lunes, 1 de enero de 2001

RERUM OMNIUM PERTURBATIONEM (26 DE ENERO DE 1923 )


ENCÍCLICA DEL PAPA PÍO XI

SOBRE SAN FRANCISCO DE SALES

A Nuestros Venerables Hermanos, los Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en Paz y Comunión con la Sede Apostólica.

1. En nuestra reciente encíclica examinamos los desórdenes con los que lucha el mundo de hoy, con el fin de encontrar un remedio seguro para males tan grandes. En aquel tiempo dijimos que las raíces de estos males están en el alma de los hombres y que la única esperanza de curarlos es recurrir a la asistencia del Divino Sanador Jesucristo por los medios que Él ha puesto a disposición de Su Santa Iglesia. La gran necesidad de nuestros días es frenar los deseos desmedidos de la humanidad, deseos que son la causa fundamental de las guerras y disensiones, que actúan, también, como una fuerza disolvente en la vida social y en las relaciones internacionales. No es menos necesario hacer retroceder la mente de los hombres de las cosas pasajeras de este mundo a las que son eternas, las cuales, por desgracia, con demasiada frecuencia son descuidadas por la gran mayoría de la humanidad. Si cada individuo se resolviera a cumplir fielmente con sus obligaciones, se realizaría casi inmediatamente una gran mejora social. Tal mejora es precisamente el objetivo de las enseñanzas y del ministerio de la Iglesia, cuya misión especial es instruir a los hombres mediante la predicación de las verdades divinamente reveladas y santificarlas por medio de la gracia de Dios. Mediante el uso de estos métodos, ella espera llamar de nuevo a la sociedad civil a caminos conformes al espíritu de Cristo que alguna vez seguimos. Se siente impulsada a hacer esto cada vez que encuentra que la sociedad se desvía de los caminos de la rectitud porque su misión especial es instruir a la humanidad mediante la predicación de las verdades divinamente reveladas y santificarlas por medio de la gracia de Dios. 

2. La Iglesia tiene más éxito en esta obra de santificación cuando le es posible, por la misericordia de Dios, hacer frente a la imitación fiel de uno u otro de sus hijos más queridos que se ha hecho notar por la práctica de toda virtud para la santificación. Esta obra de santificación es del genio mismo de la Iglesia, ya que fue hecha por Cristo, su Fundador, no sólo santa ella misma, sino fuente de santidad en los demás. Todos los que aceptan la guía de su ministerio deben, por mandato de Dios, hacer todo lo posible para santificar sus propias vidas. Como dice San Pablo: “Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (I Tes. 4,3) Cristo mismo ha enseñado en qué consiste esta santificación: “Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. (Mat. V, 48)

3. No podemos aceptar la creencia de que este mandato de Cristo concierne sólo a un grupo selecto y privilegiado de almas y que todas las demás pueden considerarse agradables a Él si han alcanzado un grado inferior de santidad. Todo lo contrario es cierto, como se desprende de la misma generalidad de sus palabras. La ley de la santidad abarca a todos los hombres y no admite excepción. El gran número de almas de toda condición de vida, tanto jóvenes como mayores, que como nos informa la historia han alcanzado el cenit de la perfección cristiana, estos santos sintieron en sí mismos las debilidades de la naturaleza humana y tuvieron que vencer las mismas tentaciones que nosotros. Tan cierto es esto que, como escribió tan bellamente San Agustín, “Dios no nos pide lo imposible. Pero cuando Él nos ordena hacer algo, Él, por Sus mismos mandamientos, nos amonesta a hacer lo que podemos hacer y a pedirle ayuda en lo que no podemos hacer por nosotros mismos” (de Natura et Gratia, Cap. 43, No. 50.)

