martes, 14 de agosto de 2001

ALLATAE SUNT (26 DE JULIO DE 1755)


ENCÍCLICA

ALLATAE SUNT

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XIV

A los Misioneros destinados a Oriente.

El Papa Benedicto XIV.

Queridos hijos, salud y bendición apostólica.

1. Ha llegado a la Congregación de Nuestros Venerables Hermanos Cardenales de la Santa Iglesia Romana, encargados de los asuntos de Propaganda Fide, la carta de un Sacerdote destinado como Misionero a la ciudad de Balsera, comúnmente llamada Basora, que se encuentra a quince días de viaje de Babilonia y es muy famosa desde el punto de vista comercial. En dicha carta, consideró oportuno exponer que en esa ciudad residían muchos Católicos de rito Oriental, es decir, Armenios o Sirios que, al carecer de una iglesia específica, acuden a la iglesia de los Misioneros Latinos, donde sus Sacerdotes ofrecen el Santo Sacrificio según sus ritos particulares y celebran otras ceremonias sagradas. Los laicos participan en estos sacrificios y reciben los Sacramentos de los mismos Sacerdotes. Por lo tanto, aprovechó la ocasión para preguntar si los mencionados Armenios y Sirios deben observar su rito o si se debe eliminar la variedad en la misma iglesia, en la que también se reúnen los Latinos, como hemos dicho, se reúnen, y no parece más lógico que los Armenios y Sirios, dejando el antiguo calendario, adopten el nuevo en las cuestiones relativas a los tiempos de la Solemnidad Pascual y de la Comunión anual, así como de la Cuaresma y los días festivos, tanto móviles como fijos. Yendo más allá, dado que a los mencionados Armenios de Balsera y a los Sirios se les ordena observar el nuevo calendario, preguntó si esto también debe prescribirse a los demás Orientales que tienen un templo particular, pero tan estrecho que se considera inadecuado para celebrar las funciones sagradas de manera decorosa, por lo que en su mayoría acuden a la Iglesia de los Latinos.

2. Además, el mismo Misionero sometió a la mencionada Congregación el hecho de que, aunque a los Católicos Orientales Armenios y Sirios se les ordena abstenerse de comer pescado en los días de ayuno, hay muchos entre ellos que no lo observan en absoluto, impulsados por un cierto desprecio, pero en parte arrastrados por la fragilidad de la naturaleza, en parte por el hecho de que ven que los Católicos Latinos tienen otra tradición: por lo tanto, no parece extraño que se conceda al Misionero la facultad de permitir, no a todos, sino en particular a unos u otros, el consumo de pescado en tiempo de ayuno, para que no se produzca ningún escándalo y se les obligue a realizar otras obras de piedad en lugar de la abstinencia de pescado.

3. Estas cuestiones, como hemos dicho, fueron sometidas por el mencionado Misionero a la Congregación de Propaganda Fide que, según la costumbre, remitió el mismo asunto para su examen a la otra Congregación General de la Inquisición. Esta se reunió ante Nosotros el 13 de marzo del presente año 1755 y, con el consentimiento unánime de los Cardenales, se respondió que “no debía innovarse nada”. Nosotros mismos lo confirmamos con nuestra autoridad, impulsados sobre todo por el Decreto promulgado en otros tiempos por la mencionada Congregación de Propaganda Fide el 31 de enero de 1702, que luego fue confirmado y renovado no una sola vez y que dice lo siguiente: “Por medio del R. P. D. Carlo Agostino Fabrono, Secretario, la Sagrada Congregación ordenó mandar, como se manda con el presente Decreto, a todos y cada uno de los Prefectos de las Misiones Apostólicas y a los Misioneros, que ninguno de ellos, en lo sucesivo, por ninguna ocasión ni con ningún pretexto, se atreva a dispensar a los Católicos de ninguna nación Oriental de los ayunos, oraciones, ceremonias y similares prescritos por el rito propio de las mismas naciones y aprobados por la Santa Sede Apostólica. Además, la misma Sagrada Congregación estableció que no era ni es lícito que los Católicos mencionados se apartaran de la costumbre y la observancia de su propio rito, aprobado, como se ha dicho, por la Santa Iglesia Romana. Los mismos Eminentísimos Padres ordenaron que dicho Decreto, así confirmado y renovado, fuera observado íntegramente y sin vacilación alguna por todos y cada uno de los mencionados Prefectos y Misioneros”. Dicho decreto se refiere a los Católicos de la Iglesia Oriental y a sus ritos aprobados por la Santa Sede Apostólica. Es bien sabido que la Iglesia Oriental consta de cuatro ritos: el Griego, el Armenio, el Siríaco y el Copto, los cuales se entienden todos incluidos en el único nombre de Iglesia Griega u Oriental, del mismo modo que bajo el nombre de Iglesia Latina Romana se incluyen el Rito Romano, el Ambrosiano, el Mozárabe y los diversos Ritos particulares de las Órdenes Regulares.

4. El sentido del Decreto es tan claro que no necesita explicación alguna, por lo que nuestra Carta Encíclica tiene como objetivo que esta Ley sea conocida por todos, para que sea observada con mayor diligencia. De hecho, es lícito dudar de que las cuestiones planteadas por el Misionero de Balsera se deban al desconocimiento de los Decretos que ya se promulgaron hace mucho tiempo. Pero, dado que muchos otros indicios frecuentes nos llevan a creer que los Misioneros Latinos ponen todo su empeño y dedicación en esto: en convertir a los Orientales del cisma y del error a la unidad y a la Santa Religión Católica, eliminan el Rito Oriental o al menos lo debilitan y atraen a los Católicos Orientales a abrazar el Rito Latino, sin otra razón que el deseo de ampliar la Religión y hacer una obra buena y agradable a Dios, por lo que consideramos conveniente (puesto que nos hemos decidido a escribir) con esta Encíclica nuestra, comprender de la forma más breve todo lo que, en opinión de esta Sede Apostólica, deben mantener como norma los Orientales cada vez que se convierten a la Religión Católica, y lo que se debe observar con los Católicos Orientales que se encuentran en lugares donde no habitan Latinos o con los Católicos Latinos cuando conviven con Católicos Orientales.

5. Ciertamente, no se puede ignorar lo que han hecho los Pontífices Romanos, desde los primeros tiempos de la Iglesia, para reducir a la unidad a los Orientales, después del funesto cisma de Focio, que en tiempos del Sumo Pontífice San Nicolás I, alejado por la fuerza a San Ignacio, Patriarca legítimo, ocupó la Sede de Constantinopla. San León IX, nuestro predecesor, envió a sus embajadores a Constantinopla para eliminar dicho cisma, que, tras permanecer latente durante unos dos siglos, Miguel Cerulario había reavivado; pero sus intentos fueron en vano. Posteriormente, Urbano II invitó a los Orientales al Concilio de Bari, pero obtuvo pocos frutos, a pesar de que San Anselmo, Arzobispo de Canterbury, puso todo su empeño en reconciliarlos con la Iglesia Romana y les mostró los errores en los que incurrían con la claridad de su Doctrina. En el Concilio de Lyon, convocado por el Beato Gregorio X, el emperador Miguel Paleólogo y los Obispos Griegos abrazaron la unidad de la Iglesia Romana; pero luego, cambiando de opinión, se alejaron de nuevo de ella. En el Concilio de Florencia (bajo el Papa Eugenio IV), al que acudieron Juan Paleólogo y José, Patriarca de Constantinopla, junto con los demás Obispos Orientales, se estableció la Unión y fue aceptada con la firma de todos. En el mismo Concilio, las Iglesias Armenia y Jacobita volvieron a la obediencia de la Sede Apostólica; luego, el Pontífice Eugenio, partido de Florencia hacia Roma, recibió también a los embajadores del rey de Etiopía y redujo a la obediencia de la Sede Romana a los Sirios, los Caldeos y los Maronitas. Pero como se lee en el Evangelio de San Mateo, la semilla que cae sobre la piedra no da fruto, porque no tiene dónde echar raíces: “Estos son los que reciben con alegría la palabra de Dios, pero no tienen raíces en sí mismos, por lo que cuando llegan la tribulación y la persecución a causa de la palabra, enseguida se escandalizan” (Mt 13, 20-21), así que tan pronto como Marco, Arzobispo de Éfeso, como un nuevo Focio, intentó destruir la Unión y comenzó a levantar la voz contra ella, el fruto deseado se perdió por completo.

6. Además, demostraría ignorancia de la historia quien no supiera que la unión con los Orientales se realizó y confirmó de manera que se aceptara el Dogma de la procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo, de modo que admitían como lícita la adición de la palabra Filioque en el Credo, y que el pan fermentado y el ácimo eran materia de la Eucaristía. Así abrazaron el Dogma del Purgatorio, de la visión beatífica y del Primado del Romano Pontífice; en una sola palabra, se puso todo el cuidado en eliminar los errores contrarios a la Fe Católica, pero nunca se hizo ningún daño al venerable Rito Oriental. Pero incluso aquellos que ignoraran la presente disciplina de la Iglesia, sobre la que no se habían documentado suficientemente, deben saber que los Pontífices Romanos, sin dejarse desanimar en absoluto por los fracasos del pasado, siempre pensaron en traer de vuelta a los Griegos a la unión, como hemos indicado anteriormente: siempre insistieron y aún hoy insisten, como se desprende claramente de sus palabras y de su comportamiento.

7. En el siglo XI, en Constantinopla, Alejandría y el Patriarcado de Jerusalén había varias Iglesias Latinas en las que se observaba el Rito Latino, al igual que en Roma no faltaban Iglesias Griegas en las que se celebraban los ritos sagrados según el Rito Griego. Miguel Cerulario, el impío instigador del cisma, ordenó cerrar las Iglesias Latinas. En cambio, León IX, Pontífice Romano, no le devolvió la moneda, aunque podría haberlo hecho con extrema facilidad, y no cerró en Roma los templos de los Griegos, sino que quiso que permanecieran abiertos. Por eso, lamentándose de la injusticia cometida contra los Latinos, en su primera Carta, en el capítulo 9, escribe así: “¿En qué aspecto es la Iglesia Romana más discreta, moderada y clemente que vosotros? De hecho, habiendo dentro y fuera de Roma muchos monasterios e iglesias de los Griegos, a ninguno de ellos se le perturba ni se le prohíbe seguir la tradición ancestral o la tradición específica, sino que, por el contrario, se le persuade y exhorta a observarlas”.

8. A principios del siglo XIII, tras la conquista de Constantinopla por los Latinos y la decisión del Sumo Pontífice Inocencio III de establecer en esa ciudad un Patriarca Latino al que obedecieran no solo los Latinos, sino también los Griegos, no olvidó declarar públicamente que no quería interferir en los Ritos Griegos, a menos que las costumbres que ellos aceptaban constituyeran un peligro para las almas o estuvieran en contradicción con la honestidad de la Iglesia. La decretal de este Papa, dada en el IV Concilio de Letrán, se encuentra en el tomo VII de la colección de los Concilios de Arduino, en el cap. Licet de Baptismo: “Aunque queremos animar a los Griegos a obedecer y volver a la Sede Apostólica, hoy queremos honrarlos sosteniendo, en la medida de lo posible con la ayuda de Dios, sus costumbres y sus ritos, pero no queremos apoyarlos en lo que constituye un peligro para las almas o una derogación de la honestidad de la Iglesia”. Honorio III, que sucedió inmediatamente a Inocencio, utilizó las mismas palabras cuando escribió al rey de Chipre que deseaba dos Obispos para algunos pueblos de su reino, uno Latino para los Latinos que allí habitaban y otro Griego para los Griegos que habitaban en los mismos territorios. Esta Carta de Honorio se encuentra impresa en los Anales de Rainaldo (Año de Cristo 1222, n.º 5).

9. El siglo XIII abunda en documentos de este tipo. A este siglo pertenece la Carta de Inocencio IV a Daniel, rey de Rusia, en Rainaldo (Año 1247, n. 29), quien, alabando la especial devoción del rey a la Iglesia Católica, concede que se conserven en el reino los ritos que no repugnan a la Fe de la Iglesia Católica, escribiendo así: “Por lo tanto, muy querido Hijo en Cristo, propensos a tus súplicas, a los Obispos y otros Sacerdotes de Rusia, les permitimos que sea lícito para ellos actuar según su costumbre y les permitimos, en virtud de la presente, que puedan observar sus otros ritos que no sean contrarios a la Fe Católica que profesa la Iglesia Romana”. Aquí viene a propósito la Carta del mismo Inocencio IV a Otón, Cardenal tuscolano, legado de la Santa Sede en la isla de Chipre, a quien había confiado la tarea de componer algunas controversias que habían surgido entre Latinos y Griegos, como se desprende de su Constitución, que comienza “Sub Catholicae” y que en el antiguo Bullario, tomo I, está registrada con el número 14: “Pero dado que algunos Griegos, que hace tiempo volvieron a la devoción de la Sede Apostólica, obedecen a esta con reverencia, conviene que, tolerando, en la medida de lo posible con Dios, sus costumbres y ritos, los conservemos en obediencia a la Iglesia Romana, sin concesiones a los peligros de las almas y a la honestidad de la Iglesia”.

Después de disponer en la misma Carta lo que debían hacer los Griegos, enumeró lo que pensaba que se les debía permitir. Concluye con estas palabras: “Recordad al Arzobispo de Nicosia y a sus sufragáneos Latinos que no perturben ni molesten a los Griegos ni a nadie después de nuestra deliberación”. El mismo Pontífice Inocencio IV, al nombrar a Lorenzo Minorita su penitentiario, como Delegado Apostólico y otorgándole plena autoridad sobre todos los Griegos que habitaban en el reino de Chipre, en los Patriarcados de Antioquía y Jerusalén, y también sobre los Jacobitas, Maronitas y Nestorianos, le recomendó sobre todo esto: que pusiera bajo su autoridad a todos los Griegos, defendiéndolos de todas las molestias que pudieran causarles los Latinos: “Os recomendamos que, protegiendo con la Autoridad Apostólica a los Griegos de aquellas partes, cualquiera que sea el nombre con que se les llame, no permitáis que sean perturbados por molestias o violencias causadas por los Latinos, exigiendo disculpas completas y ordenando a los propios Latinos que cesen completamente en cosas semejantes”. Estas son las palabras de Inocencio al mencionado Delegado Apostólico, recogidas por Rainaldo (Año 1247, n.º 30).

