lunes, 3 de junio de 2019

¿QUÉ CLASE DE HOMBRE FUE MARCEL LEFEBVRE?

Los medios de comunicación lo presentan frecuentemente como testarudo, terco u orgulloso, como un idealista o un provocador: sus relaciones tensas con Pablo VI, ¿no son propias de un obstinado?

Algunos le reprochaban ser impulsivo o imprudente: su famosa declaración del 21 de noviembre de 1974 les pareció exagerada, además de ser la causa de la condenación de su obra.

Más allá de los clichés, la personalidad de Monseñor Lefebvre se reveló a través de lo que fue su vida, la de un hombre manso pero tenaz, totalmente consagrado a Jesucristo y a su Iglesia.


Un adolescente generoso


Su hermana Christiane describe a Marcel adolescente como «un temperamento de los más equilibrados y apacibles, con una fortaleza de alma fuera de lo común».
Marcel tenía corazón y agallas, le gustaba visitar a su abuelo paterno y darle gusto. Durante la guerra, acolitó la misa a pesar del toque de queda y las patrullas alemanas; se encargó abnegadamente de los pobres de la ciudad sin pavonearse de lo que hacía. En su casa se las ingeniaba para facilitar el trabajo de las criadas; en la mesa leía gustoso algún pasaje de la vida de los santos, mientras que su hermano mayor no cumplía tan bien esta labor. «Su hermana mayor, Jeanne, es fácilmente moralizadora; Marcel, en cambio, es distendido, comunica la paz; basta verlo para sentirse contento, sus réplicas guasonas te ponen alegre».


Inteligencia, pero sobre todo juicio

«De los dos hermanos mayores -dijo su hermana Christiane- René está fácilmente a la cabeza de la clase y brilla por la vivacidad de su inteligencia; Marcel se encuentra más bien entre los segundos, pero sobresale mucho más por la claridad de su juicio. Cuando se vaya al seminario, nuestra madre hará esta reflexión: “¿Cómo podrá andar la casa sin Marcel?”»

Sentido práctico

Servicial, tenía el gusto de las cosas prácticas: «Después de la guerra, en 1919, Marcel decidió ponerle fin a la iluminación de las habitaciones con lámparas de aceite. Se sumergió en un libraco sobre electricidad y, ayudado por un amigo, instaló la corriente en la casa, previendo todas las necesidades». En vacaciones, René tenía la iniciativa, pero Marcel era el organizador: en 1920 preparó la excursión de sus hermanos y hermanas en bicicleta desde Bagnoles hasta el Mont Saint-Michel.


Joven sacerdote con un carácter contrastado

«En teología era una inteligencia de alto nivel», contó uno de sus compañeros del seminario; pero otro tuvo el cuidado de precisar: «No tuve la impresión de que fuera un intelectual, sino más bien alguien vuelto hacia las cosas prácticas».

En el Seminario francés de Roma se encargó de la caja de la librería de ocasión y de la procura, cuyas ganancias destinó a los niños pobres de los catecismos. Fue también ceremoniero mayor, y cumplió su cargo con gracia. Piadoso sin ostentación, «es un compañero discreto, que no hacía ningún ruido». Impregnaba de espíritu religioso sus acciones ordinarias, y en el último año su misa pasó a ser un modelo de modestia.


Fuerte personalidad

Pero, por otra parte, «ya es una fuerte personalidad con convicciones muy determinadas y bien arraigadas», que solía manifestar cuando le parecía que está en juego la sana doctrina o cuando se trataba de defender la postura de Santo Tomás de Aquino, sobre la cual entendía mucho.
 
“Admirable y temible, así se nos presenta la figura del seminarista Marcel Lefebvre”, dijo uno de sus condiscípulos. Admirable por su cuidado de la verdad, tal como a él le parecía, según Santo Tomás. Temible: ¡Qué importaba la opinión de los que no compartían su punto de vista! Su fe desafiaba a los amantes de los matices teológicos. No, no era un temperamento “conciliador”. El Señor lo había hecho 'así'.

Por lo demás, era un seminarista de una exquisita amabilidad, que gozaba de una incontestable reputación de generosidad y de bondad. «Para nosotros era un modelo, siempre sonriente, siempre afable».


