jueves, 6 de octubre de 2022

LOS MONASTERIOS VISIGODOS: LA CONSAGRACIÓN RELIGIOSA (I)

¿Cómo vivían en su día a día? ¿Por qué elegían este estado de vida tan exigente y sacrificado? ¿En qué consistía su consagración?

Por el padre Pablo Sierra López


En los monasterios en la Hispania visigoda, hubo obispos que antes habían sido monjes, abades que participaron en los concilios nacionales o regionales, nobles y reyes que hacían los votos monásticos dejándolo todo o en la misma hora de la muerte… ¿Cómo vivían en su día a día? ¿Por qué elegían este estado de vida tan exigente y sacrificado? ¿En qué consistía su consagración? Intentaremos verlo en algunos artículos.

Consagrar algo significa convertirlo en sagrado y dedicarlo a un uso exclusivamente religioso. Así ocurre con objetos o edificios que dedicamos a la liturgia, y de manera especialísima con el pan y el vino que, consagrados en la eucaristía, se transforman en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Si lo consagrado se utiliza para un fin distinto al que ha recibido es un sacrilegio, ha sido profanado.

Esto que hacemos con las cosas materiales, se produce de un modo superior en las personas, que, por ser inteligentes y libres, imagen de Dios, somos superiores a las cosas. Por el bautismo hemos sido consagrados y hemos comenzado una nueva existencia de hijos del Padre, hermanos de Cristo y templos del Espíritu Santo. Por ello cualquier pecado es una profanación de nosotros mismos y atenta con la vida divina que hemos recibido.

De esta primera consagración bautismal brota cualquier otra consagración cristiana, que puede explicitar, alimentar o profundizar la del bautismo. Puede haber consagraciones personales que ayudan a quien las realiza a vivir algún aspecto de la fe en la imitación o bajo la protección de la Virgen María o de algún santo; hay consagraciones que son una llamada de Dios para ponerse al servicio de los hermanos, manifestando a los demás la caridad del mismo Cristo; puede haber consagraciones que no sean explícitas, en las que podemos ver cómo algunos dedican y entregan su vida por amor en el cuidado a sus mayores o enfermos, en la catequesis, en la parroquia, o de cualquier otro modo.

En los dos sacramentos de servicio a la comunidad eclesial (matrimonio y orden sacerdotal) tenemos una consagración instituida por Cristo con una gracia de estado especial. Los esposos son consagrados para amarse con el mismo amor del Señor a su Iglesia y para amar con una entrega total a los hijos que pudieran nacer fruto de ese amor, mientras que los sacerdotes son consagrados por la imposición de manos y la unción del crisma para hacer presente a Cristo en medio de su pueblo por la predicación de la Palabra y la celebración de los Sacramentos.

Durante los primeros siglos del cristianismo, los mártires eran el modelo supremo de vida cristiana, pues daban ejemplo de no anteponer nada a Cristo. El derramamiento de su sangre era una prolongación de la eucaristía y de la Cruz, donde Jesús entregó su cuerpo y derramó su sangre por nosotros y por toda la humanidad. Los mártires eran santos por su sangre, que los consagraba y santificaba en ese acto de amor supremo que es dar la vida por los amigos.

Cuando acabaron las persecuciones del Imperio romano, aunque siguió y todavía hoy sigue habiendo mártires, hubo hombres y mujeres que, movidos por el deseo de amar hasta el extremo y de dar la vida por Cristo, iniciaron una vida de consagración a Dios. Dejando sus bienes materiales y sus familias marchaban a vivir en la soledad de lugares desiertos, para dedicarse a la oración en pobreza y austeridad extremas. Así nació en la Iglesia la vida consagrada: primero los ermitaños y después los monjes y monjas con sus votos de pobreza, castidad y obediencia.

Las primeras consagraciones de este tipo tuvieron lugar en oriente, para extenderse progresivamente al resto de la Iglesia. En la España visigoda florecieron numerosos monasterios y hubo abundantes vocaciones de consagración a Dios. No solo escucharon la llamada del Señor a seguirle, sino que además respondieron afirmativa y generosamente, produciendo notables frutos de santidad.


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