10. Alejandro IV, sucesor inmediato del Pontífice Inocencio, al darse cuenta de que la voluntad de su predecesor había sido en vano y al enterarse de que las agitaciones entre los Obispos Griegos y Latinos aún existían en el reino de Chipre, ordenó a los Obispos Latinos que dejaran ir a los Eclesiásticos Griegos a sus Sínodos y, al declararlos sujetos a los Decretos Sinodales, añadió la siguiente condición: “Aceptar y observar los Estatutos Sinodales que no sean contrarios a los Ritos Griegos de la Fe Católica y que sean tolerados por la Iglesia Romana”. Siguiendo este loable ejemplo, Elías, Obispo de Nicosia, incluyó en 1340 en sus Decretos Sinodales esta declaración: “Con esto no pretendemos prohibir a los Obispos Griegos y a sus súbditos que sigan sus Ritos, que no sean contrarios a la Fe Católica, de conformidad con el pacto publicado por Alejandro, Romano Pontífice de feliz memoria, entre Griegos y Latinos en el Reino de Chipre, y respetado”. Todo esto puede verse en la colección de Filippo Labbe (edición de Venecia, tomo 14, p. 279, y tomo 15, p. 775).

11. A finales del siglo XIII se produjo la citada Unión de Griegos y Latinos acordada en el Concilio General de Lyon, bajo el Beato Gregorio X, Sumo Pontífice, quien envió a Miguel Paleólogo la Confesión de Fe y el Decreto de Unión confirmado por el Concilio y jurado por los Legados Orientales, para que el mismo Emperador y los demás Obispos Griegos lo suscribieran. Todo fue hecho por el Emperador y los Orientales, añadiendo, sin embargo, esta condición que figura en la misma Carta recogida en su Recopilación por Arduino: “Pero pedimos a Su Majestad permanecer en nuestros Ritos, que utilizábamos antes del cisma, Ritos que no son contrarios a la Fe ni a los Mandamientos divinos” (Arduino, tomo 8, p. 698). Aunque la respuesta del Papa Gregorio a esta Carta de los Orientales se ha perdido, dado que él consideró bastante segura la unión aceptada y suscrita por ellos, se deduce naturalmente que esta condición fue aceptada y aprobada por él. Y, en verdad, Nicolás III, sucesor de Gregorio, a través de los Embajadores que envió a Constantinopla, reveló plenamente su opinión con estas palabras, tal y como se recoge en Rainaldo en el año de Cristo 1278: “En cuanto a los demás Ritos de los Griegos, la misma Iglesia Romana quiere que los Griegos, en la medida en que Dios lo permita, puedan perseverar en aquellos Ritos que cuenten con la aprobación de la Sede Apostólica, siempre que con ellos no se viole la integridad de la Fe Católica ni se derogue los sagrados estatutos de los cánones”.

12. En lo que respecta al siglo XV, basta con la citada Unión establecida en el Concilio de Florencia que, aprobada por el Papa Eugenio, Juan Paleólogo suscribió con esta nota: “Siempre que no se cambie nada de nuestros ritos”, como se puede ver en la Recopilación de Arduino (tomo 9, p. 395). Pero, como no es nuestra intención enumerar las medidas concretas que tomaron los Pontífices Romanos en los siglos siguientes, destacaremos algunas de las principales, de las que se desprende claramente que hicieron todo lo posible para que los Orientales borraran de sí mismos los errores que ocupaban sus mentes, pero al mismo tiempo, con argumentos claros, los Pontífices habían manifestado que querían proteger y defender los Ritos que sus antepasados, antes del cisma, con la aprobación de la Sede Apostólica, habían practicado; ni nunca habían pedido a los Orientales que, si querían ser Católicos, abrazaran el Rito Latino.

13. En la recopilación de documentos griegos, editada en Benevento, hay dos Constituciones, de León X y de Clemente VII, en las que se reprende violentamente a aquellos Latinos que censuraban a los Griegos por la observancia de las normas que les habían sido permitidas en el Concilio de Florencia; sobre todo porque celebraban la Misa con pan fermentado, tomaban esposa antes de acceder a las Órdenes Sagradas y la conservaban después de recibir la Ordenación, y porque daban la Eucaristía sub utraque specie también a los niños. Pío IV, en la Constitución Romanus Pontifex (n. 75, tomo 2, del antiguo Bulario), al establecer que los Griegos que habitan en las Diócesis de los Latinos están sujetos a los Obispos Latinos, añade inmediatamente: “Con esto, sin embargo, no queremos decir que los Griegos sean privados de su Rito Griego o que sean impedidos de alguna manera por los Ordinarios locales u otros”.

14. Los Anales de Gregorio XIII recopilados por el Padre Maffeo e impresos en Roma en 1742 relatan muchas cosas que el propio Pontífice hizo, aunque con escaso éxito, para convertir al Catolicismo a los Coptos y los Armenios. Pero lo que más se ajusta a nuestro tema es lo que se lee en la Constitución 63 (en el nuevo Bulario, tomo 4, parte 3), y en otras dos, la 157 y la 173 del mismo Bulario (tomo 4, parte 4), sobre la fundación en Roma de tres Colegios instituidos por el mismo Pontífice para Griegos, Maronitas y Armenios, en los que quiso que los alumnos de dichas naciones fueran educados de manera que permanecieran siempre en sus Ritos Orientales. Muy famosa fue la Unión de los Rutenos con la Sede Apostólica en tiempos del Papa Clemente VIII, de feliz memoria, cuyos Documentos se pueden leer en los Anales del venerable Cardenal Baronio, donde se expone el Decreto promulgado por los Arzobispos y Obispos Rutenos para realizar la Unión, con esta condición: “Salvad y observad íntegramente las ceremonias y los Ritos del culto divino y de los Santos Sacramentos, según la Tradición de la Iglesia Oriental, corrigiendo solo aquellos detalles que pudieran impedir la Unión misma, de modo que todo se haga según la antigua costumbre, como era antes” (edición romana del año 1596, tomo VII, p. 682). Pero poco después, para perturbar la paz, se difundió el rumor de que en la Unión se habían suprimido todos los Ritos que los Rutenos habían utilizado en el canto divino, en el Sacrificio de la Misa, en la administración de los Sacramentos y en otras ceremonias sagradas. Pablo V, en 1615, en una Carta Apostólica en forma de Breve, que está impresa en la misma Recopilación de Griegos, declaró solemnemente su voluntad con estas palabras: “Siempre que no contravengan la verdad y la doctrina de la Fe Católica y no excluyan la Comunión con la Iglesia Romana, no ha habido ni hay intención, pensamiento ni voluntad en la Iglesia romana de suprimir o hacer desaparecer con la citada Unión (los Ritos Orientales): ni que se pudiera decir u opinar tal cosa, ya que, por el contrario, dichos Ritos fueron permitidos, concedidos y otorgados por benevolencia apostólica a los Obispos y al Clero Ruteno”.

15. De aquí se puede deducir fácilmente que las Iglesias que posteriormente los Pontífices Romanos concedieron en Roma a los Griegos, Maronitas, Armenios, Coptos y Melquitas, y que aún existen, celebran abiertamente las funciones sagradas, cada una según su propio Rito. Aquí se podría citar oportunamente cómo el Papa Clemente VIII, en su Constitución 34 (párrafo 7 del antiguo Bulario), estableció un Obispo Griego en Roma para que administrara las Órdenes según el Rito Griego a los Italo-Griegos que habitaban las Diócesis Latinas. Posteriormente, Clemente XII, nuestro predecesor inmediato, con la Constitución Pastoralis añadió otro Obispo Griego, con sede en la Diócesis de Bisignano, para ordenar a los Italo-Griegos, a fin de que los que viven lejos de Roma no se vean obligados a hacer un largo viaje para recibir las Órdenes del Obispo Griego residente en Roma, según la citada Constitución de Clemente VIII; ni siquiera a los Obispos Católicos de los Maronitas, los Coptos y los Melquitas, que a veces vienen a Roma, se les niega la facultad de conferir las Órdenes según su propio Rito a las personas de su pueblo, siempre que sean idóneas. Del mismo modo, aquí se podría añadir que cada vez que parecía que había que modificar algo en la disciplina de los Orientales o de los Italo-Griegos, la Sede Apostólica lo hizo precisando inmediatamente que no se debía tocar nada del Rito Oriental o declarando abiertamente que se debían aceptar las cosas que se establecían para los Italo-Griegos que vivían entre nosotros y estaban sujetos a la jurisdicción de los Obispos Latinos, y que de ninguna manera debían extenderse a los Griegos Orientales que, separados de nosotros desde hacía mucho tiempo, vivían bajo sus Obispos Greco-Católicos.

16. Esto se desprende de lo aprobado por el Sínodo Provincial de los Rutenos celebrado en la ciudad de Zamoscia en 1720, del que tuvimos que ocuparnos personalmente, como secretario de la Congregación del Concilio, por mandato de Benedicto XIII, de feliz memoria. Es lícito suponer que él secundaba las propuestas de los Padres del mismo Concilio, por quienes varios Ritos vigentes entre los Griegos habían sido moderados o abolidos con sus propios Decretos. De hecho, en 1724 aprobó el mencionado Sínodo con una Carta Apostólica en forma de Breve, pero con la siguiente declaración: “Con nuestra aprobación del Sínodo no se piense que se ha derogado nada de las Constituciones de nuestros predecesores, los Pontífices Romanos, ni de los Decretos de los Concilios Generales, promulgados sobre los Ritos Griegos, que, a pesar de esta aprobación, deben seguir siempre en vigor”. Lo mismo se deduce de muchas de nuestras Constituciones que figuran en nuestro Bulario sobre los Ritos de los Coptos, los Melquitas, los Maronitas, los Rutenos y los Italo-Griegos en general, y en particular sobre los Ritos del Clero de la iglesia colegiada de Messina llamada Santa Maria “de Grafeo”, y finalmente sobre el Rito Griego que debe observarse en la Orden de San Basilio. En la Constitución 87 (cf. mismo Bulario, tomo 1), sobre los Ritos de los Greco-Melquitas, se lee lo siguiente: “Sobre los Ritos y costumbres de la Iglesia Griega hemos decretado que, en primer lugar, debe establecerse que a nadie le fue ni le es lícito, por ningún motivo, color, autoridad o dignidad, aunque sea Patriarcal o Episcopal, innovar nada ni introducir nada que disminuya la observancia íntegra y exacta de los mismos”. Además, en la anterior Constitución 57, que comienza Etsi Pastoralis (en el § 9, n. 1, que se refiere a los Italo-Griegos), se dispone: “Puesto que los Ritos de la Iglesia Oriental, que en gran parte provienen de los Santos Padres o han sido transmitidos por nuestros antepasados, se han arraigado tanto en las almas de los Griegos y de los demás, nuestros predecesores, los Pontífices Romanos, consideraron preferible y más prudente aprobar o permitir dichos Ritos, que en parte no son contrarios a la Fe Católica, ni generan peligro en las almas, ni derogan la claridad de la Iglesia, que reconducirlos a las normas del ceremonial romano”. Y se lee: “Además, lo que en cualquier región concedimos a los Italo-Griegos (o consentimos, declaramos, prescribimos, ordenamos o prohibimos), o en Oriente se concedió a los Griegos residentes bajo la jurisdicción de sus Obispos, Arzobispos o Patriarcas Católicos, o en cualquier otra nación cristiana que practique Ritos aprobados o permitidos por la Santa Sede, a cualquier título o jurídico, o de costumbre, o de cualquier otra forma legítima atribuida, o por Constituciones Apostólicas, o por Decretos de Concilios Generales o particulares, o de las Congregaciones de nuestros Venerables Hermanos Cardenales de la Santa Iglesia Romana en materia de Ritos Griegos u otros Ritos Orientales, entendemos que no se vea perjudicado por ningún pacto ni que se le cause perjuicio” (Ibid., § 9, n. 24).

17. Por lo tanto, dejando de lado muchos otros testimonios, diremos libremente que los Pontífices Romanos pusieron todo su empeño en derrotar las herejías que dieron lugar al cisma entre la Iglesia Oriental y la Occidental, y por eso exigieron el rechazo y la abjuración de aquellos Orientales que pedían volver a la unidad de la Iglesia o de aquellos sobre los que había que investigar si realmente pertenecían a la unidad de la Sede Apostólica. Hay dos Profesiones de Fe, la primera de las cuales fue prescrita por Gregorio XIII (tomo 2 del antiguo Bulario Romano, n. 33); la otra fue establecida por Urbano VIII entre los Orientales. Ambas fueron impresas por la imprenta de la Congregación de Propaganda Fide, la primera en 1623 y la segunda en 1642. Dado que en 1665 el Patriarca de Antioquía, Sirio de Hierápolis, y el Arzobispo de los Sirios que habitaban en la misma ciudad de Hierápolis, habían transmitido a Roma su Profesión de Fe, que había sido entregada para su examen al Padre Lorenzo de Lauria, conventual, entonces consultor del Santo Oficio y luego Cardenal de la Santa Iglesia Romana, este último, el 28 de abril del mismo año, presentó por escrito su opinión, que fue aprobada por la Congregación y que concluye con estas palabras: “Todo está bien, pero hay que señalar a quien corresponda que se procure que se emita la Profesión de Fe prescrita por Urbano VIII, de feliz memoria, para los Orientales, porque contiene la abjuración de muchas herejías y otras cosas necesarias para esas zonas”.

