jueves, 10 de octubre de 2024

¿CUÁNDO DEBEMOS AMAR A LOS PECADORES Y CUÁNDO DEBEMOS ODIARLOS?

La amistad de una persona hacia otra debe estar fuertemente influenciada por el hecho de que ésta sea justa o pecadora.

Por el Prof. Plinio Correa de Oliveira


En un artículo anterior, prometí presentar la solución dada por Santo Tomás de Aquino al problema de la legitimidad del odio, contrariamente a lo que piensa el hombre de “buen corazón”. En el artículo citado afirmé que el Romanticismo difundió la falsa noción general de que amar es siempre una virtud y odiar es siempre un pecado. Por el contrario, Santo Tomás nos enseña que a veces odiar puede ser un importante deber.

Transcribiré el texto del Doctor Angélico de la Suma Teológica (II.II. q. 25, a. 6) y lo seguiré con algunos comentarios a continuación, que pretenden ayudar a aplicar los principios que enseña a situaciones concretas.

La autoridad de Santo Tomás es insuperable; es el Mayor Doctor de la Iglesia Católica, así como un Santo propuesto por ella para la veneración e imitación de los fieles.

Si los pecadores [1] deben ser amados [2] por caridad [3].

Objeciones por las que parece que no se debe amar a los pecadores por caridad. 

Objeción 1. Porque está escrito en los Salmos: “Aborrecí al impío” (Sal 118,113). Ahora bien, David tenía una caridad perfecta. Por lo tanto, no se debe amar a los pecadores por caridad, sino odiarlos.

Objeción 2. Además, “el amor se demuestra con las obras”, como dice San Gregorio en la homilía de Pentecostés (In Evang. 30). Pero los hombres de bien no hacen obras de amor a los impíos; al contrario, hacen obras que parecen de odio, según el salmo (100, 8): “Por la mañana doy muerte a todos los malvados de la tierra”; también, Dios ordenó en el Éxodo (22: 18): “No permitirás que viva una bruja”. Por lo tanto, no se debe amar a los pecadores por caridad.

Objeción 3. Además, es propio de la amistad desear el bien a los amigos. Ahora bien, los santos, por caridad, deseaban cosas malas para los malvados, según aquello del Salmo 9,6: “Has ... destruido al malvado, has borrado su nombre para siempre”. Luego los pecadores no deben ser amados por caridad.

Objeción 4. Además, es propio de los amigos alegrarse y desear las mismas cosas. Ahora bien, la caridad no nos hace desear lo que desean los pecadores, ni alegrarnos de lo que a ellos les da alegría, sino todo lo contrario. Por lo tanto, no se debe amar a los pecadores por caridad.

Objeción 5. Además, es propio de los amigos juntarse, según la Ética (cap. 5, n. 3). Pero no debemos asociarnos con los pecadores, según 2 Cor 6,17: “Por tanto, salid de en medio de ellos y apartaos”. Por lo tanto, no debemos amar a los pecadores por caridad.

Al contrario, dice Agustín (De Doctrina Christi I, 30): “Cuando se dice: Amarás a tu prójimo, es evidente que debemos considerar a todo hombre como nuestro prójimo”. Ahora bien, los pecadores no dejan de ser hombres, pues el pecado no destruye la naturaleza. Por lo tanto, debemos amar a los pecadores por caridad.

Respondo a estos argumentos que en el pecador deben considerarse dos cosas: su naturaleza y su culpa. Según su naturaleza, que le viene de Dios, tiene capacidad para la felicidad eterna, en la que se funda la relación de caridad. como ya se ha dicho (A. 3, q. 23, a. 1-5). Por lo tanto, debemos amar a los pecadores por caridad respecto de su naturaleza [4].

Por otra parte, su culpa ofende a Dios y es un impedimento para su felicidad eterna. Por eso, en cuanto a su culpa, mientras ofendan a Dios, hay que odiar a todos los pecadores, incluso al padre, a la madre o a los parientes, según Lucas (14,26) [5]. Porque es nuestro deber odiar en el pecador su condición de pecador, y amar en él su condición de hombre capaz de alcanzar la felicidad eterna [6]. Esto es amarlo por caridad, por amor de Dios.

Respuesta a la objeción 1: El Profeta odiaba a los inicuos como tales, y el objeto de su odio era su iniquidad [7]. Este es el odio perfecto del que el mismo Profeta dice (Sal. 139: 22): “Los odio con un odio perfecto”. Ahora bien, por esta misma razón se odia lo que hay de malo en una persona y se ama lo que hay de bueno en ella. De ahí también que este odio perfecto pertenezca a la caridad [8].

