Por el padre Ángel David Martín Rubio
I. «El 13 de mayo de 610, el Papa Bonifacio IV dedicó el templo pagano del Panteón de Roma, trasladó a él muchas reliquias y quiso se llamase en lo sucesivo “Sancta Maria ad Martyres”. El aniversario de esta dedicación continuó festejándose con la intención de honrar en él a todos los mártires en general. Gregorio III consagraría en el siglo siguiente un oratorio “al Salvador, a su santa Madre, a todos los apóstoles, mártires, confesores y demás justos fenecidos en el mundo”. En 835 Gregorio IV, deseando que la fiesta romana del 13 de mayo se extendiese a toda la Iglesia, pidió al emperador Ludovico Pío que promulgase un edicto con ese fin y la fijase en el día primero de noviembre» [1].
La liturgia de la Iglesia nos invita a compartir el gozo celestial de los santos, a participar en algún modo de su alegría: «Gocémonos todos en el Señor, celebrando esta fiesta en honor de todos los santos, de cuya solemnidad se alegran los ángeles y aclaman al Hijo de Dios» (Introito).
Entre los santos que conmemoramos hoy se encuentran no solamente los reconocidos de forma oficial (canonizados o beatificados), sino también aquellas personas que, a lo largo de todas las épocas y lugares, han cumplido con fidelidad y amor la voluntad divina. Lucharon por conquistar la perfección y gozan actualmente en el Cielo de la visión de Dios. Una verdadera «muchedumbre inmensa» de la que no conocemos en la mayoría de los casos ni su identidad, ni su nombre, pero a quienes vemos con los ojos de la fe. Como escuchamos en la lectura de la Misa (Ap 7, 2-12): «vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos» (v. 7). Las cifras 12.000 y 144.000 pueden ser simbólicas, para significar una gran muchedumbre, pero en todo caso se habla de unos escogidos de un recuento «que tiene que hacer constar en el libro de la vida el resultado de las obras ordenadas a la salvación»[2].
II. ¿Por qué la Iglesia estableció esta Fiesta en la que honra de manera particular en una misma solemnidad a todos los santos que están en el Cielo?[3]
II.a) Para agradecer a Dios todas las gracias que concedió a estos bienaventurados para santificarles mientras estaban en la tierra y la gloria con que les recompensó en el Cielo.
II.b) Para honrar en este día también a los santos de los que no se hace fiesta particular durante el año.
II.c) Para pedir a todos los santos del Cielo su defensa y protección. Esta es la razón por la que, en la oración colecta, la Iglesia suplica a Dios que derrame sobre nosotros la anhelada abundancia de su propiciación [4] por las súplicas de tantos intercesores.
En la obra de nuestra propia santificación, los santos –y en especial la Virgen María- no sólo tienen importancia desde el punto de vista moral, en cuanto modelos de virtud. El dogma de la «Comunión de los santos» nos enseña que por la íntima unión que existe entre todos los miembros de la Iglesia, son comunes los bienes espirituales que le pertenecen, así internos como externos. Los bienes comunes internos en la Iglesia son: la gracia que se recibe en los Sacramentos, la fe, la esperanza, la caridad, los méritos infinitos de Jesucristo, los merecimientos sobreabundantes de la Virgen y de los Santos y el fruto de todas las buenas obras que se hacen en la misma Iglesia.
En la comunión de los bienes internos entran los cristianos que están en gracia de Dios; pero los que están en pecado mortal no participan de estos bienes porque la gracia de Dios es la que junta a los fieles con Dios y entre sí; por esto, los que están en pecado mortal, como no tienen la gracia de Dios, son excluidos de la comunión de los bienes espirituales.
Los cristianos que están en pecado mortal no dejan de percibir alguna utilidad de los bienes internos y espirituales de la Iglesia de que están privados, en cuanto conservan el carácter de cristiano, que es indeleble, y son ayudados de las oraciones y buenas obras de los fieles para alcanzar la gracia de convertirse a Dios [5].
