domingo, 10 de mayo de 2009

HAZ SEÑOR QUE SEAMOS CONSTANTEMENTE ILUMINADOS POR TU GRACIA


El cambio de mentalidad y de conducta requiere un largo y a veces difícil proceso. Pero es posible para todos, incluso el primer paso de la conversión que es el de pasar de la incredulidad a la vida de fe, del pecado a la vida de la gracia.
V Domingo de Pascua (b)

Por Mons. Marcelo Martorell

La liturgia de hoy nos sumerge en el itinerario de la vida cristiana: conversión, inserción en el misterio de Cristo y vivencia de la fe en la fe, la esperanza y el amor o caridad cristiana.

La primera lectura (Hech.9,26-31) nos cuenta la historia de la llegada de Pablo a Jerusalén, donde todos le temían porque no “creían que fuese discípulo del Señor”, pues había sido un feroz persecutor de los cristianos. Pero Pablo “llamado por el Señor” e “iluminado fervientemente por la gracia”, de ser un terrible enemigo se había convertido en ardiente apóstol del Señor. Para comenzar a vivir como un cristiano, es necesario que todos nos convirtamos, pero es cierto que no todos nos convertimos de una forma tan “particular” como sucedió en Pablo. Para muchos la conversión es fruto de un largo proceso. El conocimiento -y más aún el amor a Cristo- es fruto de un largo y costoso trabajo. Convertirse a Cristo es amarlo y conocerlo, pero sobre todas las cosas “imitarlo en nuestras vidas”, como nos enseña el mismo apóstol: “sed imitadores de Cristo”.

Los mismos apóstoles, cuando encontraron al Señor, le preguntaron de distintas maneras: “quién eres” “dónde vives?” “Vengan y vean”, les dijo el Señor, y estuvieron con Él largo tiempo. Cristo nos llama y en su llamado nos muestra nuestro propio corazón, con sus pasiones y costumbres -no siempre buenas- y nuestra conducta tan enraizada tantas veces en nosotros mismos y en nuestros propios deseos y egoísmos. El cambio de mentalidad y de conducta requiere un largo y a veces difícil proceso. Pero es posible para todos, incluso el primer paso de la conversión que es el de pasar de la incredulidad a la vida de fe, del pecado a la vida de la gracia, como así también el ejercicio en las virtudes, el desarrollo de la caridad y la ascesis hacia la santidad (ID).

Cuando la conversión, iluminada por la fe primaria, es confirmada por el Sacramento, nos inserta en Cristo, para que viviendo en Él, el creyente viva su misma vida. Este será el tema del Evangelio de hoy (Jn.15,1-8): “permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si no permanece en la vid, tampoco vosotros si no permaneciereis en mí”, dice el Señor. Solamente unido a Cristo, como el sarmiento a la vid, puede el cristiano vivir en la gracia de Dios, el amor y el ejercicio de la santidad en todos los órdenes de la vida.

Será ciertamente imposible para el hombre por sí mismo alcanzar el orden de la gracia; pero el Señor nos muestra su disposición de hacer al hombre vivir su misma vida. Y es por esto que el cristiano tiene que vivir siempre en la esperanza de un Cristo que viene a su encuentro ya que el Señor declara: “sin mí nada podéis hacer” y sería tremendo sabernos solos o luchando solos para encontrarlo. El vendrá siempre al encuentro de aquel por quien dio su vida –el hombre- y le dará, si encuentra apertura en su corazón, los elementos necesarios para construir una vida cristiana en sí mismo. La inserción en Cristo por el Sacramento representa para el cristiano un camino de luz y esperanza en la vida. Deberá ser fiel en la fe y en la vivencia de la vida sacramental y obtendrá los dones necesarios para crecer y llegar a la plenitud. Se trata de un encuentro personal con Cristo, en el amor y en la gracia, que se alimenta con los sacramentos de la Iglesia y que le permite al hombre caminar con una certeza que le confiere equilibrio y serenidad en la vida. Especialmente frente a las pruebas que la vida le presenta al hombre.

Entre los elementos importantes de la liturgia de hoy hay una frase del Señor que tiene gran importancia -tanto para la vida de la gracia personal, como para la construcción de un mundo diferente- que sólo puede provocar en el hombre el ánimo de la certeza de que tiene una obra por delante: “que nos amemos los unos a los otros” (1 Jn. 3,18). El ejercicio de la caridad fraterna es el distintivo de la vida del cristiano pues atestigua su comunión vital con Cristo. Es imposible decirse cristiano si no vivimos en el amor y es imposible amar sin estar unido a Cristo. Quien ama a su prójimo –amigo o enemigo- no tiene nada que temer ante Dios, no porque “no tenga pecado”, sino porque sabe que Dios en su gran misericordia le perdonará y lo sostendrá en el amor, en vista de la caridad que demuestre el cristiano para con su prójimo.

Que María Santísima, madre de todo consuelo, nos lleve al consuelo del amor de Cristo.

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