18. Habiendo incitado el enemigo, para sembrar discordia, el ánimo de algunos hasta tal punto de malicia que difundieron errores en los Misales, en los Breviarios y en los Rituales, con los que se envenenaba a los Eclesiásticos y al resto del Clero, con la decisión oportuna y tras un examen minucioso, los Pontífices Romanos se ocuparon de la impresión, por encargo de la Congregación de Propaganda Fide, del Misal Copto y Maronita, así como del Eslavo y otros similares. Tampoco debe pasarse por alto el cuidado y el esfuerzo que ha costado corregir el Eucólogo griego, que salió en los últimos meses, enmendado, de la imprenta de la misma Congregación. El examen de esta obra se inició con gran empeño bajo el Papa Urbano VIII y se abandonó al poco tiempo; recientemente se reanudó bajo Clemente XII, nuestro inmediato predecesor; Dios, el Ótimo Máximo, nos concedió esta alegría, tras muchas veladas, esfuerzos y discusiones llevadas a cabo durante nuestro Pontificado por Cardenales, Obispos, Teólogos y Estudiosos de lenguas orientales, que, investigando, leyendo y releyendo con atención, evaluando todo lo que debía leerse y consultarse, nos han dado una obra de absoluta profundidad, realizada con sistemática precisión y escrupuloso cuidado: una obra, que contemplamos con admiración, en la que no se tocó en absoluto el Rito Griego, sino que permaneció intacto e íntegro, aunque en épocas anteriores no faltaron entre nuestros teólogos aquellos que, totalmente ignorantes de las Liturgias Orientales y de los Ritos que se practicaban en la Iglesia Oriental antes del cisma, reprobaban todo lo que era contrario al Rito de la Iglesia Occidental, el único que conocían bien. En pocas palabras, al ocuparse del retorno de los Griegos y los cismáticos orientales a la Religión Católica, la máxima preocupación de los Pontífices Romanos era erradicar radicalmente de las conciencias los errores de Arrio, Macedonio, Nestorio, Eutiques y Dioscoro, de los Monotelitas y otros, en los que habían caído desgraciadamente, salvando sin embargo y manteniendo intactos los Ritos y la disciplina que observaban y profesaban antes del cisma, y lo que se basa en sus venerables y antiguas liturgias y rituales. Los Pontífices Romanos nunca exigieron que, al volver a la Fe Católica, abandonaran su Rito y abrazaran el Latino: esto habría supuesto tal devastación de la Iglesia Oriental y de los Ritos Griegos que no solo nunca se intentó, sino que era, y es, totalmente ajeno a los propósitos de esta Santa Sede.

19. De lo que se ha relatado ampliamente hasta ahora, se pueden extraer fácilmente muchas conclusiones. Primero: de ese Misionero que, con la ayuda de Dios, trata de inducir a la unidad a los cismáticos Orientales y a los Griegos, y a apartar de sus corazones los errores contrarios a la Fe Católica que abrazaron sus antepasados, para tener cualquier motivo para separarse de la unidad de la Iglesia y sustraerse a la obediencia y al respeto al Romano Pontífice, como jefe de la misma Iglesia, deben agotarse todos los intentos y todos los cuidados, y solo eso. En cuanto a los argumentos que debe utilizar el Misionero, dado que los Orientales se adhieren mucho a sus antiguos Padres, esto ya lo han hecho con su laboriosa asiduidad el diligentísimo León Allazio y otros famosos teólogos, que demostraron, sin sombra de duda, que entre ellos concuerdan ampliamente los antiguos y más renombrados Griegos y nuestros Padres de la Iglesia Occidental en todo lo que se refiere al Dogma y a la refutación de los errores en los que ahora han caído miserablemente los Orientales y los Griegos. Por lo tanto, el estudio de estos libros será sin duda de gran utilidad. En realidad, los Luteranos intentaron en el siglo pasado arrastrar a los Orientales y a los Griegos a sus errores. Lo mismo intentaron los Calvinistas, enemigos acérrimos de la Presencia Real de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía y de la Transubstanciación del pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre, y atrajeron a su lado al Patriarca Cirilo, según se dice. Sin embargo, como los Griegos, aunque cismáticos, se dieron cuenta de que con las herejías de Lutero iban en contra de la autoridad de sus antiguos Padres, en particular de los Santos Cirilo, Juan Crisóstomo, Gregorio de Nisa, Juan Damasceno, y contra los verdaderos argumentos que provienen de sus Liturgias para afirmar la Presencia Real y la Transubstanciación, no toleraron ser engañados ni quisieron en modo alguno apartarse de la Verdad Católica. Todo esto se deduce del Schelestrato en la disertación Del perpetuo consenso de la Iglesia Oriental contra los Luteranos bajo el título De la transubstanciación (tomo 2, p. 717), de los Actos de la Iglesia Oriental. Los mismos condenaron unánimemente en dos Sínodos al Patriarca Cirilo, es decir, los dogmas calvinistas que pasaron bajo su nombre, como se puede ver en Cristiano Lupo (parte 5, Concilios Generales y Provinciales, y sobre todo en la disertación Di alcuni luoghi, cap. 9, in fine). De ello se desprende, ante todo, una esperanza nada desdeñable de que las opiniones de los antiguos Padres, sometidas a su consideración, combatan sus nuevos errores, favorezcan más que nunca nuestro Dogma Católico, faciliten el camino de su retorno y los impulsen a una verdadera conversión. Luego se puede deducir una segunda consecuencia, es decir, que no solo no es necesario que los Orientales y los Griegos, para ser llamados al camino de la unidad, vean alterados y cambiados sus Ritos; en verdad, esto siempre fue ajeno a las decisiones de la Sede Apostólica, que en esta materia de los Ritos Sagrados supo distinguir la cizaña del trigo, cuando fue necesario. Tales intentos eran muy contrarios a la tan deseada Unión, como bien dijo Tomás de Jesús en Sobre la conversión de todos los pueblos (libro 7, cap. 2): “También hay que mostrar que la Iglesia Romana aprueba y consiente que cada Iglesia se adhiera a sus propios ritos y ceremonias, ya que los cismáticos están muy apegados a sus propios ritos. Y para que la sospecha infundada de tener que perderlos no los aleje de la Iglesia Romana, hay que trabajar oportunamente para persuadirles de que se conservan sus ceremonias”. Por último, de lo dicho anteriormente se deduce este tercer principio: el Misionero que desee convertir al cismático Oriental no debe intentar inducirlo a seguir el Rito Latino; al Misionero solo se le confía esta tarea: llamar al Oriental a la Fe Católica, no inducirlo al Rito Latino.

20. Una vez celebrada en el Concilio de Florencia la Unión que hemos mencionado anteriormente, algunos Católicos Latinos que vivían en Grecia consideraron que les estaba permitido pasar del Rito Latino al Griego, atraídos quizá por la libertad que se había reservado a los Griegos de conservar, tras la Ordenación Sagrada, a las esposas con las que se habían casado antes de recibir el Orden. Pero Nicolás V, Sumo Pontífice, no dejó de poner remedio a esta corrupción, como se deduce de su Constitución (tomo 3, parte 3 del Bulario publicado recientemente en Roma, p. 64): “Nos ha llegado a oídos que en los lugares de Grecia sometidos a los Católicos, muchos Católicos, con el pretexto de la Unión, pasan descaradamente a los Ritos Griegos. Estamos muy sorprendidos y no dejamos de sorprendernos, sin saber qué es lo que les ha impulsado, desde la disciplina y los Ritos en los que han nacido y crecido, a pasarse a Ritos extranjeros: de hecho, aunque los Ritos de la Iglesia Oriental son loables, no es lícito mezclar los Ritos de las Iglesias, ni lo permitió nunca el Sacrosanto Sínodo de Florencia”. Dado que el Rito Latino es el que utiliza la Santa Iglesia Romana, que es Madre y Maestra de las demás Iglesias, debe preferirse a todos los demás Ritos. De ello se deduce que no es lícito pasar del Rito Latino al Griego, ni que quienes en su día pasaron del Rito Griego u Oriental al Latino puedan volver al antiguo Rito Griego, como queda claro en nuestra Constitución Etsi Pastoralis (en nuestro Bulario, tomo 1, 57, párr. 2, n. 13), a menos que intervengan circunstancias relevantes que persuadan a conceder una dispensa por este motivo, como ocurría en el pasado y sigue ocurriendo ahora en el Colegio de los Maronitas de nuestra ciudad, en el que, cuando se encuentra algún Sacerdote de la Compañía de Jesús que, al entrar en la Congregación, obtuvo la dispensa para pasar al Rito Latino, a veces se le dispensa de ello, para que pueda celebrar la Misa en la iglesia de dicho Colegio en Rito Siríaco y Caldeo y recitar el oficio divino según el mismo Rito. Además, puede enseñar el mismo Rito a los alumnos huéspedes en el mismo Colegio. Esto se desprende claramente de varios Decretos del Santo Oficio, uno fechado el 30 de diciembre de 1716, otro el 14 de diciembre de 1740, así como de otro más reciente que ordenamos enviar el 19 de agosto de 1752.

21. Esto se refiere al paso del Rito Latino al Griego. Ahora bien, hablando del paso del Rito Oriental y Griego al Latino, se puede afirmar libremente que este paso no está prohibido como el primero; sin embargo, no es lícito que el Misionero induzca a los Griegos y Orientales, deseosos de volver a la unidad de la Iglesia Católica, a abandonar su propio Rito, ya que de esta forma de actuar pueden derivarse daños muy graves, como hemos dicho anteriormente. Los Católicos Melquitas pasaban voluntariamente del Rito Griego al Latino, pero se les prohibió hacerlo y se advirtió a los Misioneros que no aconsejaran ese paso, cuya autorización está reservada al juicio exclusivo de la Sede Apostólica, como se manifiesta en nuestra Constitución Demandatam del Bollario (tomo 1, 85, párrafo 35): “Además, prohibimos expresamente a todos y cada uno de los Católicos Melquitas que observan el Rito Griego pasar al Rito Latino. Ordenamos a todos los Misioneros, bajo pena de las sanciones que se indican más abajo y de otras que se establecerán a nuestro juicio, que no presuman de hacer pasar a ninguno de ellos del Rito Griego al Latino, ni lo permitan a quienes lo deseen, sin haber consultado a la Sede Apostólica” . Del mismo tenor son los decretos de Urbano VIII, nuestro predecesor, sobre el Rito Grecoruteno, emitidos en su presencia por la Congregación de Propaganda Fide el 7 de febrero y el 7 de julio de 1624. Aunque pareciera justo dejar libre facultad a los Italo-Griegos para pasar del Rito Griego al Latino, ya que están entre nosotros y están sujetos a un Obispo Latino, sin embargo se ha establecido que se requiera la autoridad de la Sede Apostólica si se trata de Eclesiásticos, tanto seculares como regulares; si, por el contrario, los laicos y los seculares solicitan este cambio, basta con el permiso del Obispo, que puede concederlo moderadamente por causas justas y legítimas a determinadas personas, pero nunca a toda una comunidad. En este caso, siempre se requiere la autoridad de la Sede Apostólica, como se puede ver en nuestra tan citada Constitución Etsi Pastoralis (17, § 2, n. 14, primer tomo de nuestro Boletín).

22. Si se quisiera sostener que los Orientales y los Griegos, al abjurar de la herejía y volver a la unidad, pueden ser atraídos y exhortados con razón a denunciar sus propios Ritos y abrazar íntegramente el Rito Latino, sobre todo porque en otros tiempos se aprobó, y aún hoy se aprueba, que los Orientales y los Griegos sigan algún Rito Latino, se responde que no es oportuno. De hecho, los Orientales y los Griegos constituyen dos categorías. La primera es la de aquellos que, insatisfechos en modo alguno con lo que les ha permitido la Sede Apostólica para conservar la unión, se salen de los límites de la honestidad, sosteniendo que lo que ellos hacen es legítimo y que los Latinos que no solicitan lo mismo están en error. Por ejemplo, el pan ácimo: los Griegos y los Orientales, para ser Católicos, deben declarar que el pan, ya sea ácimo o fermentado, es materia válida para el Sacramento de la Eucaristía y que cada Iglesia debe seguir su propio Rito. Por lo tanto, cualquiera que cuestione el Rito Latino, que utiliza pan ácimo en la Consagración de la Eucaristía, se aleja de la verdad y cae en el error. El Monje Hilario, en su Oración dialéctica, que León Allazio tradujo del griego al latín (tomo 1 de Graecia Ortodossa, publicado por la Congregación de Propaganda Fide en 1652, p. 762), se expresa así: “Os he escrito, queridos amigos Griegos, no para acusar vuestro pan, que adoro y venero como nuestro pan ácimo, sino para lamentarme y decir que no os comportáis ni honestamente ni como corresponde a un Cristiano, cuando ofendéis el pan ácimo de los Latinos con palabras y hechos, y os obstináis en la injuria: en ambos, como se ha dicho, está contenido Cristo”. He aquí un ejemplo de la libertad concedida a la Iglesia Oriental y Griega: aquellos que en ella son investidos con las Órdenes Sagradas y también con el Sacerdocio pueden conservar las esposas que tomaron antes de la Ordenación, como lo establece claramente el Canon Aliter (dist. 31, cap. “Cum olim, de Clericis coniugatis”). Los Pontífices Romanos, reflexionando que esto no era contrario ni al derecho divino ni al natural, sino solo a las Reglas Eclesiásticas, consideraron oportuno dejar esta costumbre vigente entre los Griegos y los Orientales porque, interponiendo la Autoridad Apostólica con el propósito de erradicarla, no se les diera la oportunidad de alejarse de la Unidad, como bien explica Arcudio en su Concordia (libro 7, cap. 33). Sin embargo, ¿quién lo creería? No faltaron, ni faltan, entre los Griegos y los Orientales, algunos que insultan a la Iglesia Latina por ser contraria al matrimonio porque, siguiendo el ejemplo de los Apóstoles, ha conservado y conserva el celibato en sus Subdiáconos, Diáconos y Presbíteros. Se puede leer a Incmaro de Reims (tomo 2, epístola 51 de sus obras). Un tercer ejemplo lo aportan varios Coptos, cuyo Rito prescribe que después del Bautismo se administre inmediatamente la Confirmación; esta costumbre no existe en la Iglesia Occidental, que en la mayoría de los casos exige que los confirmandos tengan una edad en la que puedan distinguir el bien del mal. La Iglesia Romana no se opone a la antigua costumbre de los Coptos. Pero (¿quién lo creería?) entre ellos hay algunos que rechazan el Bautismo de los Latinos porque después del Bautismo no se administra la Confirmación. Por eso, en nuestra Constitución 129, que comienza Eo quamvis tempore (tomo 1 de nuestro Bulario), se les reprende y condena con razón: “Así como a la bondad y paciencia de la Sede Apostólica puede parecer coherente que los Coptos perseveren en su costumbre, tampoco se debe tolerar que consideren con repugnancia el Bautismo conferido en el Rito Latino y separado de la Confirmación”.

