viernes, 17 de agosto de 2001

PÍO XII A LOS DELEGADOS JESUITAS REUNIDOS EN ROMA (10 DE SEPTIEMBRE DE 1957)


ALOCUCIÓN

DEL PAPA PIO XII

A LOS MIEMBROS DELEGADOS 

DE LA COMUNIDAD UNIVERSAL DE JESÚS

REUNIDOS EN ROMA 

Os damos la bienvenida a todos vosotros, amados hijos, que representáis para Nosotros a toda la Compañía de Jesús, reunida en Nuestra Ciudad con espíritu paternal y alegre, y esperamos lo mejor del Dador de todos los bienes y del Espíritu de Su caridad a través de vuestros trabajos.

Vuestra Sociedad, cuya “Fórmula” o resumen de la Regla, que vuestro Padre el Legislador Ignacio ofreció a nuestros predecesores Pablo III y Julio III para su aprobación, fue establecida con este propósito: servir “bajo la bandera de la Cruz de Dios” y “servir solo al Señor y a la Iglesia, su esposa, bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra” (Fórmula del Instituto de la Compañía de Jesús, n. 1, en la Carta Apostólica de Julio III “Exposcit debitum”, 21 de julio de 1550; Instituto de San Ignacio, Florencia 1892, vol. I, p. 23). En efecto, vuestro Fundador quiso que estuvierais sujetos a un voto especial, además de los tres habituales en la religión, de obediencia al Sumo Pontífice (l. c . p. 24). Y en esas conocidas “Reglas para el sentimiento con la Iglesia”, anexas al folleto de Ejercicios Espirituales, les recomienda ante todo esto: “Habiendo dejado de lado todo juicio propio, uno debe mantener siempre su mente dispuesta y pronta a obedecer a la verdadera Esposa de Cristo y nuestra santa Madre, que es la Iglesia ortodoxa, católica y jerárquica”; y la versión antigua, que el mismo Padre Ignacio usó, añade “que es romana” (Reg. ad sentimentum cum Ecclesia, Reg. I).

En efecto, entre las ilustres hazañas de vuestros antepasados, de las que con razón os enorgullecéis y que os esforzáis por emular, destaca por encima de todas las demás: que vuestra Sociedad, que se adhiere íntimamente a la Cátedra de Pedro, se ha esforzado por conservar, enseñar, defender y promover, siempre intacta, la doctrina propuesta por el Pontífice de esa Sede, a la cual, “por su mayor poder, es necesario que toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes, se unan” (San Ireneo, Adv. Haer. 1. 3, c. 3; MG 7, 849 A); ni ha tratado de tolerar nada que sea peligroso o que no esté suficientemente probado como para ser novedoso (Coll. Decr. Decr. 102; Epit. Inst . n. 319).

Ni es menos loable para vosotros que, en asuntos concernientes a la disciplina eclesiástica, os esforcéis por cultivar esa perfecta obediencia de ejecución, voluntad y juicio hacia la Sede Apostólica, que de este modo confiere “una dirección más segura del Espíritu Santo” (Fórmula del Instituto, en la Carta Apostólica “Exposcit debitum”; Inst. SI l. cp 24).

Pero que nadie os prive de este elogio a la rectitud doctrinal y a la fidelidad en la obediencia debida al Vicario de Cristo; ni debe haber entre vosotros lugar para cierto orgullo de “libre examen”, de una mente heterodoxa en lugar de católica, por la cual cada uno no se abstiene de recordar incluso aquello que emana de la Sede Apostólica para el equilibrio de su propio juicio; ni debe tolerarse la connivencia con quienes suponen que las normas de acción y la lucha por la salvación eterna se derivan más de lo que se hace que de lo que se debe hacer; ni debe permitirse pensar y actuar a su antojo a quienes consideran la disciplina eclesiástica algo anticuado, un vano “formalismo”, como dicen, del que uno debe librarse fácilmente para servir a la verdad. Porque si una mentalidad así, tomada prestada de grupos de incrédulos, se infiltrara libremente entre vuestras filas, ¿acaso no se encontrarían pronto entre vosotros hijos indignos e infieles de vuestro padre Ignacio, para ser expulsados ​​cuanto antes del cuerpo de vuestra Sociedad?