Observemos el contraste, señalado ya por los testigos, entre las convicciones arraigadas, que le merecían el apodo de sana doctrina petrificata (sana doctrina petrificada), y la afabilidad y el sentido de la organización que le ganaron un aura de amabilidad. ¿Cuál es la clave de esta perturbadora dualidad psicológica? Es que, en realidad, Marcel no era un espíritu cerrado, sino que tenía una voluntad tenaz, que hacía de él un hombre de convicciones.


Carisma de un jefe

En Gabón, con delicadeza, tenía en cuenta a los indígenas, sacaba lo mejor de sus seminaristas autóctonos, era «firme en sus ideas, muy querido de sus alumnos».

Según el parecer de su colaborador, era «firme, medido, muy personal en sus apreciaciones y decisiones, sobresaliente desde el punto de vista de la organización y del equipamiento material». En misión, era el buen Padre. ¡Pero cuidado! «Cuando hay que decir que no, es no».


El padre amante y amado

En Mortain, donde todo faltaba después de la guerra, «el excelente espíritu de familia que mantenía resultó de la facilidad con que dominaba los problemas materiales»: el alojamiento (acristalar las ventanas abiertas, encontrar frazadas, mesas, palanganas de aseo), el alimento (cada mañana, al volante de su camioneta, hacía la gira de las granjas): «Se arremangaba la camisa -dice un antiguo alumno- y sentíamos que se hacía cargo de nosotros y que nos quería».


Jefe muy humano

También en Mortain, la mutua confianza que reinaba entre el director y sus escolásticos, al igual que el amplio margen de iniciativa que ésta le permitía conceder a los alumnos, sorprendía a los sacerdotes de paso: esos son los frutos de un «gobierno tan humano». Humano, pero también firme cuando había que corregir las concepciones liberales, e incluso las ilusiones democráticas, de sus estudiantes.

En Dakar, era «el hombre de calma sonriente y de infinita amabilidad», de profundo respeto de las personas y de las opiniones e iniciativas de los demás, aunque sabía obrar con firmeza y sin compromisos cuando estaban en juego los principios.


«Este hombre era una paradoja: tenía una amabilidad y una misericordia… Tuvo que despachar a Francia a dos sacerdotes, y terminó volviendo a llamar a uno de ellos. Yo me decía: Sí, es más severo con las rúbricas que con las personas».


Organizador

Al lado de todo esto, era un organizador sin igual, con el sentido de las prioridades, que sabía alcanzar sus objetivos según el orden de su subordinación, y discernir cómo hacer una buena inversión para lograr el mejor rendimiento, habida cuenta de los medios disponibles, sin descuidar nada esencial. Para fundar una misión, sabía cómo ingeniárselas:

«Metro por metro -recuerda un misionero- con sus propios pies y piernas, recorría y medía el terreno. Sabía que hacían falta tantos metros para la casa de los sacerdotes, tal ubicación para la iglesia, la escuela a tal distancia, un poco más allá las hermanas, y otras cosas por el estilo; y yo lo miraba… Se sentía que había meditado esta fundación, y que había que hacerla tal como él la tenía en su mente».


Un pensamiento político afinado

En Dakar, un militante de la Ciudad católica vio en Monseñor Lefebvre «una inteligencia de un nivel muy superior al del resto del clero ordinario», y un hombre «muy observador del mundo político». El prelado se encontraba familiarizado con el pensamiento político contrarrevolucionario, o más bien católico, cuyos exponentes eran entonces Léon de Poncins, Jacques Ploncard d’Assac, o el mismo Jean Madiran, cuya revista Itinéraires recibía.

Aun siendo masón, el gobernador general de la AOF reconoce:

«Monseñor Lefebvre es el hombre más inteligente con que me haya cruzado en África. Por eso, cuando viene a verme, me fijo mucho en lo que le digo, y escucho con atención lo que tiene a bien confiarme».


Prestancia y distinción

Como Superior general de los Espiritanos, así lo describió el historiador de la congregación:

«Grande y de bella prestancia, con un rostro que irradia interés y bondad, causa a la gente una impresión inmediata y profunda; tiene una cualidad peculiar, un magnetismo, algo más que encanto; conserva siempre esta su aura de distinción, esta influencia personal irresistible».


Sentido de los acontecimientos y de las oportunidades

Uno de sus colaboradores declaró:
«¡Qué buen superior! Bondad, acogida, receptividad, rectitud. Es una dicha trabajar con él; en sus manos, todo encuentra una solución sencilla. No se pierde en los detalles, y al ir a verlo siempre sales reconfortado».

