CARTA
EXIMIA NOS LAETITIA
A NUESTRO VENERABLE HERMANO
AUGUSTIN-HUBERT, OBISPO DE POITIERS
Venerable Hermano, Saludo y Bendición apostólica.
Hemos sentido una alegría poco común al leer las cartas que nos envió nuestro querido hijo Joseph Foulon, cardenal de la Santa Iglesia Romana, arzobispo de Lyon, la víspera de las nonas de diciembre del año pasado. Estas cartas nos informaban de que los que allí se denominan “de la Pequeña Iglesia”, encabezados por un hombre honorable, Marius Duc, principal intérprete de su pensamiento, se inclinan manifiestamente a repudiar el cisma en el que han permanecido hasta ahora y a buscar, como es debido, la comunión católica bajo los obispos establecidos por el Pontífice Romano. En efecto, nada nos podría agradar más que ver cómo las exhortaciones paternas y los deseos de nuestros ilustres predecesores Pío VII, León XII y Pío IX, así como nuestras propias preocupaciones, alcanzan por fin el resultado deseado.
Habiendo alcanzado el mismo amado hijo, por llamada de Dios, la corona de la justicia celestial, hemos considerado conveniente responderos, venerable hermano, en cuya diócesis, al igual que en la de Lyon, se encuentran muchos de estos hombres; y tenemos plena confianza y certeza de contar con usted como un ayudante lleno de celo y, sobre todo, de diligencia en esta obra tan santa y tan agradable a Dios. Cuando el ilustre prelado, a quien recientemente hemos designado para la Iglesia de Lyon, haya tomado posesión de su nueva dignidad, os corresponderá comunicarle nuestros designios, a fin de que la unión de nuestros esfuerzos nos lleve más seguramente a la meta.
Lo que, en este asunto, nos parece excelente en primer lugar es que, según nos han informado, el asunto se trate con el hombre cuyas intenciones son tan loables y con aquellos que, aunque se niegan, bajo el imperio de un lamentable error, a estar en comunión con el pastor legítimo, no sienten sin embargo animadversión contra la Iglesia.
Estos no solo han rechazado las solicitudes de los herejes y enemigos del nombre católico, sino que además profesan nuestras doctrinas católicas y observan nuestros ritos, nuestra disciplina y nuestra forma de rezar. De todo ello deducimos la mejor esperanza de que hombres así dispuestos escucharán sin dificultad a quienes les adviertan con prudencia y caridad.
En efecto, los puntos en los que, según se dice, se basan sus dudas y vacilaciones, necesitan más advertencias que refutaciones. Afirman que su única preocupación es afirmar el derecho propio y originario de la Iglesia, y que nada les importa más que ver su libertad a salvo de toda acción de los poderes humanos. Encuentran la garantía más absoluta y la defensa más segura de esta libertad en el hecho de que los obispos conservan, con perpetua estabilidad, el lugar que han ocupado en la santa jerarquía, por lo que está prohibido apartarlos de su sede y de su dignidad.
Sin duda, un hombre sensato nunca creerá que los derechos y la libertad de la Iglesia dependen más del corazón de unos pocos particulares o de unos pocos obispos que de la propia Santa Sede y de la Madre y Maestra de todas las Iglesias, hasta tal punto que, para procurar este bien, la Iglesia Romana necesita el estímulo de aquellos que, por querer ser y ser considerados verdaderos católicos, le deben ante todo sumisión y obediencia. Si bien es cierto que hay que reconocer y considerar como un derecho adquirido y consagrado que ningún obispo puede ser apartado de su sede y dignidad por los poderes humanos, tampoco hay que tener dificultad en admitir que lo mismo está permitido a la Sede Apostólica, en razón de su suprema autoridad sobre los corderos y las ovejas, siempre que lo exijan graves circunstancias y el bien supremo de la Iglesia.
No faltan ejemplos análogos en los anales de la Iglesia, tanto en la antigüedad como en épocas más recientes. Es memorable el hecho de que san Gregorio de Nacianceno se alejara espontáneamente de su sede de Constantinopla por el bien de la paz. También es digna de mención la sentencia de san Melquíades: Nuestro predecesor, “tan libre de toda culpa, tan íntegro, tan previsor, tan pacífico” (1). Este, en efecto, con el fin de extinguir en su origen el cisma de Donato que iba a afligir a la Iglesia tras la persecución de Diocleciano, decretó por su propia autoridad: que allí donde la discusión hubiera creado dos obispos en la misma sede, se confirmaría en su cargo aquel que hubiera sido ordenado primero; el segundo debía ser provisto de otra Iglesia (2). De ahí se deducía que el obispo católico debía abandonar su sede en favor del obispo que hubiera abjurado del cisma.
Este santo Pontífice daba tanta importancia a la paz en la Iglesia que no dudaba en preferir a obispos culpables de cisma, si estos últimos querían volver de su error a la verdad, antes que a obispos de probada catolicidad e integridad. Por eso mismo fue proclamado por san Agustín “el hombre muy bueno, el hijo de la paz cristiana, el padre del pueblo cristiano” (3).
Estos elogios se ajustan con toda justicia a la virtud y la conducta de Pío VII. Tan pronto como la tranquilidad sucedió a la aguda crisis, con la ayuda de la bondad divina, puso todo su empeño en curar las heridas infligidas a Francia y a la Iglesia por los horrores de la impiedad. Lo hizo mediante sus conocidos decretos, que son de una previsión admirable. Al devolver a la religión su antiguo esplendor, reforzó tan felizmente la paz de la Iglesia que la Orden de Obispos establecida por su autoridad fue considerada digna de su alto cargo y se convirtió en objeto de veneración de todos los fieles. Así, estos prelados fueron recibidos en la comunión de la fraternidad católica por los obispos de todo el mundo.
Por lo tanto, no puede haber ninguna causa probada en derecho por la que estos hombres, independientemente de quiénes fueran los primeros jefes de aquellos de los que hoy se trata, se hayan separado de la santísima comunión del universo católico. Que no se apoyen ni en la honestidad de sus costumbres, ni en su fidelidad a la disciplina, ni en su celo por mantener la doctrina y la estabilidad de la religión. ¿Acaso no dice abiertamente el apóstol que todo eso no sirve de nada sin la caridad? (4). Absolutamente ningún obispo los considera ni los gobierna como sus ovejas. Deben concluir de ello, con certeza y evidencia, que son tránsfugas del redil de Cristo. Que escuchen este grito de san Ignacio, hombre de los tiempos apostólicos e ilustre mártir: “Os escribiré de nuevo si, por la gracia de Dios, me entero de que todos y cada uno de vosotros, sin excepción, estáis unidos en una misma fe bajo el único Jesucristo, obedeciendo al obispo y a sus sacerdotes, partiendo en la unidad de un mismo espíritu el único pan en el que se encuentra la fuente de la inmortalidad” (5). O también: “Abstenéos de las hierbas nocivas que no cultiva Nuestro Señor Jesucristo; no han sido plantadas por el Padre. Quien es de Dios y de Jesucristo está con el obispo, y quien vuelve, guiado por la penitencia, a la unidad de la Iglesia, es de Dios y es según Jesucristo. No os engañéis, hermanos míos, si alguien sigue a los causantes del cisma, ese no es heredero del reino de Dios” (6).
A esto se suma también que no pueden esperar nada de las gracias y los frutos del sacrificio perpetuo y de los sacramentos que, aunque administrados con sacrilegio, eran sin embargo válidos y servían de alguna manera a esa forma y apariencia de piedad a la que se refiere san Pablo (7) y de la que habla más extensamente san Agustín. “La forma de la rama -dice muy acertadamente este último- puede ser visible, incluso fuera de la vid, pero la vida invisible de la raíz solo puede conservarse en unión con el cepo. Por eso, los sacramentos corporales, que algunos conservan y predican fuera de la unidad de Cristo, pueden mantener la apariencia de la piedad. Pero la virtud invisible y espiritual de la verdadera piedad no puede residir en ellos, del mismo modo que la sensibilidad no permanece en un miembro amputado” (8). Pero al no tener ya ni un solo sacerdote que se adhiera a su doctrina, ni siquiera pueden prevalerse de esa apariencia de piedad. Ya no tienen los sacramentos, salvo el bautismo, que, según se dice, confieren sin solemnidad a los niños; bautismo fructífero para estos, siempre que a la edad de la razón no se adhieran al cisma, pero mortal para quienes lo administran, ya que, al conferirlo, cometen voluntariamente un acto de cisma.
Si se detienen a considerar atentamente todas estas consideraciones y contemplan el conjunto de estas cosas con rectitud, es imposible que, movidos por serias inquietudes, no se vean llevados a escuchar la voz del Dios de la misericordia y a responder a los deseos de la Iglesia Católica y Apostólica, Madre tan deseosa de la salvación de sus hijos.
Está en juego el bien esencial y el primero de todos, porque “¿qué más queréis, oh hombres (¡que esta exhortación, tomada de san Agustín, actúe en sus corazones!)? ¿Qué más queréis? No se trata de vuestro dinero ni de vuestro oro. Vuestras tierras, vuestros bienes, la salud de vuestro cuerpo no están en juego. Se trata de ganar la vida eterna y huir de la muerte eterna. Es a vuestras almas a las que apelamos; salid, pues, de vuestro letargo” (9).
Los monumentos públicos dan fe de ello: esos obispos que, después de haber servido durante mucho tiempo y tan bien a la Iglesia, por no haber examinado suficientemente la cuestión, parecieron resistirse al principio a las invitaciones de Pío VII, esos mismos, y todos sin excepción, después de haber adquirido un conocimiento y una comprensión más exactos de la causa, prestaron un oído dócil a las exhortaciones del Sumo Pontífice. Además, es cierto que los decretos y prescripciones de la Sede Apostólica que contribuyeron a levantar de sus ruinas la religión católica en Francia fueron plenamente aprobados por esos mismos prelados y por todo el cuerpo episcopal. Todos comprendieron que nadie puede afirmar que la Iglesia Católica haya sido en cierto modo exiliada de Francia por Pío VII, ni que se haya visto reducida a residir únicamente en unos pocos hombres privados de pastores. Estos obispos, que unos de inmediato y otros más tarde acataron las órdenes del Pontífice Romano, se habían mostrado anteriormente ante Dios y la Iglesia, por la firmeza de su voluntad contra los esfuerzos de los impíos, por los sufrimientos y pruebas de todo tipo, como obreros que nada podía confundir. Ayudaron aún más a la Iglesia y contribuyeron en mayor medida a la salvación de los pueblos cuando, para restablecer la paz y levantar la religión en Francia, ofrecieron a Dios y a la Iglesia renunciar a su dignidad, sin atentar en modo alguno contra la autoridad de la Sede Apostólica.
Nos queda, venerable hermano, desear que nuestras preocupaciones y nuestros esfuerzos, a los que responderán fielmente la prudencia pastoral y la caridad del arzobispo de Lyon, así como la vuestra, reciban los aumentos tan deseados de ese Dios cuya gloria se manifiesta admirablemente en aquellos a quienes devuelve al camino recto de la salvación.
Y ahora, como testimonio de Nuestra especial benevolencia y como prenda de los dones celestiales, os concedemos con gran afecto a vosotros, a vuestro clero y a vuestro pueblo la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 19 de julio del año 1893, decimosexto de nuestro pontificado.
LEÓN XIII, PAPA.
Notas:
(1) S. Agustín, Ep. XLIII, c. 5.
(2) Ibid.
(3) Ibid.
(4) I Cor., xiii, 3.
(5) Ad. Ephes. xx.
(6) Ad. Polycarp. vi.
(7) II. Tim. iii, 5.
(8) Serm. LXXI, in Matth. 32.
(9) Ep. XLIII. 3.
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