lunes, 13 de julio de 2020

ES ESTAMBUL, NO CONSTANTINOPLA


Confieso no entender demasiado bien por qué está ‘dolido’ el papa por el hecho de que Santa Sofía vuelva a ser una mezquita. ¿Es mejor destino para una iglesia ser museo?

Por Carlos Esteban

Entiendo que para cualquiera atento a la geopolítica sea motivo de alarma la decisión, refrendada por los tribunales, de reconvertir Santa Sofía en una mezquita. Significa un paso más en la labor explícita del primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan de revertir la empresa secularizante de Ali Kemal Atatürk, fundador del moderno Estado turco.

Turquía no es el Imperio Otomano, renunció al Califato -esto es, al liderazgo siquiera espiritual del mundo musulmán, la Umma- tras el golpe de Estado de los Jóvenes Turcos cuyo líder, Atatürk, emprendió una titánica tarea de occidentalizar Turquía: cambió el alfabeto, prohibió los códigos de indumentaria musulmana y muchas otras obras tendientes a separar la religión de la política en grave detrimento de la primera.

Pero el resurgir del islamismo político coincidiendo con el cambio de siglo supone una poderosa tentación para Ankara de volver a liderar el mundo suní, reavivando la religión nacional que, inevitablemente, es una religión política. En el tablero internacional esto es sin duda alarmante.

Sin embargo, confieso no entender el ‘dolor’ expresado por el líder de los católicos, el papa Francisco.

Pese a lo que se lee en medios y redes sociales católicos, Santa Sofía no ha sido ‘profanada’ con la decisión de los tribunales turcos; lo fue el 29 de mayo de 1453, cuando el sultán Mehmet entró a caballo en la basílica. Desde entonces hasta el 1 de febrero de 1935, cuando Atatürk decide convertirla en museo, fue una de las mezquitas mayores del Islam.

Ahora, yo entiendo que para el occidental secular del siglo pasado pudiera ser una excelente noticia y un gran alivio ver convertida la antigua basílica en un museo. Pero, aparte del goce estético de poder visitarla, no veo por qué debería ser menos doloroso para un cristiano saber que la iglesia mayor de Oriente, la ‘parroquia’ del último emperador romano, era ahora un museo, es decir, uno de los fríos lugares de culto de la modernidad laicista.

¿Hay algo sacro en un museo? ¿Pierde menos una iglesia si se convierte en museo que si se usa para otro culto? Me parece, cuanto menos, muy cuestionable, y también un indicio de esa aceptación del Mundo que ha ido deteriorando o entibiando nuestra fe.

Un museo es, al menos, un invento de nuestra civilización. Eso puede hacerlo más, no menos doloroso. Porque el peligro al que se ha enfrentado el cristianismo en estos últimos siglos no ha sido precisamente el Islam -dormido hasta hace relativamente poco-, sino esa misma Ilustración atea que inventó el museo.

Hacer de una iglesia un museo es, en un sentido al menos, más ofensivo e insultante que dedicarla a otro culto. Es convertirla en algo muerto, algo inofensivo; es un modo de indicar que todo aquello es pasado y ha pasado, y que la mentalidad atea puede mostrarlo como cualquier ejército vencedor expone los estandartes derribados del vencido.

Por otra parte, Su Santidad no ha tenido más que palabras amables hacia el Islam, una actitud que ha culminado en su célebre acuerdo interreligioso por la paz mundial firmado en Abu Dabi con el Gran Imán de Al Azhar, un documento que quiere que se estudie en todas las instituciones educativas católicas. Puede entenderse que, aun así, le doliera que un régimen musulmán se apropiara de una iglesia para convertirla en mezquita. Pero, ¿un museo? ¿Por qué íbamos los cristianos a ser más felices por el hecho de que nuestra basílica perdida fuera un museo, un mausoleo de una fe derrotada y conquistada?


InfoVaticana

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