miércoles, 15 de agosto de 2001

SIAMO ANCORA (12 DE MAYO DE 1936)


DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XI

CON MOTIVO DE LA INAUGURACIÓN

DE LA EXPOSICIÓN MUNDIAL

DE LA PRENSA CATÓLICA

SIAMO ANCORA

(TODAVÍA ESTAMOS)

Estamos aún bajo la gozosa e indeleble impresión que nos han dejado las recientemente celebradas convenciones de la Bonne Presse y de La Croix; saludamos ahora la no muy lejana, aún más íntima, celebración del 75° aniversario de nuestro querido y fiel Osservatore Romano; y he aquí que el buen Dios, siempre generoso y perfecto en sus dones, nos invita y nos reúne a esta otra gran convención de la prensa católica mundial: católica, por lo tanto, no sólo en el sentido teológico, sino también en el sentido geográfico de la palabra.

Nuestra cordial y gozosa bienvenida a ustedes, amados hijos; a ustedes, Cardenales, a ustedes, venerables Hermanos en el Episcopado, a ustedes, distinguidos caballeros del Cuerpo Diplomático, quienes ya han merecido esta Exposición por su labor; y a cada uno de ustedes, quienes con su presencia han venido a hacer más hermosa y solemne esta conferencia, ya tan hermosa e importante por su parte esencial. Y la parte esencial son ustedes, amantísimos hijos, los periodistas católicos de cuarenta y cinco naciones de Europa y América, de cincuenta y tres regiones de Asia, África y Oceanía, venidos de todas partes para desplegar sus banderas y presentar sus armas —estandartes y armas de la verdad— aquí donde, por disposición divina, el magisterio de la verdad siempre está vivo y habla.

Hay, como sabemos, y como acabamos de recordar, ausencias dolorosas que, a su manera, nos recuerdan dos grandes países y dos grandes pueblos: uno, digamos, la vasta y atribulada Rusia, porque una verdadera furia de odio contra Dios ha destruido y sigue destruyendo todo lo que pertenece a la religión, y en especial a la Religión Católica: todo excepto la fidelidad invicta y el heroísmo auténtico y admirable que, bien podría decirse, dan cada día nuevos capítulos gloriosos al martirologio. El otro, digamos, es Alemania, particularmente conocida y querida por Nos, porque, contra toda justicia y verdad, mediante identificaciones y confusiones artificiales entre religión y política, se desea que allí no exista una prensa católica. En ambos lugares, se honra a la prensa católica temiendo su fuerza y ​​eficacia; en ambos lugares, tiene lugar lo que se ha llamado el máximo honor a la verdad: la negación y la oposición. A ambos grandes países y a ambos grandes pueblos, a todos y cada uno de nuestros queridos hijos, vaya desde este lugar, en esta hora, nuestro doloroso saludo y nuestro honroso recuerdo.

Si hemos sentido el deber, la necesidad de dirigir un pensamiento y una palabra a tan grandes y queridos —podríamos añadir incluso obligados— ausentes, sentimos aún más el deber y la paternal necesidad de dirigiros a vosotros esa palabra, que Vosotros, y con vuestra presencia, y con vuestra visible espera y a través de vuestro fiel y elocuente intérprete, Nos lo preguntáis. 

