domingo, 7 de enero de 2001

QUAE CAUSA (24 DE NOVIEMBRE DE 1792)


BREVE

QUAE CAUSA

del Sumo Pontífice

Pío VI

A los Venerables Hermanos Arzobispos y Obispos, y a los Vicarios capitulares de las cinco provincias de nuestro Estado Eclesiástico y de los Ducados de Urbino y Ferrara, así como de la legación de Bolonia, Salud y Bendición Apostólica.

1. La razón que nos indujo el 8 de junio de 1790, oh Venerables Hermanos, a enviaros una carta para informaros de que después de la apertura de los tesoros de la Iglesia a favor de esta Nuestra querida ciudad desde el día de Pentecostés para toda la octava de la Solemnidad, los mismos tesoros se abrirían también para vuestras diócesis que están bajo jurisdicción pontificia; esa misma razón no sólo permanece, sino que de día en día se hace más acuciante, como podéis saber fácilmente por las noticias difundidas por todas partes.

Aquellos hombres impíos, cuyo libertinaje, locura y odio a la santísima Religión tratamos entonces, toman ahora mucho más vigor. Se dice que dirigen las flechas de su ferocidad y crueldad contra la Iglesia, la Sede Apostólica y Nuestra soberanía. Nosotros, viendo a qué amenazas estamos expuestos, hemos resuelto insistir en Dios con oraciones aún más ardientes: "Dios miró la oración de los hombres, y no despreció sus súplicas", dice el Salmo; "Pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea pleno".

En primer lugar, tan pronto como termine el mes de agosto, hemos ordenado que se hagan oraciones en esta misma ciudad, para que, especialmente por la intercesión de la Virgen María, Madre de Dios, y del bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, consigamos mover la clemencia divina hacia Nosotros, para que aleje de su Iglesia y de los pueblos fieles todos los intentos de los enemigos. Esto, recordando la misericordia de Aquel que por las oraciones de Moisés obtuvo la victoria de Israel sobre Amelec; que también separó los mares para que abrieran un camino al pueblo que avanzaba; que por medio de Judit libró a Betulia del asedio y por la intercesión de Ester salvó al pueblo de Dios de la destrucción. Pero ni siquiera entonces se nos escuchó. Porque las amenazas hostiles nos acosan, y cada día nos acechan mayores peligros. Pero ni siquiera por esto hemos perdido la esperanza; tanto más debemos orar con humildad y contrición de corazón, como el recaudador de impuestos que no se atrevió a levantar los ojos al cielo; debemos perseverar en el llanto, en los suspiros, en las lágrimas y en la penitencia; debemos llamar sin cesar a las puertas de la misericordia, hasta que la ira de Dios, despertada por nuestros pecados, se convierta en compasión, piedad y consuelo. Porque Dios no quiere castigarnos; busca a alguien por quien pueda ser prevenido, y cuando no encuentra a nadie se apena. Dice Ezequiel: "Busqué entre ellos a un hombre que levantara una barricada y se pusiera en la brecha frente a mí, en el suelo, para que no la destruyera, pero no lo encontré. Por eso, toca con los tormentos de la adversidad a los que no quieren corregirse espontáneamente" (Ez 22,30).

Por eso, con el deseo de apaciguar a Dios en la solemnidad de Todos los Santos, hemos querido hacer nuevas súplicas y oraciones a lo largo de la octava en las numerosas iglesias abiertas de la ciudad [Roma] y utilizar las mismas tribulaciones como remedios para los males, como dice el rey profeta: "Cuando estaba afligido, clamé al Señor y me escuchó". Así, mediante las tribulaciones obtenemos mucho provecho, porque a través de ellas la misericordia nos llama a sí; alimentan las virtudes y las fortalecen, frenan los sentimientos desordenados, protegen la inocencia, inspiran deseos santos y nos hacen aceptables a los ojos de Dios. Todo esto lo expresa en pocas palabras Isaías, que dice: "Señor, en la angustia te busqué": como el niño se aferra aún más a su madre cuando se ve en peligro de caer; nunca se aferra más al pecho de su madre que cuando ve que algún temor se cierne sobre él. Además, a través de las tribulaciones la virtud es probada como a través del fuego, y brilla con una luz mucho mayor: como Abraham, que a través de muchas tribulaciones fue probado y se convirtió en amigo de Dios.