4. La solemne conmemoración el año pasado del tercer centenario de la canonización de cinco grandes santos —Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Felipe Neri, Teresa de Jesús e Isidoro el Labrador— ayudó mucho, Venerables Hermanos, a despertar entre los fieles el amor por la vida cristiana. Ahora estamos llamados con alegría a celebrar el Tercer Centenario de la entrada al cielo de otro gran santo, que se destacó no sólo por la sublime santidad de vida que alcanzó, sino también por la sabiduría con la que dirigió a las almas por los caminos de la santidad. Este santo era nada menos que Francisco de Sales, obispo de Ginebra y doctor de la Iglesia Universal. Como esos brillantes ejemplos de perfección y sabiduría cristianas a los que nos acabamos de referir, parecía haber sido enviado especialmente por Dios para luchar contra las herejías engendradas por la Reforma. Es en estas herejías que descubrimos los comienzos de esa apostasía de la humanidad de la Iglesia, cuyos tristes y desastrosos efectos son deplorados, incluso hasta el momento presente, por toda mente justa. Además, parece que Francisco de Sales fue dado a la Iglesia por Dios para una misión muy especial. Su tarea era desmentir un prejuicio que en su vida estaba profundamente arraigado y no ha sido destruido aún hoy, que el ideal de santidad genuina que la Iglesia propone para nuestra imitación es imposible de alcanzar o, en el mejor de los casos, es tan difícil de alcanzar que supera las capacidades de la gran mayoría de los fieles y, por lo tanto, debe pensarse como posesión exclusiva de unas pocas grandes almas.

5. Nuestro estimado predecesor Benedicto XV, refiriéndose a los cinco santos de los que hemos hablado, hizo mención también de la proximidad del Centenario de la muerte de Francisco de Sales y expresó la esperanza de escribir particularmente de él en una encíclica dirigida al mundo entero. Con mucho gusto trataremos de cumplir este y otros deseos de Nuestro Predecesor, pues los consideramos como una herencia sagrada que nos ha dejado. En este particular, seguimos sus deseos tanto más gustosamente cuanto que de este Centenario esperamos frutos no menos maravillosos que los que acompañaron las fiestas que lo han precedido.

6. Quien repase con atención la vida de san Francisco descubrirá que, desde sus primeros años, fue modelo de santidad. No fue un santo melancólico, austero, sino muy amable y amistoso con todos, tanto que se puede decir de él con la mayor verdad: “Su conversación (sabiduría) no tiene amargura, ni su compañía tedio, sino gozo y alegría” (Sabiduría, viii, 16) Dotado de todas las virtudes, sobresalió en la mansedumbre de corazón, una virtud tan peculiar a él mismo que podría considerarse su rasgo más característico. Su mansedumbre, sin embargo, difería por completo de esa gentileza artificial que consiste en la mera posesión de modales refinados y en el despliegue de una afabilidad puramente convencional. Se diferenciaba también tanto de la apatía que no puede ser movida por ninguna fuerza como de la timidez que no se atreve a indignarse, incluso cuando se requiere indignación de uno. Esta virtud, que creció en el corazón de San Francisco como un delicioso efecto de su amor a Dios y fue alimentada por el espíritu de compasión y ternura, templó con tanta dulzura la gravedad natural de su comportamiento y suavizó tanto su voz como sus modales que se ganó la afectuosa consideración de todos los que encontró.

7. No menos conocidas son la facilidad y amabilidad con que recibía a todos. Pecadores y apóstatas acudían especialmente a su casa para, con su ayuda, reconciliarse con Dios y enmendar su vida. Era muy partidario de los desafortunados prisioneros a quienes, mediante cien artificios de caridad, buscaba consolar durante sus frecuentes visitas a las prisiones. También mostró gran amabilidad con sus propios sirvientes, cuya pereza y torpeza soportó con heroica paciencia. Su bondad de corazón nunca varió, sin importar quiénes fueran las personas con las que tuvo que tratar, la hora del día, las circunstancias difíciles que tuvo que enfrentar. Ni siquiera los herejes, que a menudo se mostraban muy ofensivos, lo encontraron un poco menos afable o menos accesible. De hecho, su celo era tan grande que durante el primer año de su sacerdocio, intentó, a pesar de la oposición de su propio padre, reconciliar a la gente de La Chablais con la Iglesia. En esto fue secundado gustosamente por Granier, el obispo de Ginebra. Para realizar esta obra, no rehusó ningún deber, no huyó de ningún peligro, ni siquiera el de una posible muerte. Su bondad imperturbable le fue más útil para llevar a cabo la conversión de tantos miles de personas que la amplia erudición y la maravillosa elocuencia que caracterizaron su desempeño de los muchos deberes del sagrado ministerio.

