1. ¿Frédéric Martel dice la verdad en su libro? No, aunque dice muchas verdades. ¿Se trata de un libro mentiroso? No, aunque diga muchas mentiras. Que las pruebas que ofrece para verificar su hipótesis sean tan débiles no es suficiente, al menos en este caso, para descartar de plano todo el contenido del libro. Y hay que ser justos: si Martel fuera un mero mentiroso, podría haber mentido mucho más, y sobre todo hacerlo con respecto a personas y situaciones que habrían favorecido sus tesis, como en el caso de los cardenales Burke o Bagnasco, pero no lo hace. Más aún, lo dice explícitamente: “No escuché comentarios de homosexualidad referidos a estos purpurados”. Por otro lado, lo que afirma acerca de gran parte de los miembros de la Curia vaticana es verosímil y no aparecen contradicciones. El core del libro confirma con detalles lo que se sabía en círculos reservados y no tanto desde hace décadas; todo coincide; todo cierra; y se explican muchas cosas si se utiliza como clave de lectura la hipótesis del libro. Lo que se escuchaba y se veía en Roma en los ’90, y a lo que no se quería dar crédito y se negaba a admitir la evidente interpretación de ciertos hechos, aparece ahora como real. Era verdad. Yo, como tantos otros, era un ingenuo que aún creía que los obispos necesariamente estaban en el estado más alto de la perfección cristiana.
Y pongo un ejemplo entre tantos. Lo que Martel narra de Sodano explica no solamente el encubrimiento a Maciel sino a otros sinvergüenzas. Muchos recordarán la asombrosa protección de la que gozó el cuestionado y actualmente condenado fundador de un instituto religioso argentino por parte del entonces Secretario de Estado, que le llegó a torcer el brazo al episcopado argentino en su conjunto. Hay un elemento en común en los tres personajes.
2. ¿El libro es un ataque a la Iglesia? Claro que lo es; está escrito por un enemigo de la fe, pero no sirve escudarnos en esta razón para negar el libro y hacer oídos sordos a lo que dice. Eso es precisamente lo que hicieron los funcionarios de la Iglesia durante décadas cuando le advertían, por ejemplo, de las andanzas del Sr. McCarrick. Si no nos hacemos cargo, porque resulta mucho más cómodo cerrar los ojos, no esperemos que los problemas se solucionen. Pero además, hay un factor extra que debemos tener en cuenta: este ataque a la Iglesia no puede ser comparado con los que le infligían los emperadores romanos o los soviéticos, que atacaban a los santos en razón, precisamente, de que eran santos. Este ataque, en cambio, es un ataque que a su modo se justifica: es un ataque a la Iglesia en razón de la enorme cantidad de personajes que perdieron la fe en Jesucristo y que se enquistaron en sus más altos puestos de poder y gobierno para dar satisfacción a sus pasiones. Se trata de un ataque inverso a las gloriosas persecuciones que sufrieron quienes nos precedieron en la fe. A estos otros los persiguen por pérfidos y traidores, y bien merecido se lo tienen.
3. La enorme mayoría de los casos que menciona el libro demuestran un hecho indiscutible: sus protagonistas hace tiempo que perdieron la fe. Seguramente ingresaron al seminario con buenas intenciones pero, en algún momento de sus vidas, comenzaron a flaquear hasta que en un punto determinado pronunciaron el temible: Non serviam. Dejaron de servir a Dios, y sabemos a quien sirven los que no recogen junto a Cristo. Por tanto, la terrible realidad a la que debemos enfrentarnos y aceptar aunque nos cueste, es que la Iglesia católica está gobernada mayoritariamente por hombres que no tienen fe. Hacen su trabajo; un trabajo que les reporta muy buenos beneficios de todo tipo. Satisfacen su carne, satisfacen su vanagloria y su soberbia, y satisfacen su bolsillo. A cambio, deben representar una comedia; hacer finta de hombres piadosos, y escribir y pronunciar discursos religiosos que no le cuesta demasiado borronear. Esa es la realidad, mal que nos pese y cueste aceptar.
4. ¿Hemos llegado al fondo del pantano? No lo creo. El autor dedica varios párrafos a tratar la extensión de la homosexualidad en el clero y episcopado de Italia (“la homosexualidad es tan general, tan omnipresente en la jerarquía italiana, que la mayoría de las carreras dependen de ella. Si se escoge bien al obispo, si se sigue la senda adecuada, si se hacen buenas amistades, si se juega al «juego del armario», se suben rápidamente los escalones jerárquicos” (Pos. 6801); España, Francia, México (“Yo diría que en México la mitad de los sacerdotes son gais, tirando por lo bajo, aunque decir tres cuartas partes sería más realista. Los seminarios son homosexuales y la jerarquía católica mexicana es gay de un modo espectacular” (Pos. 4347) y Cuba (“es impresionante el número de homosexuales entre los sacerdotes y los obispos de Cuba. Protegidos en el obispado, esta auténtica masonería se hizo muy visible, desbordando ya el armario” (Pos. 9432). Sabemos de lo sucedido en Chile y en Estados Unidos. Y mucho me temo que estamos en los umbrales del gran destape del caso argentino. Y me pregunto si no comenzará a develarse lo que ocurre en las órdenes religiosas más antiguas. ¿O es que allí dentro no habían redes de corrupción sexual?
