domingo, 22 de noviembre de 2020

DESPUÉS DE LA FE

El filósofo contemporáneo Alasdair MacIntyre publicó en 1981 su libro “Después de la virtud”, en el que sostiene que Occidente abandonó la razón y la tradición de las virtudes para lanzarse hacia el relativismo. Estamos siendo gobernados no por la razón sino por lo que él llama emotivismo, es decir, la idea que toda elección moral es solamente la expresión de lo que los sentimientos de cada persona consideran correcto. 

Vivir “después de la virtud” es habitar en una sociedad que no solamente ya no está de acuerdo con aquello que indican las creencias y las conductas virtuosas, sino también dudar que la virtud existe. En una sociedad post-virtud, los individuos detentan la máxima libertad de pensamiento y acción, y la sociedad misma se convierte en “una colección de extraños, cada uno persiguiendo sus propios intereses con un mínimo de obligaciones”.

La descripción que hacía MacIntyre de la sociedad civil hace cuarenta años podría ser fácilmente adoptada para describir la iglesia contemporánea. Lo que vemos en la actualidad es que el emotivismo ha reemplazado a la fe y, entonces, las elecciones morales y también las que que se relacionan directamente con el objeto de la fe, se toman de acuerdo a criterios que pasan por los sentimientos y no por la adhesión a los artículos que integran el Depositum fidei. Y es esta una de las características fundamentales del pontificado del papa Francisco, que se distingue por socavar permanentemente el carácter racional de la religión para tornarla en puro emotivismo. Su propensión a predicar diariamente en la misa en Santa Marta, como si se tratara de un párroco de provincia, o a brindar conferencias de prensa montado en un avión, o a conceder largas entrevistas a avezados periodistas y medios de comunicación que no se caracterizan por sus simpatías con la iglesia, provoca irremediablemente la confusión doctrinal y contribuye a debilitar la firmeza con la que se espera que los católicos adhieran a las verdades de fe.

Tomemos un ejemplo reciente de entre tantos. Las borrosas palabras de Francisco en un documental premiado por el mismo Vaticano parecen indicar, y así lo interpretaron y dieron a conocer los medios del mundo entero, que las personas homosexuales tienen derecho como cualquier otra a tener una familia —entiéndase cónyuge e hijos— por lo cual, aunque la iglesia no permita su matrimonio, alienta sin embargo, su unión civil. Aclaraciones tardías, que no tuvieron ningún eco, vinieron a decir que el papa no dijo lo que dijo, y lo que todos escuchamos que dijo. Lo cierto es que el pontífice apeló a un argumento emotivista para lanzar tamaña afrenta a la moral católica. En efecto, si se presenta el caso de una persona que, debido a razones genéticas, psicológicas o de algún otro tipo, tiene tendencia homosexual, pareciera que la doctrina y disciplina de la iglesia es muy dura con ella pues le exige permanecer en celibato y continencia perpetua, lo cual implica condenarlo a la soledad y privarlo del consuelo de la familia y de la descendencia. Surge inmediatamente un sentimiento de compasión al que responde la solución emotivista que propone el papa Francisco en el documental, u otras menos públicas como las “bendiciones” de uniones homosexuales, impartidas por sacerdotes en templos católicos en remedo del matrimonio, lo cual ocurre en muchos países desde hace décadas.

Este análisis podría ser aplicado a muchos casos más: la permisión de acceder a la sagrada comunión de las personas que viven en adulterio, o un sinnúmero de controvertidas afirmaciones como considerar que Cristo no se enojó con los apóstoles sino que simuló en enojo (29/11/2013), o que se manchó con el pecado como todos los hombres (15/3/2016), o que los cristianos con la Biblia como los musulmanes con el Corán rezan al mismo Dios (19/1/2014) [Una buena colección de este tipo de afirmaciones puede verse en el sitio Denziger - Bergoglio]. Se trata, en todos los casos, de apelar a una situación de impacto emocional para establecer la regla de la fe o de la moral. Cuarenta años después de After virtue de MacIntyre, estamos ahora en After faith, “Después de la fe”, de Bergoglio.

Es claro que si el pontífice que suceda a Francisco continúa en su misma línea, significará el fin de la iglesia, que pasará a convertirse en una gigantesca y apetecida organización asistencialista, útil para los gobiernos del mundo entero a fin de contener y ordenar el cuerpo social, sobre todo de los más pobres. Seguirá así los pasos de las iglesias protestantes, que no son más que históricas y millonarias ONG, o de la iglesia anglicana, convertida en reservorio de bellas y vistosas tradiciones británicas. Bergoglio está talando las piernas sobre las que se levanta el Cuerpo Místico de Cristo, cortando su tendones. Lo previsible es que en un tiempo más o menos breve, ese cuerpo místico, como ocurriría con un cuerpo físico, se derrumbe flácido e informe, y no pueda ser ya puesto en pie nuevamente.

Si nos preguntamos qué es lo que necesitamos para revertir la situación, creo que la respuesta resulta evidente: necesitamos que el próximo Papa y que los obispos sean hombres que crean en Dios, es decir, hombres que tengan fe católica. Parecería que se trata de una battuta o chuscada. Sin embargo, y aunque nos cueste y duela creerlo, no lo es. Estamos embarcados en un iglesia cuyos oficiales han abandonado la fe para apoyarse en los sentimientos, y toman sus decisiones en base a razones emotivas. Si no hay un rápido cambio de timón, naufragaremos.

Un imprescindible detalle final. Sabemos que las virtudes, teologales y morales, forman en el hombre un complejo entramado, relacionándose unas con otras. En el caso que nos ocupa, considero que a ese hombre de fe firme y católica que deberá conducir la Barca de Pedro una vez que Francisco pase a mejor vida, deberá ser necesariamente un hombre de probada fortaleza. Sin esta virtud cardinal, la fe no será suficiente. En todo caso, deberá ser una fe intrépida, es decir, sin temor, capaz de atacar y sobre todo y más difícil aún, resistir.

Y este sentido creo que un ejemplo para ser destacado es el del arzobispo Viganò. Hace pocos días se hizo la presentación de su último libro en Youtube de la que participaron, entre otros, Aldo María Valli y Ettore Gotti Tedeschi. Este último terminó su intervención con esta frase: “Mons. Viganó tiene un solo problema [y por eso es desvalorizado y atacado], y es que todavía cree en Dios”. Y no le falta razón. Mons. Carlo Maria Viganò eligió el destierro y la vida clandestina; renunció a un futuro de candilejas y honores, y resistió los previsibles ataques arteros que recibió él e incluso su familia por parte de la Santa Sede con el apoyo de los medios de prensa del mundo entero. ¿Por qué alguien haría semejante locura? Solamente hay una respuesta, y la apuntaba Aldo Maria Valli en ese mismo encuentro: porque Mons. Viganò es un hombre que cree y ama a Dios, y ama a la iglesia. Y yo agrego: y porque es un hombre fuerte.


Wanderer






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