8. Acostumbraba a repetirse a sí mismo, como fuente de inspiración, aquella conocida frase: “Los apóstoles luchan con sus sufrimientos y sólo triunfan en la muerte”. Es casi increíble con qué vigor y constancia defendió la causa de Jesucristo entre la gente de La Chablais. Para llevarles la luz de la fe y las comodidades de la religión cristiana, se sabe que viajó por profundos valles y escaló montañas escarpadas. Si huían de él, los perseguía, llamándolos con fuerza. Rechazado brutalmente, nunca abandonó la lucha; cuando fue amenazado, solo renovó sus esfuerzos. A menudo lo echaban de los alojamientos, en cuyo momento pasaba la noche dormido sobre la nieve bajo el dosel del cielo. Celebraría Misa aunque nadie asistiría. Cuando, durante un sermón, casi toda la audiencia uno tras otro abandonaba la Iglesia, continuaba predicando. En ningún momento perdió su equilibrio mental o su espíritu de bondad hacia estos desagradecidos oyentes. Fue por medios como estos que finalmente venció la resistencia de sus adversarios más formidables.

9. Uno se equivocaría, sin embargo, si imaginara que el carácter que poseía San Francisco de Sales era un don de la naturaleza, otorgado a él por la gracia de Dios “con la bendición de la mansedumbre”, como tantas veces leemos a ha sido el caso de otras almas benditas. Por el contrario, Francisco, naturalmente, era de mal genio y se enojaba fácilmente. Habiendo hecho voto de tomar por modelo a Jesús, que ha dicho: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt. 11,29), así, mediante la constante vigilancia sobre sí mismo y la violencia hacia sus propia voluntad, logró aprender a refrenar y dominar hasta tal punto los impulsos de la naturaleza que llegó a ser una viva semejanza del Dios de la Paz y la Mansedumbre. Este hecho está ampliamente probado por el testimonio de los médicos que prepararon su cuerpo para el entierro para cuando, como leemos, embalsamaron el cuerpo, encontraron su bilis convertida en piedra que se había roto en las partículas más pequeñas imaginables. Sabían por este extraño suceso los terribles esfuerzos que debió costarle a nuestro Santo, durante un período de cincuenta años, dominar su temperamento naturalmente irritable.

10. La mansedumbre de san Francisco era, pues, efecto de su tremenda fuerza de voluntad, constantemente fortalecida por su fe viva y los fuegos del amor divino que ardían en él. Ciertamente, a él podemos aplicar las palabras de la Sagrada Escritura: “De lo fuerte salió dulzura” (Jueces xiv, 14) No es de extrañar, entonces, que esta “bondad pastoral” que poseía y que, según San Juan Crisóstomo “es más violenta que la virtud” (Homilía 58 sobre el Génesis) poseía el poder de atraer los corazones en esa misma medida de éxito que Cristo mismo ha prometido a los mansos: “Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra” (Mat. V, 4)

11. Por otra parte, la gran fuerza de voluntad de este modelo de mansedumbre se manifestó siempre que se vio obligado a oponerse a los poderosos para proteger los intereses de Dios, la dignidad de la Iglesia o la salvación de las almas. Así, en una ocasión en que recibió una carta en la que el Senado de Chambéry le amenazaba con perder parte de sus ingresos, no perdió tiempo en defender la inmunidad de los derechos de la Iglesia frente a este acto de injerencia civil. No sólo respondió al emisario que le envió de una manera acorde con su propio alto rango, sino que no cesó de exigir la reparación del daño causado hasta después de haber recibido la plena satisfacción del Senado. Igualmente firme fue cuando se atrevió a enfrentar la ira del Príncipe, ante quien tanto él como sus hermanos habían sido acusados ​​falsamente. Tampoco fue menos vigoroso en resistir la interferencia de los estadistas en la concesión de beneficios eclesiásticos. Finalmente, cuando todos los demás métodos habían fallado, excomulgó a aquellos que persistentemente se negaron a pagar sus diezmos al Capítulo de Ginebra. Tenía también la costumbre de reprochar con franqueza evangélica los vicios del pueblo y desenmascarar la hipocresía que pretendía simular la virtud y la piedad. Aunque posiblemente era más respetuoso que nadie hacia sus soberanos, nunca se rebajó ni por un instante a halagar sus pasiones o a inclinarse ante sus altivas pretensiones. 

