“La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen (originem ducet) del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o Domingo. En este día, los fieles deben reunirse (in unum convenire debent), a fin de que escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús” - (Concilio Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, 106).
Desde hace días que, a raíz del famoso COVID-19 anda dando vueltas la idea de que el precepto de la Iglesia que manda “oír misa todos los domingos y fiestas de guardar”, podría caer al tratarse de “una mera reglamentación positiva” de la Iglesia en Occidente (el precepto no corre para los ortodoxos)[1].
Y hay que decir que, a nivel de principio, en cuanto que la ley canónica puede ser modificada, sería correcto; sin embargo, la cosa no es tan sencilla como parece pues, análogamente a lo que sucede con el celibato sacerdotal (otra aparente mera “ley de la Iglesia” sobre la cual ya hemos tratado en nuestro sitio) la asistencia a Misa en el Dies Domini, (“día del Señor”) se encuentra férreamente instaurada en la tradición apostólica y patrística.
Han sido ciertos teólogos modernos quienes, viendo quizás que la famosa “primavera de la Iglesia” tardaba en llegar para los católicos del siglo XX, comenzaron a decir que el precepto, estando en desuetudo, podría modificarse. Como Rahner, por ejemplo:
“El precepto dominical es una ley eclesial positiva, que naturalmente se puede interpretar como realización concreta de la relación que tiene la vida cristiana con la Eucaristía. Pero como tal, sigue siendo un precepto de la Iglesia y nada más. Este precepto está sometido a las exégesis y a las observaciones que cabe hacer de todas las reglamentaciones humanas. Es un precepto que puede ser derogado, tanto por un acto expreso del legislador como por una costumbre contraria que se considera legítima en la conciencia moral del pueblo (o de la mayor parte de éste)” [2].
Traducido: si la gente ya no va a misa, entonces, ¡chau precepto!
Siguiendo la postura rahneriana, podríamos también decir que, dado que la gente ya no colabora con las necesidades de la Iglesia, ¡chau colecta! O como es difícil mantener la palabra, ¡chau fidelidad! O, más aún, como es complejo, en los tiempos que corren, acercarse a comulgar, ¡chau Eucaristía!
Es verdad que una cosa es un mandamiento (inderogable per se) y otra un precepto, pero el punto está en saber ¿de dónde viene el precepto de “oír misa todos los domingos”?
Pero vayamos por partes.
1. Los orígenes del precepto
La primera forma históricamente constatable de una reglamentación acerca de la misa dominical podríamos encontrarla en los escritos pastorales del siglo I (y conste que no hablamos aquí de un “precepto legal positivo” sino de una obligación comunitaria clara y estable de los primeros cristianos). En la Iglesia primitiva, se buscaba siempre “encontrarse juntos para la misma cosa” (cfr. l Co 11, 20; 14, 23; cfr Hch 1,15; 2,1.44.46.47, etc.); ese “synerchesthai”, (“estar en compañía”, “ir juntos”, en griego) era el término corriente para expresar la reunión oficial de la asamblea de los ciudadanos a la que se le añadía la expresión epi to autò (“para ello”, “para lo mismo”).
Al mismo tiempo, cuando la Iglesia primitiva usaba las palabras “collecta” (reunidos) y “coetus” (en comunidad), entendía encontrarse juntos oficialmente ante el Señor, de allí que “collecta” y “dominicum” (“en –las cosas– del Señor”) fuesen entendidos como términos inseparables e incluso intercambiables, como lo demuestran las declaraciones ante el tribunal de los mártires de Abitinae (304).
En el tiempo inmediatamente postapostólico, la fórmula epi to autó es usada en la carta de San Clemente (34,7) [3] y en el Pseudo Bernabé (4,10) con carácter de reunión comunitaria litúrgica obligatoria. Pero el que más expresamente insiste sobre la obligatoriedad de esta reunión es San Ignacio de Antioquía (310) quien advierte que “quien no viene epi to autó está poseído por la soberbia y ya se ha juzgado a sí mismo” (Eph 13, l; Mag 7,1; Philad 6,2; 10,1).
