lunes, 13 de febrero de 2023

NO OS DEJÉIS LLEVAR POR LAS MENTIRAS DE LOS HEREJES Y LOS LIBERTINOS

Si nuestra fe dependiera de la santidad, del arrojo, de la parresia, de la valentía y de la ortodoxia de nuestros sacerdotes y nuestros prelados, estaríamos perdidos. 

Por Pedro Luis Llera


Sobre todo de la parresia. Uno escucha las prédicas de la mayoría de nuestros amados clérigos y resultan más insulsas que la sal que se vuelve sosa del Evangelio. Falta pasión, falta celo por la salvación de las almas, falta convencimiento; falta, en definitiva, fe. Definitivamente, nuestra fe no puede depender de la santidad del papa, de nuestros obispos o de nuestros cardenales.

Muchos curas, obispos y cardenales no creen en Dios. Son meros funcionarios que repiten clichés (frases hechas vacías de contenido) y ejecutan las instrucciones que reciben de sus superiores de manera acrítica. Han cambiado el Bien, la santa doctrina, el depósito de la fe, por la sumisión acrítica al poder. Lo que dice el que está arriba es palabra de Dios, inspirada indudablemente por el Espíritu Santo, aunque contradiga de manera evidente la fe de siempre y destroce abiertamente el principio de no contradicción. Y de este modo, la Iglesia deja de ser lo que siempre fue para convertirse en una secta que sigue ciegamente las directrices del líder, confundiendo la voluntad del jefe con la voluntad de Dios o como si ambas fueran una misma cosa.

Reduciendo al absurdo, si el papa decretara mañana que hay que adorar a Satanás, la mayoría de ellos se convertirían en satánicos sin mayores escrúpulos de conciencia: “el que obedece no se equivoca”, dirán; y se quedarán tan anchos.

Han cambiado el depósito de la fe y la filosofía de Santo Tomás por lo que diga “el que manda”. Caen en un nominalismo patético y, así, creen que el bien o el mal no existen, que nada es bueno o malo en sí, sino que es bueno o malo aquello que 'el superior' establezca que está bien o que está mal. El asesinato es malo, no porque matar a un ser humano sea esencialmente malo, sino porque la autoridad dice que está mal. Si mañana dijera que está bien, pues dejaría de estar mal automáticamente, para ser indudablemente bueno. Y solo porque lo dice “el que manda”. Como con el aborto: si la mayoría decide y aprueba que el aborto es un “derecho” de la mujer, nadie puede ponerlo en duda ni cuestionarlo. Se convierte automáticamente en dogma.

Algo similar quieren hacer con la sinodalidad. Si el Sínodo decide que hay que cambiar la doctrina sobre la homosexualidad, se cambia y punto. Da lo mismo lo que digan las Sagradas Escrituras y la Tradición. Hay que mirar hacia adelante y la doctrina tiene que “evolucionar con los tiempos”. Y en consecuencia, la liturgia tradicional es mala; ser tradicionalistas es sinónimo de ser rígido, indiestrista, enemigo de la Iglesia: lo peor. Creer lo que la Iglesia ha predicado siempre es quedarse anclado en el pasado, ser nostálgico de la Edad Media. Pero celebrar misa en una colchoneta metido en el agua es guay. Creer que la Santa Misa es el sacrificio incruento de Cristo en la cruz es una barbaridad propia de integristas fanáticos: la misa, en cambio, es una fiesta, llena de risas, aplausos, bailes y canciones insufribles acompañadas de guitarritas.

Ahora todos se dedican a derribar muros y a crear puentes; a ser inclusivos, resilientes y sostenibles; y muy partidarios del pacto educativo global, de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y de la Agenda 2030. Todos son promotores acérrimos de una ecología integral y adeptos incondicionales de Fratelli tutti y de Laudato Sí. No son nada autorreferenciales pero parece que no hubiera magisterio anterior a Francisco y, mucho menos, anterior al Vaticano II.

La Iglesia es “un hospital de campaña en el que hay que curar a los heridos, a los excluidos”: ¡No! ¡A los excluidos, no! Ahora todos hablan y escriben sobre los descartados, porque es lo que dice el santo padre… La Iglesia debe ahora abrir las puertas a todos (como si antes las tuviera cerradas) y dejar que homosexuales practicantes, divorciados vueltos a casar por lo civil y toda clase de situaciones irregulares sean normalizadas y aceptadas. Porque cuando la Iglesia llama a la conversión ahora resulta que eso es excluyente. Y no lo es: “conviértete y cree en el Evangelio”; pero cree y conviértete. No sigas en pecado mortal. Obedece la Ley de Dios y deja de pecar y vuelve a casa, arrepentido y contrito, como el Hijo Pródigo. “Vete y no peques más”, le dijo el Maestro a la pecadora a la que iban a lapidar.

Ahora todo el mundo es bueno, todo vale. Que todo el mundo comulgue: personas en pecado mortal y sin ningún arrepentimiento ni propósito de la enmienda; protestantes, musulmanes, budistas… Somos todos hermanos y aquí se salvan todos y todos somos hermanos por el mero hecho de pertenecer a la misma especie zoológica de homo sapiens sapiens. Pura filfa demagógica (cuando no sacrilegio y blasfemia) para embaucar a papólatras fanáticos sin formación ni criterio y a incautos que se creen que el papa mea agua bendita, que es totalmente santo siempre y en toda circunstancia y que cada vez que habla es Dios mismo quien lo hace por su boca. Patético y lamentable.

