Por Julian Kwasniewski
Hace poco estuve paseando en bicicleta por el Pacífico en Manhattan Beach, un suburbio de Los Ángeles, durante un viaje para tocar en un nuevo conjunto barroco. Todo el mundo sabe ya que las orillas del mar californiano no van a exhibir lo mejor de la humanidad, y mucho menos el pudor femenino. Pero el pensamiento que cristalizó en mi mente no fue que la inmodestia “es un mal moderno que conduce a la quiebra de la sexualidad sana, bla, bla, bla”, como tantos escritores han repetido con razón -aunque cansinamente-.
Más bien, el pensamiento que se me agolpó fue lo injusta que es la inmodestia tanto para los hombres como para las mujeres. No sólo es injusta, sino terriblemente inútil e hiriente para ambos sexos. Me refiero a la inmodestia moderna, más que a las sutiles distinciones entre modestia e inmodestia en el buen vestir.
En primer lugar, el cerebro de los hombres responde más inmediatamente a los estímulos sexuales visuales. Fijarse en el cuerpo femenino es una respuesta rápida y automática para los hombres de una manera que no lo es para las mujeres. La zona del cerebro que los científicos asocian con la búsqueda sexual -el hipotálamo- es 2,5 veces mayor en los hombres. Así, cuando una mujer que muestra mucha piel entra en una cafetería, hay poco o nada inicialmente volitivo en el hecho de que los ojos de un hombre se fijen instantáneamente en ella, lo cual pertenece a su naturaleza animal; es el segundo después donde surge la volición y la posibilidad de pecado.
La inmodestia adopta muchas formas. Sin embargo, no hace falta ser un genio para deducir que las “zonas de interés” para los hombres en el cuerpo femenino se corresponden con las tendencias de la inmodestia. Un estudio indicó que, cuando se mostraban imágenes de mujeres desnudas a los hombres, los pechos recibían el mayor número y la mayor duración de primeras “fijaciones” o miradas mensurables, seguidos de la zona media del cuerpo. Las miradas a la cabeza son las de menor duración. El consejo habitual que se da a los hombres es “centrarse en la mujer como persona y mirarla a la cara”. Pero de este estudio se puede extraer la conclusión de que cuanto más puede ver un hombre los (digamos) “bellos encantos” de una mujer, como dice una canción popular, más difícil le resulta seguir este consejo.
Esta atracción no volitiva hacia el cuerpo expuesto de la mujer puede ser bastante frustrante, especialmente para los hombres que no quieren mirar o sentirse fuertemente atraídos por mujeres que pasan al azar. He aquí una analogía que puede ayudar a las mujeres a entender: el subidón químico de hormonas que se produce cuando se besa a una mujer no es algo sobre lo que la mujer tenga control. Ocurre. Ahora, imagina que cada chico guapo que entra en una cafetería y pasa a tu lado se detiene para darte un beso apasionado y luego sigue caminando. ¡Te indignarías! Pero también podrías, a tu pesar, sentir una oleada de emoción como resultado de las hormonas liberadas por el beso.
Es una analogía aproximada de cómo afecta al hombre la exposición del cuerpo femenino. Puede activar momentáneamente el sentimiento de “ve a por ella”, aunque él no quiera. Esta reacción es la biología natural del hombre, que funciona como debe. Sin embargo, el contexto es importante.
Donde la biología de este tipo de atracción normalmente debería entrar en acción es en el dormitorio matrimonial. Las mujeres que andan a medio vestir en público están creando un ambiente que es profundamente injusto para los hombres que fueron creados por Dios para vivir matrimonios fieles y monógamos, y que quieren mantener la atracción sexual en el dormitorio y sólo para su esposa-no que se despierte al azar en la calle.
En segundo lugar, la inmodestia perjudica a hombres y mujeres al intensificar la búsqueda del “cuerpo perfecto”. Con las formas de las mujeres más torneadas constantemente visibles, los hombres pueden preocuparse más -o al menos ser más conscientes- de la disparidad entre una esposa o novia y una forma “ideal”. Esto fomenta la insatisfacción con la belleza de su pareja, a la que deberían haber elegido por razones mucho más profundas que la mera belleza física. Incluso si el carácter y otras cualidades de su mujer son supremamente importantes para un hombre, la visión constante de otras mujeres más jóvenes le distraerá y provocará comparaciones en las que ni siquiera querrá pensar.
Para las mujeres, un aspecto similar de la comparación es igual de hiriente, si no más: comparar su propio cuerpo con el de otras mujeres y, en consecuencia, sentirse inseguras sobre su propio cuerpo, belleza y atractivo. Algunos estudios indican que más del 50 por ciento de las niñas se sienten “infelices con su cuerpo” a los 13 años; la combinación de cifras en todos los grupos de edad lleva a algunos a afirmar que más del 90 por ciento de las mujeres recurren a las dietas en algún momento de su vida para hacer frente a lo que perciben como una “forma corporal no ideal”. Gran parte de esta presión hacia el “cuerpo ideal” (que, según algunos, sólo posee el 5% de las mujeres) procede de las redes sociales, la publicidad y -lo que aquí me preocupa- la inmodestia promiscua.