23. Otro grupo está formado por los Orientales y los Griegos que, manteniendo en gran parte sus Ritos y venerando al mismo tiempo los Ritos Occidentales y Latinos, siguen algunos de ellos, por antigua costumbre respetada por sus Obispos y confirmada además, expresa o tácitamente, por la Sede Apostólica. En esta categoría se pueden incluir a los Armenios y Maronitas, que abandonaron el pan leudado y celebran la Eucaristía con pan ácimo como los Latinos, tal y como atestigua Abraham Echellense en su Eutichio Vendicato, p. 477. Muchos atribuyen esta disciplina de los Armenios a San Gregorio Iluminador, primer Obispo de los Armenios, que a principios del siglo IV, bajo el rey Tiridates, obtuvo la corona del martirio; otros al Pontífice San Silvestre, o bien declaran que fue aceptada por San Gregorio Magno en las negociaciones iniciadas con la Nación Armenia y que son indicadas por el Sumo Pontífice Gregorio IX en sus Cartas al rey de Armenia, referidas por Rainaldo (año 1139, n. 82). Que esa disciplina fue dada a los Armenios por la Iglesia Romana lo atestigua el Patriarca de los Armenios Silense Gregorio en una Carta a Aitone, padre de León, rey de Armenia, Cenobita, como se lee de Clemente Galano en La conciliación de la Iglesia Armenia con la romana (tomo I, p. 449): “Por lo que de la Santa Iglesia Romana hemos recibido la unión del agua (con el vino en el cáliz), como de ella hemos recibido el pan ácimo, la mitra episcopal y la forma de hacer la señal de la Cruz”. Igualmente antigua e inmemorial es entre los Maronitas la costumbre del pan ácimo, como se sabe por Morini en su Prefacio a las Ordenaciones de los Maronitas y por la Biblioteca Oriental de Assemano el Viejo (tomo 1, p. 410). Además, está atestiguada por el Sínodo Nacional celebrado en el Monte Líbano en 1736 y confirmada por nosotros en nuestra Constitución Singularis (31, tomo 1 de nuestro Bulario), en la que, en el capítulo 12, sobre el Sacramento de la Eucaristía, cuando se habla del pan ácimo, se leen estas palabras: “Esta costumbre en nuestra Iglesia y entre los Armenios de Oriente se remonta a tiempos inmemoriales, y podemos citar documentos auténticos que lo atestiguan”. Con este ejemplo de los Armenios y los Maronitas, el Cardenal Bessarion, a quien se le confió en primer lugar la abadía de Grottaferrata en la Diócesis de Tusculum, consiguió que los Monjes Griegos que se encontraban en ella pudieran consagrar en pan ácimo, como se puede leer en nuestra Constitución 33, Inter multa (párrafo Ut autem, tomo 2° de nuestro Bulario). Esto se observó siempre, y aún hoy se observa, en la Iglesia Colegiata de Santa Maria di Grafeo, situada en la Diócesis de Messina, cuyo clero está autorizado a mantener el Rito Griego (como se puede leer en nuestra Constitución 81, que comienza Romana Ecclesia (§ 1, tomo 1 de nuestro Bulario), su disciplina y celebrar la Eucaristía con levadura, aunque, en general, los Sacerdotes Italo-Griegos que operan en Italia y en las islas adyacentes, y los Sacerdotes, tanto de Rito Latino como Griego, a menudo se les advierte que no descuiden la Consagración de la Eucaristía y la distribuyan cada uno según su propio Rito, como se declara en nuestra Constitución que comienza Etsi Pastoralis (57, § 1, n. 2 y § 6, n. 10 y ss. de nuestro Bulario, tomo 1).

24. Durante algunos siglos se afirmó la costumbre de dar la Eucaristía a los niños después del Bautismo, con la convicción de que era necesario para la salvación eterna de los niños, pero por puro Rito y Tradición entonces en boga, como sabiamente dijeron los Padres del Concilio de Trento (sess. 21, cap. 4). Entre los errores de los Armenios condenados por el Sumo Pontífice Benedicto XII, el quincuagésimo octavo en Rainaldo (Año 1341, § 66), se registra aquel según el cual, para la salvación eterna de los niños y para la validez del Bautismo que se les confería, además de la Confirmación, también se les debía administrar la Eucaristía. En la Iglesia Occidental, desde hace más de cuatrocientos años, no se da la Eucaristía a los niños después del Bautismo. Pero no se puede negar que en los libros de los Rituales Orientales se cita el Rito de la Comunión que se debe dar a los niños después del Bautismo. Assemano el Joven (Código Litúrgico, libro 2, p. 149), recoge la norma de la administración del Bautismo entre los Melquitas; y en la p. 309 expone el orden del Bautismo de los Sirios, impreso por Filoxeno de Mabbügh, Obispo Monofisita; en la p. 306 recoge otro tomado del antiguo Ritual de Severo, Patriarca de Antioquía, precursor de los Monofisitas; en el libro 3 del mismo Código (p. 95 y p. 130), recoge otras dos órdenes observadas entre los Armenios y los Coptos al administrar el Bautismo: en todas se ordena que a los niños se les dé la Eucaristía después del Bautismo. Santo Tomás (part. 3, quest. 80, art. 3) afirma que esta costumbre se mantuvo entre algunos Griegos hasta su época. Arcudio, por su parte, en el libro 3, De Sacramento Eucharistiae, cap. II, escribe que esta era la disciplina de los Griegos, pero que algunos de ellos la abandonaron poco a poco debido a las dificultades que encontraban para administrar la comunión a los niños después del Bautismo. En las Actas del Sínodo celebrado en el Monte Líbano el 18 de septiembre de 1596 bajo Sergio, Patriarca de Antioquía de los Maronitas, y presidido por el Padre Girolamo Dandino, jesuita, legado del Papa Clemente VIII, se leen estas palabras: “Puesto que es difícil dar la Comunión de Cristo a los niños sin gran indecencia y sin ofender al venerable Sacramento, en el futuro todos los Sacerdotes se abstendrán de admitirlos antes de que alcancen la edad de razón” (Ibid., can. 7). De la misma opinión son los Padres del Concilio de Zamoscia de 1720 (en el § 3 del De Eucharistia). Lo mismo se confirma en las Actas del Concilio del Líbano de 1736, como se lee en El Santísimo Sacramento de la Eucaristía (cap. 12, n. 13), cuyas palabras son las siguientes: “En nuestros antiguos Rituales, como en la antigua Orden Romana y en las Eucologías Griegas, se prescribe claramente al Ministro del Bautismo que cuide de los niños purificados por el Bautismo y la Confirmación con el Sacramento de la Eucaristía; sin embargo, por la reverencia debida a este augustísimo Sacramento y porque no es necesario para la salvación de los infantes y los niños, prescribimos que a los infantes, cuando son bautizados, no se les dé la Eucaristía bajo ninguna condición, ni siquiera sub specie Sanguinis”. Lo mismo se estableció en la Constitución para los Italo-Griegos, Etsi Pastoralis (en nuestro Bulario, 57, § 2, n. 7, tomo 1).

25. Arcudio, en Concordia occidentale e orientale nell'amministrazione dei Sacramenti (libro 3, cap. 4), y Leone Allazio, en la primera anotación De Ecclesiae Occidentalis atque Orientalis consensione (p. 1614 y ss.), hablan extensamente del uso de dar la Eucaristía sub utraque specie también a los laicos, según la disciplina Oriental y Griega. En el Colegio Griego que fue erigido en Roma, como dijimos, por Gregorio XIII, se estableció la ley de que el Griego se conservara en ese Rito, como atestigua Leone Allazio en su Tractatus de aetate et interstitiis (p. 21), según las Constituciones del propio Colegio, confirmadas por el Sumo Pontífice Urbano VIII: los alumnos deben confesarse cada ocho días y comulgar cada quince días, así como en las Fiestas Solemnes y los Domingos de Adviento y Cuaresma, observando el Rito Latino; en las Fiestas más Solemnes, es decir, en Pascua, Pentecostés y Navidad, se les ordena recibir la Eucaristía sub utraque specie con el Rito Griego, es decir, con pan leudado, mojado en la Sangre, para lo cual el Sacerdote utiliza una pequeña cuchara, que pone en la boca de quien comulga. El mismo Rito se observa con todos los demás Griegos que en esos días acuden a la Misa Solemne o que en los demás días del año piden en la Iglesia del Colegio Griego que se les administre la Eucaristía con el Rito Griego. Pero para los Italo-Griegos, en la mencionada Constitución Etsi Pastoralis (57, § 6, n. 15), la Eucaristía sub utraque specie solo está permitida en aquellos lugares en los que se conserva el Rito de esta Comunión; pero en los demás lugares, donde el mismo Rito está en desuso, la Comunión sub utraque specie está prohibida. De esta disciplina o Rito de la Comunión sub utraque specie, aunque aceptado en toda la Iglesia Oriental, algunos Griegos y Orientales se han alejado poco a poco. Lucas Olstenio, hombre famoso, en la Carta a Bertoldo Nimisio, que se lee impresa en los folletos Griegos y Latinos de León Allazio (p. 436), refiere haber dado la Eucaristía en la Basílica Vaticana a un Sacerdote Abisinio que, al tener que Comulgar, se había acercado con otros al Sagrado Altar. Después de administrarle la Comunión bajo la única especie del pan, se le preguntó a él y a los demás hombres de la Iglesia de Etiopía si, según el Rito de su patria, solían tomar la Eucaristía bajo una sola especie, tanto en la liturgia solemne como en la participación diaria en la Eucaristía, así como cuando, en peligro inmediato de muerte, la llevaban como viático. Él atestigua que ellos respondieron que siempre se administraba la Eucaristía bajo la única especie del pan y que esta era la antigua disciplina que aún perduraba en la Iglesia Etíope. Entre las preguntas formuladas al Sumo Pontífice Gregorio XIII por el Patriarca de los Maronitas se encuentra esta: “Nosotros celebramos la Misa solo con pan ácimo, pero nuestros laicos comulgan sub utraque specie”. El Papa le respondió: “Si quieren consagrar en pan ácimo, no parece que se les deba prohibir, pero los laicos deben ser apartados poco a poco de la Comunión sub utraque specie; de hecho, todo Cristo está contenido en una sola especie y en el uso del Cáliz hay un gran peligro de derramamiento”, como se puede leer en la alabada obra de Tomás de Jesús De conversione omnium gentium (p. 486 y ss.). También los Padres del Concilio del Líbano celebrado en 1736 (part. 2, cap. 12, n. 21), adhiriéndose a esta orientación, establecieron lo siguiente: “Adeptos a las leyes de la misma Santa Iglesia Romana, os ordenamos y mandamos literalmente que a ningún laico o Clérigo con Órdenes Menores se le dé la Comunión sub utraque specie, sino solo sub una, la del pan”, permitiendo solo a los Diáconos recibir en la Misa Solemne la Eucaristía sub utraque specie, es decir, primero bajo la especie del pan y luego bajo la del vino, eliminando sin embargo el uso de la cuchara, que hemos mencionado anteriormente: “Pero a los Diáconos les concedemos y permitimos, sobre todo en la Misa Solemne, poder recibir la Hostia mojada en la Sangre de los Sacerdotes, siempre que se evite el uso de la cuchara, que hemos establecido que debe abolirse totalmente”.

26. Por último, sin alejarnos de la Eucaristía, hablaremos aquí de otro Rito Oriental y Griego por el cual el Sacerdote, después de la Consagración y antes de la Consumación, vierte un poco de agua tibia en el Cáliz. Matteo Blastaris, en Syntagmate Alphabetico (cap. 8, tomo 2), Synodicon Graecorum (p. 153), recuerda este Rito y explica su significado. Eutimio, Arzobispo de Tiro y Sidón, en 1716 planteó al Sumo Pontífice Clemente XI algunas preguntas, una de las cuales era por qué se debía prohibir a los Melquitas de Siria y Palestina verter agua tibia en la Sangre divina después de la Consagración; se respondió, con una explicación detallada y exhaustiva, aprobada por el propio Pontífice y transmitida por orden suya a los Superiores de las Misiones de Tierra Santa, Damasco, Tiro y Sidón. Se ordenó al mismo Arzobispo que no prohibiera que se hiciera, ya que se trataba de un antiguo Rito, estudiado por la Sede Apostólica y permitido a los Sacerdotes Griegos también en Roma; de lo cual se deduce el ardor de la Fe que debe arder hacia tal misterio. Una respuesta similar fue dada el 31 de marzo de 1729, por orden del Papa Benedicto XIII, a Cirilo de Antioquía, Patriarca de los Griegos. El mismo Rito está permitido a los Italo-Griegos en la citada Constitución 57, Etsi Pastoralis (en nuestro Bulario, § 6, n. 2, tomo 1). En las Congregaciones que se celebraron inmediatamente después para la corrección de los Libros Eclesiásticos de la Iglesia Oriental, con el fin de actuar con la mayor diligencia posible, tras debatirse mucho y durante mucho tiempo si debía prohibirse el Rito de verter agua tibia en el Cáliz después de la Consagración, habiendo hablado anteriormente el Cardenal Umberto di Selva Candida con gran vehemencia en contra de este Rito, el 1 de mayo de 1746 se respondió que no se debía renovar nada, y este Rescripto fue luego confirmado por Nosotros; de hecho, se descubrió que las razones aducidas por este Cardenal no tenían ningún peso. Sin embargo, los Padres del Concilio reunidos en Zamoscia en 1720, por motivos graves, prohibieron a los Sacerdotes Rutenos verter agua tibia en el Cáliz después de la Consagración, como se puede leer en el párrafo sobre la celebración de las Misas: “Prohíbe por motivos graves y deroga la costumbre tolerada en la Iglesia Oriental de verter agua tibia en las especies consagradas del cáliz, después de la Consagración, antes de la Comunión”.