2. Debemos insistir en la oración ya que se acerca el día de Navidad de la venida del Señor: es el tiempo de la propiciación, que está "establecido para las almas, no para los cuerpos", como advierte san Bernardo. Y añade: “Considerad diligentemente el motivo de esta venida, mirando sobre todo quién es, quién viene, dónde, hacia dónde, por qué, cuándo, etc. Toda la devota iglesia universal no celebraría el presente advenimiento si no estuviese escondido en él un gran sacramento”.

3. Después de la poderosa Madre de Dios, hemos tomado al Beato Pedro, fundamento de la Iglesia romana y universal, y a San Pío V, nuestro predecesor, para que sea nuestro mediador con Él y el canal de las gracias celestiales para Nosotros, y tenemos ante nosotros la historia de los triunfos obtenidos contra los enemigos de la Iglesia por sus oraciones y su acción ante Dios, en circunstancias similares a las actuales: por eso se nos indica como un excelente protector, al que debemos recurrir especialmente.

Este santo Papa, utilizando tanto las oraciones como las armas, obtuvo del Señor brillantes victorias sobre sus enemigos. Al dirigirle Nuestras oraciones y proponérnoslo como modelo, hemos asociado, como él, las armas de la defensa con las oraciones ininterrumpidas. Hemos reunido soldados para armar nuestras costas, y no hemos escatimado cuidados ni gastos para salvar, en la medida de Nuestras posibilidades, de toda agresión y peligro a los pueblos puestos por Dios bajo Nuestra autoridad y confiados a Nuestro cuidado. El propósito de estas medidas no es atacar, sino defender nuestros bienes, nuestras vidas, nuestra fe, y repeler los pérfidos ataques con los que se amenaza esta misma sede de la religión. Pero, ¿de qué valdrían, y qué podríamos hacer con Nuestras fuerzas, cuando incluso su número y su valor parecían garantizar su superioridad, si el Dios de los ejércitos no nos cubriera con Su protección? Sin embargo, con esta ayuda divina, la mediocridad de Nuestras fuerzas no será motivo para que temamos el gran número de Nuestros enemigos.

San Pío V nos ha dado un ejemplo de esta generosa confianza en su Breve del 9 de marzo de 1566, promulgando un Jubileo. "Aunque las fuerzas de Nuestros enemigos son grandes", dijo, "sin embargo, Aquel que está con Nosotros es más fuerte que Aquel que está contra Nosotros, y el Señor puede muy bien salvarnos, ya sea con un pequeño número, o con una gran multitud. El Señor manda los vientos y las tormentas; regula la suerte de las batallas, y de las cosas pequeñas obtiene grandes resultados; dirige o desvía a voluntad los disparos mortales. Fortalece tu valor escuchando la advertencia de San Bernardo: "Si la causa por la que se lucha es buena, el éxito de la lucha no puede ser malo; asimismo, no se pueden esperar éxitos felices de una causa mala y de intenciones injustas".

¿Y cómo pueden esperar un mal éxito los que luchan con todas sus fuerzas por la doctrina de Jesucristo, por la religión y por la causa de Cristo mismo? Por lo tanto, debemos confiar siempre en la oración; aquí está nuestro principal medio de defensa, aquí están nuestras principales armas.

Por lo tanto, para que en este momento la gente no se distraiga de los deberes de la oración, hemos ordenado que se cierren los teatros en esta ciudad durante lo que queda de este año y durante el próximo, y hemos prohibido otras diversiones profanas, especialmente la bacanal. Pero para que con mayor certeza y eficacia induzcamos al Padre de las misericordias a escuchar Nuestras voces, os llamamos a vosotros mismos, Venerables Hermanos, y a los pueblos confiados a vuestro cuidado, a compartir Nuestros dolores y a uniros a Nuestros votos; no sois extraños a Nosotros, sino del mismo espíritu, y estáis tan unidos por el mismo destino de las cosas temporales que nada feliz o triste o calamitoso puede sucedernos que no se derrame sobre vosotros y sobre vuestras diócesis. Por eso, mientras esta misma tempestad os asalta como si estuvierais en la misma nave, que vuestras voces suplicantes -con las manos levantadas al cielo- se eleven con Nosotros, atraviesen las nubes y lleguen al trono de la majestad divina y sirvan para defendernos y ayudarnos e implorar clemencia para Nosotros, para la Sede Apostólica, para la Iglesia Católica.

