Hemos tomado posición pública contraria a las prácticas abortivas, desde 1985, sosteniendo que el aborto supone una gravísima violación de normas éticas, religiosas y jurídicas.
Dicho de otro modo: el aborto implica pisotear leyes naturales, humanas y divinas (Decálogo: “No matarás”).
A través de la siguiente nota de Julián Marías, a cuya argumentación irrefutable adherimos plenamente, puede corroborarse que tanto el ejercicio de la recta razón como la aplicación de la lógica más elemental, alcanzan para comprender el carácter antinatural, inhumano y criminal del aborto.Sin hacer una sola mención a norma religiosa alguna, el brillante autor demuestra, a la luz de la razón y desde una visión estrictamente antropológica, la inadmisibilidad del aborto, “al margen de la fe”.
Ateos, o agnósticos, además de los creyentes, podrían perfectamente, siguiendo estos mismos razonamientos, inferir la misma conclusión reprobatoria del aborto.
A continuación reproducimos el artículo de Julián Marías.
Flashes Culturales
El aborto, al margen de la fe
La espinosa cuestión del aborto voluntario, que en los últimos años ha adquirido una amplitud desconocida, hasta convertirse en una de las cuestiones más apremiantes en las sociedades occidentales, se puede plantear de maneras muy diversas.
Entre los que consideran la inconveniencia o ilicitud del aborto, el planteamiento más frecuente es el religioso. Por supuesto, es una perspectiva justificada y aceptable, pero restringida. Se suele responder que, para los cristianos (a veces, de manera más estrecha, para los católicos), el aborto puede ser ilícito, pero que no se puede imponer a una sociedad entera una moral «particular». Es decir, los argumentos fundados en la fe religiosa no son válidos para los no creyentes.
Rara vez se mira si los argumentos así propuestos, aun procediendo de una manera cristiana de ver la realidad, no tienen fuerza de convicción incluso prescindiendo de ese origen; el hecho es que todo el que no participa de esa creencia se desentiende de ellos y considera que no le pueden decir nada.
Hay otro planteamiento que pretende tener validez universal, y es el científico. Las razones biológicas, concretamente genéticas, se consideran demostrables, enteramente fidedignas, concluyentes para cualquiera. Por supuesto esas razones tienen muy alto valor, y se deben tomar en cuenta, pero sus pruebas no son accesibles a la inmensa mayoría de los hombres y mujeres, que las admiten por fe (se entiende, por fe en la ciencia, por la vigencia que ésta tiene en el mundo actual).
Hay otro factor que me parece más grave respecto al planteamiento científico de la cuestión: Depende del estado actual de la ciencia biológica, de los resultados de la más reciente y avanzada investigación. Quiero decir que lo que hoy se sabe, no se sabía antes. Los argumentos de los biólogos y genetistas, válidos para el que conoce estas disciplinas y para los que participan de la confianza en ellas, no lo hubieran sido para los hombres y mujeres de otros tiempos, incluso bastante cercanos.
Creo que hace falta un planteamiento elemental, ligado a la mera condición humana, accesible a cualquiera, independiente de conocimientos científicos o teológicos, que pocos poseen. Es menester plantear una cuestión tan importante, de consecuencias prácticas decisivas, que afecta a millones de personas y a la posibilidad de vida de millones de niños que nacerán o dejarán de nacer, de una manera evidente, inmediata, fundada en lo que todos viven y entienden sin interposición de teorías (que en ocasiones impiden la visión directa y provocan la desorientación).
Esta visión no puede ser otra que la antropológica, fundada en la mera realidad del hombre tal como se ve, se vive, se comprende a sí mismo. Hay, pues, que intentar retrotraerse a lo más elemental, que por serlo no tiene supuestos de ninguna ciencia o doctrina, que apela únicamente a la evidencia y no pide más que una cosa: abrir los ojos y no volverse de espaldas a la realidad.
Se trata de la distinción decisiva entre cosa y persona. Sin embargo, dicho así puede parecer cosa de doctrina. Por verdadera y justificable que sea, evitémosla. Limitémonos a algo que forma parte de nuestra vida más elemental y espontánea: el uso de la lengua.
Todo el mundo, en todas las lenguas que conozco, distingue, sin la menor posibilidad de confusión, entre qué y quién, algo y alguien, nada y nadie. Si entro en una habitación donde no está ninguna persona, diré: «no hay nadie», pero no se me ocurrirá decir: «no hay nada», porque puede estar llena de muebles, libros, lámparas, cuadros. Si se oye un gran ruido extraño, me alarmaré y preguntaré: «¿qué pasa?» o «¿qué es eso?». Pero si oigo el golpe de unos nudillos que llaman a la puerta, nunca preguntaré: «¿qué es?», sino «¿quién es?».
A pesar de ello, la ciencia y aun la filosofía llevan dos milenios y medio preguntando: «¿Qué es el hombre?», con lo cual han dibujado ya el marco de una respuesta errónea, porque sólo muy secundariamente es el hombre un «qué»; la pregunta recta y pertinente sería: «¿Quién es el hombre?», o, con mayor rigor y adecuación: «¿Quién soy yo?».
