Por Carlos Esteban
Da igual, porque no se trata de un diagnóstico leal, mucho menos una descripción precisa, sino un simple subterfugio para ganar un debate que se está perdiendo. Mientras el acusado de fascismo responde indignado que para nada, que él no es fascista, se está colocando a la defensiva, en una posición incómoda que exige elaboradas confesiones, y su rival en la discusión puede salir airoso del trance. No es, en fin, más que un hechizo, una palabra mágica.
En estas páginas hemos glosado ya con irritante insistencia las obsesiones retóricas del Santo Padre, esas diatribas que se producen con alarmante frecuencia y que inciden en ‘palabras fetiche’ rara vez explicadas a satisfacción de sus escuchas. Tenemos ‘rígido/rigidez’, ‘diálogo’, ‘escucha atenta’, ‘cultura del descarte’ y muchos otros encantamientos que, por proceder del Vicario de Cristo, nos hemos tomado siempre muy en serio.
Y por tomarlo muy en serio, nos hemos preguntado en varias ocasiones si la rigidez en el cumplimiento de la ley (en sentido amplio) es verdaderamente el problema de la Iglesia en nuestro tiempo, cuando lo aparente es exactamente lo opuesto, si representa un peligro inminente y real hoy algo muy minoritario cuando la actitud contraria se ha generalizado hasta llegar a extremos con el ‘camino sinodal’ alemán; si la actitud primaria y esencial de la Iglesia en la evangelización debe ser la ‘escucha atenta’ y el ‘diálogo’ con creencias incompatibles, como si el mensaje de Cristo fuera una propuesta más, igual a cualquier otra, y como si la Iglesia, en vez de Maestra, debiera ser discípula del mundo. Y así sucesivamente.
Pero, de un tiempo a esta parte, me he dado cuenta de que es un ejercicio en banalidad, igual que tratar de explicar pacientemente en qué consiste el fascismo y por qué uno no se adhiere a esta ideología. Es decir, me he dado cuenta de que estas palabras no siempre significan lo que supuestamente significan, ni para bien ni para mal, y que se parecen más a ensalmos.
Me explico: lo que deplora el papa no es realmente la rigidez, sino la rigidez en ciertos planteamientos que, por otra parte, considera rígidos por definición, aunque se adopten con la más exquisita flexibilidad. Cuando exalta el diálogo, no es el diálogo con cualquiera, sino con un campo muy concreto; con los críticos no solo no se dialoga, ni se les escucha atentamente; es que se les ignora sin dedicarles siquiera la respuesta más desabrida. Denostar a quienes “hacen de la verdad un ídolo” no hace referencia a cualquier verdad, sino sólo a las verdades que se oponen a un planteamiento cada día más evidente. La ‘verdad’ del Cambio Climático, o de las bondades sin sombra de mal alguno de las migraciones masivas, no entra dentro de esta diatriba, a pesar de tratarse de supuestas realidades ante las que la jerarquía eclesiástica tiene poco que decir en razón de su ministerio (aclaro para despistados: recordar que hay que tratar al inmigrante con caridad no es lo mismo que defender una política migratoria concreta, como decir que hay que cuidar el medio ambiente no significa a apuntarse a una tesis concreta sobre el funcionamiento del clima).
De igual manera, ‘buscar certezas en el pasado’ o ‘aferrarse a viejas tradiciones’ es criticable según y cómo. No recuerdo que se critiquen las tradiciones que explican el Primado de Pedro, es decir, las tradiciones sin las que las palabras y las instrucciones del Santo Padre no serían atendibles en absoluto.
InfoVaticana
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