martes, 9 de enero de 2001

UBI LUTETIAM (13 DE JUNIO DE 1792)


ENCÍCLICA

UBI LUTETIAM

DEL SUMO PONTÍFICE 

PÍO VI

A los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, a los Venerables Hermanos Arzobispos, a los Obispos y a los queridos hijos administradores de Diócesis en el Reino de Francia.
El Papa Pío VI. Nuestros queridos hijos, Venerables Hermanos y amados niños, salud y Bendición Apostólica.

1. Cuando llegó a París el indulto apostólico relativo a ciertas facultades extraordinarias que concedimos el pasado 19 de marzo a todos los Arzobispos, Obispos y administradores de diócesis de Francia, vuestros cohermanos residentes en esa ciudad, que habían obtenido ese indulto en nombre de todo el cuerpo episcopal, comprendieron inmediatamente que entre las facultades que concedimos a todos los Arzobispos, Obispos y administradores de diócesis del Reino de Francia, se había omitido la de absolver a los eclesiásticos extranjeros y, pensando que este detalle particular se debía a un descuido, se dirigieron de nuevo a Nosotros para pedirnos que incluyéramos esta facultad en una nueva fórmula.

2. Inmediatamente después, sus cohermanos declararon que no sabían si la facultad incluida en el primer artículo del mismo indulto, es decir, la de absolver a cualquier persona de todas las censuras, ya sean laicos, seculares o eclesiásticos regulares de ambos sexos, y también a los que se habían adherido al cisma y habían prestado el juramento civil y perseverado en él más de los cuarenta días fijados en la carta apostólica del 13 de abril del año pasado para no incurrir en la suspensión a divinis, se añadiría la facultad de absolver también a los intrusos eclesiásticos, cuyo delito es mayor que el de los que se han obligado sólo con el juramento cívico y de los que se ha hecho mención específica en dicho artículo.

3. En esta incierta situación, los Obispos, con devoto y escrupuloso cuidado, declararon que no pretendían en modo alguno sobrepasar los límites de las facultades que se les atribuían, pero, recurriendo de nuevo a Nos para eliminar cualquier motivo de incertidumbre, Nos hicieron entender que deseaban ardientemente que se les concediera a los Obispos la facultad de recuperar para los intrusos la gracia de la Iglesia y de absolverlos de toda condenación, ya que esta facultad no sólo no constituiría ningún peligro, sino que, por el contrario, podría ser de gran beneficio para la Religión.

4. Este comportamiento vuestro, Nuestros amados hijos y Venerables Hermanos, es ciertamente digno del mayor aprecio, que Nosotros manifestamos como lo hicimos en otra ocasión. Por lo tanto, dispuestos y deseosos de cumplir con vuestras peticiones en todo lo que consideremos de beneficio para el Señor, hemos llegado a la determinación de investiros con un nuevo y mayor poder que corresponda a vuestras loables intenciones y que al mismo tiempo satisfaga las reglas canónicas y las costumbres de la Iglesia.

5. Es necesario, sin embargo, antes de nada, considerar que por lo que habéis aprendido de Nosotros en la primera y segunda ocasión, es evidente que entre las facultades contenidas en el perdón general no pretendíamos en absoluto incluir la de absolver a los eclesiásticos intrusos. La omisión de esta facultad no puede referirse a un descuido. De hecho, revisando personalmente Nuestra carta del 13 de abril de 1791, en la que se mencionaba no sólo el delito de prestar el juramento civil, sino también el otro delito del que eran culpables los invasores del obispado y de la sede parroquial, no pudimos dejar de notar los aspectos pertenecientes tanto al primer como al segundo delito. Si en el primer artículo citado mencionamos claramente el uno, y pasamos por alto el otro, bien puede deducirse que la concesión se refería al caso del que habíamos hablado, y que el que se pasó por alto estaba reservado sólo para Nosotros.