Por supuesto, «yo» o «tú», o «él» siempre que se entienda de manera inequívocamente personal. Es significativo que los pronombres de primera y segunda persona (yo, tú) tienen una sola forma, sin distinción de género, mientras que el de tercera persona admite esa distinción, e incluso con tres géneros (él, ella, ello). El que habla y a quien se habla son inmediatamente realidades personales, y su género es evidente en la acción misma, mientras que no lo es cuando se habla de alguien no presente (y, además, se puede hablar de algo).
Se preguntará qué tiene esto que ver con el aborto. Lo que aquí me interesa es ver qué es, en qué consiste, cuál es su realidad. El nacimiento de un niño es una radical innovación de realidad: la aparición de una realidad nueva. Se dirá tal vez que no propiamente nueva, ya que se deriva ó viene de sus padres. Diré que es cierto, y mucho más: de los padres, de los abuelos, de todos los antepasados; y también del oxígeno, el nitrógeno, el hidrógeno, el carbono, el calcio, el fósforo y todos los demás elementos que intervienen en la composición de su organismo. El cuerpo, lo psíquico, hasta el carácter viene de ahí, y no es rigurosamente nuevo. Diremos que lo que el hijo es se deriva de todo eso que he enumerado, es reductible a ello. Es una «cosa», ciertamente animada y no inerte, diferente de todas las demás, en muchos sentidos única, pero al fin una cosa. Desde este punto de vista, su destrucción es irreparable, como cuando se rompe una pieza que es ejemplar único.
Pero todavía no es esto lo importante. Lo que es el hijo puede «reducirse» a sus padres y al mundo; pero el hijo no es lo que es. Es alguien. No un qué, sino un quién, alguien a quien se dice tú, que dirá en su momento, dentro de algún tiempo, yo. Y este quién es irreductible a todo y a todos, desde los elementos químicos a sus padres, y a Dios mismo, si pensamos en él. Al decir «yo», se enfrenta con todo el universo, se contrapone polarmente a todo lo que no es él, a todo lo demás (incluido, por supuesto, lo que es).
Es un tercero absolutamente nuevo, que se añade al padre y a la madre. Y es tan distinto de lo que es, que dos gemelos univitelinos, biológicamente indiscernibles, y que podemos suponer «idénticos», son absolutamente distintos entre sí y cada uno de todo lo demás; son, sin la menor restricción ni duda, «yo» y «tú».
Cuando se dice que el feto es «parte» del cuerpo de la madre, se dice una insigne falsedad, porque no es parte: está alojado en ella, mejor aún, implantado en ella (en ella, y no meramente en su cuerpo). Una mujer dirá: «estoy embarazada», nunca «mi cuerpo está embarazado». Es un asunto personal por parte de la madre.
Pero además, y sobre todo, la cuestión no se reduce al qué, sino a ese quién, a ese tercero que viene, y que hará que sean tres los que antes eran dos. Para que esto sea más claro aún, piénsese en la muerte. Cuando alguien muere, nos deja solos; éramos dos y ya no hay más que uno. Inversamente, cuando alguien nace, hay tres en vez de dos (o, si se quiere, dos en vez de una).
Esto es lo que se vive de manera inmediata, lo que se impone a la evidencia sin teorías, lo que reflejan los usos del lenguaje.
Una mujer dice: «voy a tener un niño»; no dice: «tengo un tumor». (Cuando alguna mujer se cree embarazada y resulta que lo que tiene es un tumor, su sorpresa es tal, que muestra hasta qué punto se trata de realidades radicalmente diferentes).
El niño no nacido aún es una realidad viniente, que llegará si no lo paramos, si no lo matamos en el camino.
Pero si se miran bien las cosas, esto no es exclusivo del niño antes de su nacimiento: el hombre es siempre una realidad viniente, que se va haciendo y realizando, alguien siempre inconcluso, un proyecto inacabado, un argumento que tiende a un desenlace.
Y si se dice que el feto no es un «quién» porque no tiene una vida «personal», habría que decir lo mismo del niño ya nacido durante muchos meses (y habría que volver a decirlo del hombre durante el sueño profundo, la anestesia, la arterioesclerosis avanzada, la extrema senilidad, no digamos el estado de coma).
A veces se usa una expresión de refinada hipocresía para denominar el aborto provocado; se dice que es la «interrupción del embarazo».
Los partidarios de la pena de muerte tienen resueltas sus dificultades: ¿para qué hablar de tal pena, de tal muerte? La horca o el garrote pueden llamarse «interrupción de la respiración» (y con un par de minutos basta); ya no hay problema. Cuando se provoca el aborto o se ahorca no se interrumpe el embarazo o la respiración; en ambos casos se mata a alguien.
Y, por supuesto, es una hipocresía más considerar que hay diferencia según en qué lugar del camino se encuentre el niño que viene, a qué distancia de semanas o meses de esa etapa de la vida que se llama nacimiento va a ser sorprendido por la muerte.
Consideremos otro aspecto de la cuestión. Con frecuencia se afirma la licitud del aborto cuando se juzga que probablemente el que va a nacer (el que iba a nacer) sería anormal, física o psíquicamente.