Aquí los embaucadores, los timadores, los falsos pastores quieren que se bendiga a las parejas homosexuales, que las mujeres sean ordenadas sacerdotisas; que se cambie la doctrina, la liturgia, la moral… Y por supuesto, que se acabe con la doctrina de siempre, con la liturgia de siempre, con la fe de siempre: la de los santos y doctores de la Iglesia; la de Santo Tomás de Aquino, la de San Agustín, la de San Benito, la de San Francisco de Asís (el verdadero, no su versión adulterada por los modernistas para convertirlo en el primer hereje pachamámico), la de San Bernardo, la de mi querida Santa Teresa de Jesús…

¿Y por qué no se van de una puñetera vez de la Iglesia Católica y piden el ingreso en cualquiera de las denominaciones de nuestros “hermanos separados”? Yo les diré por qué: porque quieren destruir la Iglesia Católica. ¿Cómo? Muy fácil: se mantiene el mismo nombre a la vez que desvirtúan su contenido, su doctrina, su liturgia, su moral. Formalmente sigue siendo la misma Iglesia Católica pero esa Nueva Iglesia ya no es lo que era ni cree lo que siempre se creyó y predicó. Lo cambian todo para que deje de ser lo que siempre fue y pueda conventirse en la religión mundial del Nuevo Orden; para que deje de ser la Iglesia de Cristo y pase a ser la Iglesia del Anticristo.

Satanás odia al hombre porque es imagen de Dios; odia a la Iglesia porque es el Cuerpo Místico de Cristo; odia a Dios, en definitiva. Y sabe que la Iglesia Católica es la única religión verdadera y quiere destruirla a toda costa: pervirtiendo a sus líderes, promoviendo la homosexualidad entre sus filas, llenando los seminarios de maricones practicantes; atacando el celibato; promoviendo los abusos sexuales a menores y a personas vulnerables…

El arzobispo norteamericano de Denver, Samuel Aquila, ha dicho recientemente: “Debo admitir que si pensara como piensan algunos de mis hermanos, habría dejado la Iglesia hace mucho tiempo y me habría unido a otra comunidad cristiana”. Aquila rechaza la llamada del cardenal McElroy a dar la Comunión a homosexuales y adúlteros en “pecado objetivamente grave”, insistiendo en que la inclusión “no puede significar que permanezcamos en nuestro pecado”.

Ojalá dejaran la Iglesia todos estos herejes. Pero no lo harán. ¿A dónde van a ir que vivan mejor? ¿De qué iban a vivir? Son falsos profetas que no soportan la sana doctrina.
Porque vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina; sino que, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias yapartarán el oído de la verdad y se volverán a las fábulas (2 Tim. 4).
En el Congreso Eucarístico de Pennsylvania, en 1977, Karol Wojtyla profetizó:
“Estamos ahora ante la confrontación histórica más grande que la humanidad jamás haya pasado. Estamos ante la contienda final entre la Iglesia y la anti-iglesia, el Evangelio y el anti-evangelio. Esta confrontación descansa dentro de los planes de la Divina Providencia y es un reto que la Iglesia entera tiene que aceptar".
Y ya siendo Papa, Juan Pablo II, en Fulda (Alemania) en 1981 dijo:
Debemos preparamos a sufrir, dentro de no mucho tiempo, grandes pruebas que nos exigirán estar dispuestos a perder inclusive la vida y a entregamos totalmente a Cristo y por Cristo. Por vuestra oración y la mía es posible disminuir esta tribulación, pero ya no es posible evitarla, porque solamente así puede ser verdaderamente renovada la Iglesia. ¡Cuántas veces la renovación de la Iglesia se ha efectuado con sangre! Tampoco será diferente esta vez”.
En el Catecismo que publicó en el 92, el papa polaco insistió en esta idea y dejó en él tres puntos tan claros como inquietantes:
675 Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2 Ts 2, 4-12; 1Ts 5, 2-3;2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22).

676 Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS 3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, “intrínsecamente perverso” (cf. Pío XI, carta enc. Divini Redemptoris, condenando “los errores presentados bajo un falso sentido místico” “de esta especie de falseada redención de los más humildes"; GS 20-21).

677 La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2 P 3, 12-13).. Se levantarán falsos Cristos, y falsos profetas y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos.
Se levantarán falsos Cristos y falsos profetas y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos. (Mt 24, 24).

Mirad que nadie os engañe con filosofías falaces y vanas, fundadas en tradiciones humanas, en los elementos del mundo y no en Cristo. (Col 2, 8)

Vosotros, que estáis avisados de antemano, estad, pues, alerta; no sea que, dejándoos llevar del error de los libertinos, vengáis a decaer en vuestra firmeza. Creced más bien en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A Él, la gloria así ahora como en el día de la eternidad. (2 P. 3).


Santiago de Gobiendes


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