viernes, 26 de enero de 2001

DIVINO AFFLATU (1 DE NOVIEMBRE DE 1911)


PAPA PÍO X

SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS

PARA UN RECUERDO ETERNO

CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA

DIVINO AFFLATU

Es indudable que los salmos compuestos bajo inspiración divina, que se recogen en los libros sagrados, desde el principio de la Iglesia no sólo han contribuido maravillosamente a fomentar la piedad de los fieles que ofrecen siempre el sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesan su nombre (Hb 13,15), sino que también han tenido una parte conspicua, por costumbre, introducida bajo la ley antigua, en la sagrada liturgia misma y en el oficio divino. De ahí, como dice Basilio, aquella voz natural de la Iglesia (Homil. In Ps. I, n. 2), y la salmodia llamada por nuestro predecesor Urbano VIII (in Divinam psalmodiam) hija de su himnodia que se canta constantemente ante el trono de Dios y del Cordero, y que, según Atanasio, enseña a los hombres cuyo principal cuidado es el culto divino, la manera en que Dios debe ser alabado y las palabras con las que deben confesarlo (Epist. Ad Marcellinum in interpret. Psalmor no. 10). Agustín dice bellamente sobre el tema: “Para que Dios sea bien alabado por los hombres, Dios mismo se ha alabado a sí mismo; y como se ha complacido en alabarse a sí mismo, el hombre ha encontrado la manera de alabarle” (Salmos CXLIV No. 1).

Además, hay en los Salmos un cierto poder maravilloso para estimular el celo en la mente de los hombres por todas las virtudes. Porque aunque toda nuestra Escritura, tanto la Antigua como la Nueva, es divinamente inspirada y útil para la doctrina, como está escrito, el Libro de los Salmos, como un paraíso que contiene en sí (los frutos) todos los demás, da cánticos, y con en ellos también muestra sus propios cantos en salmodia (cantus edit, et proprios insuper cum ipsis inter psallendum exhibet). Tales son las palabras de Atanasio (Epist. Ad Marcell. Op. cit. n. 2), que con razón añade en el mismo lugar: “Me parece que los salmos para quien los canta son como un espejo en el que puede contemplarse a sí mismo y los movimientos de su alma y, bajo esta influencia, recitarlos” (op. cit. no. 12). Por eso dice Agustín en sus Confesiones: “¡Cómo lloré en himnos y cánticos, ¡profundamente conmovido por las voces de tu Iglesia que suena dulcemente! Estas voces se vertieron en mis oídos y la verdad se hizo clara en mi corazón y luego los sentimientos de piedad se calentaron dentro de mí y mis lágrimas fluyeron y fue bueno para mí” (libro IX, cap. 6). Porque ¿quién puede dejar de conmoverse por los numerosos pasajes de los salmos que proclaman tan alto la inmensa majestad de Dios, su omnipotencia, su inefable justicia o bondad o clemencia, y sus otras alabanzas infinitas? ¿Quién no puede inspirarse con semejantes sentimientos en aquellas acciones de gracias por los beneficios recibidos de Dios, o en aquellas oraciones confiadas por los beneficios deseados, o esos gritos del alma penitente por sus pecados? ¿Quién no se siente admirado por el salmista cuando relata los actos de bondad divina hacia el pueblo de Israel y toda la raza humana y cuando transmite la imagen de Cristo Redentor, sombreado con amor, cuya voz Agustín escuchó en todos los salmos, alabando o lamentándose, regocijándose en la esperanza o anhelando el logro? (Salmos XXII, n. 1).

Con buena razón se hizo provisión hace mucho tiempo, por decretos de los Romanos Pontífices, por cánones de los concilios y por leyes monásticas, para que los miembros de ambas ramas del clero cantaran o recitaran el salterio completo cada semana. Y esta misma ley, transmitida desde la antigüedad, la observaron religiosamente nuestros predecesores San Pío V, Clemente VIII y Urbano VIII al revisar el breviario romano. Incluso en la actualidad, el salterio debería ser recitado en su totalidad dentro de la semana si no fuera porque debido a la condición cambiante de las cosas tal recitación se ve frecuentemente obstaculizada.

Porque a lo largo del tiempo ha habido un aumento constante entre los fieles en el número de aquellos a quienes la Iglesia, después de su vida mortal, se ha acostumbrado a contar entre los habitantes del cielo y a poner ante el pueblo cristiano como patrones y modelos. En su honor los oficios de los santos comenzaron a extenderse paulatinamente hasta llegar a que los oficios de los domingos y ferias casi nunca se escuchan, y así se ha caído en el descuido de no pocos salmos, aunque estos son, nada menos, que los otros, como dice Ambrosio (Enarrat. In Ps. I., n. 9), “la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, la alabanza de la multitud, el regocijo de todos, la palabra de todos, la voz de la Iglesia, la confesión resonante de la fe, la entrega plena de la autoridad, el gozo de la libertad, el grito de alegría, el eco de la alegría. Más de una vez se han hecho serias quejas de hombres prudentes y piadosos por esta omisión, aduciendo que por ella se ha privado a los de las órdenes sagradas de tantas ayudas admirables para alabar al Señor y expresar los sentimientos más íntimos del alma, y que los ha dejado sin esa deseable variedad en la oración tan necesaria para nuestra debilidad de suplicar digna, atenta y devotamente. Porque, como dice Basilio, “el alma, de una manera extraña, frecuentemente se vuelve aletargada en la igualdad, y lo que debería estar presente para ella se vuelve ausente; mientras que cambiando y variando la salmodia y el canto para las diferentes horas, se renueva su deseo y se restaura su atención” (Regulae fusius tractatae, q.37, no. 5).

