martes, 8 de enero de 2019

MONS. TUCHO Y LA TALIBANIZACIÓN



En los difíciles tiempos que estamos viviendo, debemos aumentar las precauciones a fin de cometer la menor cantidad posible de errores. Más allá de la realidad de que estamos atravesados por las emociones, fruto de lo que ocurre en el mundo y en la Iglesia, debemos hacer lo posible -y no es empresa fácil- por mantener la cabeza fría a fin de juzgar prudentemente.

Uno de los peligros a los que estamos expuestos es la fanatización. Es natural. Cuando se ataca a instituciones, principios o personas que nos son caras, nuestra respuesta comporta a todo el complejo humano, y poseen un fuerte ingrediente pasional. Y esto, que es natural, puede convertirse en problemático cuando esa pasión obnubila el juicio y no permite distinguir matices.

Ninguna duda cabe acerca del modo absoluto con el que debemos defender todas y cada una de las verdades de nuestra fe. Debemos defender con la vida si fuera necesario nuestra fe en la Santísima Trinidad y en la divinidad de Nuestro Señor. Y debemos defender del mismo modo a la Santísima Virgen. Cualquier católico tenía el derecho, e incluso el deber, de asentar una buena trompada en la jeta a Mons. Manuel Linda, obispo de Oporto, que hace pocos días negó públicamente la virginidad física de Nuestra Señora. Y eso no es fanatismo. Es simplemente la conducta de hijos bien nacidos que defienden lo que creen.

Pero aquí aparece el peligro: elevar al mismo puesto de la fe cuestiones que son meramente humanas, o poner en el mismo nivel de certeza la divinidad de Jesucristo con la maldad o bondad de un hombre, y reaccionar de modo similar cuando una u otra son atacadas. Esto es lo que yo entiendo por fanatismo. Nos apropiamos de una premisa sobre la cual no podemos tener más que una certeza moral y humana, y por tanto falible, y la absolutizamos, como si fuera una cuestión de fe, negándonos obstinadamente a siquiera considerar la evidencia que pueda contradecirla. En términos chestertonianos, la volvemos loca, en tanto que comenzamos sacar de ella todas las consecuencias que en buena lógica deberíamos sacar de una verdad absoluta. Por ejemplo, “Si el obispo Mengano es progresista y habla bien del Papa Francisco, entonces todo lo que haga será necesariamente malo y cuestionable”. O al revés, “Si el padre Zutano es conservador, usa hábito, es muy espiritual y predica como un místico, es necesariamente bueno y todo lo que haga está bien”. Y lo peor es que seguimos sacando consecuencias. Para el primer caso, será atacar indiscriminadamente y por todos los medios a Mons. Mengano, y en el segundo, será defender “hasta con la vida” al P. Zutano, negándonos en ambos casos a actuar prudentemente. Sin darnos cuenta y con la mejor de las intenciones, nos talibanizamos.

Alguien talibanizado contra el papa Francisco se negará a reconocer que el pontífice tiene aciertos, por ejemplo, algunas de sus críticas al capitalismo o a los obispos y sacerdotes. Y alguien talibanizado a favor de Marcial Maciel o del P. Marie-Dominique Philippe, seguirán aún hoy defendiéndolos a pesar de las evidencias y condenas en contrario. Y nada de eso sirve.

Pero vayamos a Mons. Tucho. Ya hablamos en el post anterior sobre el decreto que firmó en la vigilia de Navidad y que pueden leer aquí. Yo decía que había varias disposiciones sensatas y Hermenegildo me preguntó si era una ironía porque, pareciera, él no encontraba ninguna sensatez en el decreto y muchos lectores quizás no admitan siquiera la posibilidad de encontrar sensateces en ninguna de los escritos o disposiciones tuchescas, lo cual sería una talibanización.

Poniendo bajo un paraguas la opinión que tengo sobre el novus ordo y que todos conocen, y dadas las circunstancias que la enorme mayoría de los católicos asiste a misa en esa forma del rito romano, encuentro sensato lo siguiente del decreto de archiepiscopal:

1. En el apartado titulado MONITOR, Mons. Fernández regula la intervención de los fastidiosos guías de la misa, y sugiere su desaparición cuando dice “No es necesario que exista una guía (o “guión”) en las celebraciones litúrgicas”. Es que las guías no tienen ya ningún sentido. Esa fue una práctica que se introdujo en la Iglesia en la tercera y peor etapa del Movimiento Litúrgico, luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando comenzaron las “experimentaciones litúrgicas”. Como los fieles no entendían lo que ocurría en la misa latina tradicional, decían ellos, necesitaban a un monitor que los guiara en lengua vernácula. Y así, mientras el sacerdote hacía las oraciones al pie del altar, el guía explicaba, por ejemplo, el sentido de la festividad del día; luego explicaba la idea central de las lecturas mientras el cura las leía en voz baja y en latín, y así con el resto. Una vez que se cambió el rito y se celebra en lengua vernácula, la guía deja de tener sentido, sencillamente porque no es necesario explicar lo que ya está claro.

Me parece bien, entonces, que se sugiera la desaparición de esa figura anticuada e inútil, y si no quieren hacerla desaparecer para no quitarle protagonismo a las viejas de las parroquia, por lo menos que las limiten y que interrumpan lo menos posible el rito.


2. Cuando habla de la MÚSICA, todos estaremos de acuerdo con que los cantos de la Santa Misa deben ser “musicalmente armoniosos, bellos, que susciten la piedad y la oración, y cuya letra transmita contenidos religiosos”. Más allá de que seguramente no nos pondríamos de acuerdo con Su Excelencia acerca de lo que él entiende por “piedad” o por los “contenidos religiosos” que deben transmitir, no por eso su disposición deja de ser sensata.

3. Aplaudo particularmente su disposición sobre la HOMILÍA, que en la mayor parte de los casos se ha convertido en la tortura semana de los fieles católicos. Dice Tucho: “La predicación deberá ser preferentemente breve, no superando los 15 minutos… En cualquier caso, la extensión deberá asegurar que queden a salvo la armonía y el ritmo de la liturgia; de otro modo, deberá optarse por una conferencia antes o después de la celebración”. Convengamos que en muchas ocasiones las homilías duran media hora y son la oportunidad que encuentra el cura para su lucimiento personal. Está muy bien que quiera explicarnos la enseñanza de Santo Tomás sobre la caridad o la última encíclica del papa Francisco, pero no puede obligar a los fieles a escuchar como público cautivo su ocurrencia semanal. Acertadamente dice el arzobispo platense que, para eso, organice una conferencia a la que asistirán los que están interesados, pero los curas no tienen por qué martirizar a su comunidad con sus monsergas interminables.

4. Finalmente, me parece también sensata su disposición sobre la ORACIÓN UNIVERSAL, que en muchas ocasiones termina convirtiéndose en una interminable perorata en la que se empieza pidiendo por la Iglesia y se termina pidiendo por el kioskero de la esquina al que ayer le extirparon el apéndice. Dice Tucho con toda cordura: “Al igual que el guión, las “preces” también deben ser breves en su extensión, en poca cantidad (no más de 5 o 6)…”.

Se trata de evitar el fanatismo y la talibanización, para un lado o para el otro, y buscar la verdad, y sólo la verdad, por más dura que sea y por más contraria que en ocasiones aparezca a nuestros deseos o aspiraciones.

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