Os lo diremos tal y como vosotros nos lo sugerís, queridos hijos. Es cierto que cuanto más profunda y rica es la sugerencia que nos transmite vuestra presencia y lo que nos traéis, más necesaria y a la vez más difícil es la elección: toda una riqueza infinita y variadísima de pensamiento y técnica, de trabajo y producción, que nuestra exposición, o mejor dicho, vuestra exposición, nos presenta como (bien dicho) fijada en una instantánea nítida: esta clara instantánea que rodea por todas partes la famosa piña, ahora dantesca [1], sin duda asombrada de ver tantas y tantas cosas nuevas, después y a tanto tiempo de distancia de las vistas desde la cima del mausoleo de Adriano y desde las inmediaciones de la Basílica de San Pedro.
Ya os hemos ofrecido una bienvenida paternal, tanto general como individual; queremos, debemos añadir de inmediato, nuestras palabras de felicitación paternal. Felicitaciones por la inmensidad y magnitud de su obra aquí representada; una inmensidad y magnitud tan grandes que llenan el mundo entero. Felicitaciones por la calidad de vuestro trabajo: trabajo de fe y ciencia, de religión y cultura; trabajo de exposición y defensa; de preservación y propagación. Felicitaciones por el lugar que vuestro trabajo les asigna en este reino, en esta casa y familia de Dios que es la Santa Iglesia: el lugar de los méritos primarios.

Y de la palabra de felicitación, brota espontáneamente una palabra de gratitud. Nosotros, que conocemos vuestra fe a través de tantas pruebas —incluso la de vuestra presencia en esta exposición y en esta sala—, sabemos con certeza que esta palabra de gratitud penetrará en lo más profundo de vuestra alma y vuestro corazón, como la más generosa y dulce de las recompensas. Esta palabra es, en efecto, también la nuestra, la palabra del Padre a quien tanto amáis, y para quien, con vuestra inteligente y santa labor, con vuestra presencia en este lugar, en esta hora, procuráis y multiplicáis una alegría que lo exalta y le hace reservar para vosotros las bendiciones más selectas; pero es también la palabra de la Santa Iglesia, la más amorosa y benéfica de las madres, la más sabia de las maestras, la única infalible entre todas; la obra maestra de la mano y el corazón de Dios, Creador y Redentor; la fiel intérprete de vuestro pensamiento; la fiel e irremplazable ejecutora de vuestra obra para la salvación del mundo.

Nos sentimos inefablemente felices de traeros, junto con Nuestra paternal gratitud, la expresión auténtica y autorizada de tal Madre y Maestra, para llevaros, como lo hacemos, a la agenda del mundo católico.

Quizás habríamos terminado, si vuestro intérprete no nos hubiera dicho que deseáis y esperáis la palabra paterna no solo como consuelo —muy merecido— para vuestras almas y para el trabajo al que generosamente volveréis dentro de poco, sino también para “lanzarla a los torbellinos de vuestras rotativas” y confiarla, debemos añadir, a los muchos medios actuales de difusión rápida e ilimitada, empezando por el destello de vuestras plumas, como el cálamo del escriba bíblico veloz [2]. Es decir, que nos brindáis una ocasión, como pocas, muy pocas, propicia para hacer llegar a muchísimos y muy lejos una palabra, un pensamiento paterno, siempre tan grato como deseado, a los buenos hijos. Y también por nuestra parte, considerando ante Dios y recordando que, como advierte el Apóstol [3], “somos deudores de todos”, nos parece que no podríamos quedarnos sin algún remordimiento si no aprovecháramos tan buena ocasión.

Elegiremos algunas de las cosas más importantes que creemos más necesario recordar ante los peligros y amenazas del momento actual: os confiamos las indicaciones que haremos de ellas, para que no dejéis de volver a ellas para hacerlas cada vez más ampliamente comprendidas y apoyadas…

El primer peligro, el mayor y más extendido, es sin duda el comunismo en todas sus formas y grados. Amenaza y desafía, abiertamente o encubiertamente, lo socava todo: la dignidad individual, la santidad de la familia, el orden y la seguridad de la sociedad civil, y sobre todo la religión, llegando incluso a la negación y el desafío abierto y organizado hacia Dios, y más específicamente de la Religión Católica y la Iglesia Católica. Una vasta y lamentablemente extensa literatura arroja luz plena e inequívoca sobre este programa: así lo atestiguan ensayos ya practicados o intentados en varios países (Rusia, México, España, Uruguay, Brasil).