Respuesta a la objeción 2: Como observa el Filósofo (Ética, 9, 3), cuando nuestros amigos caen en pecado, no debemos negarles los beneficios de la amistad mientras haya esperanza de que se enmienden. Y debemos ayudarles a recuperar la virtud más fácilmente que a recuperar el dinero, si lo hubieran perdido, pues la virtud significa más para la amistad que el dinero [9].

Sin embargo, cuando tales personas caen en una maldad muy grande y se vuelven incurables, debemos negarles un trato amistoso. Por esta razón, tanto las leyes divinas como las humanas ordenan que tales pecadores sean ejecutados, porque es más probable que dañen a otros que se enmienden [10].

Sin embargo, el juez dicta tales sentencias no por odio a los pecadores, sino por amor a la caridad, porque prefiere el bien público a la vida de una sola persona. Además, la muerte infligida por el juez beneficia al pecador si se convierte, como expiación por su crimen; y si no se convierte, le beneficia poniendo fin a su pecado, porque el pecador queda así privado del poder de pecar más.

Respuesta a la objeción 3: Las imprecaciones semejantes que encontramos en la Sagrada Escritura pueden entenderse de tres maneras: 

Primero, a modo de predicción, no de deseo, de modo que el sentido es: “Los impíos serán llevados al infierno”.

Segundo, a modo de deseo, de modo que el deseo del que desea se refiere no al castigo que recibe el hombre, sino a la justicia del castigador, según el Salmo 58,11: “El justo se alegrará cuando vea la venganza”. Pues, según el Libro de la Sabiduría (1,13), ni siquiera Dios “se deleita en la perdición de los malvados” cuando los castiga, sino que se regocija en su justicia, según el Salmo (11,7): “El Señor es justo y ama la justicia”.

Tercero: Para que este deseo se refiera a la remoción de la culpa, no del castigo [11], de tal manera que el pecado sea destruido, pero el hombre pueda vivir.

Réplica a la objeción 4: Amamos a los pecadores por caridad, no para desear lo que ellos desean y alegrarnos de lo que ellos se alegran, sino para que ellos deseen lo que nosotros deseamos y se alegren de lo que nosotros nos alegramos [12]. De ahí que esté escrito (Jer 15,19): “Deja que se conviertan a ti; pero tú no te convertirás a ellos”.

Respuesta a la objeción 5: Los débiles deben evitar la comunicación con los pecadores por el peligro de ser pervertidos por ellos. Pero es loable que los perfectos [13], cuya caída no es de temer, se comuniquen con los pecadores para convertirlos. Así, el Señor comió y bebió con los pecadores, como se relata en Mateo 9,11-13. Sin embargo, todos deben evitar la sociedad de los pecadores cuando ello signifique participación en el pecado. Así está escrito (2 Cor 6:17): “Apártate de en medio de ellos y no toques lo inmundo”, es decir, lo que está de acuerdo con el pecado [14].


Comentarios del Prof. Plinio

1. En este punto Santo Tomás establece las disposiciones internas que debemos tener hacia el prójimo. Para ello clasifica a los hombres en dos grandes grupos: los justos y los pecadores. Como es obvio que debemos amar a los justos, sólo habla del amor que debemos tener a los pecadores.

Creo indispensable, antes de seguir estudiando el texto de Santo Tomás, considerar la importancia de esta regla que él estableció: La amistad de una persona hacia otra debe estar fuertemente influenciada por el hecho de que ésta sea justa o pecadora.

¡Qué diferente es esto de la visión sentimental de muchos de nuestros contemporáneos! Hoy nos inclinamos a querer a las personas porque nos tratan bien, nos son útiles, nos divierten, son agradables en apariencia, o porque estamos acostumbrados a su compañía o son nuestros parientes, etc. Estas razones determinan tan fuertemente nuestras decisiones sobre cómo tratarlos que no damos la menor consideración al punto esencial que debería dictar la cuestión: ¿Es la persona un hombre justo o un pecador?

De hecho, el profesor debe preferir a los discípulos bien educados, asiduos y piadosos a los impíos, revoltosos e indisciplinados, pero hábiles en el arte de halagar y divertir a sus maestros. Un padre debe preferir un hijo bueno, aunque sea desgarbado y poco inteligente, a un hijo brillante que sea impío e impuro. Entre colegas, nuestra admiración no debe ser por el más gracioso, el más afable, el más rico o el más exitoso, sino por el más virtuoso.


No podemos dar a alguien el tesoro de nuestra amistad sin saber si es o no enemigo de Dios. La persona que vive en pecado mortal es enemiga de Dios, y si amamos a Dios por encima de todo, no podemos amar indiferentemente a los que le aman y a los que le ofenden. ¿Qué debemos pensar de un hijo que se hace amigo de personas que ofenden grave, injusta y públicamente a su padre? ¿No es esto lo que hacemos cuando admitimos en nuestra amistad a apóstatas, herejes, matrimonios irregulares y personas moralmente corrompidas, etc.?

2. Puesto que el verdadero amor es un acto de la voluntad y no de la sensibilidad, amar no significa necesariamente tener ternura. Desear el bien para alguien es desear seriamente para él todo lo que, según la razón y la fe, es bueno para él: es decir, en primer lugar, la gracia de Dios y su salvación, y después todo lo que no le desvía de este fin, sino que le conduce a él.

El amor se demuestra con las obras. Cuando deseamos seriamente el bien para nuestro prójimo, mostramos esta disposición no sólo con nuestras palabras de afecto y gestos amistosos -que, por cierto, son perfectamente legítimos-, sino también con nuestros esfuerzos y sacrificios. ¿Se dirige tal amor también hacia los pecadores? Esta es exactamente la cuestión que el Doctor Angélico trata en este texto.

3. La caridad es amor a Dios por encima de todo. Esta pregunta equivale a otra: Puesto que amamos a Dios sobre todas las cosas, ¿debemos entonces amar, por amor a Dios, a los pecadores que son sus enemigos?

4. Además, es propio de los amigos alegrarse y desear las mismas cosas. Ahora bien, la caridad no nos hace desear lo que desean los pecadores, ni alegrarnos de lo que a ellos les alegra, sino todo lo contrario. Por lo tanto, no se debe amar a los pecadores por caridad.

El odio virtuoso pertenece a la caridad

5
El mencionado texto de San Lucas (14:26) dice: “Si alguno viene a Mí y no odia a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser Mi discípulo”. Es un error pensar que Nuestro Señor no enseñó que podemos odiar. Hay un odio santo que es una virtud evangélica. Un amor que no generara odio no sería amor. En efecto, si amo a alguien, debo odiar lo que le hace mal. Es este odio santo -sus motivos, naturaleza y límites- lo que se enseña magníficamente en este texto de Santo Tomás.

6. Estas palabras son un excelente comentario a la sabia, pero a menudo incomprendida, norma de San Agustín: “Odia el vicio, ama al hombre” - dilige hominem, oderis vitium (Sermo 49, 5, PL 38, 323; ver también De Civitate Dei 1, 14, c. 6, Epistula 211, 11, PL 33, 962). Esta norma se interpreta a menudo como si el pecado fuera extrínseco al pecador, como un libro en una estantería: se puede odiar el libro sin tener ninguna restricción contra la estantería, porque aunque una cosa esté dentro de la otra, las dos son completamente extrínsecas entre sí. De ahí que uno pueda odiar el error sin ningún odio hacia el que yerra.

Sin embargo, la realidad es otra. El error está en la persona que yerra igual que la ferocidad está en una bestia salvaje. Si nos ataca un oso, no podemos defendernos disparando contra su ferocidad y perdonándole la vida, ¡aceptando su abrazo con los brazos abiertos! Santo Tomás es muy claro en este punto. El odio debe dirigirse no sólo hacia el pecado considerado abstractamente, sino también hacia la persona del pecador. Al hacerlo, sin embargo, no se debe apuntar a toda su persona, sino a su naturaleza, que es buena, así como a las buenas cualidades que pueda tener. Hay que atacar sus defectos.


Por ejemplo, se debe odiar su lujuria, su impiedad y su falsedad. Insisto, el odio de uno debe dirigirse no sólo hacia su lujuria, impiedad o falsedad consideradas en abstracto, sino hacia el pecador mismo en tanto que es sensual, impío y falso.

7. Se ve que odiar la iniquidad de los inicuos es lo mismo que odiar a los impíos mientras sean inicuos. Por lo tanto, hay que odiar a los malvados cuando son inicuos, según el mal que hacen, y durante todo el tiempo que perseveran en su iniquidad. Así, cuanto mayor es el pecado, mayor debe ser el odio del justo hacia él y hacia el pecador. En este sentido, debemos odiar principalmente a los que pecan contra la Fe, a los que blasfeman contra Dios y a los que arrastran a otros al pecado, porque la justicia de Dios los odia particularmente.