5. Concluyamos, en los últimos cuarenta o cincuenta años, hemos sido engañados. Muchos de nuestros sacerdotes y buena parte de nuestros obispos, a los que señalábamos como progresistas y reprochábamos su adhesión a la nueva liturgia, y también a los que considerábamos conservadores, piadosos y respetuosos del culto divino, eran pecadores impenitentes; lobos colados en el aprisco divino, dispuestos a despedazar a las ovejas no solamente falsificando su fe, sino mancillando sus cuerpos. La Iglesia romana se ha convertido, como decían las profecías, en la Gran Prostituta. ¿Tiene esto solución? Lo sabrá Dios, pero de lo que estoy seguro, como lo está la mayor parte de los católicos bien pensantes, es que con las “medidas” que se están tomando y con la organización de cumbres y summits en el Vaticano, no se solucionará nada. Más aún, mientras Francisco sea Papa es imposible que se solucione nada puesto que él mismo es pieza fundamental del problema, y no sabemos aún hasta qué punto lo es.
Finale: Me cuestioné si era conveniente dedicar tanto espacio y tiempo a la reseña de este libro, y pedí consejo a amigos más sabios que yo, y decidí que lo era. Varios lectores del blog me han hecho saber a través de sus comentarios que no están de acuerdo, y los entiendo. Pero mi argumento, repito, es que mientras no seamos capaces o no queramos ver en su totalidad la crisis de la Iglesia, nada podremos hacer para solucionarla. Lo más fácil y tranquilizador es despachar el libro de Martel como una burda patraña y adjudicarlo a los enemigos de la Iglesia. Siempre hay judíos y masones a mano para señalar. Pero lo terrible es que esta vez no los necesitamos, porque el enemigo está dentro.
Es un trago muy amargo y requiere entereza aceptarlo, pero estamos viviendo, a mi entender, la crisis más profunda que ha afectado a la Iglesia. No se trata solamente, como todos los que frecuentan esta página sabíamos, de una crisis doctrinal -modernismo- que tuvo repercusiones litúrgicas; se trata también de una crisis moral sin precedentes, que desconocíamos. Es la tormenta perfecta.
Apostilla:
A muchos, como me pasó a mí, toda la situación que estamos viviendo y que el libro de Martel no hace más ratificar, nos produce una enorme tristeza y una enorme ira. Es lógico que así sea, pero no es bueno. Ambas, la tristeza y la ira, son según la tradición de nuestros Padres, pecados capitales, es decir, canales abiertos por los cuales se filtran los demonios, y que dadas las circunstancias actuales buscarán por todos los medios que todo esto termine con la pérdida de la fe. Ese es el gran riesgo: perder la fe. Es lo que ya ha ocurrido a millares de católicos al enfrentarse a la realidad de una situación tan dura, y no dejan de resonar las palabras divinas: “Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”. Por eso mismo, hay que estar muy atentos y rechazar con fuerza ambas tentaciones.
No olvidemos el perdón y la misericordia. Sería insensato condenar a los que tanto daño han hecho a la Iglesia creyéndonos nosotros mismos inmunes al pecado. La caída original dañó irremediablemente la naturaleza humana y ningún hijo de Adán está libre del pecado, y si Dios nos ha preservado de algunas caídas más fieras, ha sido por pura bondad y gracia, y no por mérito alguno de nuestra parte.
Por eso, si quienes pecaron violando sus votos, abusando de su autoridad moral y comprometiendo a la Iglesia, se arrepienten sinceramente, nuestro deber es el perdón de corazón y, más todavía, la com-pasión, porque si ese arrepentimiento es sincero, no quisiera estar yo en su pellejo y sufrir lo indecible que estarán sufriendo. A ellos, entonces, nuestro perdón y nuestra oración.
Pero hay una condición que me parece imprescindible. ¿Qué hacía la Iglesia con los pecadores de este tipo que volvían al redil? Se los condenaba a una vida de oración y penitencia hasta que los encontrara la muerte. Y esa debe ser, creo yo, la muestra del arrepentimiento verdadero: desaparecer literalmente del mundo y rogar ser olvidado por todos; retirarse a un monasterio perdido y desconocido, y hacer allí vida de monje penitente. Si eso no sucede, no me creo yo los arrepentimientos.
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