Peligro grande, total y universal; universalidad que, continua y abiertamente proclamada e invocada, es luego procurada y promovida por una propaganda que no escatima nada; más peligrosa aún cuando, como ocurre últimamente, adopta actitudes menos violentas y aparentemente menos impías para penetrar en ambientes menos accesibles y obtener —como desgraciadamente consigue— increíbles connivencias, o al menos silencios y tolerancias de inestimable ventaja para la causa del mal, con desastrosas consecuencias para la causa del bien.

Diréis, hijos queridos, que habéis visto al Padre común de todos los redimidos, al Vicario de Cristo, profundamente preocupado y entristecido por este peligro tan grande, que amenaza al mundo entero y que ya está causando gravísimos daños en muchos lugares, y más especialmente en el mundo europeo.

Dirán, amados hijos, que el Padre Común no cesa de advertir del peligro cuya gravedad e inminencia muchos, demasiados, parecen ignorar o desconocer. Dirán también, como les decimos Nosotros, que trabajar para allanar el camino y facilitar el triunfo del peligro advertido es todo lo que queda por desear y lo que falta para proteger la moral pública y defender y remediar ese neopaganismo con el que la inmoralidad se alía tan fácil y casi inevitablemente, incluso bajo el manto de la refinada civilización material.

Y también dirán, amados hijos, y nunca se cansarán de repetir que el Vicario de Cristo, no solo como Padre Común de todos los creyentes, sino también, y más aún, como hijo de su tiempo, no solo por el bien de la Iglesia de la que es Cabeza, sino también por el bien común, cree y declara que la Iglesia Católica es una ayuda indispensable como única preservadora del cristianismo verdadero y genuino. ¿Qué queda, de hecho, fuera de la Iglesia Católica, tras la verdadera devastación del llamado libre pensamiento, el liberalismo y las diversas llamadas Reformas? ¿Qué queda de la doctrina de Jesucristo dada por los Evangelios y la Tradición legítima? ¿Qué queda de los Sacramentos instituidos por Jesucristo? ¿Qué queda de Su Persona misma? Y dentro de la Iglesia Católica, en la actualidad, no podemos dejar de señalar a la Acción Católica como una ayuda particularmente providencial, habiendo sido ya la colaboradora eficaz del primer Apostolado jerárquico en la evangelización del mundo reposado en el paganismo antiguo.

Hemos declarado expresamente que queremos hablar no sólo como Cabeza de la Iglesia Católica, sino también y más aún como hijos de nuestro tiempo, y hemos querido decirlo como testigos personales y partícipes de los acontecimientos que amenazan a nuestros contemporáneos y a las instituciones en las que se desarrolla su vida individual, doméstica y colectiva.

Hablamos así porque, desde cierto punto de vista —el de los acontecimientos finales y definitivos—, nos preocupan más las instituciones sociales y estatales puramente humanas y terrenales que la propia Iglesia Católica. No es que no nos aflija profundamente pensar en las tribulaciones que las fuerzas del mal preparan para el cuerpo místico de Jesucristo en la persona de los buenos y fieles siervos de Dios, y más aún pensar en el naufragio que tantas almas sufrirán por la devastación del error y el vicio, apoyados por la violencia, el engaño e incluso leyes inicuas, como ya hemos presenciado repetidamente. Pero la Iglesia es una institución divina y tiene promesas divinas a su favor. Las fuerzas adversas pueden asumir las proporciones más amenazantes, sus ataques pueden volverse más violentos o insidiosos que nunca; pero está escrito: “non praevalebunt”; es la palabra divina, y la sílaba de Dios no puede ser borrada. Ciertamente, no hacen una política buena y sensata (también queremos decírselo) quienes, obstaculizando la vida y la acción de la Iglesia e incluso simplemente impidiendo su pleno y libre desarrollo, renuncian con ello a las valiosas y preciosas aportaciones que Ella, y sólo Ella, puede dar a la seguridad pública, a la verdadera paz y al bien público.