12. Veamos ahora, Venerables Hermanos, cómo san Francisco, que fue él mismo un modelo tan amoroso de santidad, mostró a los demás con sus escritos el camino seguro y fácil de la perfección cristiana, imitando también a Cristo, que “empezó a hacer y enseñar” (Hechos I, 1)

13. San Francisco publicó muchas obras de piedad, entre las que podemos destacar sus dos libros más conocidos, “Filotea: Introducción a la vida devota” y “El tratado sobre el amor de Dios”. En la “Introducción a la vida devota” San Francisco, después de mostrar claramente cómo la dureza de corazón desanima a uno en la práctica de la virtud y es completamente ajena a la piedad genuina (no despoja a la piedad de esa severidad que está en armonía con el modo de vida cristiano) se propone entonces expresamente probar que la santidad es perfectamente posible en todos los estados y condiciones de la vida secular, y mostrar cómo cada hombre puede vivir en el mundo de tal manera que salve su propia alma, con tal de que se guarde libre del espíritu del mundo.

14. Al mismo tiempo, aprendemos del Santo cómo no solo realizar los actos habituales de la vida cotidiana (con la excepción, por supuesto, del pecado), sino también un hecho que todos desconocen, cómo hacer estas cosas correctamente con la única intención de agradar a Dios. Nos enseña a observar las convenciones sociales que llama uno de los efectos encantadores de la vida virtuosa, no para destruir nuestras inclinaciones naturales sino para conquistarlas de modo que poco a poco sin demasiado esfuerzo, como la paloma, si por casualidad no nos ha sido concedida la fuerza del águila, podamos elevarnos hasta el mismo cielo. Lo que el Santo quiere decir con esta metáfora es que si no estamos llamados a una perfección personal extraordinaria, sin embargo podemos alcanzar la santidad santificando las acciones de la vida cotidiana.

15. Escribió en todo momento en un estilo digno pero sencillo, variando de vez en cuando por una maravillosa agudeza de pensamiento y gracia de expresión, y en razón de estas cualidades sus escritos han demostrado ser de lectura bastante agradable. Después de haber señalado cómo debemos huir del pecado, luchar contra nuestras malas inclinaciones y evitar todas las acciones inútiles y dañinas, continúa exponiendo la naturaleza de aquellas prácticas de piedad que hacen crecer el alma, y ​​cómo es posible que el hombre permanezca siempre unido a Dios. A continuación, muestra cuán necesario es seleccionar una virtud especial para la práctica constante hasta que podamos decir que la hemos dominado. Escribe también sobre las virtudes individuales, sobre la modestia, sobre el lenguaje moral e inmoral, sobre las diversiones lícitas y peligrosas, sobre la fidelidad a Dios, sobre los deberes de los esposos, de las viudas y de las jóvenes.

16. Finalmente, nos enseña cómo no sólo vencer los peligros, las tentaciones y las seducciones del placer, sino cómo cada año es necesario que cada uno de nosotros renueve y reavive su amor a Dios con la toma de santos propósitos. Quiera Dios que este libro, el más perfecto en su género a juicio de los contemporáneos del Santo, sea leído ahora como antaño por prácticamente todos. Si se hiciera esto, la piedad cristiana ciertamente florecería en todo el mundo y la Iglesia de Dios podría regocijarse en la seguridad de un logro generalizado de la santidad por parte de sus hijos.

17. “El Tratado sobre el amor de Dios”, sin embargo, es un libro mucho más importante y significativo que cualquiera de los otros que publicó. En esta obra el santo Doctor hace una verdadera historia del amor de Dios, explicando su origen y desarrollo entre los hombres, al mismo tiempo que muestra cómo el amor divino comienza a enfriarse y luego a languidecer. También esboza los métodos para desarrollarse y crecer en el amor a Dios. Cuando es necesario, profundiza incluso en explicaciones de los problemas más difíciles como, por ejemplo, el de la gracia eficaz, la predestinación y el don de la fe. Esto no lo hace secamente sino, en razón de la mente ágil y bien formada que poseía, de tal manera que sus discusiones abundan en lenguaje hermosísimo y están llenas de una función igualmente deseable.

