Quien estudia la Suma de Teología, verá que el método teológico que Santo Tomás aplica no es el que según los manuales modernos debe seguirse para probar una proposición teológica. Este consistiría en prueba por el Magisterio, prueba por la Escritura y prueba por la Tradición. En Santo Tomás no existe la prueba por el Magisterio; para él las auctoritates son la Escritura y los Padres. Las citas de Papas o Concilios son escasas.
Si tomamos el Denzinger, veremos que los primeros trece siglos de la Iglesia, es decir, hasta la muerte de Santo Tomás, sólo cubren un quinto del total de las intervenciones del Magisterio. Y podríamos seguir añadiendo datos significativos: la palabra magisterium no aparece en el Concilio de Trento sino que tal noción comienza a tomar forma a partir de Stapleton a fines de siglo XVI, y sobre todo en los tratados teológicos del siglo XVIII como los de Mayr, Gotti y Billuart.
Todo esto no significa —y es importante aclararlo—, que se ponga en duda el primado de la Sede Romana, sino simplemente notar que antes de la época moderna ésta no ejerció el magisterio activo de definiciones dogmáticas y formulación constante de la doctrina católica que sí ejerce desde el pontificado de Gregorio XVI y, sobre todo, de Pío IX. En la antigüedad, la Sede Romana funcionaba más bien como una corte suprema de última apelación, y que sólo actuaba una vez que la cuestión en disputa había sido estudiada y desmenuzada por doctores, escuelas teológicas, universidades y concilios locales.
Podemos decir a grandes rasgos que en los primeros siglos y hasta bien entrado el segundo milenio, la Regula fidei era objetiva, o sea, era la misma doctrina recibida de los Apóstoles, y los papas, concilios y obispos cumplían una función de conservación y de testificación del hecho de que una doctrina había sido siempre mantenida, que se remontaba a los orígenes y pertenecía por lo tanto, a dicha Regula fidei.
Lo que se observa es que se ha ido produciendo lentamente luego del comienzo del segundo milenio y más aceleradamente en los últimos siglos, una especie de reducción de la Tradición al Magisterio. Se fue produciendo la transición de una concepción de la Tradición como contenido del Depósito apostólico, a la de Tradición considerada desde el punto de vista del órgano transmisor, estimado como residente en el Magisterio de la Iglesia. El siguiente paso fue hablar, a partir probablemente del siglo XIX, de la Tradición y la Escritura como reglas remotas de la fe, mientras que el Magisterio sería la regla próxima. Los teólogos de principios del siglo XX ya hablan del Magisterio como desempeñando una función formal en relación con el depósito objetivo. Finalmente, se critica la noción de regla remota y se concluye por atribuir exclusivamente al Magisterio viviente la calidad de regla de fe. Con este proceso se ha introducido al Magisterio en la definición misma de la Tradición. Dicho en forma exagerada, los católicos de hoy creen en la Tradición porque así lo manda el Magisterio. Y por eso, los fieles en la actualidad esperan que el papa se expida sobre tal o cual asunto, para saber a qué atenerse. Y obedecen de modo servil en absolutamente todo lo que al papa de turno se le ocurre proponer, incluso sus gestos o gustos personales.
Esto no es lo que ocurrió durante los quince primeros siglos de la Iglesia. Cuando el Papa, o el Concilio con el papa, hablaban era porque la situación era verdaderamente crítica, por ejemplo, la crisis arriana, o el nestorianismo, monofisismo, protestantismo, jansenismo, modernismo, etc.
La posiciones más ultramontanas podrían aducir que el Concilio Vaticano I definió, y es de fe, que el Romano Pontífice posee potestad universal, suprema e inmediata incluso en materia jurisdiccional y disciplinaria, y quien no quiera aceptarlo, anatema sit. (Denzinger 1821-1831), por lo que la tesis arriba expuesta podría estar atentando contra este dogma de fe.
Definitivamente no es así, porque lo que se cuestiona no es la potestad universal sino el absolutismo papal del segundo milenio. Potestad suprema no es equivalente a absolutismo, que es esa misma potestad llevada al exceso.
Por otro lado, hay que ser precisos sobre qué se entiende por “potestad suprema y universal”, puesto que muchos consideran que ella habilita al Romano Pontífice para hacer lo que quiera. Y no es así. Hay muchas cosas que el papa no puede hacer: no puede suprimir instituciones de derecho divino, no puede suprimir el orden episcopal, no puede abrogar sacramentos, no puede modificar o anular los mandamientos, no puede admitir a alguien en pecado mortal a la comunión sacramental, no puede bendecir actos moralmente malos.
Y sobre todo, hay un principio general de derecho natural que compete a cualquier autoridad: las órdenes tienen que ser racionales. Si un mandato no está ordenado a la razón no es ley sino fuerza y violencia. Y si bien el papa no puede ser juzgado por nadie bajo la luna, sus leyes o mandatos manifiestamente irracionales pueden ser resistidos. Por ejemplo, aunque al papa no le gustaran las personas de color, no podría suprimir las diócesis africanas; tampoco podría ordenar obispos a todos los varones de su familia para darle lustre a los Bergoglio; si no le gusta el kepe y las safijas, no podría suprimir el rito maronita, y podríamos poner otros ejemplos de irracionalidades que un papa no podría hacer y que, si las hiciera, sería lícito cuando no obligatorio, resistirlo.
Finalmente, un argumento de autoridad. Cuando asumió Benedicto XVI como obispo de Roma en la basílica de San Juan de Letrán, dijo en su homilía: “El Papa no es un monarca absoluto cuyo pensar y querer son ley”. Y siendo aún prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, escribió: “El Papa no es un monarca absoluto cuya voluntad es ley. Él es más bien el guardián de la auténtica Tradición y de ese modo el primer garante de la obediencia. No puede hacer lo que se le ocurra y, de esa manera es capaz de oponerse a aquellas personas que, por su parte, quieren hacer lo que se les viene a la cabeza. Sus reglas no son las de un poder arbitrario, sino las de la obediencia en la fe” (Prólogo al libro de Alcuin Reid, The Organic Development of the Liturgy, Ignatius Press, San Francisco, 2004, p. 18.).
A la luz de la tesis planteada y de las palabras del Papa Ratzinger, vale pena preguntarse, una vez más, hasta qué punto debe ser obedecido el acto despótico con el cual Francisco ha asfixiado a la liturgia tradicional a través de Traditiones custodes, dejando de ser de esa manera, el “guardián de la auténtica tradición” para convertirse en su verdugo.
Wanderer
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