Otro espiritano precisa con fineza:
«Sabía expresar su pensamiento con claridad, dando la impresión de que tenía una comprensión de las cosas concretas, y de que todo estaba bien ordenado en su mente y dispuesto bajo forma de proyectos variados, que hasta parecían contradictorios, pero listos para su ejecución según como lo exigiera su percepción de los hechos y su capacidad para evaluar la oportunidad que se le presentara».


Mano de hierro con guante de terciopelo

Lo llamaban “mano de hierro con guante de terciopelo”. Nunca cedía. Concebía primero una línea de conducta y luego organizaba. Mandaba sin dar la impresión de ello; estaba lleno de autoridad, pero de una autoridad que no era aplastante. Estaba abierto a las iniciativas de sus misioneros y los apoyaba. Cuando no explicaba sus razones, repetía tranquilamente la orden y no quedaba otra que obedecer. Este tacto en el gobierno se reveló sumamente eficaz. Por lo demás, confiaba en los suyos: esa era su consigna.


El dulce obstinado

Dotado de un sólido juicio, Marcel Lefebvre se sentía muy seguro de sí mismo, y su voluntad de hierro, su energía enorme y su calma constante completaban en él la fisonomía de un hombre fuerte.


La fortaleza iba siempre unida a la mansedumbre. Ahora bien, la mansedumbre de Marcel Lefebvre era proverbial, una mansedumbre humilde con cierto aire de timidez. Su «voz suave» engañaba a primera vista: en Mortain o en Lambaréné se lo habría tomado por un hermano. En Dakar adquirió firmeza: «Habría podido ser un tímido que no hace nada, pero fue todo lo contrario. Siempre carburaba. ¿Cómo lo hace?», exclama su vicario general.


Igual de cómodo con los grandes que con los pequeños

Su hermano Michel, cuando lo visitó en Senegal, observó que «se mueve con soltura con los gobernantes», y más tarde también «con los aristócratas, cuyos convencionalismos conoce y le hacen gracia». «Con estos últimos tiene relaciones muy amistosas, poniéndose a su alcance, escuchándolos y no sintiéndose nunca incomodado».

En la mesa de Ecône, el padre Dubuis observó que «es exactamente el mismo con un archiduque que con un hojalatero, igual de amable y de accesible». «Cuando vi eso -dice- me sorprendió mucho, y me causó gran admiración; era realmente el mismo, su actitud no era fingida ni forzada, era muy pastoral». Nadie lo igualaba a la hora de hacer un breve discurso espiritual o humorístico al final de una comida de ordenaciones.


Cuando Marcel Lefebvre se obstinaba

Sin embargo, había ocasiones en que el hombre de diálogo «se obstinaba» y se hacía intratable: ante los espíritus falsos o pagados de sí era «un hombre de reacción». Uno se exponía entonces a palabras algo bruscas por parte de un hombre que mantenía su opinión con firmeza terca, a veces hasta el punto de negar la evidencia, en la exasperación o en el apuro de tener que explicarse: mostraba entonces el defecto de sus cualidades, o más bien el exceso de su tenacidad.


Frente a los negadores impenitentes de los principios

Se daba demasiada cuenta de la inutilidad de toda discusión en la que el interlocutor negaba un principio. Además, le parecía inconcebible que un sabio (su condiscípulo Monseñor Georges Leclerc) o un prelado (el cardenal Ratzinger) contradigan la doctrina. Pero, más allá de esto, sentía un enorme respeto por los depositarios de la autoridad, un gran respeto por los demás, resultado de una gran caridad, que es lo contrario del desprecio del otro.


Sobre todo, no humillar

Trataba siempre de no humillar al prójimo, lo cual le hacía tener, en sus relaciones con los demás, una cierta dificultad para expresarse cuando las palabras podrían significar una desvalorización del otro. Este equilibrio entre la seguridad más tenaz y la más delicada atención por los demás forjaba en él una personalidad muy humana y atractiva, que inspiraba confianza y amistad, incluso en quienes no compartían sus opiniones: «¡Qué aferrado me sentía a ese hombre -dijo su compañero irlandés, el Padre Michael O’Carrol- y aún lo sigo estando ahora!».