La obediencia, perfecta en todo sentido, ha sido el sello distintivo de quienes sirven a Dios en vuestra Compañía desde sus inicios. Vuestro Fundador mismo se atrevió a decir: “Nos resulta más fácil dejarnos superar por otras Órdenes Religiosas en el ayuno, las vigilias y demás rigor en la dieta y el culto, que cada una realiza con solemnidad en su propio rito y disciplina; en verdad, desearía sobre todo ver la verdadera y perfecta obediencia, y la abdicación de la voluntad y el juicio... como algo notorio en todos los que sirven a Dios nuestro Señor en esta Compañía...” (Epístola sobre la virtud de la Obediencia, n. 3). ¡Cuán agradecida ha estado siempre la Iglesia por esa obediencia completa y pronta mostrada a los Superiores Religiosos, la fiel observancia de la disciplina regular, la humilde sumisión incluso al juicio bajo aquellos a quienes el Vicario de Cristo quiso que presidieran sobre vosotros, según vuestro Instituto tan a menudo y solemnemente aprobado por Él y sus Predecesores! Porque esa virtud, sancionada por la tradición perpetua de las religiones antiguas y venerables, con la aprobación de la Sede Apostólica, está en conformidad con el sentido católico, y que san Ignacio les dejó para que la describieran en su célebre “Epístola sobre la virtud de la obediencia”. Pero quienes piensan que la enseñanza de esa Epístola debe abandonarse y que debe sustituirse la obediencia jerárquica y religiosa por una igualdad “democrática”, en la que el súbdito discute con el Superior sobre qué hacer hasta que ambos coinciden en la misma petición, están completamente equivocados.

Frente al espíritu de orgullo e independencia que infecta a muchos en esta época, debéis conservar la virtud inmaculada de la verdadera humildad, que os hace amados por Dios y por los hombres (cf. Const. SI p. IX, c. 2, n. 2); la virtud de la abnegación total, por la cual os mostráis discípulos de Aquel que “se hizo obediente hasta la muerte” (Fil. 2, 8). ¿Sería digno de Cristo Cabeza quien, huyendo de la austeridad de la disciplina religiosa, se esforzara por vivir en la religión como si fuera un hombre secular que persigue a su antojo lo que le parece provechoso, lo que le agrada? Quienes pretenden anular la disciplina religiosa bajo el vano y ya manido nombre de “formalismo” deben saber que ofenden los deseos de esta Sede Apostólica y se engañan a sí mismos si alguna vez apelan a la ley de la caridad para justificar una falsa libertad del yugo de la obediencia. ¿Pues qué clase de caridad sería aquella que desprecie la voluntad de Dios y de nuestro Señor, que ha de cumplirse mediante la vida religiosa a la que han hecho voto?

Lo que fue la gloria y el vigor de vuestra Orden, su estricta disciplina, os mantendrá también en nuestra época en forma y preparados para las batallas del Señor y el apostolado "moderno", como se suele decir.

Un deber fundamental en este asunto recae sobre todos los Superiores de vuestra Orden, sean Generales, Provinciales o locales. Que sepan “preceptar con modestia y prudencia” (cf. Regla Provincial 4); con prudencia y modestia, en efecto, como corresponde a pastores de almas, revistiéndose de la bondad, la mansedumbre y la caridad de Cristo el Señor (cf. Regla Provincial 3); que sepan “preceptar” y, si es necesario, con firmeza, “mezclando la severidad en el momento y lugar oportunos con la bondad”, pues rendirán cuentas a Dios por las almas de sus fieles y su progreso en la adquisición de la perfección. Si bien vuestras Reglas, por el sabio precepto del Fundador, no obligan a los fieles que se encuentran en pecado (Const. P. VI, c. 5), los Superiores están obligados, no obstante, a promover su observancia, y no quedan impunes si permiten que se descuide la disciplina regular en algunos casos. Como un buen padre, que muestren a sus fieles la confianza que es habitual y apropiada para con sus hijos. Sin embargo, al mismo tiempo, deben vigilar constantemente a sus hijos, como un buen padre está obligado a hacerlo, y no permitir que se desvíen gradualmente del camino correcto de la fidelidad.

Vuestro Instituto describe sabiamente este deber de los Superiores, especialmente los locales, en lo que respecta a la salida de los súbditos de los conventos y su comunicación con personas ajenas a ellos, en lo que respecta al envío y recepción de cartas, a los viajes, al gasto o transporte de dinero, e incluso en lo que respecta a velar por que cumplan fielmente con todos aquellos ejercicios de piedad, que constituyen, por así decirlo, el alma de la observancia religiosa y del apostolado. Pero las mejores Reglas son inútiles si quienes tienen la responsabilidad de exhortar a su observancia no cumplen con su deber con valentía y constancia.