Pero esto implica que el que es anormal no debe vivir, ya que esa condición no es probable, sino segura. Y habría que extender la misma norma al que llega a ser anormal, por accidente, enfermedad o vejez.
Si se tiene esa convicción, hay que mantenerla con todas sus consecuencias; otra cosa es actuar como Hamlet en el drama de Shakespeare, que hiere a Polonio con su espada cuando está oculto detrás de la cortina.
Hay quienes no se atreven a herir al niño más que cuando está oculto –se pensaría que protegido– en el seno materno; lo cual añade gravedad al hecho: en una época en que cuando se encuentra a un terrorista con una metralleta en la mano, todavía humeante, junto al cadáver de un hombre acribillado a balazos, se dice que es «el presunto asesino», la mera probabilidad de una anormalidad se considera suficiente para decretar la muerte del que está expuesto al riesgo de ser más o menos anormal. Esta actitud no es nueva; ya se ha aplicado, y con gran amplitud, en la Alemania hitleriana, hace medio siglo, con el nombre de eugenesia práctica.
Lo que aquí me interesa es entender qué es aborto. Con increíble frecuencia se enmascara su realidad con sus fines. Quiero decir que se intenta identificar el aborto con ciertos propósitos que parecen valiosos, convenientes o por lo menos aceptables: por ejemplo, la regulación de la población, el bienestar de los padres, la situación de la madre soltera, las dificultades económicas, la conveniencia de disponer de tiempo libre, la mejora de la raza.
Se podría investigar en cada caso la veracidad o la justificación de esos mismos fines (por ejemplo, se ha hecho campaña abortista en una región de América del Sur de 144.000 kilómetros cuadrados de extensión y 25.000 habitantes, es decir, despoblada).
Pero lo que quiero mostrar es que esos fines no son el aborto. Lo correcto es decir: Para esto (para conseguir esto o lo otro) se debe matar a tales personas. Esto es lo que se propone, lo que en tantos casos se hace en muchos países en la época en que vivimos.
Esta es la significación antropológica de esa palabra tan traída y llevada, que se escribe más veces en un solo día que en cualquier otra época en un año.
Y una prueba más de cómo se plantea el tema del aborto, eliminando arbitrariamente la condición personal del hombre, el carácter de quién en que consiste, es que en muchas legislaciones sobre este asunto –sin ir más lejos, en la que se propone en España– se prescinde enteramente del padre. Se atribuye la decisión exclusiva a la madre (la palabra no parece enteramente propia, sería más adecuado hablar de la hembra embarazada), sin que el padre tenga nada que decir. Esto es, que aun en el caso de que el padre sea perfectamente conocido y legítimo, por ejemplo si se trata de una mujer casada, es ella y sólo ella la que decide, y si su decisión es abortar, el padre no puede hacer nada para que no maten a su hijo.
Esto, por supuesto, no se dice así; se tiende a no decirlo, a pasarlo por alto, para que no se advierta lo que ello significa.
En una época en que se habla tanto de la «mujer objeto» –no sé si alguna vez ha sido vivida así; sospecho que siempre se la ha visto como «sujeto» (o «sujeta»)–, se ha abierto camino en la mente de innumerables gentes la interpretación del niño-objeto, del niño-tumor, que se puede extirpar como un crecimiento enojoso.
Se trata de obliterar literalmente el carácter personal de lo humano. Para ello se habla del «derecho a disponer del propio cuerpo».
Pero, aparte de que el niño no es el cuerpo de la madre, sino que es alguien corporal implantado en la realidad corporal de su madre, es que ese supuesto derecho no existe.
A nadie se le permite la mutilación: si yo quiero cortarme una mano de un hachazo, los demás, y a última hora el poder público, me lo impiden; no digamos si se la quiero cortar a otro, aunque sea con su consentimiento. Y si me quiero tirar por una ventana o desde una cornisa, acuden la policía y los bomberos, y por la fuerza me impiden realizar ese acto, del cual se me pedirán cuentas.
El núcleo de la cuestión es la negación del carácter personal del hombre. Por eso se olvida la paternidad; por eso se reduce la maternidad al estado de soportar un crecimiento intruso, que se puede eliminar. Se descarta todo posible uso del quién, de los pronombres tú y yo. Tan pronto como aparecen, toda la construcción elevada para justificar el aborto se desploma corno una monstruosidad. ¿No se tratará acaso de esto, precisamente? ¿No estará en curso un proceso de despersonalización, es decir, de deshominización del hombre y de la mujer, las dos formas irreductibles, mutuamente necesarias, en que se realiza la vida humana?
Si las relaciones de maternidad y paternidad quedan abolidas, si la relación entre los padres queda reducida a una mera función biológica sin perduración más allá del acto de generación, sin ninguna significación personal entre las tres personas implicadas, ¿qué queda de humano en todo ello? Y si esto se impone y se generaliza, si la humanidad vive de acuerdo con estos principios, ¿no se habrá comprometido, quién sabe hasta cuándo, esa misma condición humana?
Por esto me parece que la aceptación social del aborto es, sin excepción, lo más grave que ha acontecido en esta época.
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