Algunos no lograban conciliar las «dos caras» de la personalidad de Monseñor Lefebvre: «Su mansedumbre es dura», le diría el académico Jean Guitton antes de las consagraciones episcopales de 1988. Otros pensaban: «¡Es un orgulloso!». «No -replica entonces el padre Louis Carron (que tuvo algún que otro roce con él)- personalmente es humilde; es su doctrina la que es orgullosa… una fórmula». ¡Sí, una buena fórmula! Marcel Lefebvre no era liberal, pero sabía defender la verdad con caridad. Su caridad y su fortaleza residían sobre todo en el vivaz entusiasmo de sus veinte años, en la antorcha recibida en Santa Chiara, cuya llama lo devoraba y quería transmitir a otros.


Conferenciante y predicador


Las conferencias espirituales de Monseñor Lefebvre eran de un género muy peculiar. Cuando explicaba las cuatro ciencias de Cristo, los espíritus superficiales pensaban saber ya todo eso, pero no discernían en un principio las aplicaciones concretas que sabía ver el arzobispo.

Apelando poco al sentimiento, sus exposiciones parecían áridas, pero por eso mismo eran mucho más esenciales, profundas y contemplativas. En ellas entregaba a sus oyentes, sin decirlo, su alma, su estado de oración, llevándolos a su vez a la contemplación sencilla de la fe.

También los invitaba a sacar todas las consecuencias prácticas de los misterios cristianos.

«Si este hombre Jesucristo es Dios, y si es el único hombre entre los hombres en ser Dios a la vez, entonces todo se sigue: este hombre es el Sacerdote, el Profeta, el Rey. ¿Cómo pensar que una criatura pueda ser indiferente a la presencia del Verbo de Dios entre nosotros?»


Cuando está inspirado
 
«Os aseguro -dijo en Madrid- que la conferencia que di por pedido de Blas Piñar no tuvo nada de especulativo. Desde antes de empezar, y durante dos horas, la gente no dejó de gritar en la calle de al lado: “¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Cristo Rey!”»

En público, el mismo estilo del conferenciante se animaba: lleno de imágenes, a veces burlón, incluso irónico, se volvía mordaz cuando se sentía inspirado o confrontado a los medios de comunicación, a los que lograba sacar fuera de sí con sus posturas políticas, o ganárselos con su figura de refractario, que desconcertaba y seducía a la vez.


Modestia y audacia del predicador

En su famosa misa de Lille de 1976, el periodista Robert Serrou, redactor del Paris-Match, bosquejaba en dos líneas el estilo del predicador:

«Aunque el tono es pacífico, las palabras están inflamadas y son incendiarias. Es al mismo tiempo tímido y audaz, modesto y lleno de seguridad».

Frases del tipo: «En Argentina, al menos reina el orden», o «El Papa no es el que hace la verdad», no son raras en boca de monseñor Lefebvre durante los períodos de tensión. Pero, por lo general, mantenía el tono del obispo doctrinal o del sacerdote paternal.


¡La doctrina, y sólo la doctrina!
 
«Las almas- decía- tienen que ser iluminadas por la verdad, la enseñanza sobre quién es Nuestro Señor, quién es Dios. Se suele hablar muy poco de Dios mismo, y más de lo que Dios hace. Se podría hacer un esfuerzo para hablar de las perfecciones divinas, de la Santísima Trinidad, de Nuestro Señor que es Dios, porque cuanto más se acerquen las almas a Dios, más deseos sentirán de servirlo, y mayor horror tendrán de ofenderlo».


¡Predicad a Nuestro Señor Jesucristo!

Haciéndose eco de su venerado maestro, el Padre Voegtli, Marcel Lefebvre afirmaba a sus sacerdotes:

«Un sermón en que no se habla de Nuestro Señor Jesucristo es inútil; falta el fin o el medio. “Nosotros no nos predicamos a nosotros mismos, dice san Pablo, sino que predicamos a Jesucristo Nuestro Señor” (2 Co 4, 5). Jesucristo ha de intervenir siempre en nuestras predicaciones, porque todo se refiere a Él. Él es “la Verdad, el Camino y la Vida” (Jn 14, 6). Por consiguiente, pedir a los fieles que sean más perfectos y que se conviertan, sin hablarles de Nuestro Señor, es engañarlos, es no indicarles el camino por el que pueden lograrlo. Predicamos a Jesucristo crucificado (cf. 1 Co 1, 23)».


Una moral que provenía del dogma

La moral que predicaba Monseñor Lefebvre no era la ética natural, sino la moral cristiana de la gracia santificante, de las virtudes sobrenaturales y de los dones del Espíritu Santo.