18. Los principios de la vida espiritual que se tratan en los dos libros antedichos fueron también aprovechados por su diario ministerio, la dirección espiritual que dio y por las admirables “Cartas” que escribió, para beneficio de las almas. Aplicó los mismos principios espirituales a la dirección de las Hermanas de la Visitación, institución fundada por él que ha conservado fielmente, incluso hasta nuestros días, su espíritu. La atmósfera de esta comunidad religiosa en particular es de moderación y bondad amorosa en todas las cosas. Estaba organizada para recibir a mujeres jóvenes, viudas y casadas que, por su debilidad, enfermedad o avanzada edad, no están físicamente a la altura de las tareas que su fervor religioso les impondría gustosamente. Por eso no están obligadas a largas vigilias ni al cambio del santo oficio, tampoco están obligadas a sufrir estrictas penitencias y mortificaciones. Sólo están sujetas a la observancia de su regla, que es tan suave y fácil que todas las Hermanas, incluso las que están enfermas, pueden seguirla.

19. Pero esta misma mansedumbre y sencillez que caracterizan su regla, debe inspirar a su observancia con tan gran amor de Dios, que las Hermanas que se glorían en su título, Hijas de San Francisco de Sales, sean conocidas por su perfecta abnegación de la fe y por su humilde obediencia en todo momento. Ellas, por lo tanto, deben hacer todo lo posible para adquirir una virtud sólida y no meramente superficial, morir siempre a sí mismas para vivir sólo para Dios. ¿Hay alguien que no pueda reconocer en su modo de vida esa unión de fuerza y ​​mansedumbre que tanto se admira en el mismo San Francisco, su santo Fundador?

20. Es necesario pasar por alto muchos de los otros escritos de San Francisco en los que, sin embargo, no podemos menos que descubrir “aquella doctrina enviada por el cielo que, como un arroyo de agua viva, ha regado la viña del Señor... y ha ayudado mucho a lograr el bienestar del pueblo de Dios” (Carta Apostólica de Pío IX, 16 Nov. 1877) Pero, no podemos permitirnos dejar de hablar de su obra titulada “Controversias”, en la que incuestionablemente se encuentra una “plena y completa demostración de la verdad de la Religión Católica” (Carta Apostólica de Pío IX, 16 de noviembre de 1877)

21. Vosotros, Venerables Hermanos, sabéis bien las circunstancias que rodearon la misión de san Francisco en La Chablais, pues cuando, hacia finales de 1593, según sabemos por la historia, el duque de Saboya concertó una tregua con los habitantes de Berna y Ginebra, nada se consideró más importante para reconciliar a la población con la Iglesia que enviarles predicadores celosos y eruditos que, por la fuerza persuasiva de su elocuencia, recuperarían lenta pero seguramente a estas personas a su lealtad a la fe.

22. El primer misionero enviado abandonó el campo de batalla, ya sea porque se desesperó por convertir a estos herejes o porque los temía. Pero San Francisco de Sales que, como hemos dicho, ya se había ofrecido para la obra misionera al obispo de Ginebra, partió a pie en septiembre de 1594, sin comida ni dinero, y sin más compañía que la de un primo suyo, para asumir este trabajo. Fue sólo después de largos y repetidos ayunos y oraciones a Dios, sólo con cuya ayuda esperaba que su misión tuviera éxito, que intentó entrar en el país de los herejes. Ellos, sin embargo, no escucharon sus sermones. Entonces trató de refutar sus doctrinas erróneas por medio de folletos sueltos que escribió en los intervalos entre sus sermones.

23. Esta obra de esparcir folletos, sin embargo, disminuyó gradualmente y cesó por completo cuando la gente de estas partes en gran número comenzó a asistir a sus sermones. Estos folletos, escritos por la mano del mismo santo Doctor, se perdieron durante un tiempo después de su muerte. Posteriormente fueron encontrados y recogidos en un volumen y presentados a Nuestro Predecesor, Alejandro VII, quien tuvo la dicha, tras el acostumbrado proceso de canonización, de adscribir a San Francisco primero entre los beatos, y luego entre los santos.

