El tradicional desfile militar celebrado en Italia el pasado 2 de junio con motivo de la fiesta de la República ha tenido por tema “la inclusión”.
“La inclusión -declaró el Presidente Sergio Mattarella- que ha caracterizado el acto, representa muy bien los valores cincelados en nuestra Constitución, que garantiza que ningún ciudadano se sienta desamparado sino que, al contrario, se le asegure el ejercicio efectivo de sus derechos”.
El mismo día, el papa Francisco realizó un mea culpa en Blaj (Rumania) en nombre de la Iglesia Católica “pidiendo perdón por las discriminaciones de que han sido objeto los gitanos”.
“Pido perdón –en nombre de la Iglesia al Señor y a vosotros– por todo lo que a lo largo de la historia, os hemos discriminado, maltratado o mirado de forma equivocada, con la mirada de Caín y no con la de Abel, y no fuimos capaces de reconoceros, valoraros y defenderos en vuestra singularidad”.
A lo largo de la historia no se han conocido indicios de persecuciones ni malos tratos a los gitanos por parte de la Iglesia, pero con estas palabras Francisco quería recalcar “el principio de inclusión”, cuyo teórico por excelencia es, y al cual somete sus normativas la Unión Europea. La insistencia del papa Francisco en temas como “la inclusión”, en que se evite “la discriminación”, en la “acogida o la cultura del encuentro”, podría parecerle a alguno una “manifestación del amor al prójimo” que, por usar una expresión del propio Bergoglio, es “parte del carné de identidad del cristiano”. Ahora bien, quien lo entiende así incurre en un error de perspectiva análogo al de los cristianos “progresistas” de finales del siglo XX, para los cuales la preocupación de Marx por el proletariado era fruto de su amor por la justicia social. Aquellos católicos proponían descomponer el marxismo desechando su filosofía materialista y aceptando en su lugar el análisis económico y social. No comprendían que el marxismo es un bloque sólido e indivisible, ni que la sociología marxista es consecuencia directa de su materialismo dialéctico. Marx no era un filántropo que se desvelase por aliviar la miseria y sufrimiento del proletariado, sino un filósofo radical que se valía de dichos sufrimientos para llevar a cabo sus fines revolucionarios.
De modo parecido, el interés del papa Francisco por “las periferias” y por “los últimos” no nace del espíritu evangélico, ni siquiera de un filantropismo laico, sino de una opción que más que política y filosófica se puede calificar simplemente de igualitarismo cosmológico. En su encíclica Laudato sì Francisco emplea un neologismo: “inequidad”, que, en sustancia, indica “toda forma de injusta desigualdad social”.
A lo largo de la historia no se han conocido indicios de persecuciones ni malos tratos a los gitanos por parte de la Iglesia, pero con estas palabras Francisco quería recalcar “el principio de inclusión”, cuyo teórico por excelencia es, y al cual somete sus normativas la Unión Europea. La insistencia del papa Francisco en temas como “la inclusión”, en que se evite “la discriminación”, en la “acogida o la cultura del encuentro”, podría parecerle a alguno una “manifestación del amor al prójimo” que, por usar una expresión del propio Bergoglio, es “parte del carné de identidad del cristiano”. Ahora bien, quien lo entiende así incurre en un error de perspectiva análogo al de los cristianos “progresistas” de finales del siglo XX, para los cuales la preocupación de Marx por el proletariado era fruto de su amor por la justicia social. Aquellos católicos proponían descomponer el marxismo desechando su filosofía materialista y aceptando en su lugar el análisis económico y social. No comprendían que el marxismo es un bloque sólido e indivisible, ni que la sociología marxista es consecuencia directa de su materialismo dialéctico. Marx no era un filántropo que se desvelase por aliviar la miseria y sufrimiento del proletariado, sino un filósofo radical que se valía de dichos sufrimientos para llevar a cabo sus fines revolucionarios.
De modo parecido, el interés del papa Francisco por “las periferias” y por “los últimos” no nace del espíritu evangélico, ni siquiera de un filantropismo laico, sino de una opción que más que política y filosófica se puede calificar simplemente de igualitarismo cosmológico. En su encíclica Laudato sì Francisco emplea un neologismo: “inequidad”, que, en sustancia, indica “toda forma de injusta desigualdad social”.
«Lo que queremos es combatir las desigualdades, que son el mayor de los males que afligen al mundo», declaró a Eugenio Scalfari* en 11 de noviembre de 2016 en La Reppublica. En la mencionada entrevista, el papa Bergoglio hace suyo el concepto de mestizaje propuesto por Scalfari.
Y este último, en un editorial que publicó en el mismo periódico el 17 de septiembre de 2017, afirma que, según el papa Francisco, «en la sociedad global en que vivimos, poblaciones enteras se desplazarán a tal o cual país y surgirá con el paso del tiempo una especie de mestizaje cada vez más integrado. Lo considera algo positivo, porque será una situación en la que las personas, familias y sociedades estarán cada vez más integradas, las diversas etnias, tenderán a desaparecer y buena parte de nuestro planeta estará habitado por una población con nuevas características físicas y espirituales. Harán falta siglos, quizá milenios, para que tal cosa suceda, pero, según afirma el papa, ésa es la tendencia. No es casual que predique el Dios Único, es decir, uno para todos. Aunque no soy creyente, observo cierta lógica en las palabras del papa Francisco: un pueblo único y un Dios único. Hasta ahora, ningún dirigente religioso había predicado esta ‘verdad’ al mundo».
