Si no llevamos a la Cruz nuestros pecados personales no gustaremos del gozo de la resurrección. Debiéramos sentir el deseo del gozo de Jesús Resucitado que nos hace hijos de la misma resurrección de Jesús.
III Domingo de Pascua (b)
Por Mons. Marcelo Martorell
La predicación de los Apóstoles será siempre un testimonio de la Resurrección de Cristo y nos lleva a conocer cómo la Iglesia nació en nombre del Resucitado. El tiempo pascual nos conducirá constantemente a esta verdad. Es por esto que los domingos de este tiempo el Antiguo Testamento será reemplazado por el Libro de los Hechos de los Apóstoles, en el que encontramos el primitivo testimonio de los Apóstoles sobre Jesús Resucitado.
En la primera lectura, Pedro nos muestra cómo se encuadra la resurrección de Jesús en la historia de la fe de Israel: “El Dios de Abrahán, (…) el Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis en presencia de Pilato…Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos” (Hech.3,13). El apóstol lo demuestra curando al paralítico en la puerta del templo en nombre de “Jesús Resucitado” y une –éste fue siempre el mensaje de la Iglesia Primitiva- la resurrección a los hechos dolorosos que la precedieron: su Pasión, muerte de dolor y oprobio, provocada por ellos mismos, incluido el mismo Pedro. No obstante esto, Pedro no puede dejar de gritar ante el pueblo que lo escucha: “Vosotros disteis muerte al príncipe de la vida” (Ib.14). Quien negó al Maestro y Amigo y el que lloró amargamente por ello, quiere que los hombres no nieguen al Señor. Pedro quiere que no sigamos negando ni rechazando -por medio del pecado- a quien es el autor de la Vida. El apóstol predica que es necesario arrepentirse y convertirse para ser perdonado, como él mismo fue perdonado. Y esto vale para todos los seres de la tierra: hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, ricos y pobres, gobernantes y gobernados, para quienes tienen poder y para los que no lo tienen. Es necesario arrepentirse y no pecar más.
Esto mismo nos lo repetirá el evangelista San Juan: “Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis”. ¿Cómo podrá volver al pecado quien conoce el misterio de la Pasión de Señor? No obstante, somos capaces de caer una y muchas veces en el pecado porque somos débiles; y si esto sucede el evangelista nos dice: “abogado tenemos ante el Padre, Jesús el Justo” (1 Jn. 2,1). Juan en el Calvario había escuchado a Jesús pedir perdón para el pecador, por eso él sabe bien de la misericordia del Señor hacia los pecadores.
Jesús sale al encuentro de sus Apóstoles y les saluda con la paz: “la paz sea con ustedes” (Lc. 24,36). No les reprocha el abandono ni el temor por la falta de confianza. Su corazón lleno de amor y de misericordia les ofrece la paz para asegurarles su perdón y su confianza, les otorga su amor inalterado, un amor de predilección que no se entorpece ni siquiera por la traición o el miedo. Más aún, al retirarse les hará mensajeros de ese mismo amor que perdona, expresión de la infinita misericordia del Padre. Por eso “será predicada en su nombre la penitencia, para la remisión de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén” (Ib. 47). Es la fuerza del amor del resucitado la que pone en marcha el misterio del amor infinito de Dios hacia su criatura. ¡Es la obra de su amor!
¡Qué misterio tan grande esa unión entre el amor de Dios y la Pasión de su Hijo! No podríamos siquiera comprenderlo, si no fuera por las heridas que provocan nuestros pecados y que con gran amor y misericordia son perdonados. Si no llevamos a la Cruz nuestros pecados personales no gustaremos del gozo de la resurrección. Debiéramos sentir el deseo del gozo de Jesús Resucitado que nos hace hijos de la misma resurrección de Jesús.
Que María Santísima, Madre del amor misericordioso de Dios nos lleve al gozo de la resurrección.
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