24. En sus “Controversias”, aunque el santo Doctor hizo mucho uso de la literatura polémica del pasado, exhibe sin embargo un método controvertido muy peculiarmente suyo. En primer lugar, prueba que no puede decirse que exista autoridad en la Iglesia de Cristo a menos que le haya sido otorgada por un mandato autoritativo, mandato que de ningún modo puede decirse que poseen los ministros de las creencias heréticas. Después de haber señalado los errores de estos últimos sobre la naturaleza de la Iglesia, esboza las notas de la verdadera Iglesia y prueba que no se encuentran en las iglesias reformadas, sino sólo en la Iglesia Católica. También explica de manera sólida la Regla de la Fe y demuestra que los herejes la quebrantan, mientras que en cambio los católicos la guardan íntegramente. En conclusión, discute varios temas especiales, pero solo no existen los folletos que tratan de los Sacramentos y del Purgatorio. En verdad, las muchas explicaciones de la doctrina y los argumentos que ha ordenado, son dignas de todo elogio. Con estos argumentos, a los que hay que añadir una sutil y pulida ironía que caracteriza su manera controvertida, enfrentó fácilmente a sus adversarios y derrotó todas sus mentiras y falacias.

25. Aunque a veces su lenguaje parece ser algo fuerte, sin embargo, como incluso sus oponentes admitieron, sus escritos siempre respiran un espíritu de caridad que siempre fue el motivo principal en cada controversia en la que se involucró. Esto es tan cierto que aun cuando reprochó a estos niños descarriados su apostasía de la Iglesia Católica, es evidente que no tenía otro propósito en mente que abrir de par en par las puertas por las cuales pudieran regresar a la Fe. En las “Controversias” se percibe fácilmente esa misma amplitud de miras y magnanimidad de alma que impregnan los libros que escribió con el propósito de promover la piedad. En fin, su estilo es tan elegante, tan pulido, tan impresionante, que los ministros herejes acostumbraban advertir a sus seguidores que no se dejaran engañar y conquistar por las lisonjas del misionero de Ginebra.

26. Después de este breve resumen de la obra y los escritos de san Francisco de Sales, Venerables Hermanos, sólo queda exhortaros a que celebréis su Centenario lo más dignamente posible en vuestras diócesis. No deseamos que este Centenario se convierta en una mera conmemoración de ciertos hechos de la historia que resulten en una función puramente estéril, ni que se limite a unos pocos días escogidos. Os deseamos que, durante todo el año y hasta el veintiocho de diciembre, día en que san Francisco pasó de la tierra al cielo, hagáis todo lo posible por instruir a los fieles en las doctrinas y virtudes que caracterizaron al santo Doctor.

27. En primer lugar, debéis dar a conocer e incluso explicar con toda diligencia esta encíclica tanto a vuestro clero como a las personas encomendadas a vuestro cuidado. En particular, deseamos mucho que hagáis todo lo que esté a vuestro alcance para llamar a los fieles a su deber de practicar las obligaciones y virtudes propias del estado de vida de cada uno, ya que incluso en nuestro tiempo es muy grande el número que nunca piensa en la eternidad y que descuidan casi totalmente la salvación de sus almas. Algunos están tan inmersos en los negocios que no piensan más que en acumular riquezas y, por consecuencia, la vida espiritual deja de existir para ellos. Otros se entregan enteramente a la satisfacción de sus pasiones y así caen tan bajo que, con dificultad, si es que lo hacen, pueden apreciar cualquier cosa que trascienda la vida de los sentidos. Por fin, hay muchos que dedican todos sus pensamientos a la política, y esto hasta tal punto, que mientras están completamente dedicados al bienestar del público, se olvidan por completo de una cosa, el bienestar de sus propias almas. Por estos hechos, Venerables Hermanos, debéis esforzaros, siguiendo el ejemplo de san Francisco, por instruir a fondo a los fieles en la verdad de que la santidad de vida no es privilegio de unos pocos elegidos. Todos son llamados por Dios a un estado de santidad y todos están obligados a tratar de alcanzarlo. Enseñadles también que la adquisición de la virtud, aunque no puede hacerse sin mucho trabajo (tal trabajo tiene sus propias compensaciones, los consuelos espirituales y los gozos que siempre lo acompañan) es posible para todos con la ayuda de la gracia de Dios, que nunca se nos niega. 