Bajo el patrocinio de la Virgen María (que es el camino por el que vino a nosotros el Salvador), de todos los santos y especialmente del Beato Pedro y de San Pío V, a quienes especialmente en este momento hemos decidido invocar, confiando de nuevo en vosotros y en vuestros pueblos, hemos abierto los tesoros de la Iglesia y concedemos la indulgencia plenaria de los pecados, en forma de Jubileo, a todos los miembros de vuestras diócesis que lleven a cabo las obras que aquí presentamos y que han parecido adecuadas a las necesidades de estos tiempos, habiendo obtenido de Nos mucho por el apreciable fervor de Nuestro pueblo, digno de singular confianza.

No podemos pasar en silencio lo conmovidos que estábamos al ver las iglesias llenas a rebosar de la multitud con una frecuencia singular para los sacramentos, viendo casi todas las calles llenas de procesiones suplicantes (no mandadas por Nosotros, sino emprendidas espontáneamente), de capítulos, órdenes religiosas, colegios, congregaciones, comunidades, conservatorios que seguían en orden la cruz llevada ante ellos. Nosotros, en parte oyendo y en parte viendo con nuestros propios ojos, no pudimos contener las lágrimas de alegría, movidos por la mayor confianza de obtener la ayuda divina por tanto amor, devoción, piedad religiosa de toda Nuestra Ciudad.

4. En consecuencia, por el espacio de dos semanas enteras cada uno de vosotros indicará, cada uno en su propia diócesis: todas las iglesias a las que puedan llegar fácilmente las personas que intervienen; las oraciones que allí se rezan, especialmente las que inspiran penitencia, contrición e imploran la misericordia divina; se añadirán las oraciones encaminadas a obtener la intercesión de la Santísima Madre de Dios, del Beato Pedro, de San Pío V, y del patrón de la ciudad o localidad, o de los principales patronos.  Para que los fieles acudan a la iglesia con un espíritu más ardiente, a todos aquellos que hayan visitado una de estas iglesias al menos tres veces, hayan rezado según Nuestras intenciones, hayan confesado sus pecados, hayan recibido la Sagrada Comunión en una de las semanas que se determinen, hayan dado limosna a los pobres según sus posibilidades y hayan ayunado los jueves, viernes y sábados, les concedemos e impartimos la indulgencia plenaria de los pecados en forma de Jubileo. 

5. Las monjas y demás que viven en comunidad, cuando hayan recitado las oraciones prescritas por Nosotros en un lugar donde habitualmente se reúnen a orar y hayan hecho las demás obras según sus posibilidades, podrán ganar las mismas indulgencias visitando tres veces una de las iglesias antes mencionadas.

6. Asimismo, pretendemos ofrecer las mismas condiciones a los presos de cárceles, prisiones, fortalezas y otros lugares de custodia: queremos que compartan este tesoro sagrado en beneficio de sus almas.

7. Asimismo, a los que están impedidos por la salud u otra causa legítima, si han rezado las mismas oraciones y han realizado otras obras en lugar de las oraciones según el juicio del confesor, les concedemos que ganen la indulgencia.

8. Finalmente, para que los que ejercen la profesión de pastores no se vean privados de este beneficio, ya que no pueden dejar la custodia de sus rebaños más que por poco tiempo y mutuamente, queriendo proveer también a ellos, mutamos las iglesias designadas con una visita a la más cercana, por una sola vez, para que habiendo confesado sus pecados y recibido devotamente el sacramento de la Santísima Eucaristía, estén en condiciones de ganar la mencionada indulgencia. 