II.d) Para que al contemplar el luminoso ejemplo de los santos, se suscite y crezca en nosotros el deseo de ser como ellos, de imitarlos en la práctica de sus virtudes y sostenernos en la esperanza de llegar un día a vivir por toda la eternidad cerca de Dios, donde ellos ya se encuentran.
III. Ahora bien, ¿en qué consiste propiamente la santidad? ¿Qué significa ser santo? ¿Cuál es su constitutivo íntimo y esencial? Pueden darse varias respuestas que coinciden en lo sustancial. El bautismo pone en nuestras almas lo que podríamos llamar una “semilla de Dios” (la gracia santificante) llamada a desarrollarse plenamente.
«“Dichosos los invitados a las bodas del Cordero” (Ap 19, 9). Y ¡felices también nosotros, que recibimos en el bautismo la veste nupcial de la santa caridad como un título para el banquete de los cielos! Preparémonos, con nuestra Madre la Iglesia, al destino inefable que nos reserva el amor. A este fin tienden nuestros afanes de este mundo: trabajos, luchas, padecimientos sufridos por amor de Dios realzan con franjas inestimables el vestido de la gracia que hace a los elegidos» [6].
Esa plenitud de desarrollo es la santidad y en relación con ella caben dos errores:
III.a) Unos creen que se puede alcanzar sin tomarse mucha molestia; que basta para ello no ofender a nadie, evitar algunos defectos graves y practicar algunas virtudes morales… Esta actitud conduce a la mediocridad, a la relajación y a una falsa seguridad. Olvida también la doctrina sobre el mérito y la necesidad de dar fruto de acuerdo a las propias capacidades y vocación. Varias parábolas se refieren a ello en el Evangelio (p.ej. Mt 25,14-30).
III. b) Otros, al contrario, exagerando las dificultades, se imaginan que no podrán nunca superar los escollos… Esto conduce al desaliento y a la desesperación.
Para preservarnos de este doble peligro, observemos a los santos: Lo que pudieron y supieron hacer ellos con la ayuda de la gracia de Dios nos demuestra que también podemos ponerlo en práctica nosotros:
III.c) Es necesario superar y dominar la naturaleza, por medio de la gracia; resistir nuestras pasiones y las tentaciones externas, evitar todo pecado, hacer frente a nuestros defectos…
III.d) Debemos, además, estar dispuestos a llevar nuestra cruz cada día, tras Jesús como hicieron los santos. Aceptar las pruebas que Dios permite, en vez de pretender vanamente huir de ellas.
III.e) Imitar a Jesucristo y practicar todas las virtudes cristianas: la piedad, la humildad, la pureza; esas virtudes, en una palabra, que nos presenta hoy el Evangelio en las Bienaventuranzas (Mt 5, 1-12).
III.f) Rezar bien, solicitando sin cesar a Dios las gracias que necesitamos. Sin la gracia, no podemos nada; con ella, podemos todo… «Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas (San Agustín) y ayuda para que puedas»[7]. Junto con los sacramentos, el medio más fácil que está a nuestro alcance para recibir la gracia es la oración. Es lo que dice san Alfonso María de Ligorio en su célebre adagio: «El que reza se salva, el que no reza se condena»[8].
IV. Hemos nacido para un gran destino: servir y amar a Dios en esta vida y después gozarle en la eterna. Esa vida eterna que llamamos «el Cielo» es nuestra meta. Invoquemos hoy con más confianza la protección de la Virgen María y de todos los santos y hagamos el propósito de imitar sus ejemplos para ser un día partícipes de la misma gloria por toda la eternidad.
[1] Próspero GUERANGER, El Año Litúrgico, Burgos: Editorial Aldecoa, 1956, 709.
[2] Próspero GUERANGUER, ob. cit., 713. El autor sigue en esto un sermón de san Gregorio que pone en paralelo el censo de Augusto que precedió al nacimiento de Cristo con este definitivo «censo» que discierne para toda la eternidad la respuesta de los hombres ante la obra de su redención.
[3] Cfr. SAN PÍO X, Catecismo mayor, Instrucción sobre las fiestas, II, 10.