6. Por otra parte, nunca la cederemos a otros, sino que nos reservamos sólo a Nosotros el poder de absolver a los intrusos; la razón principal, sin duda, es que entre una y otra infamia existe esa brecha que ha sido percibida por sus propios cohermanos y que es evidente a los ojos de todos. En realidad, tan grave como el crimen que se imputa a los que, poniendo en el camino el vínculo de la Religión, se obligaron a observar una constitución que, según la opinión de todo el cuerpo episcopal francés, así como Nuestra declaración solemne, es en parte herética y en parte cismática, sin embargo, una infamia mucho mayor y mucho más grave es la perpetrada por aquellos que, deliberadamente y a sabiendas, están a punto de llevar a cabo lo que habían prometido bajo juramento (es decir, sacrílegamente o consagrado según el rito, si es obispo; sacrílegamente u ordenado según el rito, si es sacerdote) y así ejerce una misión y una autoridad ilegítimas e invade las iglesias episcopales o parroquiales; hasta tal punto que, separado de esta Sede Apostólica y de los Obispos legítimos, acumula día a día, con una rapidez inaudita, tantos pecados como actos realiza según una jurisdicción ilegítima; También profana los más altos Sacramentos; induce miserablemente al pueblo al error; introduce en el reino una nueva iglesia constitucional diferente de la Iglesia de Jesucristo, tanto en la sustancia como en las leyes y el nombre; finalmente traza con su propia mano un camino muy amplio hacia el cisma.

Para remover este estado de cosas, era justo y conveniente recurrir a la Santa Sede como quien más sufre la injusticia, y quien además puede utilizar las medidas adecuadas de indulgencia que no podrían aplicarse con facilidad y regularidad si la facultad de absolución se confiara a la arbitrariedad de muchos.

7. Ciertamente no es desconocido para ustedes, Venerables Hermanos, la severidad con que la Iglesia trató a los responsables de tales crímenes. Sin embargo, teniendo en cuenta la diferencia entre los que, por su desgracia, descendían de padres heréticos o cismáticos y los que, nacidos de padres católicos, se ponían voluntariamente del lado de los herejes, siempre trató a estos últimos con mucha más dureza porque se les consideraba más responsables. Esta severidad de comportamiento se dirigía con mayor rigidez contra los eclesiásticos, hasta el punto de que conocemos las amenazas que se lanzaban contra ellos, a saber, que si alguien se acercaba intencionadamente a un hereje y recibía la ordenación, sería rechazado por la Iglesia.

8. Esta severísima regla de la Iglesia nos la recuerda San Inocencio I. Escribiendo a Rufo y a los demás obispos macedonios, enseña que el obispo o el clérigo ordenado en la herejía o en el cisma, o incluso que haya caído en el cisma después, sólo puede disfrutar de la comunión laica, según las antiguas reglas que, transmitidas por los Apóstoles y sus descendientes, conserva la Iglesia romana. Aunque los Padres del primer Concilio de Nicea, mostrando cierta consideración hacia los novacianos, concedieron benevolencia al octavo canon decretando que si los clérigos volvían a la Iglesia seguirían formando parte del clero, y quien fuera considerado obispo en su comunidad conservaría el oficio de sacerdote, a no ser que el verdadero obispo se complaciera en confirmar la dignidad del oficio, sin embargo decretaron que primero debían, con argumentos más que convincentes, repudiar su error; Además, decretaron que debían observar ciertas reglas, a saber, en primer lugar: que reconozcan, acepten y sigan todas las disposiciones y dogmas de la Iglesia católica y apostólica; en segundo lugar: con respecto a los que en el curso de la persecución siguieron cayendo en el error, que se observen los espacios fijados y los tiempos señalados para hacer la prueba de su arrepentimiento, es decir, aquellos cuatro grados de penitencia que, según las normas entonces vigentes, debían preceder a la reconciliación y a la readmisión a los sacramentos; finalmente, que abandonen las iglesias ocupadas y las dejen en manos de los legítimos obispos. En efecto, es cierto, como dijeron los citados Padres, que sólo al obispo titular se le debe reconocer la dignidad episcopal y que no pueden coexistir dos obispos en la misma ciudad.

9. Cuando Rufo, obispo de Tesalónica, quiso recibir, en virtud de este canon de Nicea, a los clérigos ordenados por los obispos fotinianos y pidió consejo a San Inocencio I, el Pontífice respondió: "Puedo decir que esta prescripción se refiere sólo a los novacianos y que no puede referirse a los demás clérigos heréticos. De hecho, si hubieran querido incluir a todos, habrían añadido a los demás herejes arrepentidos a los novacianos para que fueran readmitidos en su orden". Sin duda el Santo Pontífice, en esta ocasión, estableció que una remisión aplicada de una vez por todas no puede presentarse con características generales, y es bastante evidente que fue casi un acto administrativo "como remedio y necesidad del momento".