La palabra “mestizaje”, al igual que “inclusión” y “acogida”, es frecuente en la pastoral bergogliana. El 14 de febrero de este año, con ocasión de su intervención en la sede del Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) en Roma, Francisco se reunió con una comisión de representantes de pueblos indígenas y, calificando a este colectivo de «grupo viviente a favor de la esperanza», habló de «la urgencia de un mestizaje cultural» entre «los pueblos más desarrollados» y los originarios a fin de «tutelar a cuantos viven en las zonas rurales y más pobres del planeta, pero más ricas en la sabiduría de convivir con la naturaleza». El 19 de enero de 2018 en Puerto Maldonado, en el corazón de la Amazonia peruana, en otro encuentro con indígenas el papa Francisco les había dicho: «el tesoro que encierra esta región es imposible de comprender sin vuestra sabiduría y conocimiento».
Y este último, en un editorial que publicó en el mismo periódico el 17 de septiembre de 2017, afirma que, según el papa Francisco, «en la sociedad global en que vivimos, poblaciones enteras se desplazarán a tal o cual país y surgirá con el paso del tiempo una especie de mestizaje cada vez más integrado. Lo considera algo positivo, porque será una situación en la que las personas, familias y sociedades estarán cada vez más integradas, las diversas etnias, tenderán a desaparecer y buena parte de nuestro planeta estará habitado por una población con nuevas características físicas y espirituales. Harán falta siglos, quizá milenios, para que tal cosa suceda, pero, según afirma el papa, ésa es la tendencia. No es casual que predique el Dios Único, es decir, uno para todos. Aunque no soy creyente, observo cierta lógica en las palabras del papa Francisco: un pueblo único y un Dios único. Hasta ahora, ningún dirigente religioso había predicado esta ‘verdad’ al mundo».
La palabra “mestizaje”, al igual que “inclusión” y “acogida”, es frecuente en la pastoral bergogliana. El 14 de febrero de este año, con ocasión de su intervención en la sede del Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) en Roma, Francisco se reunió con una comisión de representantes de pueblos indígenas y, calificando a este colectivo de «grupo viviente a favor de la esperanza», habló de «la urgencia de un mestizaje cultural» entre «los pueblos más desarrollados» y los originarios a fin de «tutelar a cuantos viven en las zonas rurales y más pobres del planeta, pero más ricas en la sabiduría de convivir con la naturaleza». El 19 de enero de 2018 en Puerto Maldonado, en el corazón de la Amazonia peruana, en otro encuentro con indígenas el papa Francisco les había dicho: «el tesoro que encierra esta región es imposible de comprender sin vuestra sabiduría y conocimiento».
Entenderemos mejor esta alusión a la sabiduría y conocimiento de los indígenas si hacemos referencia a la obra de un autor muy querido para el papa Francisco: el ex franciscano Leonardo Boff. La Amazonia, según Boff, posee «un valor paradigmático universal», porque representa la antítesis del modelo de desarrollo moderno, que está «cargado con los pecados capitales (del capital) y es antiecológico». Es «el lugar idóneo para experimentar una alternativa posible en sintonía con el ritmo de aquella naturaleza exuberante, y respetando y valorando la sabiduría ecológica de los nativos que la habitan desde hace siglos» (Ecología: grito de la Tierra, grito de los pobres. Trotta, Madrid 2011). Según Boff, «es necesario pasar del paradigma moderno al posmoderno, global, holístico que propone un nuevo diálogo con el universo», «una nueva forma de diálogo con la totalidad de los seres y de sus relaciones» (Ecología: grito de la Tierra, grito de los pobres. (Trotta, Madrid 2011).
La Amazonia es algo más que un territorio físico: es un modelo cosmológico en el que la naturaleza es vista como un todo viviente que posee un alma, un principio de actividad interno y espontáneo. Los pueblos indígenas de Hispanoamérica mantienen con esa naturaleza impregnada de divinidades una relación que se ha perdido en Occidente. Es preciso recuperar la sabiduría de los aborígenes, y pedir perdón por las discriminaciones cometidas contra ellos, sin esperar a que ellos lo pidan por el canibalismo y los sacrificios humanos de sus antepasados.
Los “puentes que deben reemplazar los muros” son unidireccionales. Éste es el trasfondo cultural del Sínodo que se inaugurará el próximo 6 de octubre en el Vaticano. La inclusión es más un concepto filosófico que social: supone la afirmación de una realidad híbrida, indiferenciada, mestiza, en la que todo se funde y confunde, como en la ideología de género, que es la teoría de la inclusión por excelencia. Se trata de “acoger y respetar” a las personas homosexuales y transexuales, como a los inmigrantes y los indígenas sudamericanos, no como personas, sino por las culturas y orientaciones que transmiten.
Esta cosmología recuerda al Deus sive natura de Spinoza, que predica la identidad de Dios con la sustancia infinita de la que derivan todos los seres. Dios está incluido en la naturaleza y ésta está incluida en Dios, que no es causa trascendente sino inmanente del mundo, con el que coincide. No existe una diferencia cualitativa entre Dios y la naturaleza, como tampoco entre las diversas sociedades, religiones y culturas; ni siquiera entre el bien y el mal, que según Spinoza son correlativos (Ética, IV, prop. 68).
La “doctrina de la inclusión” no es la de Aeterni Patris de León XIII, ni la de la Pascendi de San Pío X, sino que es contraria a estos documentos. ¿Hasta cuándo durará este silencio ambiguo, cómodo para muchos, y más a quienes se sirven de él con miras a alcanzar fines ajenos a los sobrenaturales de la Iglesia?
* N. del T.: Eugenio Scalfari es un político socioliberal y periodista italiano, fundador y ex director de La Reppublica, diario progresista de tendencia similar a la de El País en España.
Corrispondenza Romana
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