San Policarpo, Obispo de Esmirna y mártir
(✝ 160)
El glorioso obispo de la edad apostólica fue discípulo de San Juan Evangelista y maestro de San Irineo, el cual dice de él: “Policarpo no solo fue enseñado por los Apóstoles, y conversó con muchos que habían visto y conocido al Señor, sino que los mismos Apóstoles le eligieron por obispo de Esmirna, en Asia. Yo le traté en el tiempo de mi mocedad porque murió muy viejo, y tenía ya muchos años cuando pasó de esta vida después de un glorioso e ilustre martirio. Enseñó siempre aquella misma doctrina que había aprendido de los Apóstoles, la que enseña la Iglesia, y la que es únicamente doctrina verdadera. En tiempo de Aniceto vino a Roma y reconcilió con la Iglesia de Dios a muchos seguidores de los herejes, publicando que la doctrina que él había aprendido de los Apóstoles no era otra sino que la que la Iglesia enseñaba”. Hasta aquí San Irineo (Lib. de haeres).
Fue también muy amigo de San Policarpo, el fervorosísimo mártir San Ignacio, obispo de Antioquía, el cual, cuando era conducido a Roma, y condenado a las fieras del anfiteatro, tuvo grande consuelo al pasar por Esmirna para dar su último abrazo a Policarpo, a quien escribió todavía dos cartas llenas de celo apostólico.
También fue a Roma San Policarpo, siendo de edad de ochenta años, para consultar con el Papa Aniceto algunos puntos de disciplina eclesiástica, y así topó con el famoso hereje Marción, y preguntándole éste: “¿Me conoces?” Respondióle el varón apostólico: “Si, te conozco, eres el hijo primogénito del diablo”.
Ochenta y seis años tenía, cuando en la sexta persecución de la Iglesia le prendieron y llevaron al anfiteatro de Esmirna. Al entrar en aquel lugar de su martirio, oyó una voz del cielo que le decía: ¡Buen ánimo, Policarpo, y persevera firme!
Exhortándole luego el procónsul a maldecir a Jesús, respondió el venerable anciano: “Ochenta y seis años ha que sirvo a mi Señor Jesucristo, jamás me ha hecho ningún mal, antes, cada día he recibido de él nuevas mercedes; ¿cómo quieres, pues, que le maldiga?”
Enojóse con esta respuesta el tirano, y clamaron los gentiles con grandes voces diciendo: “¡Al fuego! ¡Al fuego!”. Entonces hicieron con grande prisa una hoguera en la cual arrojaron al Santo Obispo, más el fuego no tocó al santo ni le quemó, antes, estaba a manera de una vela de nave que navegaba hinchada de próspero viento; y dentro de su seno parecía el cuerpo del santo, no como carne quemada, sino como oro resplandeciente en el crisol, y las mismas llamas, para mayor milagro echaban de sí un olor suavísimo como de incienso quemado en las brasas.
Finalmente, viendo los ministros que no se podía acabar con la vida de aquel santo con fuego, determinaron acabarle pasándole el cuerpo con una espada, y en este martirio voló aquella alma dichosa al cielo para gozar eternamente de Dios.
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