Por Francisco Carrión
El comandante Adnan Afrin fue uno de los primeros en encontrarla. Una de las huellas más brutales que el autodenominado “Estado Islámico” ha dejado sobre toda aquella tierra que sojuzgó son las fosas comunes. Baghuz, el último rincón de su califato en Siria, no es una excepción. La utopía de su protoestado murió matando salvajemente, fiel a sus orígenes. “Son decenas de cuerpos decapitados, entre mujeres, hombres y niños. No sabemos el número exacto”, explica el oficial de las Fuerzas Democráticas Sirias, la alianza kurdoárabe apoyada por Estados Unidos. Las primeras pesquisas apuntan a que las féminas son yazidíes, seguidoras de una fe vinculada al zoroastrismo que mezcla elementos de antiguas religiones mesopotámicas con los credos cristiano y musulmán y a cuyos fieles los yihadistas consideran “adoradores del diablo”. En agosto de 2014, los acólitos del califato invadieron el monte Sinyar, el hogar de esta maltratada minoría en el norte de Irak. Miles de mujeres y niñas fueron secuestradas y convertidas en esclavas sexuales de los militantes de la organización.
La fosa común de Baghuz, un reducto que el ISIS (Estado Islámico, por sus siglas en inglés) perdió la semana pasada certificando la defunción de su califato, se halla en la geografía de un pueblo que -según el censo de hace tres lustros- habitaban 10.600 almas. “Estaba entre las casas de la villa. Los cadáveres permanecen enterrados. Todavía no se han realizado los exámenes de ADN para identificarlos”, asevera Adnan, testigo de semanas de batallas. A pesar de los festejos, el fragor aún no ha cesado en este enclave de la orilla oriental del Éufrates, próximo a la frontera con Irak. “Estamos contentos pero la operación prosigue. Hay que seguir buscando a las células durmientes y a los terroristas que intentan esconderse. Hemos sufrido ataques desde el anuncio de la victoria. Hace unos días, aparecieron dos terroristas. Uno fue liquidado y el otro se suicidó”, admite el militar.
La fosa, entretanto, aguarda el inicio de una tarea detectivesca y compleja, en busca de la identidad de quienes perecieron bajo el yugo de la organización que lidera Abu Bakr al Bagdadi. “Sabemos que son alrededor de 50 mujeres yazidíes decapitadas por el daesh (acrónimo en árabe del ISIS) pero no disponemos de mucha más información”, señala Husein Qaedi, el responsable de la oficina establecida por el gobierno de la región autónoma del Kurdistán iraquí para buscar a los desaparecidos y rescatar a los secuestrados. Husein es el albacea de un listado que incluye los nombres de todos los yazidíes que aún no han enfilado el camino de regreso. “En agosto de 2014, según nuestros registros, fueron secuestradas 6.400 yazidíes. Los esfuerzos de esta oficina han logrado liberar a 3.400 personas, entre mujeres, niños y hombres”, desliza reacio a proporcionar la relación de nombres. El paradero de 3.000 personas es una auténtica incógnita que tortura a autoridades y familiares de las víctimas. “No tenemos información precisa sobre dónde se encuentran. Nuestra hipótesis es que algunos están en zonas liberadas de Siria e Irak y no han conseguido contactar son sus familiares”, desliza.
Las fosas comunes han sido el destino de otros tantos. Desde que la zona de Sinyar fuera liberada, se han localizado 68 lugares en los que los yihadistas fusilaron y arrojaron los cuerpos. La misión de desenterrarlos, identificarlos y devolverlos a sus seres queridos para que les den sepultura apenas se ha iniciado. A mediados de marzo un equipo supervisado por la ONU abrió la primera de las fosas, ubicada en la localidad de Kocho, uno de los epicentros de la tragedia. En sus afueras, el ISIS firmó un calculado exterminio: mientras confinaba a las mujeres en las aulas de la escuela, liquidaba a sangre fría a toda la comunidad masculina. Sólo unos cuantos hombres lograron escapar al horror, agazapados durante horas entre los asesinados. “Hemos hecho lo que hemos podido para liberar a los que fueron raptados. La ONU y los países occidentales hablan mucho de humanidad pero nadie nos ayudó ni hizo ningún esfuerzo en este asunto”, denuncia Qaedi.