Algo análogo dice San Justino en un texto memorable:
“En el día que nosotros llamamos domingo, nos reunimos todos en las ciudades y en el campo para la celebración comunitaria” (Justino, Apol I 67, 3;67,7).
La Didaskalia siria (compuesta alrededor del año 250) apoya el desarrollo de esta idea cuando exhorta a los obispos:
“Cuando tú enseñes, ordena y exhorta al pueblo a estar siempre presente en la reunión de la comunidad y a no faltar nunca. Que se reúnan siempre y que no reduzcan la reunión, pues el cuerpo de Cristo quedaría así privado de un miembro… Pues ¿qué excusa podrá dar ante Dios aquel que en este día del Señor no viene a la reunión para escuchar la palabra salvadora y dejarse nutrir por la comida que permanece eternamente?”
La fuerza de la disciplina dominical en la iglesia primitiva se basaba, ante todo, en el principio de la comunidad para el servicio de Dios, cuya obligación era obvia: estar como miembros de Cristo con la Cabeza.
2. El domingo, día señalado
Ya desde el principio del cristianismo, las comunidades apostólicas se reunían en un día preciso en el que “nos encontramos juntos en comunidad” para “la fracción del pan” (Hch 20,7) o también, para “celebrar la cena del Señor” (1 Co 11,20; cfr. 10,16).
¿Y qué día era ese? “El primer día de la semana estando nosotros reunidos para la fracción del pan” (Hch 20,7), expresión que ha pasado a constituir una fórmula fija y clara de la praxis litúrgica dominical. El mismo San Pablo, ya converso, luego de pasar siete días con sus compañeros en Troas, escogió precisamente “el primer día de la semana” para celebrar la Eucaristía con los cristianos de aquel lugar y así también lo escribía cada vez que quería referirse a ese día: “cada primer día” (1 Co 16,2), indicando que este primer día era ya una fecha regular en la vida de la comunidad primitiva.
“Pero…”, podría preguntarse uno: “¿por qué el domingo y no el sábado de los judíos o el día de Saturno de los paganos, o los jueves que fue el día en que se instituyó la Eucaristía, al final de cuentas?” Porque luego de los primeros acontecimientos pascuales, la Iglesia consideró siempre al domingo como el indicado por el mismo Señor, siendo ese día el glorioso “primer día” de la Resurrección.
Así, la celebración eucarística del Señor es de tal modo considerada como punto central y existencial del día del Señor, que es impensable la reunión dominical sin celebración de la cena del Señor, como lo señala nuevamente San Ignacio de Antioquía (110) al escribir a los Magnesios diciéndoles que los cristianos “no observan ya el sábado, sino que viven según el día del Señor, en el cual nuestra vida se ha transformado a través de él y de su muerte” (Mag 9,1).
Hasta aquí entonces, un poco de historia.
Pero… ¿de dónde procede el carácter de obligación que encontramos unido al domingo en los tres primeros siglos?
3. La obligatoriedad del domingo
Según los estudiosos de la historia de la liturgia, el origen de la participación al culto dominical cristiano no se remonta a la obligación del día de reposo judaico, sino más bien a la llamada reunión comunitaria cristiana que solía celebrar el “memorial del Señor” en el “día del Señor”.
No se concebía por entonces el recordar al Señor sin estar juntos en el día de su Resurrección, momento de victoria sobre la Muerte y, por ende, no era necesario precepto eclesiástico alguno para recordarlo (algo similar a lo que sucede hoy, como dijimos más arriba, con los ortodoxos). Al menos, en los primeros tres siglos.