"Vosotros sois la sal de la tierra" ( Mateo 5:13): la pureza de la doctrina, el vigor de la disciplina, a los que se añadirá la austeridad de vida, os mantendrán inmunes al contagio del mundo y os harán dignos discípulos de Aquel que nos redimió por la cruz.

Él mismo os advirtió: “El que no carga con su cruz y me sigue no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:27). Por eso vuestro padre Ignacio os exhorta a “aceptar y desear con todas vuestras fuerzas todo lo que Cristo nuestro Señor amó y abrazó” (Examen general, cap. 4, n. 44; Suma Const. n. 2); y “para que este preciado grado de perfección en la vida espiritual se alcance mejor, es necesario que cada uno profundice en el estudio de buscar en el Señor una mayor abnegación y, en la medida de lo posible, una continua mortificación en todo” (Examen general, cap. 4, n. 46; Suma Const . n. 12). Pero en medio de la búsqueda de cosas nuevas, que hoy ocupa la mente de tantas personas, debemos temer que ese precepto primordial de toda vida religiosa y apostólica, el instrumento de unión con Dios (cf. Const . p. X, n. 2), se oscurezca, y que “nuestra confianza descanse” más bien en “aquellos medios naturales que... disponen el instrumento en beneficio de nuestros prójimos” (cf. Const . p. X, n. 3), en contra de la economía de la gracia en la que vivimos.

Para vivir esa vida crucificada con Cristo, la fiel observancia de la pobreza, tan querida por vuestro Creador, debe contribuir por encima de todo; y no solo esa pobreza que excluye el uso independiente de las cosas temporales, sino especialmente aquella a la que se dirige simultáneamente esta dependencia, que consiste en el uso muy moderado de los bienes temporales, junto con la privación de no pocas de aquellas ventajas que los hombres que viven en el mundo pueden legítimamente reclamar para sí mismos. Ciertamente, aquello que haga más eficaz vuestra labor apostólica, con la aprobación de vuestros Superiores, lo emplearéis para mayor gloria de Dios; pero al mismo tiempo os privaréis voluntariamente de muchas cosas que son menos necesarias para vuestro fin, pero que son verdaderamente placenteras y agradables a la naturaleza, para que los fieles os vean como discípulos del Cristo pobre, y quizá vuestros recursos más abundantes se reserven para cosas útiles para la salvación de las almas, y no se dilapiden en placeres más superficiales. No corresponde a los religiosos disfrutar de vacaciones fuera de las casas de la Orden, salvo por una razón extraordinaria; emprender viajes placenteros pero costosos para el descanso espiritual; ni ​​poseer herramientas de trabajo para su uso personal, en lugar de para el uso y la comodidad común, como lo exige la naturaleza de la vida religiosa. Pero aquellos hábitos superfluos, por amor a la pobreza y el deseo de la continua mortificación en todo, propia de vuestro Instituto, deben ser eliminados con firmeza y sin contemplaciones. Entre ellos se encuentra el consumo de tabaco, tan extendido en nuestra época, que, usado de diversas formas, proporciona placer. Religiosos, si tenéis sed de él, procurad erradicarlo según el espíritu de vuestro Fundador. Los religiosos deben predicar, no solo con palabras, sino también con el ejemplo, el estudio de la penitencia, sin la cual no hay esperanza fundada de salvación eterna.

Todo lo que os encomendamos, aunque no sea “según el hombre” y pueda parecer arduo y excesivo para la naturaleza, no solo será posible, sino fácil y dulce en el Señor, si sois fieles a la vida de oración que el Padre Legislador espera de vosotros (Const . p. VI, c. 3, n. I). Vuestros ejercicios de piedad estarán animados por el más profundo fervor de la caridad, si sois fieles a la oración mental y a la más prolongada, como la que prescriben diariamente las Reglas aprobadas de vuestra Orden. Corresponde sobre todo a los sacerdotes dedicados a la obra apostólica animar toda su actividad con una consideración más profunda de las cosas divinas y con un afecto caritativo más ardiente hacia Dios y nuestro Señor Jesucristo, a quien, según los preceptos de los santos, sabemos que se nutre principalmente de la oración mental. Vuestra Orden se desviaría sin duda del espíritu que vuestro Padre Legislador pretendía si no permaneciera fiel a la institución recibida en los Ejercicios Espirituales.