27. De estos y otros ejemplos similares, que podrían añadirse fácilmente, se valen aquellos que son más propensos al paso del Rito Oriental y Griego al Occidental y Latino, o ciertamente aquellos que creen actuar con pleno derecho cuando, al convertir al cismático Oriental a la unidad de la Iglesia, tratan de llevarlo de un Rito que solía observar antes de unirse a nosotros, y que es firmemente conservado y observado por todos los demás Orientales y Griegos, por antigua disciplina. En verdad, ni los ejemplos citados anteriormente, ni los demás que se podrían aducir, aportan ninguna prueba a su favor, porque en el paso del Rito Oriental y Griego al Occidental y Latino se elimina todo lo que prescribe el Rito Griego y no se ajusta al Rito Latino; esto no ocurre en los ejemplos que se han citado anteriormente, en los que, si se elimina alguna solemnidad peculiar del Rito Griego, el Rito mismo y todo lo que en él se prescribe se conservan intactos; ya que eliminar incluso una parte del Rito, salvo las demás partes del mismo, no es competencia de un particular, sino que es necesaria la intervención de la autoridad pública, es decir, la del Jefe Supremo de toda la Iglesia, que es precisamente el Romano Pontífice. De hecho, la Sede Apostólica es la única que, por derecho propio, cada vez que lo ha considerado justo, ha suprimido algún Rito de la Iglesia Oriental y lo ha transferido a la Occidental, o ha permitido que algún Rito Griego se practique en alguna iglesia Latina. La misma Sede Apostólica, cada vez que se enteraba de que algún Rito peligroso o indecoroso se había infiltrado en la Iglesia Oriental, lo condenaba, lo desaprobaba y prohibía su uso. Por último, la misma Sede Apostólica, después de ver que algunos pueblos Orientales o Griegos estaban firmemente decididos a utilizar y defender algún Rito Latino, y en particular cuando dicho Rito se remontaba a una época antigua y era generalmente aceptado por todos, y estaba expresamente o tácitamente aprobado por el Obispo, confirmaba dicho Rito, tolerándolo y, por lo tanto, aprobándolo.

28. En la Liturgia Latina y Griega se recita el Símbolo; su recitación en la Misa, establecida primero en la Iglesia Oriental, se trasladó luego a la Occidental, como se desprende del tercer Concilio de Toledo de 589, que dice literalmente: “En todas las Iglesias de España o Galicia, según la norma de las Iglesias Orientales, del Concilio de Constantinopla, es decir, de ciento cincuenta Obispos, se recite el Símbolo de la Fe, de modo que antes de decir la Oración Dominical, sea recitado en voz alta por el pueblo” (can. 2, tomo 5, p. 1009 de la Colección de Filippo Labbe). Por lo tanto, dado que los Padres del Concilio de Toledo, al establecer el orden de recitar el Símbolo en la Misa, se refirieron al Rito Oriental, es lícito reconocer que esta disciplina, instituida primero en Oriente, se había extendido luego a Occidente: como dicen el Cardenal Bona en Rerum Lyturgicarum (libro 2, cap. 8, n. 2) y Giorgio en De Lyturgia Romani Pontificis (tomo 2, cap. 20, n. 2, p. 176). Pero, continuando con el tema, Amalario (en el libro De Divinis Officiis, cap. 14), basándose en la autoridad de San Paulino en la Carta a Severo, relató que en la Iglesia de Jerusalén solo el Viernes Santo existía la costumbre de exponer al pueblo, para su adoración, la Cruz en la que fue crucificado Cristo, atribuye a esta costumbre Griega la adoración de la Cruz, que en el Oficio del Viernes Santo se sigue realizando hoy en día en todas las Iglesias Latinas. El Trisagio Sanctus Deus, Sanctus Fortis, Sanctus Immortalis, miserere nobis es una oración piadosa y muy frecuente en la Liturgia Griega, como acertadamente señala Goario en las Notas al Euchologion en la Misa de San Juan Crisóstomo (p. 109). El origen de esta invocación se remonta al milagro que tuvo lugar a mediados del siglo V en la ciudad de Constantinopla. Mientras el Emperador Teodosio, el Patriarca Proclo y todo el pueblo rezaban a Dios al aire libre para ser liberados de la próxima desgracia que se cernía sobre ellos a causa del violento terremoto, se vio a un niño que de repente fue arrebatado al Cielo; luego, enviado de vuelta a la tierra, contó que había oído a los ángeles cantar el mencionado Trisagio: por lo que, como todo el pueblo, por orden del Patriarca Proclo, cantaba devotamente dicho Trisagio, la tierra se calmó del terrible terremoto que la sacudía, como narra Nicéforo en el libro 14, cap. 46, y continúa correctamente el Sumo Pontífice Félix III en la tercera Epístola a Pietro Fullone, que se encuentra en la Colección de Labbe, tomo 4. El mismo Trisagio se canta el Viernes Santo en la Iglesia Occidental en Griego y en Latín, como señala puntualmente el Cardenal Bona, Rerum Lyturgicarum (libro 2, cap. 10, n. 5). La bendición del agua en la víspera de la Epifanía proviene del Rito de la Iglesia Griega, como demuestra ampliamente Goario en el Eucologio, o Ritual Griego; ahora esta función se realiza el mismo día también en la Iglesia Griega de Roma, como se recuerda en nuestra citada Constitución 57 (párrafo 5, n.º 13), y al mismo tiempo se permite que los fieles sean rociados con la misma agua bendita. Sobre el paso de este Rito de la Iglesia Oriental a algunas Iglesias Occidentales, se puede consultar lo recopilado por el erudito Martene en De antiqua Ecclesiae disciplina in Divinis celebrandis Officiis (tomo 4, cap. 4, n. 2) y lo que se afirma en la disertación del Padre Sebastián Pablo de la Congregación de la Madre de Dios, impresa en Nápoles en 1719 y cuyo título es De ritu Ecclesiae Neritinae exorcizandi aquam in Epiphania, donde, entre otras cosas (parte 3, p. 177 y ss.) advierte oportunamente a los Obispos, en cuyas Diócesis se introdujeron hace mucho tiempo Ritos derivados de la Iglesia Griega, que no se esfuercen demasiado por eliminarlos, para que el pueblo no se altere y para que no parezca que desaprueban la forma de actuar de la Sede Apostólica, la cual, aunque estaba al corriente de esos Ritos, permitió sin embargo conservarlos y practicarlos. También cita en la página 203 la Carta del Cardenal Santoro del título de Santa Severina, de 1580, escrita a Fornario, Obispo de Neritino, sobre este mismo tema y sobre la bendición del agua para la Epifanía, que se realiza en esa Diócesis. Igualmente Griego es el Rito de despojar y lavar el Altar el Jueves Santo. Se pueden encontrar vestigios de este Rito en el siglo V; San Saba habla de él en su Typico, es decir, de la orden de recitar el Oficio Eclesiástico durante todo el año. Según el testimonio de Leone Allazio, De libris Ecclesiae Graecae dissertatio (I, p. 9), murió en 451. Si se pudiera afirmar que el Orden Romano publicado por Ittorpio fue compuesto por disposición del pontífice San Gelasio, el Rito de lavar los Altares el Jueves Santo sería casi coetáneo en la Iglesia Latina con la costumbre de los Griegos, ya que el Papa San Gelasio murió en 496. Pero, dado que no se sabe con certeza si el Orden Romano publicado por Ittorpio es tan antiguo y dado que, después de él, el español San Isidoro fue el primero entre los Latinos que habló de este Rito, y el mismo San Isidoro murió en 636, es posible que este Rito Oriental haya llegado a Occidente. Hasta nuestros días se observa en algunas Iglesias Latinas, con la aprobación de los Pontífices Romanos, y en la Basílica Vaticana se celebra cada año con gran solemnidad. Suárez, Obispo de Vasione y Vicario de la misma Basílica, y Giovanni Crisostomo Battello, Arzobispo de Amaseno, que figuraba entre los beneficiarios menores de esa Basílica, publicaron dos disertaciones muy sofisticadas en las que ilustraban el Rito mencionado. Así pues, de los ejemplos y los hechos se desprende claramente lo que hemos dicho anteriormente, es decir, que la Sede Apostólica no dejó de extender a toda la Iglesia Latina los Ritos que pertenecían a la Iglesia Griega, siempre que lo consideraba razonable, ni de permitir que algunos Ritos importantes, derivados de la Iglesia Griega, se observaran en algunas Iglesias Latinas.

29. Poco antes hablamos del Trisagio, de la maravillosa forma en que su canto fue introducido en las Sagradas Liturgias de la Iglesia Griega. Sin embargo, Pietro Fullo, apodado Gnafeo, defensor de la herejía de los Apolinaristas, llamados Teopascitas, se atrevió a añadir al Trisagio estas palabras “Que fue crucificado por nosotros”, como recuerda ampliamente Teodoro Lector en Collectanearum, libro I, y habiendo algunas Iglesias Orientales, sobre todo Sirias y Armenias, por obra de un tal Jacobo Siro, según el testimonio de Nicéforo (libro 18, cap. 52), aceptado esta adición; los Pontífices Romanos, con la vigilancia y la solicitud que solían tener en casos similares, no dejaron de oponerse al error naciente y de prohibir la adición hecha al Trisagio, rechazando la interpretación según la cual, al referirse el Trisagio únicamente a la persona del Hijo, y no a las tres personas divinas, se eliminara cualquier sospecha de herejía, tanto porque siempre existía el peligro de adherirse al dogma herético, como porque la presunción de la mente humana no podía referir solo a Cristo el himno cantado por los ángeles en honor de la Santísima Trinidad. El Lobo, con razón, después de haber informado de que Feliciano III y el Concilio Romano habían condenado la adición hecha al Trisagio, dice así: “El himno cantado por los Ángeles siempre Santos a la sola Trinidad Divina, confiado a la Iglesia por Dios mismo y por los mismos Santos Ángeles a través del niño mencionado, confirmado por el alejamiento de las desgracias que se cernían sobre la Ciudad Real e interpretado en el mismo sentido y razón por todo el Sínodo de Calcedonia (se refiere tanto a los Obispos reunidos en el mencionado Concilio como a los demás contrarios a la adición hecha al Trisagio), todo ello atestigua constantemente que, por presunción humana, no podía referirse solo a Cristo” (Concilio Trullano, notas al can. 81). San Gregorio VII, con el mismo celo religioso, reprobó esa adición en su primera carta del libro 8 escrita al Arzobispo, es decir, al Patriarca de los Armenios. Lo mismo sostuvo Gregorio XIII en algunas de sus Cartas escritas en forma de Breve al Patriarca de los Maronitas el 14 de febrero de 1577. El 30 de enero de 1635, tras haber sido sometida al examen de la Congregación de Propaganda Fide la Liturgia de los Armenios, y habiendo sido, entre otras cosas, objeto de un debate más minucioso sobre si la adición hecha al Trisagio podía tolerarse, por el motivo de que parecía referirse únicamente a la persona del Hijo, se respondió que no debía permitirse y que la adición debía eliminarse por completo. El Sumo Pontífice Gelasio, en su novena Carta a los Obispos de Lucania, cap. 26, reprendió la mala costumbre, ya introducida, según la cual las mujeres servían la Misa al Sacerdote celebrante; y habiéndose transmitido el mismo abuso a los Griegos, Inocencio IV, en la Carta que escribió al Obispo de Tusculum, lo condenó severamente: “Las mujeres no se atrevan a servir en el altar, sino que sean inexorablemente apartadas de este ministerio”. Con las mismas palabras lo prohibimos en nuestra Constitución citada varias veces Etsi Pastoralis (§ 6, n. 21, tomo 1 de nuestro Boletín). El Jueves Santo, para venerar el recuerdo de la Última Cena, se celebra una función sagrada en la que se consagra el pan que se conserva durante todo un año para que con él se alimenten los candidatos a la muerte, que piden para sí la Sagrada Comunión en forma de Viático, y a veces al pan consagrado se le añade una pequeña parte de vino consagrado. Este Rito es descrito por Leone Allazio en su Tratado De Communione Orientalium sub specie unica (n. 7). El Sumo Pontífice Inocencio IV, en la citada Carta al Obispo de Tusculum, prohibió este Rito a los Griegos con estas palabras: “No conserven la Eucaristía consagrada el Jueves Santo durante un año con el pretexto de los enfermos para Comulgar con ella”, y añadió que siempre tendrían la Eucaristía preparada para los enfermos, pero que debía renovarse cada quince días. Arcudio, en el tratado De concordia Ecclesiae Occidentalis et Orientalis, libro 3, capítulos 55 y 56, no dejó de señalar las absurdidades que se derivaban de ese Rito, suplicando a los Pontífices Romanos que lo derogaran definitivamente. Así lo decidió Clemente VIII en su Instrucción y también nosotros en nuestra Constitución Etsi Pastoralis (57, § 6, n. 3 y ss.). En el Concilio de Zamoscia, examinado por dos Congregaciones, a saber, la del Concilio y la de Propaganda Fide (De Eucharistia, § 3), se lee que si en algún lugar aún se practica el Rito de consagrar la Eucaristía el Jueves Santo y rociarla con unas gotas de sangre y conservarla para los enfermos durante todo un año, que en lo sucesivo no se haga más; sino que los Párrocos conserven la Eucaristía para los enfermos, renovándola cada ocho o quince días. Los Padres del Concilio Libanés, aprobados por nosotros, siguieron el mismo camino, como se desprende del De Sacramento Eucharistiae (cap. 12, n. 24). Estos ejemplos demuestran que la Sede Apostólica nunca dejó de prohibir a los Griegos algunos Ritos, aunque llevaran mucho tiempo practicándose entre ellos, siempre que fueran perniciosos y malos.