[4] Hacemos notar que la colecta del Misal Romano tiene un sentido propiciatorio. Este es uno de los fines por los que se ofrece a Dios el sacrificio de la Misa: «para aplacarle, para darle alguna satisfacción de nuestros pecados y para ofrecerle sufragios por las almas del purgatorio» (Catecismo Mayor) A nuestro juicio estos matices se pierden en la traducción de la liturgia reformada al hablar exclusivamente de la misericordia divina.
[5] Cfr. Catecismo Mayor, Doctrina cristiana I, 10. «Los bienes externos comunes en la Iglesia son: los Sacramentos, el Santo Sacrificio de la Misa, las públicas oraciones, las funciones religiosas y las demás prácticas exteriores que unen a los fieles entre sí».
[6] Próspero GUERANGER, ob. cit., 707.
[7] Concilio de Trento: Dz 804.
[8] El gran medio de la oración, Sevilla: Apostolado Mariano, 2005, 44.
Adelante la Fe
Para preservarnos de este doble peligro, observemos a los santos: Lo que pudieron y supieron hacer ellos con la ayuda de la gracia de Dios nos demuestra que también podemos ponerlo en práctica nosotros:
III.c) Es necesario superar y dominar la naturaleza, por medio de la gracia; resistir nuestras pasiones y las tentaciones externas, evitar todo pecado, hacer frente a nuestros defectos…
III.d) Debemos, además, estar dispuestos a llevar nuestra cruz cada día, tras Jesús como hicieron los santos. Aceptar las pruebas que Dios permite, en vez de pretender vanamente huir de ellas.
III.e) Imitar a Jesucristo y practicar todas las virtudes cristianas: la piedad, la humildad, la pureza; esas virtudes, en una palabra, que nos presenta hoy el Evangelio en las Bienaventuranzas (Mt 5, 1-12).
III.f) Rezar bien, solicitando sin cesar a Dios las gracias que necesitamos. Sin la gracia, no podemos nada; con ella, podemos todo… «Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas (San Agustín) y ayuda para que puedas»[7]. Junto con los sacramentos, el medio más fácil que está a nuestro alcance para recibir la gracia es la oración. Es lo que dice san Alfonso María de Ligorio en su célebre adagio: «El que reza se salva, el que no reza se condena»[8].
IV. Hemos nacido para un gran destino: servir y amar a Dios en esta vida y después gozarle en la eterna. Esa vida eterna que llamamos «el Cielo» es nuestra meta. Invoquemos hoy con más confianza la protección de la Virgen María y de todos los santos y hagamos el propósito de imitar sus ejemplos para ser un día partícipes de la misma gloria por toda la eternidad.
[1] Próspero GUERANGER, El Año Litúrgico, Burgos: Editorial Aldecoa, 1956, 709.
[2] Próspero GUERANGUER, ob. cit., 713. El autor sigue en esto un sermón de san Gregorio que pone en paralelo el censo de Augusto que precedió al nacimiento de Cristo con este definitivo «censo» que discierne para toda la eternidad la respuesta de los hombres ante la obra de su redención.
[3] Cfr. SAN PÍO X, Catecismo mayor, Instrucción sobre las fiestas, II, 10.
[4] Hacemos notar que la colecta del Misal Romano tiene un sentido propiciatorio. Este es uno de los fines por los que se ofrece a Dios el sacrificio de la Misa: «para aplacarle, para darle alguna satisfacción de nuestros pecados y para ofrecerle sufragios por las almas del purgatorio» (Catecismo Mayor) A nuestro juicio estos matices se pierden en la traducción de la liturgia reformada al hablar exclusivamente de la misericordia divina.
[5] Cfr. Catecismo Mayor, Doctrina cristiana I, 10. «Los bienes externos comunes en la Iglesia son: los Sacramentos, el Santo Sacrificio de la Misa, las públicas oraciones, las funciones religiosas y las demás prácticas exteriores que unen a los fieles entre sí».
[6] Próspero GUERANGER, ob. cit., 707.
[7] Concilio de Trento: Dz 804.
[8] El gran medio de la oración, Sevilla: Apostolado Mariano, 2005, 44.
Adelante la Fe
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