No hay entre vosotros nadie que desapruebe o rechace nada novedoso, por muy beneficioso que sea para la salvación y perfección de las almas propias y ajenas (cf. Exam. gen . c. I, n. 2; Summ. Const., n. 2), que es el fin de vuestra Compañía, por ser novedoso; sino que, al contrario, es más acorde con el Instituto de San Ignacio y se os ha transmitido perpetuamente, que os dediquéis con ahínco a todo lo nuevo que el bien de la Iglesia exige y que la Santa Sede recomienda, evitando cualquier labor de “adaptación”, como se suele decir. Pero, al mismo tiempo, aquellas cosas que sabiamente se han transmitido por ser exigidas por el Evangelio o por la propia naturaleza humana y su caída (lo que constituye el ascetismo religioso que vuestro Fundador aprendió y tomó prestado de las antiguas Órdenes), debéis guardarlas con firmeza, bien protegidas de todos los esfuerzos del mundo y de los demonios.

Entre los principios fundamentales de vuestro Instituto (Epit. Inst. n. 22), que no pueden ser modificados ni siquiera por la Congregación General ( lc 23, § I), sino solo por la Sede Apostólica, puesto que fue aprobado “en forma específica” por la Carta Apostólica “Regimini militantis Ecclesiae”, de fecha veintisiete de septiembre del año mil quinientos cuarenta, promulgada por Nuestro Predecesor Pablo III (Instituto de San I de Florencia 1892, vol. I, p. 6), se sostiene que “la forma de gobierno en la Compañía ha de ser monárquica, contenida en las definiciones de un único Superior” (Epit. Inst . n. 22, § 3, 4). Pero esta Sede Apostólica, sabiendo muy bien que la autoridad del Superior General es el eje, por así decirlo, sobre el que descansa el vigor y la salud de vuestra Orden, y lejos de considerar que algo en este asunto esté en consonancia con el espíritu de esta época, pretende lo contrario, a saber, que esa autoridad plena y monárquica, que está sujeta únicamente a la autoridad superior de la Congregación General y a la suprema autoridad de esta Santa Sede, se conserve inquebrantable, aunque de manera oportuna, al tiempo que se conserva en todos los aspectos la forma monárquica de gobierno, se aligere su carga.

En resumen, “todos vosotros, con mente constante, no debéis descuidar nada de la perfección que podéis alcanzar por la gracia divina en la observancia absoluta de todas las Constituciones y en el modo particular de cumplir vuestro Instituto” (Const., p. VI, c. r; Summ. Const., n. 15). Esta afirmación se atribuye a nuestro predecesor, el Papa Clemente XIII, que, si no literalmente, ciertamente alude a su intención en su significado, cuando se le pidió que permitiera a vuestra Orden retirarse del Instituto fundado por San Ignacio: “O son como son o no son (Pastor, Geschichte der Päpste, Bd. XVI, 1931, p. 651, Anm. 7). Lo cual es y sigue siendo también nuestro sentir: que los jesuitas sean como los Ejercicios Espirituales los formaron, como sus Constituciones quieren que sean. Otros en la Iglesia, de manera encomiable, bajo la guía de la Jerarquía, se acercan a Dios por un camino diferente en algunos aspectos; para vosotros, vuestro Instituto es “el camino hacia Dios” (cf. Fórmula del Instituto, en la Carta Apostólica de Pablo III, “Regimini militantis Ecclesiae”, 27 de septiembre de 1540, n.; Instituto de las SI de Florencia 1892, vol. I, p. 4). El modo de vida tan a menudo aprobado por la Sede Apostólica, las obras del apostolado que la misma Sede os ha encomendado como especiales, estas las imitáis en una dedicada colaboración con los demás cultivadores de la viña del Señor, quienes, bajo la guía de esta Sede Apostólica y de los Obispos, trabajan para instaurar el Reino de Dios.

Con la protección de la luz del Espíritu Santo sobre las labores de vuestra Congregación, y al mismo tiempo por la efusión de la gracia divina sobre cada uno de los miembros de vuestra Sociedad, con afecto paternal de caridad os impartimos nuestra Bendición Apostólica.

* Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santità Pio XII , XIX,

Diciannovesimo anno di Pontificato, 2 marzo 1957-1° marzo 1958, pp. 383-389
  

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