30. La procesión del Espíritu Santo desde el Padre y el Hijo, como dijimos anteriormente, se discutió principalmente cada vez que se trató la unión de la Iglesia Griega y Oriental con la Latina y Occidental. El examen de este artículo presentó tres aspectos, por lo que se redactó según estos tres capítulos. Primero: si la procesión del Espíritu Santo desde el Padre y el Hijo era Dogma de Fe, y sobre este primer punto siempre se respondió con firmeza que no había que dudar en modo alguno de que la procesión del Espíritu Santo desde el Padre y el Hijo debía contarse entre los Dogmas de Fe, y no había Católico que no lo creyera y lo profesara. Segundo: dado que esto era Dogma de Fe, si era lícito añadir en el Símbolo de la Misa la palabra Filioque, aunque no se encontrara ni en el Concilio de Nicea ni en el de Constantinopla, ya que el Concilio de Éfeso había decretado que no se añadiera nada al Símbolo Niceno: “El Santo Sínodo estableció que a nadie le es lícito profesar, redactar o disponer otra fe, fuera de la establecida por los Santos Padres que se reunieron en Nicea con el Espíritu Santo”. En cuanto a este segundo punto, se confirmó que no solo era lícito, sino también muy conveniente que se hiciera esta adición al Símbolo Niceno, ya que el Concilio de Éfeso solo había prohibido las adiciones contrarias a la fe, o temerarias y diferentes del sentir común, pero no las ortodoxas y aquellas en las que algún artículo de Fe implícitamente contenido en el Símbolo se declaraba de manera más explícita. Tercero: si, una vez establecido como Dogma indudable la procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo y reconocido el poder de la Iglesia de añadir al Símbolo la voz Filioque, se podía permitir que los Orientales y los Griegos recitaran en la Misa el Símbolo de la manera que solían hacerlo antes del cisma, es decir, omitiendo la voz Filioque. En cuanto a este último punto, la disciplina de la Iglesia no fue siempre la misma; a veces permitió a los Orientales y a los Griegos recitar el Símbolo sin el Filioque, cuando se había comprobado con certeza que aceptaban los dos primeros puntos, o artículos, y que, si se les negaba lo que con tanto amor pedían, se cerraba la posibilidad de la ansiada Unión. A veces se quería que los Griegos y los Orientales recitaran el Símbolo con la adición del Filioque cuando se podía dudar con razón de que no quisieran recitar el Símbolo con la adición porque adherían al error de aquellos que opinaban y afirmaban que el Espíritu Santo no procedía del Padre y del Hijo, o que la Iglesia no podía añadir el Filioque al Símbolo. Dos Sumos Pontífices, el Beato Gregorio X en el Concilio de Lyon y Eugenio IV en el de Florencia, utilizaron con los Griegos la primera forma de comportamiento por las razones indicadas, como consta en la Colección de Concilios de Arduino (tomo 9, p. 698, D y tomo 9, 395, D). Otra forma, por las razones igualmente expuestas anteriormente, fue adoptada y observada por el Sumo Pontífice Nicolás III cuando reprendió al Emperador Miguel por no actuar de buena fe y no cumplir lo que había prometido al negociar la Unión que había estipulado y confirmado con el Pontífice su predecesor Gregorio X. El documento que da fe de este hecho, extraído del Archivo Vaticano, está impreso en los Anales de Raynaldo (Año 1278, § 7). Martín IV y Nicolás III siguieron el mismo camino. Y aunque los escritores nos han dejado noticias divergentes sobre estos Pontífices, Pachimere, que entonces confiaba a la memoria de la posteridad la historia de Constantinopla (libro 6, cap. 14), dice abiertamente que ellos no siguieron la línea conciliadora de sus predecesores, sino que quisieron que los Orientales y los Griegos recitaran el Símbolo con la adición del Filioque para disipar las dudas sobre su fe ortodoxa, “para tener una certeza concreta de la fe y de la opinión de los Griegos: su compromiso será válido si han pronunciado el Símbolo como los Latinos”. El mismo Pontífice Eugenio, que en el Concilio de Florencia había concedido a los Orientales que sin esa palabra Filioque pudieran recitar el Símbolo, recibiendo en la unidad de la Santa Iglesia a los Armenios, les ordenó que utilizaran el Símbolo aumentado con la mencionada adición, como se puede ver en la Colección de los Concilios de Arduino (tomo 9, p. 435, B), por la razón de que había sabido que los Armenios, a diferencia de los Griegos, se oponían a esta adición. El Romano Pontífice Calixto III, al enviar a Creta al Fray Simón, Dominico, investido con el cargo de Inquisidor —en la isla de Creta, a la que se habían retirado muchos Griegos huyendo de la ciudad de Constantinopla, de la que dos años antes se habían apoderado los turcos, ordenó que se observara atentamente que los Griegos recitaran el Símbolo con la adición del Filioque, como narra Gregorio Trapezonzio en su Carta Ad Cretenses (tomo I, Graeciae Orthodoxae, en Allazio, p. 537); esto también lo confirma Giacomo Échard, en el tomo I de la obra Scriptorum Ordinis Sancti Dominici (p. 762). Quizás el Papa temía que los Griegos mencionados, al igual que los que venían de Constantinopla, fueran menos seguros en ese Dogma de Fe. En las dos fórmulas de la Profesión de Fe, que ya hemos mencionado anteriormente (una de las cuales Gregorio XIII había prescrito a los Griegos y la otra Urbano VIII a los Orientales), no hay nada más que lo establecido en el Concilio de Florencia. En las dos Constituciones —una de Clemente VIII (que es la 34 del antiguo Bulario Romano, tomo 3, § 6) y la otra nuestra que comienza Etsi Pastoralis (en nuestro Bulario, tomo I, pars I)—ambas editadas para los Obispos Latinos en cuyas diócesis habitan Griegos y Albaneses que observan el Rito Griego, siempre que estos declaren que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y reconozcan que la Iglesia tiene el poder de añadir al Símbolo la palabra Filioque, no están obligados a recitar el Símbolo con esta adición, a menos que, al omitirla, haya peligro de escándalo, o en algún lugar se haya establecido la costumbre de recitar el Símbolo con la adición del Filioque; o, finalmente, se considere necesario recitar el Símbolo con la adición mencionada para manifestar la prueba indudable de su recta fe. Correctamente, no solo los Padres del Concilio de Zamoscia (tit. I De Fide Catholica), sino también los Padres del Concilio Libanés (parte I de la misma obra, n. 12), para eliminar cualquier escrúpulo, establecieron providencialmente que todos los Sacerdotes sujetos a sus leyes utilicen el Símbolo según la costumbre de la Iglesia Romana con la partícula Filioque.

31. De lo dicho hasta ahora se concluye claramente que la Sede Apostólica, sobre el mismo tema, a veces por circunstancias particulares, teniendo en cuenta el carácter de ciertos pueblos, permitió el uso de una determinada forma, pero no permitió en absoluto que fuera utilizada por otros en circunstancias diferentes y por las diferentes características de los lugares y los pueblos. Por lo tanto, para cumplir con la tarea asumida, no queda más que demostrar que la misma Sede Apostólica, aunque reconocía a ciertos pueblos Orientales y Griegos, fue más severa en el uso de algunos Ritos Latinos, lo permitió benevolentemente, sobre todo si la costumbre de utilizar este Rito floreció desde tiempos muy antiguos y los Obispos no solo nunca se opusieron a él, sino que lo aprobaron tácita o expresamente. Habiendo dado anteriormente ejemplos claros de ello, cuando hablamos de aquella categoría de Orientales y Griegos que, manteniendo en gran parte sus propios Ritos y venerando igualmente los Ritos Latinos y Orientales, abrazaron algunos de nuestros Ritos, nos abstendremos de una repetición inútil recordando aquí lo que se expuso claramente en esta misma carta. Añadiremos solo dos ejemplos, tomados de los Maronitas, a los ya citados. Desde hace varios siglos, los Maronitas utilizan los ornamentos pontificios y sacerdotales de la misma forma que prescribe el Rito Latino, como se lee en el citado Concilio libanés de 1736 (cap. 12 Sobre el Sacramento de la Eucaristía, n. 7). El Sumo Pontífice Inocencio III, en su carta al Patriarca Geremia de 1215, que comienza Quia Divinae Sapientiae bonitas, les exhorta a conformarse a la Iglesia Latina en los ornamentos pontificios. Por esta razón, el mismo Pontífice y sus sucesores les enviaron como regalo paramentos sagrados, cálices y patenas, como narra el Patriarca Pietro en las dos Cartas enviadas a León X, recogidas en la Colección de los Concilios I de Filippo Labbe (tomo 14, p. 346 y ss.). Ahora bien, en el citado Concilio Libanés, en el capítulo 13, por decisión unánime y con nuestra aprobación, los mismos Maronitas, en lo que respecta a la Misa de los Presantificados, han adoptado el Rito Latino, celebrándola solo el Viernes Santo, dejando de lado, por causas justas y graves, la disciplina de los Griegos, que celebran solo la Misa de los Presantificados en los días de ayuno cuaresmal, excepto el Sábado, el Domingo y la Fiesta de la Anunciación de la Santísima Virgen, si por casualidad cae en Cuaresma, según lo prescrito en el Concilio Trullano (can. 52). En estos días, el Sacerdote divide el pan consagrado en tantas partículas como días haya a continuación en los que se celebre la Misa presantificada, en la que se come el pan eucarístico que antes consagró, conservando en el copón las demás partículas consagradas, para que en los días siguientes, en los que celebre la Misa presantificada, lo coma y lo distribuya también a los demás presentes que lo soliciten, como recuerda ampliamente Leone Allazio (Prolegomeni a Gabriele Naudeo, La Messa dei Presantificati, p. 1531, n. 1).

32. Algunos podrían pensar que hay que concluir esta Carta, ya que en ella se ha respondido a las preguntas planteadas por el Sacerdote Misionero de Balsera: es decir, no hay que cambiar nada, y aquí se indican las reglas precisas que deben seguir los Misioneros que tratan de llevar a los Orientales a la unidad y a la Santa Fe Católica desde el cisma y los errores; ni se comporta según las Reglas de los Cánones y las Constituciones Apostólicas aquel que, al convertir a los Orientales, intenta eliminar el Rito Oriental y Griego, en lo que es tolerado y admitido por la Sede Apostólica, o actúa de manera que los que se convierten abandonen el Rito que seguían hasta entonces y abracen el Latino. Sin embargo, antes de terminar esta Carta, es muy conveniente tocar algunos temas que pertenecen propiamente a las cuestiones planteadas por dicho Misionero, a las que ya se respondió que no se debe cambiar nada.

33. Además, si en la ciudad de Balsera residen Católicos de Rito Oriental, Armenios y Sirios, y carecen de una iglesia particular, se reúnen en la iglesia de los Misioneros Latinos, donde los Sacerdotes de Rito Oriental celebran el divino Sacrificio y las demás ceremonias según sus Ritos, y los laicos asisten a la Misa y reciben los Sacramentos, no hay mucho que hacer para defender el principio de que no hay que cambiar nada, como se ha escrito: lo que era válido antes debe conservarse en el futuro, permitiendo a los mencionados Sacerdotes y laicos que en la Iglesia Latina sigan haciendo lo que han hecho hasta ahora. De hecho, en el Derecho Canónico se establece que el Rito Oriental y Griego no debe mezclarse con el Latino, como se puede ver en la Decretal de Celestino III en Gonzales (cap. Cum secundum; De temporibus Ordinationum), y en la Decretal de Inocencio III (cap. Quanto; De consuetudine, cap. Quoniam, De Officio Iudic. Ordinar.), y en la Decretal de Honorio III (cap. Litteras: De celebrat. Missar.), pero en ningún derecho se puede afirmar que la mezcla de Ritos, prohibida por alguna Constitución Apostólica, esté permitida por el hecho de que los Armenios, los Maronitas o los Griegos, según su propio Rito, celebren en la Iglesia Latina el Sacrificio de la Misa u otras ceremonias con el pueblo de su propio Rito, o viceversa, que los Latinos hagan lo mismo en la Iglesia de los Orientales: mientras que existe una causa legítima, de la que en el presente caso no cabe duda alguna, cuando los Orientales no tienen su propia Iglesia en la ciudad de Balsera, que si no se les abriera la Iglesia de los Latinos, carecerían absolutamente de un lugar donde pudieran celebrar el Sacrificio de la Misa y ejercer con el pueblo de su propio Rito lo que hay que hacer: deben ser mantenidos en Santa Unión y reconfortados.

34. Estaría prohibida la mezcla de Ritos si los Latinos celebraran con pan fermentado y dieran a los Latinos la Eucaristía consagrada de esa manera. Lo mismo habría que decir si los Orientales, que no adoptaron la costumbre del pan ácimo, celebraran con pan ácimo y distribuyeran a su pueblo la Eucaristía así consagrada. Por lo tanto, los Obispos Latinos a los que están sujetos los Italo-Griegos deben velar por que los Latinos comulguen siempre con pan ácimo y los Griegos, donde tienen su propia parroquia, siempre con pan fermentado, tal y como se establece en nuestra Constitución Etsi Pastoralis 57 (n.º 6 y n.º 14, tomo 1 de nuestro Boletín). También estaría prohibida la mezcla de Ritos si un Sacerdote Latino celebrara la Misa ora en Rito Latino, ora en Griego, o si un Sacerdote Griego celebrara ora en Griego, ora en Latino. Esto está prohibido en la Constitución de San Pío V que comienza Providentia (21, tomo 4, parte 2 del nuevo Bulario impreso en Roma, donde se revocan todas las facultades que anteriormente se habían concedido a algunos Sacerdotes en esta materia). Nuestra citada Constitución (§ 7, n. 10) también se ajusta a esta Constitución de San Pío V. Porque si a los Sacerdotes de la Compañía de Jesús que están al frente de los Colegios de las Naciones Orientales erigidos en Roma y que, abrazando la Regla de la mencionada Compañía, habían pasado del Rito Griego al Latino, se les concedió, como se ha mencionado anteriormente, celebrar a veces la Misa en Rito Griego y Oriental, esto se hizo, como se ha explicado anteriormente, para que los alumnos que deben practicar el Rito Griego y Maronita aprendan a celebrar la Misa en dicho Rito y, según el mismo, a celebrar los oficios divinos durante toda su vida. Pero las circunstancias particulares de este caso singular indican que no pueden tomarse como ejemplo para obtener indultos similares: esto es tan cierto que, aunque el Cardenal Leopoldo Kollonitz expuso a nuestro predecesor Clemente XI que habría sido muy beneficioso para la Iglesia Católica permitir a los Misioneros Latinos celebrar en Hungría con el Rito Griego todas las veces que lo requiriera la necesidad, dejándoles la libertad de volver al Rito Latino, el mismo Pontífice, reflexionando que, según las Leyes Canónicas, cada uno debía permanecer en su Rito y no era lícito que el Sacerdote celebrara ahora en Rito Latino, ahora en Rito Griego, se negó a conceder la facultad solicitada por el mencionado Cardenal, como se desprende de la Carta en forma de Breve que dirigió al mismo Cardenal el 9 de mayo de 1705 (publicada en el tomo 1, Epistolar. et Brev. selectior. Eiusdem Pontificis, typis editor, p. 205).