«Sucede que los fieles quedan cautivados cuando se les habla de los dones del Espíritu Santo, de las bienaventuranzas, de los frutos del Espíritu Santo, que forman parte del organismo espiritual de todas las almas desde el momento en que reciben la gracia del bautismo. Cuántos fieles se maravillan cuando se les predican estas cosas, y dicen: “¡Pero nunca nos habían hablado de eso! ¡No sabíamos que el Espíritu Santo obra así en nosotros!”»


El don de evidencia

Monseñor Lefebvre hablaba de manera a ser oído y comprendido. No rechazaba el micrófono. Decía las cosas con orden y sencillez.

«En su predicación- dijo un jurista- tiene el don de evidencia; es como un hermoso alegato, nadie puede ser de otro parecer. Todo está en la calidad con que conduce el razonamiento».

No tenía, es verdad, la vena de un verdadero orador, pero a veces llegaba a serlo sin quererlo, cuando el Espíritu Santo parecía bajar sobre él, apoderarse de él e inspirarlo. Con la mitra en la cabeza, durante los sermones de ordenación, sentía en sí mismo una convicción comunicativa, se elevaba su tono, su voz se intensificaba por momentos, su dedo empezaba a señalar, y profería principios de combate y verdades justicieras contra los enemigos de la Iglesia y del sacerdocio.


Hombre de acción y de contemplación

Un admirable equilibrio, o mejor dicho, una subordinación necesaria. Este predicador ardiente, este misionero que nunca se quedaba quieto, ¿no iba a hundirse en el activismo?

Personalmente, Marcel Lefebvre nunca dejó que se introdujera una dicotomía entre su misa, su breviario y su oración por una parte, y su actividad apostólica por otra. La actividad exterior encontraba su fuente en la unión con Dios, en la cual consiste la perfección. Pero el pastor era consciente del peligro de una actividad exterior desordenada, y advertía sobre ella a sus sacerdotes:
 

“¡Cuántos sacerdotes han perdido todo sentido sacerdotal, todo atractivo por la contemplación y por la oración, por culpa de un activismo bajo pretexto de apostolado!”
 
“Sin contemplación no hay apostolado. La contemplación no quiere decir necesariamente el claustro. Es la misma vida cristiana: vida de fe y de las realidades de nuestra fe. Ahora bien, la gran realidad a contemplar es la santa misa”.


El alma de todo apostolado

De Santo Domingo y de Dom Chautard (cuyo libro, El alma de todo apostolado, tanto apreciaba), retuvo que «la acción debe ser el rebosamiento organizado de la contemplación». «Lo que ha de caracterizar a los miembros de la Fraternidad -dijo- es la contemplación de Nuestro Señor en la cruz, viendo en ella la culminación del amor de Dios, el amor llevado hasta el sacrificio supremo. ¡Nuestro Señor es eso mismo! Este es el objeto principal de la contemplación de la Iglesia».


Una certeza inconmovible

«Seremos misioneros por el deseo de derramar la sangre de Nuestro Señor sobre las almas». «Hemos de tener una confianza absoluta en la postura que hemos adoptado -concluía- porque es la actitud de la Iglesia. No es la mía, insiste, no es “la de Monseñor Lefebvre”, sino la de la Iglesia. Un día u otro, todo lo demás se derrumbará».


La edad no aminoró su paso


Después de las consagraciones episcopales de 1988, Monseñor Lefebvre no aminoró su paso: más que nunca, predicó retiros y recolecciones, especialmente a sus sacerdotes y seminaristas.

Les entregó el fondo de su pensamiento como nunca antes lo había hecho. En 1990 redactó en algunos meses un breve escrito, al que consideró como su testamento: un Itinerario espiritual siguiendo a Santo Tomás de Aquino. «Con esto -dijo- he dado todo lo que tenía que dar; ya no veo qué más podría dar».


«No somos absolutamente nada»

Teniendo que predicar un retiro sacerdotal, le preguntó a la esposa de uno de sus choferes que lo llevaban por todas partes, y eran sus confidentes preferidos:

«¿Sabe usted sobre qué voy a predicar?» Y al contestarle esta persona que no, le dijo, pronunciando lentamente sus palabras: «Voy a predicar sobre Dios, sobre Dios…»
Algún tiempo después, les dijo en voz baja a sus huéspedes, que conversan con él sobre su obra, la Fraternidad:

«¡No somos nada, absolutamente nada!». Y temiendo que no lo hayan comprendido, insiste con la misma voz: «¿Me han entendido? Nada… ¡nada en absoluto!»





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