10. La opinión de San Jerónimo no era diferente. De hecho, hablando en el Sínodo de Rímini sobre los obispos que habían caído en el error, declaró que éstos, despojados de sus prerrogativas episcopales, debían ser devueltos al estado laico para llorar eternamente su crimen. Sin embargo, el Santo Doctor observó que esta severidad podía moderarse un poco. Para que esta clemencia fuera acompañada de reglas precisas, el Sínodo de Alejandría, en el que participaron San Atanasio, San Hilario de Poitiers y San Eusebio de Vercelli, decidió que se mantuviera intacta la antigua regla para los principales delitos y los responsables de los mismos, cuyo error no podía ser excusado, y que se permitiera a los demás arrepentidos sinceros ingresar en la Iglesia. Toda la Iglesia romana occidental dio su consentimiento, como confirma el propio San Jerónimo.

11. No nos desviaremos en lo más mínimo de la equidad e indulgencia aceptadas posteriormente por la Iglesia, si, al responder a su pregunta general sobre la facultad de absolver a los intrusos, distinguimos a los sacerdotes y otros eclesiásticos de orden inferior de los arzobispos y obispos de orden superior. A los sacerdotes y demás eclesiásticos, en la medida en que tengan derecho, que incluimos en la cuarta y quinta clase en la carta apostólica del 19 de marzo pasado, concedemos por un año, a cada uno, Nuestros amados hijos y Venerables Hermanos, la facultad de absolver directamente o por medio de sacerdotes nombrados por Vos, a todos los que, ordenados ilegítimamente o legítimamente, ocuparon toda una parroquia o incluso sólo una parte de ella y, delegados por los obispos intrusos, ejercieron en ella actos oficiales, y hacerlos volver al seno de la Iglesia para que, respetando la indulgencia del citado canon octavo del Concilio de Nicea, permanezcan en el clero.

12. Y que estas absoluciones no se den de forma incoherente o discordante. Nos ajustaremos a dicho Concilio de Nicea y a los principios más favorables de la disciplina eclesiástica: Ordenamos que ninguno de los intrusos sea absuelto si antes no ha repudiado por escrito el juramento cívico y los errores contenidos en la constitución civil del clero francés y ha declarado expresamente que las ordenaciones recibidas u otorgadas por los intrusos son sacrílegas, que la autoridad conferida por ellos es inválida, que la intrusión es inicua y nula, al igual que los actos que de ella se derivan, y que no ha prometido por juramento obedecer a esta Sede Apostólica y a los Obispos legítimos, y finalmente que ha renunciado de hecho a la parroquia o a la parte de ella ocupada; La renuncia y la abdicación deben ser públicas como lo fue la culpa, imponiendo a cada una de ellas "según lo que el sentimiento y la sabiduría sugieran", como dicen los Padres tridentinos, "satisfacciones saludables adecuadas a la calidad del delito y a la condición de los penitentes", en lugar de los grados de penitencia pública que, vigentes en la época del Concilio de Nicea, fueron mitigados posteriormente por la benevolencia de la Iglesia. Nos reservamos la facultad de permitir a los absueltos tener y conservar los beneficios y parroquias que ocuparon y poseyeron ilícitamente.

13. Mientras le concedemos esta facultad más amplia de absolver incluso a los eclesiásticos de orden inferior del infame sacrilegio de la intromisión, no podemos dejar de dirigirnos a vosotros y a esos eclesiásticos de manera paternal. A vosotros, os repetimos, que utilicéis con cautela la facultad concedida con fines de edificación y observéis escrupulosamente las condiciones que se os han prescrito; a los eclesiásticos arrepentidos, que se acojan con espíritu agradecido a nuestra indulgencia, sin ninguna simulación, ya que no les supondría ninguna ventaja, sino que les conduciría a una mayor ruina. De hecho, absueltos ante la Iglesia, no serían absueltos ante Dios y convertirían el remedio en veneno. Si los que se niegan a sí mismos no poseen el Espíritu Santo, entonces ciertamente los que están falsamente en la Iglesia no podrán recibirlo, pues está escrito: "El Espíritu Santo huye de la falsedad". Por lo tanto, quien quiera poseer el Espíritu Santo, que se guarde de entrar en la Iglesia disfrazado; pero si ya ha entrado de esta manera, que evite persistir en tal simulación, si quiere permanecer estrechamente unido al árbol de la vida.