Minadas y reducidas a escombros, las poblaciones desparramadas por la sierra que una vez fueron su santuario no han recuperado el bullicio de antaño. En los campamentos de desplazados donde permanecen varados los supervivientes, la búsqueda de los desaparecidos no se ha extinguido. La esperanza de hallar con vida a las esclavas del ISIS, sin embargo, se ha reducido desde que hace una semana las fuerzas kurdas entonaran la victoria. “Dos de mis hijas fueron secuestradas y sigo sin tener noticias de ellas. Nacieron en 1999 y 2002”, relata al otro lado del hilo telefónico Murad, un yazidí de 42 años que ha batallado desde entonces para dar con ellas. “Un contrabandista me llamó hace un año y me dijo que las había visto en Siria. Me pidió dinero para rescatarlas pero, en el último momento, no pudo completar el trabajo y terminó devolviéndome la cantidad que le había entregado”, evoca. “Ya no sabemos dónde están. Creemos que fueron trasladadas. Hace una semana una de las últimas chicas liberadas me dijo que había visto a la pequeña en Baghuz pero he llamado a algunos contactos y nadie tiene más información”, indica. “Es un calvario diario. Aún así, tengo esperanza de que volverán”.
Desde que hace cerca de cinco años el ISIS golpeara a la comunidad yazidí, una red de traficantes y rescatadores ha ido creciendo al calor de la tragedia. Abdalá Sherin, un comerciante kurdo, ha sido uno de los principales artífices de decenas de exitosos rescates. “Hay mujeres yazidíes que han perdido todo contacto con sus familias y que ya ni siquiera las buscan. El ISIS les lavó el cerebro y creen que sus parientes las han abandonado. Algunas han tenido hijos con terroristas y ya no piensan en volver”, asegura Sherin. “Por eso estamos pidiendo al Gobierno iraquí que redacte y apruebe una ley que permita a las yazidíes con hijos nacidos de miembros del Daesh registrarlos con su nombre y que se les proporcione la nacionalidad iraquí”, añade.
Mahdeia es una afortunada. Es una de las jóvenes yazidíes que hace unas semanas logró escapar de Siria. En los últimos meses, sólo un centenar de yazidíes ha aparecido con vida en el país vecino. “Me compró un militante uzbeko. Me trataba como a uno de sus animales. Decía que yo era una de sus vacas”, recuerda con angustia la liberada, de 34 años. “Murió en un bombardeo y desde entonces me fui desplazando por Siria. Fui a Raqqa, Manbij, Homs y otras zonas. Un contrabandista me ayudó a huir y me trajo de vuelta a Irak. Lo único que quiero es descansar. Mataron a mi padre y a mis hermanos y no sé lo que haré en el futuro”, murmura. “Están llegando muy traumatizadas y con muchas necesidades de apoyo psicólogo”, confirma Natia Navrouzov, directora del proyecto de documentación de la ONG yazidí Yazda.
La iniciativa que lidera reúne el testimonio de los supervivientes para conservar la memoria del genocidio y proporcionar material legal con el que llevar ante la justicia a los dirigentes y militantes del ISIS detenidos. Un mapa del terror aún en fase de construcción. La misión de recomponer las piezas desperdigadas por los confines de Siria e Irak encontrará respuestas en fosas como la hallada por el batallón de Adnan. “Hemos hecho lo imposible para liberar a los yazidíes pero, por desgracia, hay aún muchos desaparecidos. Y aparecerán más fosas”, aventura con pesar el comandante.
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