35. Estos y otros ejemplos que podrían citarse fácilmente se refieren a la mezcla de Ritos prohibida por las leyes de la Iglesia. En verdad, como ya hemos dicho, nunca se podrá llamar mezcla de Ritos prohibida si, por una causa legítima, el Sacerdote de Rito Oriental, aprobado por la Sede Apostólica, es admitido en la Iglesia de los Latinos para celebrar allí la Misa y otras funciones y administrar los Sacramentos al pueblo de su nación. Vemos que esto ocurre públicamente en Roma, donde nuestros templos están abiertos a los Sacerdotes Armenios, Coptos, Melquitas y Griegos para celebrar la Misa y satisfacer su devoción, aunque tengan sus propias iglesias donde podrían celebrarla: siempre que traigan consigo los ornamentos sagrados y otras cosas necesarias para celebrar la Misa según su Rito y vayan acompañados de un colaborador de su nación para servir a los celebrantes, y los custodios y rectores de la Iglesia se encarguen de que, dada la novedad de la cosa, no se produzcan disturbios y tumultos entre los asistentes, como se dice con más detalle en el Edicto que el 13 de febrero de 1743 fue promulgado por Nuestra orden para los Eclesiásticos y laicos Orientales residentes en Roma por medio de nuestro Venerable Hermano Giovanni Antonio, entonces del título de los Santos Silvestro y Martín ai Monti, Presbítero, ahora Obispo de Tusculum, Cardenal de la Santa Iglesia Romana, llamado Guadagni, nuestro Vicario general en Roma y su distrito. Sin embargo, nos parece que estamos haciendo mucho por este tema, y pronto lo indicaremos. A mediados del siglo XV, como es sabido, Mahoma II conquistó Constantinopla por la fuerza y algunos Griegos, que se oponían a los errores de los cismáticos y habían conservado la Comunión con la Iglesia Latina, se trasladaron a Venecia y allí permanecieron. El Cardenal Isidoro, de ascendencia Griega, al llegar a esa ciudad, comunicó al Senado el deseo del Romano Pontífice de que se asignara a los hombres de este Rito Griego un templo en el que pudieran ejercer sus funciones. La conmovedora compasión del Senado concedió a los refugiados la iglesia de San Biagio, donde durante muchos años, en una capilla determinada de la misma iglesia, los Griegos celebraron los oficios divinos según el Rito Griego, y en las otras capillas los Latinos según el Rito Latino, como atestigua Flaminio Cornelio, escritor de gran renombre: “Durante algunos años, los Oficios de ambos Ritos se celebraron en una sola iglesia, aunque en capillas diferentes” (Decad. 14. Venetarum Ecclesiarum, p. 359). Esto sucedió hasta que, al aumentar el número de Griegos, a la mencionada iglesia de San Biagio, común a Latinos y Griegos, se le asignó otro templo propio y reservado a los Griegos.

36. Esto se refiere a los Griegos que, para celebrar, son acogidos en las Iglesias Latinas. Pero para que quede más claro que de ello no se deriva ninguna mezcla ritual condenada por las leyes de la Iglesia, no carecerá de sentido hablar también de los Latinos que, para decir Misa y cumplir con los oficios divinos, son admitidos por motivos justos en las Iglesias de los Griegos. Esto no solo confirmará la idea expuesta anteriormente, sino que también contribuirá en gran medida a demostrar cuán necesarias son entre los Católicos, aunque sean de Rito diferente, la unión y la benevolencia de los ánimos. En la Rusia Blanca, los Católicos Rutenos, llamados Uniatos, tienen muchas iglesias, y los Latinos pocas y, lo que es más importante, muy distantes de las aldeas de los Latinos que habitan entre los Rutenos. Los Latinos a veces carecieron durante mucho tiempo de la Misa de Rito Latino, debido a que, ocupados en sus asuntos, no podían recorrer un camino tan largo para acudir a las Iglesias Latinas; tampoco los Sacerdotes Latinos podían acudir fácilmente a las pocas Iglesias Latinas que hay en la Rusia Blanca para celebrar la Misa, debido a que las Iglesias estaban separadas por un camino demasiado largo de su domicilio. Por lo tanto, para que los Latinos no se quedaran sin Misa de Rito Latino durante demasiado tiempo, solo quedaba que los Sacerdotes Latinos, para comodidad de los Latinos, celebraran Misas Latinas en las Iglesias Rutenas. Pero incluso con esta solución existía una dificultad: los Altares de los Griegos no tienen la piedra sagrada, ya que celebran sobre los antimensos, que son lienzos consagrados por el Obispo en cuyos ángulos se colocan las reliquias de los Santos. Por lo tanto, los Sacerdotes Latinos se veían obligados a llevar consigo la piedra sagrada, con no poca incomodidad y cuidado, para que no se rompiera durante el viaje. A todos estos obstáculos, con la ayuda de Dios, se encontró y aplicó un remedio adecuado: con el consentimiento de los propios Rutenos, se concedió a los Sacerdotes Latinos celebrar la Misa en Rito Latino en las Iglesias Rutenas y sobre sus antimensions y, esto parecía aún más rápido, que los Sacerdotes Rutenos, al acudir a veces a las Iglesias Latinas para celebrar la Misa, la celebraran sobre nuestras piedras sagradas. Todo esto se puede deducir de nuestra Constitución Imposito Nobis (n.º 43, tomo 3 de nuestro Bulario).

37. Además, lo que añadiremos a continuación es muy importante para nuestro tema. Los estudiosos discuten entre sí si, según la antigua disciplina, en las Basílicas de la Iglesia Occidental había uno o más Altares. Schelestrato sostiene la primera tesis (part. 1 Actor. Ecclesiae Orientalis, cap. 2, De Missa privata in Ecclesia Latina); pero, por el contrario, el Cardenal Bona (Rerum Lyturgicarum, lib. 1, cap. 14, n. 3), basándose en la autoridad de Walfrido (cap. 4), demuestra que en la Basílica Romana de San Pedro había varios Altares. Sin embargo, si hablamos de Templos y Basílicas Orientales y Griegas, está claro que en ellos solo existía un único Altar, aunque existieran muchos, como se deduce de la descripción lineal de estos templos que hicieron Du Cange en Constantinopla cristiana, Beveregio en las Notas a las Pandectas de los Cánones y Goario en el Eucólogo de los Griegos. Y dado que en el templo de San Atanasio, que en Roma está a cargo de los Griegos, hay muchos Altares, Leone Allazio, en su Carta a Giovanni Morini Sui Templi più recenti dei Greci, n.º 2, no dudó en afirmar que en esa Iglesia no había nada Griego excepto el Bema, es decir, el recinto que, desde todas las partes de la Iglesia, destaca el Altar mayor. En ese Altar, en el que el Sacerdote ha celebrado la Misa, ningún otro Sacerdote puede ofrecer una segunda Misa el mismo día. De esta disciplina de los Griegos hablan Dionisio Barbalibeo, Jacobita, Obispo de Amida, en Explicación de la Misa, y Ciriaco, Patriarca de los Jacobitas, junto con Gregorio Barebreo, también Jacobita, en su Directorio, que cita a Assemano en la Biblioteca Oriental (tomo 2, p. 184 y tomo 3, parte 1, p. 248). Sobre la misma disciplina, el Cardenal Bona (citado, cap. 14, n. 3) dejó escrito lo siguiente: “En sus Iglesias tienen un único Altar y no consideran lícito que en el mismo día se repita la Misa dentro de las paredes del templo”. Eutimio, Arzobispo de Tiro y Sidón, y Cirilo, Patriarca Antioqueno de los Griegos, durante los Pontificados de Clemente XI, Benedicto XIII y Clemente XII, preguntaron en varias ocasiones si debían abandonar la disciplina vigente que prohibía ofrecer un segundo Sacrificio de la Misa en el mismo día y en el mismo Altar. Pero siempre se les respondió que no se debía cambiar nada y que se debía conservar íntegramente el antiguo Rito. Dado que se había extendido entre el pueblo la idea errónea de que no se ofrecía un segundo Sacrificio de la Misa en el mismo día, en el mismo Altar donde otro Sacerdote había celebrado, porque el Sacerdote que celebraba después, utilizando los mismos ornamentos que había utilizado el primero, rompía el ayuno, por lo que en nuestra Encíclica al Patriarca antioqueno de los Griegos Melquitas y a los Obispos Católicos que le están sujetos, prescribimos que se esforzaran por eliminar este error entre el pueblo, de manera que se conservara íntegro el espíritu según el cual en el Altar donde celebró un Sacerdote, está excluido que celebre otro Sacerdote el mismo día, como se puede ver en nuestra Constitución que comienza Demandatam (87, tomo 1 de nuestro Bulario).

38. Por último, en otro tiempo era habitual en la Iglesia Occidental y Oriental que los Sacerdotes ofrecieran el Sacrificio de la Misa junto con el Obispo. Los documentos de esta disciplina fueron recopilados por Cristiano Lupo en el Apéndice del Sínodo de Calcedonia (tomo 1, Ad Concilia generalia et provincialia, p. 994 de la primera edición), donde interpreta estas palabras de Bassiano “Conmigo celebraba la Misa, conmigo comulgaba”, y por Giorgio, en la Liturgia Pontificia (tomo 2, p. 1 y ss., y tomo 3, p. 1 y ss.). Ahora bien, el Rito de la Concelebración en la Iglesia Occidental ha caído en desuso, salvo en la Ordenación de Sacerdotes, que dirige el Obispo, y en la Consagración de Obispos, que realiza el Obispo con otros dos Obispos asistentes. Pero en la Iglesia Oriental sobrevivió y sigue vigente un uso más frecuente de la concelebración de los Sacerdotes con el Obispo o con otro Sacerdote, que apoya a la persona del primer celebrante; este uso se refiere a las Constituciones llamadas Apostólicas, libro 8, y al octavo Canon entre los que se denominan Apostólicos. En todas partes donde esta costumbre está en vigor entre los Griegos y los Orientales, no solo se aprueba, sino que se ordena conservarla, como consta en nuestra propia Constitución antes citada Demandatam (§ 9).

39. A partir de este Rito Griego y Oriental que hemos recordado hasta ahora, algunos aprovecharon la ocasión para poner en duda si las Misas privadas, celebradas por un solo Sacerdote, pueden tener cabida en la Iglesia Oriental y Griega actual, ya que, como hemos dicho, en las Iglesias Griegas solo hay un Altar, solo uno se ofrece para el Sacrificio de la Misa y los Sacerdotes concelebran con el Obispo o con un Sacerdote que actúa como primer Presbítero. Los Luteranos no dejaron de enviar a Jeremías, Patriarca de Constantinopla, la Confesión de Augusta, en la que se suprimen las Misas privadas, instándole a aceptarla; pero como el uso y la disciplina de la Misa privada en la Iglesia Oriental se deducen y se reivindican en el Canon 31 del Concilio de Trullo y en las Notas que sobre él compuso Teodoro Balsamon, por lo tanto, el Rito de la Concelebración frecuente de los Sacerdotes con el Obispo se mantuvo, y del mismo modo la costumbre de las Misas privadas permaneció intacta en la Iglesia Oriental. Por lo tanto, los intentos de los Luteranos quedaron en nada: se les respondió que tanto los Orientales como los Occidentales condenaban el mal uso de aquellos que, por el inmundo deseo de recibir la ofrenda, se empujan al altar, a diferencia de aquellos que, según la piedad y la Religión, celebran Misas privadas para ofrecer a Dios un Sacrificio aceptable. Esto se desprende de los Actos de la Iglesia Oriental contra los luteranos (Schelestrato, cap. 1, De Missis privatis in Ecclesia Graeca, hacia el final). Para comodidad de los Sacerdotes que desean ofrecer el Sacrificio de la Misa, siempre que se mantenga la costumbre de que en un solo Altar se ofrezca un solo Sacrificio en cada día, los Griegos comenzaron a constituir las paracclesie de las que habla Leone Allazio en la citada Carta a Giovanni Morini. Las Paracclesie no son más que Oratorios contiguos a la Iglesia en los que se ha erigido un Altar donde los Sacerdotes celebran la Misa que no pueden celebrar en la Iglesia porque en el Altar construido en ella ha celebrado otro Sacerdote.

40. Otros, a partir de esta disciplina de los Orientales y los Griegos, pensaron con razón que era de temer que los Sacerdotes Latinos fueran excluidos para siempre de celebrar Misas en las Iglesias Griegas, porque, como se ha dicho anteriormente, en ellas existe un único Altar donde solo un Sacerdote puede celebrar cada día; ni los Sacerdotes Latinos podían celebrar en las paracclesies, ya que estaban construidas solo para los Griegos. Pero para eliminar este temor, en este periodo se observa que, en su mayoría, en las Iglesias Griegas se construye un segundo Altar, en el que los Sacerdotes Latinos pueden ofrecer el Divino Sacrificio. Goario expuso tres formas de Templos Griegos en el Eucologio griego; la tercera de ellas presenta un segundo Altar destinado a los Sacerdotes Latinos, como dice el propio Goario en el lugar citado, y como continúa Schelestrato (obra antes mencionada, p. 887). En las Iglesias de la comunidad Maronita y Griega existentes en Roma, además del Altar mayor, hay otros Altares en los que los Sacerdotes Latinos celebran la Misa; en nuestra Constitución Etsi Pastoralis (57, § 6, nn. 8 y 9, tomo 1 de nuestro Bulario), en la que se ofrece a los Italo-Griegos una regla de actuación muy segura, se prohíbe a los Sacerdotes Latinos celebrar en los Templos Griegos en el Altar mayor, salvo que lo requiera una necesidad imperiosa y se cuente con el consentimiento del Párroco Griego. Además, en la misma Constitución se concede a los Griegos la posibilidad de erigir en sus templos, además del Altar mayor, otros Altares en los que los Sacerdotes Latinos, si lo desean, puedan celebrar el Sacrificio de la Misa.