14. Además, para eliminar cualquier ambigüedad, añadimos que los poderes incluidos en el indulto general ya mencionado, así como los contenidos en esta carta, se entienden concedidos tanto a los arzobispos y obispos franceses, como a los extranjeros cuyas poblaciones y diócesis se extienden en el reino de Francia.

15. Asimismo, en lo que respecta a los Arzobispos y Obispos del orden eclesiástico superior, ya sean consagradores y asistentes, o ellos mismos intrusos, o incluso sólo obligados por el juramento cívico, todos ellos pertenecen a la primera, segunda y tercera clase de Nuestra carta del 19 de marzo pasado, y consideramos oportuno reservarnos a Nosotros y a Nuestros sucesores únicamente la facultad de absolverlos. Pues su defección es objeto de un juicio mucho más grave que los otros, y los supera con creces, ya que algunos de ellos son los líderes de toda la infame situación; todos ellos pueden ser considerados verdaderamente como autores del fatal cisma que se extiende ruinosamente por este reino, tanto más cuanto que, según los citados cánones, merecen que se proceda contra ellos con mayor severidad. Sin embargo, no deseamos ciertamente que sus almas se desanimen y se quiebren por esta reserva, sino que deseamos fervientemente que se eleve su confianza para dirigirse a la Madre común y refugiarse en su seno. Si su arrepentimiento es sincero y quieren condenar sus fechorías con reparaciones convincentes y renunciar a las iglesias ocupadas, Nosotros, y ya lo hemos declarado con el Papa San León y lo volvemos a declarar de la misma manera, los recibiremos con los brazos abiertos y los llamaremos a disfrutar, en concordia, de la paz y de Nuestra comunión. Nuestras intenciones y las vuestras no apuntan a otra cosa que a devolver a los dispersos al redil, para acabar de una vez con el cisma, mientras suplicamos incesantemente a Dios Altísimo con lágrimas.

16. Después de todo esto, por si fuera necesario, le informaremos de cierto escrito que nos acaba de ser transmitido. Se trata de un escrito que los cismáticos, no esperando ya poder defender más allá de su autoridad, despreciada por todos y ahora aniquilada, han tenido la audacia de divulgar bajo Nuestro nombre bajo el título de Breve, escrito en francés y alemán y, además, como si hubiera sido dado "en Roma, en Santa María Maggiore, bajo el anillo del pescador, el 2 de abril de 1792", es decir, catorce días después de Nuestra última carta escrita el 19 de marzo pasado. Este falso Breve, cuyo comienzo es "Nuestro corazón paternal", con inaudita temeridad declara falsas todas las cartas apostólicas que hemos escrito y publicado contra la Constitución civil del clero francés; sus autores y partidarios despojan a esta Santa Sede de su primacía jurisdiccional, siguen celebrando toda la Constitución con infinitas alabanzas, exhortando al pueblo a obedecer a los obispos y párrocos constitucionales.

17. Oh, desafortunada astucia! como si el tono falso y calumnioso de este escrito no fuera evidente para todos, tanto mirando el lugar desde el que se pretende que ha sido emitido -Nosotros el 2 de abril vivíamos, como de hecho todavía lo hacemos, no en Santa María la Mayor, sino en San Pedro- como considerando todo el contexto y la conexión del discurso tal como está concebido. De hecho, utilizando el habitual lenguaje engañoso con el que están tan familiarizados, no añaden ningún argumento que no haya sido rebatido y rechazado cien veces y, con la misma razón, se puede decir que hay tantos errores en ese texto como palabras. Sin embargo, para que los ingenuos no sean engañados, Nosotros, de acuerdo con lo que dijimos en Nuestra última Carta contra tales documentos perversos, declaramos que ese escrito es falso, imaginario, calumnioso, herético y cismático, y por lo tanto lo rechazamos, reprobamos y condenamos. Cuanto mayor sea el fraude de Nuestros adversarios, mayor debe ser Nuestra vigilancia y la vuestra. Esto os encomendamos más que nunca, y por el momento, a vosotros, amados hijos y Venerables Hermanos, y a los rebaños confiados a vuestro cuidado, os impartimos con gran afecto la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 13 de junio de 1792, en el decimoctavo año de Nuestro Pontificado.

Pío VI


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