28. La mansedumbre de san Francisco debe ser puesta a disposición de los fieles de modo muy especial para su imitación, porque esta virtud recuerda tan bien a nuestra mente y expresa tan verdaderamente la bondad de Jesucristo. Posee también, en un grado notable, el poder de unir las almas unas con otras. Esta virtud, dondequiera que se practica entre los hombres, tiende principalmente a dirimir las diferencias tanto públicas como privadas que tan a menudo nos separan. Del mismo modo, ¿no podemos esperar que, por la práctica de esta virtud que con razón llamamos el signo externo de la posesión interior del amor divino, resulte una perfecta paz y concordia tanto en la vida familiar como entre las naciones?

29. Si la sociedad humana estuviese motivada por la mansedumbre, ¿no se convertiría ésta en un poderoso aliado del apostolado, como se le llama, del clero y de los laicos que tiene como finalidad la mejora del mundo?

30. Se ve fácilmente, por lo tanto, cuán importante es para el pueblo cristiano volverse al ejemplo de santidad dado por san Francisco, para que en él se edifique y haga de sus enseñanzas la regla de su propia vida. Sería imposible exagerar el valor de sus libros y folletos, de los que hemos escrito, para lograr este propósito. Estos libros deben distribuirse lo más ampliamente posible entre los católicos, porque sus escritos son fáciles de entender y se pueden leer con gran placer. No pueden dejar de inspirar en las almas de los fieles un amor de verdadera y sólida piedad, un amor que el clero puede desarrollar con los más felices resultados si aprenden a asimilar completamente las enseñanzas de San Francisco e imitar las bondadosas cualidades que caracterizaron su predicación.

31. Venerables Hermanos, la historia nos informa que Nuestro Predecesor, Clemente VIII, en su tiempo, anticipó Nuestra conclusión de que sería una maravillosa ayuda para promover la piedad si los sermones y escritos de San Francisco fueran llevados a la atención de los 
pueblos cristianos. Este Pontífice, en presencia de cardenales y otros personajes eruditos, después de haber profundizado en los conocimientos teológicos de san Francisco, entonces obispo electo, se apoderó de él con tal admiración que lo abrazó con gran afecto y se dirigió a él con las siguientes palabras: “Ve, Hijo, 'bebe el agua de tu propia cisterna, y los arroyos de tu propio pozo; que tus fuentes sean conducidas al exterior, y en las plazas divide tus aguas'” (Prov. 5, 15, 16).

32. De hecho, San Francisco predicó tan bien que sus sermones no eran más que "una exposición de la gracia y el poder que habitaban dentro de su propia alma". Sus sermones, por estar compuestos en gran parte de las enseñanzas de la Biblia y de los Padres, se convirtieron no sólo en fuente de sana doctrina, sino también agradables y persuasivos para sus oyentes por la dulzura del amor que llenaba su corazón. No es de extrañar entonces que un número tan grande de herejes regresaran a la Iglesia por su obra y que, siguiendo la guía de tal maestro, tantos fieles hayan alcanzado, durante los últimos trescientos años, un grado verdaderamente alto de la perfección

33. Es Nuestro deseo que los mayores frutos sean obtenidos en este solemne Centenario por aquellos católicos que como periodistas y escritores exponen, difunden y defienden las doctrinas de la Iglesia. Es necesario que ellos, en sus escritos, imiten y exhiban en todo momento esa fuerza unida siempre a la moderación y la caridad, que fue la característica especial de San Francisco. Él, con su ejemplo, les enseña de manera precisa cómo deben escribir. En primer lugar, y esto es lo más importante de todo, cada escritor debe esforzarse por todos los medios y en la medida de lo posible para obtener una comprensión completa de las enseñanzas de la Iglesia. Nunca deben transigir en lo que respecta a la verdad ni, por temor a ofender a un oponente, minimizarla o disimularla. Deben prestar especial atención al estilo literario y deben tratar de expresar sus pensamientos con claridad y en un lenguaje hermoso para que sus lectores lleguen a amar la verdad más fácilmente. Cuando sea necesario entrar en controversia, estén preparados para refutar el error y vencer las asechanzas de los malvados, pero siempre de manera que demuestren claramente que están animados por los más altos principios y movidos únicamente por la caridad cristiana.