No es de extrañar, pues, que un gran número de obispos en varias partes del mundo hayan enviado expresiones de sus opiniones sobre este asunto a la Sede Apostólica, y especialmente al Concilio Vaticano cuando pedían, entre otras cosas, que la antigua costumbre de recitar todo el salterio dentro de la semana podría ser restaurado en la medida de lo posible, pero de tal manera que la carga no se haga más pesada para el clero, cuyos trabajos en la viña del ministerio sagrado ahora se incrementan debido a la disminución en el número de trabajadores. Estas peticiones y deseos, que también eran nuestros, antes de asumir el pontificado, y también los llamamientos que desde entonces han llegado de otros de nuestros venerables hermanos y de hombres piadosos, hemos decidido que se concedan, pero con cuidado, para que del rezo de todo el salterio dentro de la semana no se siga una disminución en el culto de los santos, por un lado, y por el otro, para que la carga del oficio divino no se vuelva más opresiva, sino realmente más ligera. Por lo cual, después de haber suplicado al Padre de las luces y pedido el auxilio de las santas oraciones al respecto, siguiendo las huellas de nuestro antecesor, escogimos una serie de hombres sabios y activos con el encargo de estudiar y consultarse entre sí para encontrar alguna manera, que pueda satisfacer nuestros deseos, para poner la idea en ejecución. En cumplimiento del encargo que se les encomendó elaboraron una nueva disposición del salterio, y habiendo sido ésta aprobada por los cardenales de HRC (1) pertenecientes a la Congregación de Sagrados Ritos,  lo hemos ratificado como en total armonía en todo, es decir, en lo que se refiere al orden y a la partición de los salmos, las antífonas, los versículos, los himnos con sus rúbricas y reglas, y hemos ordenado que se haga una edición auténtica del mismo en nuestra imprenta vaticana y que se publique.

Como el arreglo del salterio tiene cierta relación íntima con todo el oficio divino y la liturgia, será claro para todos que por lo que aquí hemos decretado hemos dado el primer paso para la enmienda del breviario romano y del misal, pero para esto nombraremos en breve un consejo o comisión especial. 

Mientras tanto, ahora que se presenta la ocasión, hemos decidido hacer algunos cambios en la actualidad, como se prescribe en las rúbricas adjuntas; y primero entre ellos, que en la recitación del oficio divino por su debido honor, por su uso más frecuente, se restablezcan las lecciones señaladas de la Sagrada Escritura con los responsorios de la temporada, y, segundo, que en la sagrada liturgia aquellas misas más antiguas de los domingos del año y de las ferias, especialmente las de Cuaresma, recobren el lugar que les corresponde.

Por lo tanto, por la autoridad de estas cartas, ante todo abolimos el orden del salterio tal como está actualmente en el breviario romano, y prohibimos absolutamente su uso después del 1 de enero del año 1913. A partir de ese día en todas las iglesias del clero secular y regular, en los Monasterios, Órdenes, Congregaciones e Institutos de Religiosos, por todos y cada uno de los que por oficio o costumbre rezan las horas canónicas según el breviario romano expedido por San Pío V y revisado por Clemente VIII, Urbano VIII y León XIII, ordenamos la observancia religiosa de la nueva disposición del salterio en la forma en que la hemos aprobado y decretado su publicación por la imprenta vaticana. Al mismo tiempo, proclamamos las penas prescritas por la ley contra todos los que falten a su oficio de recitar las horas canónicas todos los días; todos ellos han de saber que no cumplirán este grave deber si no utilizan esta nuestra disposición del salterio.

Mandamos, pues, a todos los Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades y demás prelados de la iglesia, sin exceptuar aun a los Cardenales Arciprestes de las Basílicas Patriarcales de la ciudad, que se cuiden de introducir en el tiempo señalado en sus respectivas Diócesis, Iglesias o Monasterios, el salterio con las reglas y rúbricas dispuestas por nosotros; y el salterio y estas reglas y rúbricas mandamos que sean también usados ​​y observados inviolablemente por todos los demás que están obligados a recitar o cantar las horas canónicas. Mientras tanto, será lícito para todos y para los capítulos mismos, siempre que la mayoría del capítulo esté a favor, usar debidamente el nuevo orden del salterio inmediatamente después de su publicación.

Esto publicamos, declaramos, sancionamos, decretando que estas nuestras cartas siempre son y serán válidas y eficaces, a pesar de las constituciones y ordenanzas apostólicas, generales y especiales, y de todo lo demás que sea contrario. Por tanto, que nadie infrinja ni se oponga temerariamente a esta página de nuestra abolición, revocación, permiso, ordenanza, precepto, estatuto, indulto, mandato y voluntad. Pero si alguien se atreve a intentar esto, que sepa que incurrirá en la indignación de Dios todopoderoso y de sus apóstoles los benditos Pedro y Pablo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en el año de la Encarnación de Nuestro Señor de 1911, el primero de noviembre, fiesta de Todos los Santos, en el noveno año de nuestro pontificado.

A. Cardinalis Agliardi
Canciller de H.R.C.


Fr. Seb. Cardinalis Martinelli
Prefecto de the S.C.R.

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1) Heritage Reformed Congregations (Congregaciones reformadas del patrimonio)


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