41. De lo que hemos dicho hasta ahora parece quedar claramente demostrado que, al igual que antes, también en el futuro se debe permitir a los Católicos Armenios y Sirios que viven en Balsera mezclados con los Latinos, y que carecen de una iglesia propia, reunirse en la Latina y celebrar en ella las funciones sagradas con su propio Rito: tanto más cuanto que no solo no se deriva de ello ninguna mezcla de Ritos condenada por la Iglesia, sino que se ejercen los deberes de la hospitalidad o, mejor dicho, se cumplen los preceptos equitativos del derecho, que exige que a quien no tiene un lugar adecuado para hacer lo que por derecho debe hacer, se le conceda de buen grado ese lugar. Por lo tanto, no queda más que ordenar que todo se haga según las leyes de la debida caridad, es decir, que a los Orientales se les asigne una capilla o una parte de la Iglesia en la que puedan celebrar sus funciones, y que, en la medida de lo posible, se haga todo lo posible para que en unas horas los Latinos y en otras los Orientales, celebren sus funciones. Si se hiciera de otra manera, se produciría un motivo inmediato para aquellas disensiones que tanto atormentaron a nuestros dos predecesores León X y Clemente VII; en contra de los pactos estipulados en el Concilio de Florencia por Eugenio IV para que no se molestara a los Griegos en el cumplimiento de sus Ritos y ceremonias, se informó a los citados Pontífices de que algunos Latinos acudían a las Iglesias de los Griegos y celebraban la Misa en Rito Latino en su Altar con la intención de impedir que los Sacerdotes Griegos ofrecieran el Sacrificio según su Rito y pudieran desempeñar sus funciones. En consecuencia, los Griegos, a veces incluso en días festivos, se veían privados del Sacrificio de la Misa: “No se sabe con qué espíritu (se habla de los Sacerdotes Latinos) ocupan a veces los Altares de dichas iglesias parroquiales y allí, en contra de la voluntad de los propios Griegos, celebran la Misa y quizás otros oficios divinos, de modo que los dichos Griegos a menudo se quedan sin haber oído la Misa, con gran agitación de ánimo, en los días festivos y en los demás días en que solían escucharla”. Estas quejas papales se recogen en el documento que comienza con Provisionis nostrae y que se encuentra en el Enchiridion dei Greci (impreso en Benevento en 1717, p. 86). No es necesario que añadamos nuestras quejas, que no serían más leves ni carecerían de remedios oportunos, si alguna vez se nos informara de que en Balsera, nuestros Latinos impiden a los Orientales desempeñar sus funciones en las Iglesias Latinas.

42. Una segunda cuestión se deriva de la primera: se refiere a los Armenios y los Sirios. Se discute si, al establecer la fecha de la Pascua y de las Fiestas que dependen de ella, pueden utilizar el antiguo calendario o si deben seguir el nuevo, corregido, cuando celebran las funciones sagradas en las Iglesias Latinas, y se dice hasta qué punto es lícito por su parte el uso del antiguo calendario, o si tal indicación se refiere también a aquellos Orientales que tienen su Iglesia, pero tan estrecha y tan pequeña que, al no poder reunirse todos en ella, la mayoría se ve obligada a entrar en las Iglesias Latinas.

43. No es desconocido para nadie lo que los Santos Papas romanos Pío y Víctor, y también el Concilio de Nicea, establecieron sobre la correcta celebración de la Pascua. Todos saben igualmente que el Concilio de Trento reservó al Romano Pontífice la corrección del calendario y que, siendo Papa Gregorio XIII, se resolvió la cuestión con todos los cálculos pertinentes. Por ello, Bucherio, en su Comentario a la doctrina de los tiempos, escribió en el prefacio al lector: “Para calcular con certeza el Tiempo Pascual, nuestro Clavio, por orden del Papa Gregorio XIII, se ocupó ampliamente de ello”. Este fue un Sacerdote de la Compañía de Jesús, matemático muy preparado, que prestó al Pontífice una notable contribución en la corrección del calendario. También se llevaron al Pontífice los cálculos de un tal Luigi Lilio, que había pasado muchos años elaborándolos. Tras evaluar y sopesar todo en numerosas congregaciones, en presencia de hombres muy eruditos, en 1582 se publicó la Constitución que establecía las reglas del calendario; comienza así: Inter gravissimas (n.º 74, en el antiguo Bulario, tomo 2).

44. Una vez derogado el antiguo Calendario con esta Constitución Pontificia, se ordenó a los Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos, Abades y demás Prelados que utilizaran el nuevo Calendario, corregido, tal y como se puede leer en la misma Constitución, según se deduce de los Anales del mismo Pontífice (impresos en Roma en 1742, tomo 2, p. 271). En realidad, al no haberse mencionado a los Orientales en la Constitución, surge la pregunta de si esta se refiere a ellos; esta cuestión no solo preocupa a los Doctores, como se puede ver en Azorio, Istituzioni morali (tomo 1, libro 5, cap. 11, quaest. 7), en Baldello en su Teologia morale (tomo 1, libro 5, disput. 41); sino que también se planteó y debatió en una conferencia de científicos celebrada el 4 de julio de 1631 en el palacio del Cardenal Panfili, que, tras ascender al Papado, tomó el nombre de Inocencio X. Entonces se tomó la siguiente resolución: “Los súbditos de los cuatro Patriarcas de Oriente no están sujetos a los nuevos Decretos Pontificios, salvo en tres casos: primero, en materia de Dogmas de Fe; segundo, si el Papa los menciona explícitamente en sus Constituciones y dispone sobre ellos; tercero, si dispone implícitamente de ellos en las mismas Constituciones, como en los casos de direcciones al futuro Concilio”: esta resolución se recoge tanto en Verricello (De Apostolicis Missionibus, libro 3, quest. 83, n. 4) como en nuestra obra La canonización de los Santos (libro 2, cap. 38, n. 15).

45. Consideramos este asunto cerrado, ya que no hay ninguna urgencia en discutirlo ahora. Nos basta con indicar lo que ha hecho la Sede Apostólica al respecto, cuando de los hechos anteriores se desprende que la respuesta “no hay que cambiar nada” dada a la pregunta es más que razonable. A los Italo-Griegos que viven entre nosotros y están sometidos al gobierno de los Obispos Latinos en cuyas Diócesis están domiciliados, la Sede Apostólica les ordenó que se ajustaran al nuevo calendario, como se puede ver en nuestra citada Constitución Etsi Pastoralis (57, § 9, nn. 3 y ss. del tomo 1 de nuestro Bulario). El Clero de la Colegiata de Santa María del Grafeo, de la Ciudad de Messina, que practica el Rito Griego, observa escrupulosamente el nuevo calendario, como se puede ver en nuestra otra Constitución Romana Ecclesia (81, párr. 1 del mismo tomo 1 de nuestro Bulario); sin embargo, esto no se ordenó de manera tan estricta que, en ocasiones, cuando lo exigían razones graves, no se dejara lugar a una actitud conciliadora. Los Armenios Católicos residentes en Liburni no querían someterse al calendario gregoriano y presentaron súplicas a Inocencio XII para poder utilizar el antiguo calendario. En la Congregación del Santo Oficio, el 20 de junio de 1674 se aprobó este decreto: “Recordada de nuevo la Carta del 10 de abril del Nuncio Apostólico de Florencia sobre las peticiones que le hicieron los Armenios de rezar en la Misa por el Patriarca de los Armenios y sobre la celebración de la Pascua y otras Fiestas según su Rito, es decir, según el antiguo cálculo que existía antes de la corrección del calendario, y sobre la celebración de la Pascua, etc. ; tras remitir la Escritura enviada por la Sagrada Congregación de Propaganda Fide sobre la forma de rezar en la Misa por el Patriarca Armenio, se responderá al nuncio que, en cuanto al permiso para rezar en la Liturgia por el Patriarca de los Armenios, la Sagrada Congregación se atiene a los decretos promulgados el 7 de junio de 1673, es decir, que no se puede y, por lo tanto, está prohibido. En cuanto a la celebración de la Pascua y otras Fiestas, se mantuvieron igualmente anclados a los Decretos: es decir, en la celebración de la Pascua y otras Fiestas, los Armenios residentes en Liburni deben observar el calendario gregoriano”. Dado que los Armenios se negaron a cumplir este Decreto, el examen del caso se encomendó a la Congregación especial de Cardenales eminentes por su Doctrina, entre los que se encontraban el Cardenal Gianfrancesco Albano, que más tarde se convirtió en Papa, y el Cardenal Enrico Norisio, hombre famoso entre los literatos. La misma Congregación, reunida el 23 de septiembre de 1699, emitió este Decreto, confirmado por el Pontífice ese mismo día: “Tras debatir profundamente el asunto y considerar todas las circunstancias del caso, se estableció, según lo propuesto, que se puede hacer la vista gorda con los Católicos Armenios residentes en Liburni; en cuanto al uso del antiguo calendario, aquellos que lo consideran peculiar de la Iglesia, se dispongan de todos modos a observar el calendario gregoriano y, mientras tanto, con el beneplácito de la Sede Apostólica, con la adición, además, de esta condición: que en los días de precepto, según el calendario gregoriano, se abstengan de las obras serviles y escuchen la Santa Misa”.

46. Si se quiere hablar de los Griegos Orientales, consta que en ocasiones tuvieron el deseo de utilizar el nuevo calendario corregido, pero esto no tuvo ningún resultado. Entre los artículos y condiciones impuestos a los Rutenos en la Unión bajo Clemente VIII se incluyó, trató y resolvió también el de la aceptación del calendario; a ello se respondió lo siguiente: “Adoptaremos el nuevo calendario si se puede hacer según el antiguo”, como se puede leer en la obra de Tomás de Jesús (p. 329). Aunque esa respuesta presentaba cierta ambigüedad, sabemos que ese tema no se volvió a tratar, ni el teólogo encargado de examinar la cuestión pronunció ningún juicio al respecto, como se desprende de la misma obra, p. 335 y ss. A veces, los propios Orientales aceptaban espontáneamente el nuevo calendario, como se desprende del ya citado Concilio Provincial de los Maronitas de 1736: “Tanto en los ayunos como en las fiestas del año, ya sean móviles o fijas, ordenamos expresamente que el calendario romano, enmendado con tanto mérito para nuestra nación por el Sumo Pontífice Gregorio XIII, sea observado en todas nuestras Iglesias y que su método y uso, así como el canto eclesiástico, sean enseñados a los niños por los maestros en todas las Iglesias”. Pero cada vez que los Orientales no accedían, existía el temor justificado de que surgieran tumultos y desacuerdos si se les imponía el uso del nuevo calendario. La Sede Apostólica permitió que los Orientales y los Griegos que habitaban en regiones remotas conservaran su antigua disciplina, es decir, que conservaran el antiguo calendario, a la espera de una ocasión más propicia para introducir el uso del nuevo y correcto calendario. Sobre este tema también coinciden los Decretos de la Congregación de Propaganda Fide y de la Santa Inquisición, como se desprende, en cuanto a la primera, de los Decretos del 22 de agosto de 1625 y del 30 de abril de 1631; y, en cuanto a la segunda, de los Decretos del 18 de julio de 1613 y del 14 de diciembre de 1616. Es más, la cosa llegó a tal punto que incluso a los Misioneros se les permitió el uso del antiguo calendario cuando se encontraban en aquellas regiones en las que solo se resistía el uso del antiguo calendario, como se desprende de algunos Decretos promulgados por la Congregación de Propaganda Fide el 16 de abril de 1703 y el 16 de diciembre de 1704.

47. Queda por discutir la última cuestión, a saber, el ayuno. Los Sirios y Armenios Católicos, según su Rito, se abstienen de comer pescado durante el ayuno. Pero dado que los Latinos lo comen, y que les resulta imposible, o al menos muy difícil, abstenerse del pescado que ven comer a los Latinos, se propone, por lo tanto, como razonable, que se otorgue a los Misioneros la facultad de dispensar, pero con prudencia y sin escándalo, y sustituyendo la abstinencia de pescado por alguna buena acción. Esta sería una ocasión muy apropiada para discutir la antigüedad del ayuno entre los Orientales y su ley, aunque más severa, siempre observada. Pero para evitar entrar en más detalles de lo necesario, digamos simplemente que la Sede Apostólica se opuso a los Patriarcas siempre que quisieron suavizar el antiguo rigor del ayuno prescrito para sus súbditos. Pedro, Patriarca de los Maronitas, concedió a los Arzobispos y Obispos sometidos a él el derecho a comer carne como los laicos, aunque, según la antigua disciplina, se abstenían de ella. Y permitió a todo el pueblo, durante la Cuaresma, comer pescado y beber vino, aunque esto les estaba prohibido. Pero el Papa Pablo V, enviando una carta en forma de Breve al Patriarca, sucesor de Pedro, el 9 de marzo de 1610, ordenó que, tras abrogar lo que Pedro había concedido, se restablecieran las cosas a su estado original. Durante nuestro Pontificado, la excesiva facilidad e indulgencia de Eutimio, Arzobispo de Tiro y Sidón, y de Cirilo, Patriarca de Antioquía entre los Melquitas Griegos, fueron cuestionadas; y fueron desaprobadas, como aparece en nuestra Constitución Demandatam (87, § 6, volumen 1 de nuestro Bulario): “Nosotros, por nuestra autoridad, revocamos expresamente la innovación y atenuación de las abstinencias, juzgando que resultan ser de excesivo detrimento a la antigua disciplina de las Iglesias Griegas, aunque en otros lugares, al faltar la autoridad de la Sede Apostólica, se consideran sin importancia, y ordenamos que no tengan efecto en el futuro y que no se pongan en práctica, sino que en todo el territorio del Patriarcado de Antioquía se conserve la loable costumbre derivada de los antepasados ​​de abstenerse de comer pescado todos los miércoles y viernes del año, como se observa escrupulosamente también por los demás pueblos vecinos, del mismo Rito Griego”. Es absurdo afirmar que se deba conceder una dispensa, o más bien un poder general para dispensar, porque los Orientales, al ver que los Latinos comen pescado durante el ayuno, se inclinan fácilmente, no por cierto desprecio, sino por la fragilidad humana, a comer pescado en un día de ayuno. Este argumento, de ser válido, daría lugar, en primer lugar, a una gran confusión de Ritos; luego, siguiendo esta línea, se deduciría que los Latinos, al ver que los Griegos viven según instituciones particulares que no les son permitidas (de hecho, les están prohibidas), podrían solicitar una dispensa, declarando que les sería lícito hacer lo que ven hacer a los Griegos, declarando que reconocen el rito Latino, pero que debido a la fragilidad de su naturaleza ya no pueden practicarlo.

48. Estos son los asuntos que consideramos necesario exponer en esta Encíclica nuestra, no solo para aclarar las razones que fundamentan las respuestas dadas al Misionero que planteó las cuestiones planteadas al principio, sino también para dejar claro a todos la benevolencia con la que la Sede Apostólica acoge a los Orientales, al tiempo que ordena la preservación de sus antiguos Ritos, que no se oponen ni a la Religión Católica ni a su integridad. Tampoco pide a los cismáticos que regresan a la unidad Católica que abandonen sus Ritos, sino únicamente que abjuren de sus herejías, deseando fervientemente que sus diferentes pueblos sean preservados, no destruidos, y que todos (para decirlo en pocas palabras) sean Católicos, no Latinos.

Finalmente, concluimos esta Carta nuestra impartiendo la Bendición Apostólica a quien la lea.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, 26 de julio de 1755, decimoquinto año de Nuestro Pontificado.


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