8. No es un odio alimentado por una ira superficial. Es un odio ordenado, racional y, por lo tanto, virtuoso. Tal es el “odio perfecto” que “pertenece a la caridad”. Así pues, odiar virtuosa y rectamente es un acto de caridad. ¡Cómo escandaliza esta verdad al hombre de “buen corazón”!

9. Aquí se divide a los pecadores en dos categorías: los que dan esperanzas de enmendarse y los que no. Debemos odiar a los primeros en cuanto pecadores y amarlos como hombres en este sentido: Debemos hacer todo lo posible para que dejen de pecar; sin embargo, mientras perseveren en el mal, hay que odiarlos.

Con frecuencia se oyen lamentos compasivos por un hombre que ha perdido su fortuna. Sus amigos y parientes hacen todo lo posible para ayudarle a recuperar su patrimonio. Pero es muy raro oír a alguien lamentar la pérdida de la virtud de un amigo. ¡Qué psicológica es la comparación del Santo Doctor!

Hacer todo lo posible para que alguien recupere la virtud no deben ser palabras vanas. Debemos aconsejarle, ser insistentes, hablar unas veces con simpatía y afecto y otras con severidad según el caso. Principalmente, debemos rezar y hacer penitencia por aquellos que queremos que vuelvan a la gracia de Dios. Porque sin oración y penitencia, nada se consigue.

A veces, cuando insistimos, corremos el riesgo de perder la amistad del pecador. No debemos temer este sacrificio, que Dios tendrá en cuenta. Una de las mayores pruebas de afecto que podemos dar a alguien es sacrificar su amistad para ayudarle a conseguir la salvación.

10
En principio, siempre es posible que el pecador se convierta. Pero hay pecadores que están tan apegados al mal que su conversión sólo se logra por una gracia muy especial. Pero como lo muy especial es excepcional, evidentemente debemos temer más que las almas en tales condiciones se condenen en vez de salvarse. Además, es más probable que esas almas arrastren a otras al pecado que se liberen ellas mismas de sus garras.

Esos pecadores siguen mereciendo nuestro amor, en el sentido de que debemos rezar y sacrificarnos por su conversión, y no debemos dejar de intentar animarles a enmendar sus caminos. Pero no podemos tener relaciones amistosas e íntimas con ellos.

Además, en vista de su maldad y del riesgo de perder a otros inocentes por su culpa, estos pecadores merecen la muerte. Santo Tomás es muy claro a este respecto.

La severidad de la Doctrina de la Iglesia -así como su misericordia- así lo dictan. Pues, al aprobar la justa pena de muerte, la Iglesia permanece junto al condenado hasta su último momento, con almas piadosas que ofrecen oraciones y sacrificios por él y diversas cofradías fundadas especialmente para prestarle asistencia.

11. ¡Cuántas personas son incapaces de comprender que debemos desear castigos para los pecadores que amamos -enfermedad, persecuciones, pobreza-, si éstos son los medios para que se enmienden y se vuelvan hacia la gracia de Dios!

12. El pecador desea el pecado, la indolencia y el lujo que favorecen su disipación. Si realmente odiamos el pecado y amamos al pecador, debemos desear que se le prive de todos los medios necesarios para pecar. Así, debemos apoyar a todos los que luchan por suprimir las cosas que conducen al pecado: malas revistas, películas, programas de televisión y obras de teatro, los que difunden enseñanzas opuestas a la Moral Católica, etc.

13. El hombre “enfermo” o “débil” es aquel que, por diversas razones, está particularmente sujeto al pecado, para quien algo es ocasión de pecado que no lo es para otros. El hombre “perfecto” es aquel que posee un grado más elevado de virtud y, por lo tanto, puede afrontar mayores obstáculos que el hombre ordinario.

En principio, nadie puede exponerse a una ocasión cercana de pecado. Si, en circunstancias excepcionales, una persona considerada fuerte -no por sí misma, sino por un director espiritual- debe afrontar riesgos poco comunes, es porque la ocasión de pecado no es cercana para él.

14. Hay que evitar las relaciones con personas de mala vida, de costumbres depravadas o que frecuentan lugares indecentes, porque estar con tales personas constituye ocasión de pecado para casi todos. No sólo es un intento de legitimar el mal para todos, sino que también causa escándalo para los buenos.

Catolicismo, n. 35, noviembre 1953


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