A través de la cosificación y la hipersexualización, de las que la inmodestia es una faceta, las mujeres quedan heridas, como Israel en el Antiguo Testamento: “No hay hombre que te traiga desagravio ni remedio, bálsamo para curarte no tienes; tus antiguos amantes ya no piensan en ti, ya no te cortejan” (Jeremías 30:13-14). Por supuesto que las mujeres quieren ser atractivas; pero es profundamente triste pensar que muchas mujeres hermosas experimentan décadas de inseguridad en sí mismas porque existe mucha presión hacia un ideal irreal e inalcanzable.
No sólo eso, sino que en nuestra cultura cosificadora, mujeres que tienen todo el derecho a confiar en su belleza física pueden encontrarse inseguras y temerosas de que se las valore y explote sólo por eso, en lugar de quererlas como personas, amadas por razones que perdurarán incluso cuando envejezcan.
El auge de movimientos body positive (cuerpo positivo) o eslóganes como be your own beautiful (sé tu propia belleza)-, aunque a menudo problemáticos o insuficientes, son sin embargo una refrescante reacción contra las pasarelas de las capitales mundiales de la moda. Reconocer que hay una gama de cuerpos bellos, y especialmente que los efectos de la maternidad no son nada de lo que avergonzarse o de lo que huir, es bueno. Una vez más, ver constantemente cuerpos expuestos llevará inevitablemente a la comparación en hombres y mujeres. Así, se abre una doble herida en el corazón de la mujer: “No soy hermosa; y aunque lo fuera, seré deseada por las razones equivocadas”.
“Cerradas y curadas quedarán esas heridas; yo mismo las sanaré, les concederé paz y seguridad hasta saciar su corazón” (Jeremías 33,6). ¿Cuántas mujeres quieren oír esta promesa con respecto a su belleza y a la imagen que tienen de sí mismas? La curación de la autoestima es compleja; para una persona devotamente religiosa, el amor de Dios por ella tal como es debe desempeñar un papel innegable.
Sin embargo, un hombre cariñoso, fiel y afirmativo bien podría ser el instrumento de Dios para curar esta herida femenina de la duda. Aquí vemos cómo un marido debe afirmar la belleza de su esposa en múltiples niveles: por su fidelidad; disfrutando de su belleza física; y cultivando seriamente una conciencia y amistad con ella basada en la hermosura de sus características mentales, espirituales y morales.
Por último, incluso en el caso de las mujeres que se ajustan a algún “ideal”, el hecho de exponerse a través de una vestimenta inmodesta las hará más propensas a ser cosificadas por los hombres. Así pues, tenemos círculos viciosos concéntricos: la inmodestia provoca la comparación y la insatisfacción entre las mujeres; la inseguridad entre las mujeres lleva a intentar ganar la atención masculina a través de la inmodestia; la atención de los hombres promueve la cosificación de las mujeres, así como la insatisfacción con cuerpos menos que perfectos, lo que nos devuelve al principio.
¿Qué podemos concluir? La impudicia es destructiva para hombres y mujeres. No ayuda a ninguno de los dos sexos a encontrar la paz consigo mismos. Impide que hombres y mujeres encuentren estabilidad y satisfacción el uno en el otro en un matrimonio duradero.
Incluso antes de la discusión sobre lo que es o no modesto, tenemos que reconocer que lo que está en juego en esta conversación es más importante que la simple lujuria. La falta de modestia no sólo tienta a los hombres de carácter moral débil. Tiene efectos automáticos en la química de un hombre; provoca insatisfacción y ansiedad por la belleza física tanto en hombres como en mujeres; y contribuye a que las mujeres se sientan valoradas por lo que parecen en lugar de por lo que son.
En última instancia, el pudor consiste en no compartir con ciertas personas lo que no se debe compartir con ellas: a saber, la intimidad del cuerpo, incluso a nivel visual. Puesto que la exclusiva compartición de la personalidad que implica el cuerpo expuesto no puede darse más que en el matrimonio, “el cuarto interior no puede dejarse abierto como un patio de recreo público” (como dice mi padre).
El autor de Proverbios escribe que no entiende “el camino del hombre con la doncella” (30:18-19). Aunque la relación entre el hombre y la mujer sea difícil de entender, no deja de ser una gran misericordia y un don de Dios. Aunque perturbada por la caída, nuestra biología sexual fue hecha para apoyar y ser parte integrante de esta relación. Cuando se trata de la alteración de nuestros cuerpos y almas causada por la revolución sexual, comprender y abordar la dinámica injusta que crea el vestirse de forma inmodesta es crucial para restablecer el equilibrio en nosotros mismos y en los demás. Debemos rezar y encontrar formas de curar estas heridas -tanto en hombres como en mujeres- porque afectan al corazón de lo que es el amor armonioso, satisfactorio y, en última instancia, santificador.
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