Con estas aportaciones la Iglesia Católica, diréis en voz alta, no tiene intención alguna de usurpar lo que pertenece a la política propiamente dicha en virtud de su finalidad, usurpación contra la verdad hoy afirmada para crear a la Iglesia Católica toda clase de dificultades y excluir su acción benéfica precisamente de aquellos campos más amplios que más la necesitan y más se beneficiarían de ella: la juventud, la familia, la escuela, la prensa, las masas populares.

La Iglesia reconoce la esfera de acción propia del Estado y la enseña y manda respetar conscientemente; pero no puede admitir que la política pueda prescindir de la moral y no puede olvidar el precepto del divino Fundador que, según la fuerte y profunda expresión de nuestro gran Manzoni [4], le mandó cuidar de sí misma, “tomar posesión de la moral” dondequiera que entre y deba entrar: “docentes eos servare omnia quaecumque mandavi vobis” [5].

Pero hay que terminar, y terminaremos señalando primero una coincidencia tan feliz como importante.

Los zelotes centrales, los grandes zelotes de las Obras Pontificias para la Propagación de la Fe, celebraban sus reuniones anuales aquí, cerca de Nosotros y casi bajo Nuestros ojos.

No pueden recomendar ni elogiar suficientemente estas Obras, que deseamos fervientemente ver florecer y dar frutos dignos, no solo en cada diócesis, como ya ocurre, sino también en cada parroquia, cada internado, casa religiosa y cada familia. La contribución que la Propagación de la Fe aporta a Nuestra Exposición será sin duda una magnífica revelación para muchos; para todos, una invitación, una exhortación, una oración. Deseamos haberlo dicho todo a todos al afirmar que esta es la continuación más verdadera y genuina del Apostolado jerárquico original y, por lo tanto, la mayor y más importante eficacia de la Acción Católica.

Concluiremos pues impartiendo, con corazón lleno de gratitud hacia Dios y hacia los hombres, todas aquellas bendiciones que vuestro intérprete Nos pidió: todas y para todos aquellos que repaso rápidamente en su atenta y meditada enumeración: Gobiernos y Ministros, Magistrados y Funcionarios; funcionarios y particulares; Obispos y sacerdotes, religiosos y laicos; trabajadores del pensamiento y del arte, de la técnica y del trabajo manual. Una gran bendición para toda esta Exposición, que acoge y enseña tantas cosas preciosas: le conceda el buen Dios, que ha bendecido tan visiblemente su preparación y ha hecho caer sus inicios en un clima tan inesperadamente propicio, tanto general como local, tanto cercano como lejano, hasta el punto de coincidir casi exactamente con la alegría triunfante de todo un pueblo grande y bueno por una paz que quiere ser, y confía en ser, válido coeficiente y preludio de esa verdadera paz europea y mundial, de la que la Exposición misma quiere ser y es un símbolo claro, un ejemplo real, un instrumento eficaz, una invocación ferviente y confiada que en tantas lenguas quiere decir a todos, a Dios y a los hombres, al Cielo y a la tierra: Paz, paz, paz.

Al grito horrendo de los impíos, Nuestra Exposición responde con la oración litúrgica, confiada y afectuosa de nuestro tiempo: “Mane nobiscum, Domine, quoniam advesperascit”, quédate con nosotros, Señor: una víspera oscura, que parece anunciar una noche aún más oscura, se cierne sobre el mundo entero: quédate con nosotros, y también en la oscuridad, tu luz brillará sobre nosotros y nos guiará: quédate con nosotros, “mane nobiscum Domin”.

Notas:

[1] Inf ., XXXI, 59. 246

[2] Sal . XLIV, 2.

[3] Romanos , I, 14.

[4] Observaciones sobre la moral católica , cap. III, al principio.

[5] Mateo , XXVIII, 20.

No hay comentarios: