sábado, 11 de abril de 2009
RESUCITADO Y RESUCITADOS
Sólo somos cristianos por la vida en unión amorosa con Cristo resucitado. No podemos quedarnos con Cristo muerto el Viernes Santo, sino buscarlo y acogerlo vivo en la Pascua, para hacer pascual toda nuestra vida con él.
Pascua de Resurrección - B / 12-04-2009
Por el P. Jesús Álvarez, ssp
El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida. Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: - Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Pedro y el otro discípulo salieron para el sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Como se inclinara, vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Pedro llegó detrás, entró en el sepulcro y vio también los lienzos en el suelo. El sudario con que le habían cubierto la cabeza, no se había caído como los lienzos, sino que se estaba enrollado en su lugar. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero, vio y creyó. Pues no habían entendido todavía la Escritura: ¡él "debía" resucitar de entre los muertos!
(Jn 20,1-9).
La resurrección es una de las verdades que más nos cuesta creer, y sobre todo vivir. En la muerte creemos con facilidad, porque la constatamos cada día. Pero la resurrección está más allá de lo sensible, de la experiencia humana, y es una realidad tan maravillosa, que se nos antoja increíble; tanto la resurrección de Jesús como la nuestra. Sólo podemos creerla y vivirla por la fe, fiados de la Palabra de Dios e iluminados por el Espíritu Santo.
La fe en la resurrección no se reduce a creer mentalmente en el hecho histórico y en el dogma. La verdadera fe en la resurrección es fe-amor en Cristo resucitado, presente, operante, compañero de camino por esta vida; y fe en nuestra propia resurrección. Esta es la verdad que fundamenta la verdadera vida cristiana, que es “vida en Cristo” vivo.
San Pablo asegura que "si Cristo no está resucitado y si nosotros no resucitamos, nuestra fe no tiene sentido alguno y nuestra predicación es inútil... y nuestros pecados no han sido perdonados” (1Co 15, 14-16). Sólo somos cristianos por la vida en unión amorosa con Cristo resucitado. No podemos quedarnos con Cristo muerto el Viernes Santo, sino buscarlo y acogerlo vivo en la Pascua, para hacer pascual toda nuestra vida con él.
Sin la fe en Cristo resucitado, tampoco se perdonan los pecados, porque sólo él los puede perdonar. De ahí la gran necesidad de suplicar con insistencia y cultivar con esfuerzo la fe en el Resucitado presente. “Creo, Señor; pero aumenta mi fe”.
La fe en el Resucitado y en nuestra resurrección enciende en nosotros el anhelo de vivir a fondo con él y amarlo, el deseo de imitarlo y de resucitar como él. El ansia de resucitar brota de nuestro amor a Dios, al prójimo y a la creación. Hay personas, cosas y alegrías tan maravillosas ya en este mundo, que deseamos gozar de ellas para siempre; lo cual sólo posible en la eternidad, cuya puerta es la resurrección. El tiempo resulta del todo insuficiente para colmar nuestra sed de amor, gozo, felicidad, placer, paz…
El amor verdadero nos hace sentir la necesidad de resucitar y llenar nuestra eternidad con la presencia de quienes y de lo que amamos aquí: Dios, familia, amistades, gozos, creación... El amor, o se hace eterno o fracasa y muere en el egoísmo.
Por la fe en la resurrección superamos el concepto pagano de muerte, como final trágico y fatal de la existencia. La muerte no es una desgracia sin remedio, sino la puerta hacia la vida sin final. En la muerte el Resucitado nos da cuerpo glorioso, incorruptible como el suyo, que es como la nueva planta, muy superior a la semilla -el cuerpo mortal-, de la que surge.
Jesús no se encontró por sorpresa con la resurrección, sino que halló a su muerte lo que había sembrado: vida. Y así será para nosotros, si pasamos por la vida haciendo el bien y sembrando vida como él para recuperarla como él.
Cuando la mente, el corazón y la vida se cierran a la presencia del Resucitado, la resurrección pasa al terreno de la leyenda, y la vida cristiana se desvanece en apariencias. El cristiano es auténtico y feliz sólo cuando vive la fe en Cristo resucitado y presente.
Necesitamos recordar continuamente y vivir la palabra infalible de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Y quien vive y cree en mí, no morirá para siempre". “Estoy con ustedes todos los días”. “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”
He 10,37-43
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: “Ustedes ya saben lo que ha sucedido en todo el país judío, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Jesús de Nazaret fue consagrado por Dios, que le dio Espíritu Santo y poder. Y como Dios estaba con él, pasó haciendo el bien y sanando a los oprimidos por el diablo. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en la misma Jerusalén. Al final lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se dejara ver, no por todo el pueblo, sino por los testigos que Dios había escogido de antemano, por nosotros, que comimos y bebimos con él después de que resucitó de entre los muertos. Él nos ordenó predicar al pueblo y dar testimonio de que Dios lo ha constituido Juez de vivos y muertos. A él se refieren todos los profetas al decir que quien cree en él recibe por su Nombre el perdón de los pecados."
Después de la Ascensión, los apóstoles, y Pedro el primero, dan testimonio de la resurrección de Cristo, asesinado por los poderes político y religioso. Se hacen testigos vivos de Cristo resucitado. Y esa era la verdad que producía conversiones por miles.
Es lo que deben tener en cuenta hoy los evangelizadores, predicadores, catequistas. No basta con predicar a Cristo crucificado, muerto y... enterrado. Lo que decía san Pablo: si no predicamos a Cristo resucitado, la predicación resulta estéril, sin la fuerza de conversión auténtica. ¿De qué vale predicar a Cristo humano crucificado, si no lo predicamos resucitado? Un muerto no convence a nadie, por más que se afirme que murió por nosotros. No saldríamos de la cultura del pecado y de la muerte.
San Pablo, que decía no querer gloriarse más que en la cruz de Cristo, fue el más grande predicador de la resurrección de Cristo. Y si se gloriaba en la cruz de Cristo, era porque estaba convencido que la cruz es la condición de la resurrección de Cristo y de la nuestra.
Col 3,1-4
Si han sido resucitados con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Preocúpense por las cosas de arriba, no por las de la tierra. Pues han muerto, y su vida está ahora escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste el que es nuestra vida, también ustedes se verán con él en la gloria.
El cristiano verdadero (persona unida a Cristo resucitado), tiene la esperanza segura de la resurrección, y por eso no se conforma con los valores puramente temporales y sociales, puesto que “no tiene aquí ciudad permanente”, sino que su patria es el paraíso, “donde está Cristo sentado a la derecha del Padre”, y donde quiere que estén sentados también sus seguidores, los que viven unidos a él y “pasan por el mundo haciendo el bien”, como él.
El cristiano que ama de verdad a Cristo sobre todas las personas y cosas, desea ir para siempre con él a su reino eterno y glorioso. Y por eso proyecta continuamente su vida hacia ese reino “suyo” que Cristo le ganó con su vida, su muerte y resurrección, pues “donde está su tesoro, allí también está su corazón”.
No es sólo de santos la convicción de san Pablo: “Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia”. “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”. Esta esperanza firme y este deseo permanente del paraíso que le espera, sostienen al cristiano con paz e ilusión en las luchas, pruebas, sufrimientos, enfermedad, agonía y muerte que, de la mano del Resucitado, le llevarán la resurrección y le producirán “un peso incomparable de gloria”.
Es necesario cultivar mucho más esta actitud pascual y “celestial”, para no embotarse con los valores, bienes y placeres terrenos, con riesgo de que nos cierren el paso a “nuestro” reino celestial, especto del cual dice san Pablo: “Ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”.
Esa vivencia pascual y celestial es la fuerza invencible de los cristianos para hacerlos capaces de ser testigos del Resucitado con la vida, las obras, la palabra, el sufrimiento, la oración...
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