34. Como San Francisco, hasta el momento, no ha sido nombrado Patrono de los Escritores en ningún documento solemne y público de esta Sede Apostólica, aprovechamos esta feliz ocasión, después de madura deliberación y con pleno conocimiento, por Nuestra autoridad Apostólica, publicar, confirmar y declarar por la presente encíclica, a pesar de todo lo contrario, a San Francisco de Sales, Obispo de Ginebra y Doctor de la Iglesia, para ser el Patrono Celestial de todos los Escritores.

35. Para que las celebraciones con motivo de este Centenario resulten espléndidas y fecundas, Venerables Hermanos, bien sería que se prestara a vuestros rebaños todas aquellas piadosas ayudas que los lleven a la honra, con la veneración que a él se debe esta gran luz en la Iglesia. Que por su intercesión, sus almas sean purificadas de la mancha del pecado y alimentadas en la mesa de la Eucaristía, sean conducidas suave pero contundentemente a la adquisición de la santidad, y eso en muy poco tiempo. Procurad, pues, que en vuestras ciudades episcopales y en todas las parroquias de vuestras diócesis, en algún momento del presente año, hasta el veintiocho de diciembre inclusive, se celebre un triduo o novena, durante la cual se prediquen sermones, porque es de suma importancia que la gente esté bien instruida en aquellas verdades que, bajo la guía de San Francisco, no pueden sino elevar el nivel de sus vidas espirituales. Dejamos a vuestro celo conmemorar de la forma que mejor os parezca la buena obra de este santo obispo.

36. Mientras tanto, por el bien de las almas, concedemos, del tesoro de las santas indulgencias confiado por Dios a Nuestra custodia, a todos los que asisten piadosamente a las funciones celebradas en honor de San Francisco, una indulgencia de siete años y siete cuarentenas a diario. En el último día de estas funciones, o en cualquier otro día que se elija, concedemos, en las condiciones acostumbradas, una indulgencia plenaria. Para dar una señal muy especial de Nuestro afecto al Convento de las Hermanas de la Visitación en Annecy, donde descansa el cuerpo de San Francisco —en el altar mismo sobre su cuerpo hemos celebrado Misa con gran alegría espiritual— y en el Convento de Treviso donde se conserva su corazón, y a todos los demás Conventos de la Visitación, les concedemos durante las funciones que cada mes realizarán en acción de gracias a Dios, y además de estos días, el veintiocho de diciembre, pero sólo por este año en particular, a todos los que hagan las visitas habituales a sus iglesias, la indulgencia plenaria, siempre que se confiesen y comulguen y recen según Nuestra intención.

37 Os pedimos, Venerables Hermanos, que exhortéis a vuestro rebaño a orar al Santo Doctor por Nosotros. Conceda, oh Dios, cuyo placer es que gobernemos Su Iglesia en estos tiempos peligrosos, que, bajo el patrocinio de San Francisco de Sales, quien fue dotado de un amor y una reverencia verdaderamente notables por esta Sede Apostólica y quien, en las controversias defendió con valentía sus derechos y su autoridad, felizmente acontecerá que todos los que están apartados de la ley y del amor de Cristo regresen a los verdes pastos de la vida eterna, para que así nos sea dada la oportunidad para abrazarlos en la unidad y en el beso de la paz.

38. Mientras tanto, como prenda de los eternos favores venideros y en testimonio de nuestro afecto paternal, os impartimos con mucho cariño, Venerables Hermanos, a todo vuestro clero y a vuestro pueblo, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día veintiséis de enero del año 1923, primero de Nuestro Pontificado.

Papa Pío XI

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