Por Jorge Buxadé
El pasado 3 de diciembre, el periódico “The Economist” publicaba un artículo en que, haciéndose eco de una serie de estudios sobre cómo estaba afectando la pandemia a los trabajadores, empleados y gestores de las empresas, concluía que “si los empleados trabajan de forma remota y ya no van a vivir en caras y grandes ciudades, las empresas no necesitan pagarles tanto”.
A mitades del pasado mes de marzo, todos los Estados de Europa acordaron conforme a sus normas constitucionales –salvo en España, donde el Gobierno adoptó un estado de excepción encubierto en la declaración de alarma con manifiesta infracción de la ley constitucional– medidas severísimas sobre los derechos fundamentales y las libertades civiles, cierre de fronteras, limitación de actividades e, incluso, confinamientos forzosos en domicilio y cierres generales de amplios sectores de la economía.
En lugar de indagar las responsabilidades de la China comunista en la expansión mundial del coronavirus o de preguntarnos sobre la fragilidad de nuestros sistemas democráticos, o incluso de reflexionar con profundidad sobre el origen profundo de la pandemia y de su rápida difusión, la respuesta de las élites globalistas ha sido aprovechar la situación para acelerar la ejecución de sus objetivos: la imposición a nivel mundial de un modelo de hombre sin identidad, sin raíces, sin relaciones humanas auténticas; y unas naciones disueltas en el magma viscoso de la gobernanza mundial, donde quienes gobiernan no son elegidos por los ciudadanos ni pueden ser cesados por estos. La Unión Europea a la cabeza de estos objetivos globales.
Bajo el paraguas de la “digitalización” de los procesos productivos, las fuerzas globalistas pisan el acelerador. La situación es ideal: los confinamientos, cierres de sectores de actividad, limitaciones a la movilidad urbana, y el pánico sanitario extendido por las agencias gubernamentales e internacionales dibuja un paisaje en el que el pequeño comercio es arrasado por las grandes multinacionales de la logística y la compra por internet de forma que miles de pequeños propietarios, dueños de sus negocios, de su tiempo y de su riesgo, son sustituidos en masa y a una velocidad insospechada hace solo doce meses por una multitud de trabajadores temporales que prestan servicio a multinacionales globalistas.
Al mismo tiempo, en cientos de miles de empresas se impone por los Estados el teletrabajo. No es una decisión adoptada por el empresario o por el empresario junto a sus trabajadores en interés común respondiendo a una necesidad del servicio, o del cliente; sino una imposición coactiva del poder público, que limita aforos, prohíbe viajes, o directamente limita la libertad económica en determinados sectores.
Ese trabajador pierde con el teletrabajo todo contacto con la realidad, toda relación verdaderamente humana – por personal, física, directa – con su empresa, sus compañeros, clientes, proveedores; con el camarero que le servía el primer café de la mañana o el que le atendía a la hora de comer. El teletrabajador se limita a ser un sujeto que produce; descarnado, desarraigado. En este teletrabajador no hay ya solidaridad ni compañerismo, ni puede haberlo, porque ha sido encapsulado en un área sanitaria libre de contactos. Es productividad pura.
Los gobiernos locales o regionales insisten en sus campañas. No tengas contacto con gente. No salgas. No te abraces. No le des la mano a nadie. Restringe tus contactos, incluso en el seno de la familia.
El escenario es dantesco: millones de europeos se han ido directamente al paro. La caída del PIB de los países occidentales nos retrotrae a los tiempos de la segunda guerra mundial. Otros cientos de miles (pequeños propietarios del sector ocio, turístico, hostelería y pequeño comercio minorista) están siendo sustituidos por un ejército de trabajadores temporales —ahogados en Europa por una creciente presión inmigratoria— para empresas multinacionales que trasladan sus beneficios y sus impuestos a sus sedes en terceros países. Y otros cientos de miles de trabajadores han pasado a engrosar la lista de los “teletrabajadores”, encerrados en sus domicilios, sin contacto con la realidad, metidos en esa diabólica y perversa rueda de trabajar de 9 a 9, 6 días a la semana, consumir televisión o internet como medio de “evasión”; es decir, evadirse de lo virtual, con más virtualidad.
Y todo eso se impone por las élites con la rotundidad de una ley física inamovible. La excusa sanitaria es perfecta: si no lo haces, estás fuera del mercado. Si no aceptas las nuevas reglas, puedes ser tachado de negacionista, incluso. Y no hay nada bueno en todo esto. Y no hay ninguna ley inexorable que nos imponga eso como un absoluto, ni divina ni humana. Es la ley de las multinacionales globalistas y de las élites que nos quieren aborregados: sin vida personal, sin relaciones humanas, sexo virtual, amor empaquetado en una aplicación, comida a domicilio porque tienes que seguir produciendo, a todas horas. No se mueva usted de casa, ya se lo traemos.
Y encima, las élites concluyen que como el teletrabajador está en casa y no gasta en trayectos y ya no quiere vivir dentro de la ciudad en un piso de 40 metros cuadrados asfixiándose, ha de cobrar menos. No se les ha ocurrido pensar que como la empresa se ahorra costes de alquileres, préstamos hipotecarios, suministros en la sede y demás, quizás conviene lo contrario: mejorar las remuneraciones para que ese teletrabajador salga de casa, conozca a una chica (o un chico en caso de ser teletrabajadora), se rocen, se sientan, hablen, se abracen, se amen, formen una familia y tengan un hijo fruto del amor. No. Eso no se les ha ocurrido. Porque entonces ese teletrabajador ya tendrá otras prioridades: su familia, su seguridad, su libertad, su patria.
Jorge Buxadé es vicepresidente del Área Política de VOX y jefe de la delegación de VOX en el Parlamento Europeo
Gaceta
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