Con el correr de los siglos y al ir enfriándose el fervor inicial, corroborado con la sangre de los mártires, comenzarán a surgir ciertas manifestaciones “canónicas” a fin de exhortar más vivamente a no dejar de lado esa costumbre que, por la costumbre, era ya ley (como puede verse, por ejemplo en el sur de España o en Siria, donde ya había comunidades cristianas arraigadas).
Ejemplo de ello es el famoso caso discutido en el Sínodo de Elvira (306) donde se amenazaba con la exclusión oficial de la comunidad del altar a un miembro de ésta que, habitando en la ciudad episcopal (y por ende sin motivos reales para dejar la asistencia a Misa) había permanecido lejos de la reunión dominical más de tres semanas.
Lo mismo dígase de los mártires de Abitina (304), condenados por haber sido sorprendidos en casa de un sacerdote, Félix, mientras, contrariamente al edicto de Diocleciano, asistían a la misa dominical quienes, para expresar su absoluta fidelidad al día del Señor, usaron una forma de confesión simple y al mismo tiempo vigorosa:
“Quia lex sic iubet, lex sic docet” (“así lo manda la ley; así lo enseña”); “sine dominico esse non possumus…” (“no podemos estar sin el domingo”) (…). “Somos cristianos, no podemos hacer otra cosa sino guardar la santa ley del Señor hasta el derramamiento de sangre (…). ¿No sabes que ‘dominicum’ y ‘christianus’, ‘christianus’ y ‘dominicum’ son la misma cosa?”.
La asistencia a la misa dominical era, sino una ley, un grave deber que los cristianos fervientes observaban aun con peligro de la vida.
Después del siglo V la disciplina se precisará con numerosos concilios que reclamarán el deber de participar en el día del Señor.
Así, el concilio de Agde (506), bajo la presidencia de San Cesáreo de Arles, insiste en la obligación de oír la misa entera, es decir, desde las lecturas hasta que el obispo, dicho el Pater noster, impartía a los presentes la solemne bendición que, según el uso galicano, precedía inmediatamente a la sagrada comunión, bajo pena de azotes o multa pecuniaria a beneficio del fisco y de la Iglesia… Otros más suaves, como el penitencial de Milán, castigaban a los transgresores a tres días de pan y agua.
Ya más cerca de nuestros días, tanto el Catecismo de Trento y como el actual, enseñan lo que, la costumbre, había convertido en ley.
– El Catecismo Romano (1566): «no puede existir motivo para ser negligentes y perezosos en el cumplimiento de una obligación, que no podemos quebrantar sin gravísima culpa» (parte III, cp. IV) (Cf. Catecismo de San Pío X, 1905, explicación del IIIº mandamiento de la ley de Dios).
– Catecismo de la Iglesia Católica: «los fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, cuidado de niños pequeños) o dispensados por su pastor propio. Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave» (nro. 2181).
* * *
Como hemos podido ver a lo largo de la historia, aunque el precepto dominical no haya sido siempre una ley positiva de la Iglesia que mandara cumplir con el tercer mandamiento de la Ley de Dios (“santificar las fiestas”), sí ha sido una costumbre ininterrumpida y, como tal, fuente del verdadero derecho positivo que no podría ser despreciada así como así, sin romper con dos mil años de tradición católica.
Mayor cautela entonces al hablar de la historia…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
Sacerdote, abogado, Dr. en Filosofía, Dr. en Historia
[1] Los católicos apostólicos romanos de rito oriental están obligados (cfr. Orientalium Ecclesiarum, 15).
[2] Cfr. Adolf Knauber, “Aus apostolischer Überlieferung” (Const. Lit., 106). Zur Frühgeschichte der sontäglichen Eucharistieverpflichtung”, Theologie und Glaube, 63 (1973) 308-321. Nos inspiramos en sus palabras para lo que sigue (extractos de su texto pueden verse AQUÍ).
[3] Los números entre paréntesis refieren, en estos casos, a las cartas.
Que no te la cuenten…
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