9. Estas indulgencias pueden aplicarse en sufragio de las almas del purgatorio.

10. Para que estos beneficios se obtengan más fácilmente, los fieles de ambos sexos, tanto laicos como eclesiásticos, seculares y regulares, de cualquier orden, congregación o instituto, pueden elegir como confesor a cualquier sacerdote aprobado; sin embargo, con referencia a las personas mencionadas, a estos confesores les concedemos amplia facultad para absolver, según su conciencia, cualquier sentencia de excomunión, suspensión, interdicción y otras sentencias eclesiásticas, censuras y castigos infligidos por los sagrados cánones y jueces en cualquier ocasión y por cualquier causa; y de todos los pecados de intemperancia, crímenes y delitos, aunque sean graves y extraordinarios, reservados a los Ordinarios territoriales o a Nosotros mismos y a la Sede Apostólica por cualquier constitución Nuestra o de los Romanos Pontífices que Nos han precedido: constituciones cuyo contenido queremos que se entienda aquí. El confesor puede absolver y liberar "in foro conscientiae", a excepción, sin embargo, de los herejes en el dogma y de sus cómplices en el error; asimismo, puede disolver cualquier voto (a excepción de los de servidumbre religiosa y de castidad) y cambiarlo por otras obras piadosas y salvíficas, siempre y cuando se les añada una penitencia saludable y alguna otra a criterio del propio confesor, y en todos los casos indicados anteriormente.

Sin embargo, no pretendemos con ello -como no pretendió Nuestro predecesor al declarar el Jubileo- dispensar a quienes hayan sido culpables de algún ilícito público, oculto o conocido, por debilidad, incapacidad o incapacidad contraída de cualquier modo, ni pretendemos conferir a este respecto ninguna facultad de dispensar, rehabilitar o restaurar a su estado anterior, ni siquiera "in foro conscientiae". Tampoco pretendemos en modo alguno que la presente carta pueda o deba favorecer a quienes hayan sido excomulgados, suspendidos o interdictos por Nosotros o por cualquier prelado o juez eclesiástico, si no han reparado dentro del tiempo del propio Jubileo y no han llegado a un acuerdo con las partes.

11. A las obras prescritas, que pedimos que se hagan para ganar la indulgencia, añadimos Nuestra exhortación a que cada fiel aporte algo bueno según su piedad y virtud.

Si en alguna diócesis las Órdenes de Religiosos existentes, los colegios de Canónigos, los conservatorios, etc., se dirigen juntos a la Iglesia, como sabemos que se hizo aquí en Roma con gran edificación del pueblo, de modo que yendo y volviendo por el camino, reciten las letanías de los santos e imploren la ayuda de los patronos no sin otras oraciones relativas a la penitencia que les sugeriréis, para ello procurad recordarles que San Inocencio I había escrito a los obispos Aurelio y Agustín: "Obtenemos más por las oraciones en común y con coros alternos que por las oraciones individuales y privadas".

12. Por último, hemos de añadir para cada uno de vosotros que, puesto que el tiempo del jubileo ha terminado, tampoco debe pensarse que ha terminado el tiempo de las súplicas al Señor, ya que debéis cuidar especialmente a los vuestros para el culto divino y el ejercicio continuo de la piedad. Por lo tanto, por Nuestra voluntad, los espectáculos de jolgorio profano, es decir, los teatros y las bacanales, deben ser retirados de la vista y de la mente durante todo el año que viene, como ya hemos ordenado aquí en Roma.

13. A pesar de que algunos operan en sentido contrario, a todos y a los particulares, incluso a aquellos de los que se hace mención especial, específica, expresa e individual, palabra por palabra, incluso para las cláusulas generales importantes y para cualquier otra forma reservada incluso a los que han expresado y conservado claramente las normas, aunque sea por su nombre, Nosotros derogamos en base a lo anterior, rechazando todas las demás excepciones contrarias.

14. Deseamos, además, que los textos de esta carta, ya sea en copia o en imprenta, firmados por algún notario público y que lleven el sello de una persona constituida en autoridad eclesiástica, tengan la misma confianza que si la carta se exhibiera o mostrara en su presencia.

Finalmente, impartimos con gran afecto la Bendición Apostólica a vuestras Fraternidades.

Dado en Roma, en San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el 24 de noviembre de 1792, en el decimoctavo año de Nuestro Pontificado.


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