feminista tan homogéneo como el actual en el pasado sólo demuestra que la causa feminista no existió porque la mujer no estuvo sometida a ningún régimen patriarcal igualmente homogéneo sino sólo como circunstancia local y particular. Esto es algo que el feminismo niega en rotundo y demoniza la agresividad y anhelo de dominación intrínsecos a la condición de varón; pero un vistazo a las condiciones de vida del pasado, no centralizadas y asentadas en la convivencialidad y el apoyo mutuo, cuando se pudo, anula los sofismas empecinados del feminismo. El patriarcado fue y es una realidad muy cierta, pero atribuírselo al varón implica una ideología estrictamente sexista, además de mostrar una nula visión sobre las estructuras del mundo.
La condición de varón o mujer no son decisivas en lo relativo a un contexto donde existen las clases, por ejemplo. De esta forma, hoy día nada tiene que ver una mujer de barrio con Christine Lagarde o Ana Patricia Botín. De la misma forma, sólo desde la concepción de clase es explicable la instauración de un patriarcado, y no como resultado de una naturaleza congénita al varón sino como resultado de la existencia de una clase dominante y una dominada. Si se recorre la definición que hace del patriarcado la ortodoxia feminista, se ve que la subyugación marital de la mujer al marido la establece el código civil, y no una suerte de ley divina ancestral (que no contaría con los aparatos de coerción y represión oportunos para hacerla cumplir). En la ausencia de una legislación civil centralizada, impuesta y no consensuada, dicha subyugación comportaría un caso estrictamente particular, o quizás común a alguna sociedad machista particular, muy detestable, pero no al varón como ser humano, lo que es una afirmación irrenunciable del feminismo que hay que derribar de una vez. Puedo decir que como varón no me considero una persona con anhelo de dominancia sobre una mujer, y que la casi totalidad de los conocidos varones tampoco lo son, y digo casi por suponer un cierto desconocimiento sobre la interioridad de alguno de ellos. La perfidia feminista debe denunciarse activamente, porque el acoso que sufren muchos hombres cuando se ven en la necesidad de cuestionarse como agresivos ante la monomanía social impuesta está haciendo un daño terrible y es contraria a unos principios de respeto e igualdad.
En la propia ideología feminista está el impedimento para entender el mundo. Bajo sus preceptos, es imposible que emerja una conciencia crítica del mundo, y por ello sus discursos están centrados, bien en uno odio irracional por distintas cuestiones, como el varón y el patriarcado, bien en cuestiones nimias que no significan nada para la cuestión femenina. Por ejemplo el feminismo académico vive embravecido denunciando la mercantilización de la mujer que realiza el capitalismo a través de la ideología de consumo, algo repudiable (tanto como la mercantilización del varón, por cierto), pero eso no es sustantivo a la concepción de la feminidad como categoría autogestionada. En pocas palabras, ante una feminidad fuerte, firme y autoconstruida, los eslóganes publicitarios se evaporan y no turban en lo mínimo a la mujer ante su fortaleza erguida, quizás tan sólo en lo inconsciente, esa gran arma subliminal que contiene la publicidad. Estas denuncias parciales deben enmarcarse en un marco más amplio que ponga en su justa relación ese fenómeno, pues de nada sirve repudiar la publicidad comercial y luego acudir a la oficina con ánimo redentor. Todo forma parte de un gran sistema social que hay que entender en su complejidad, por eso la sectarización de la lucha no sirve de nada.
Creo que uno de los desafíos actuales es desestructurar el pensamiento feminista desde la realidad. Es tremendamente difícil contradecirlo desde la dialéctica, exactamente igual que ocurre con el pensamiento izquierdista. Creo que quizás es más revelador mostrar la realidad tal cual se manifiesta para que se destierren esos credos irracionales. Demostrar a la mujer que los varones no somos agresivos por naturaleza es decisivo; habrá que buscar cómo hacerlo para que se trate de una experiencia reveladora para las mujeres en contraposición a la brutal concepción contraria que se vierte desde el poder. No sólo hay que demostrarlo sino que hay que subrayarlo mientras se denuncia la violencia de algunos hombres. También, ilustrar en lo posible el pasado, a través de las historias orales que podamos encontrar y los documentos más o menos honestos (aunque me temo que esto último es más difícil que nunca). Hay que hacer apreciar las vivencias de nuestros mayores, que contienen muchas claves sobre cómo realmente era la vida. Si se busca, si se tiene en la mente consciente el objetivo, se comprobará con tremenda sencillez que la estupidez doctrinaria feminista es simplona y absurda. En el discurso y no en los hechos es muchísimo más difícil contestar al feminismo, porque cuando se queda sin argumentos acude al ataque indiscriminado bajo título de neomachismo. No sólo sus más aupados aduladores, sino la gente común envenenada con sus perfidias reacciona violentamente cuando se cuestionan cosas fundamentales. Por tanto, este texto tiene una contradicción inherente que asumo con resignación, pero también con ganas de que en algo esté equivocado y a alguien haga pensar sobre la cuestión de fondo, que el feminismo es una cuestión de Estado. En esa identificación puede comenzar una reflexión sobre a qué causas responde mientras dice responder a qué otras.
La realidad sigue teniendo, afortunadamente, un peso arrollador, por eso los principales discursos ideológicos se basan en la mentira, ocultación y tergiversación. En la naturalidad nos descubrimos afectivos, no odiosos. Jamás en mi vida he sentido superioridad ante una mujer por el hecho de ser mujer, y es algo que no asumiré como precepto ni me consideraré una salvedad por el simple hecho de que es la experiencia la que guía mi acción. Dicha excepcionalidad pudiera no reflejarla mi experiencia personal, en tanto individual; pero si nos armamos con una cierta empatía, un amor, a fin de cuentas, nos daremos cuenta de que la gente tampoco es odiosa por naturaleza; que su pulsión inherente es amar y desear ser amada. Quienes estén por concebir al ser humano como un depredador, aun tienen que explicar muchas cosas; entre otras, cómo hemos llegado hasta aquí. Tienen que convencer de lo excepcional del amor a quienes lo sentimos con nuestros iguales. Tienen que explicar por qué existe una estrategia de dominación fundada en el odio, si acaso éste fuese congénito. Nada se sostiene bajo una cosmovisión del odio, ni siquiera la humanidad misma.
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