¿Cómo pudo un papa declarar repentinamente a las Ordenes menores como “categorías obsoletas” y cortar su conexión intrínseca con el estado clerical?
Por la Dra. Carol Byrne
Ésta es una pregunta que hoy en día casi ningún sacerdote del novus ordo estaría interesado en plantearse, ya que la mayoría asumiría que las Órdenes Menores fueron suprimidas por una muy buena razón.
Sin embargo, si se les preguntara, su reacción inevitable sería descartar las Órdenes Menores como un anacronismo que no tenía cabida en la “era de los laicos”, una afirmación que plantea la cuestión en lugar de ofrecer una explicación racional.
Y si se les presiona más, los más radicales recurrirán a otro argumento circular encontrado en Ministeria quaedam, que es que las Órdenes Menores “no cumplían los criterios de veracidad” establecidos por el padre Bugnini y el Consilium. Aquí podemos añadir que su disposición, incluso entusiasmo, a dejarse engañar por la propaganda ha sido una fuerza importante en el éxito de las reformas del Vaticano II.
La fuente de esta particular propaganda fue, como hemos visto, el Comité del Consilium que se reunió en Livorno en 1965 cuando sus miembros decidieron acusar a las Órdenes Menores de “haber perdido todo vínculo con la veracidad”. En apoyo a las conclusiones del Comité, el padre Lécuyer escribió un artículo en 1970 denunciando las Órdenes Menores como “un anacronismo absurdo sin conexión discernible con situaciones de la vida real”.
En él, argumentaba que las Órdenes Menores habían perdido su carácter de “veracidad” y que fue la promoción del activismo laico por parte del Vaticano II lo que proporcionó el antídoto para este malestar. Aseguró a sus lectores que incluso los seminaristas de su época (que, como ahora sabemos, estaban dispuestos a tragarse cualquier cantidad de propaganda herética) las rechazaban por su supuesta “falsedad”.
El objetivo del Vaticano II: liberar a los seminaristas y “dejarles entrar en la vida real”
El objetivo del Vaticano II: liberar a los seminaristas y “dejarles entrar en la vida real”
Parece que cuando el padre Lécuyer hizo esta declaración nunca se había aventurado fuera de la cámara del Consilium o bien no tenía sentido de la ironía. Porque las voces de oposición a las Órdenes Menores procedían principalmente de aquellos seminaristas amotinados en los países de habla alemana que no estaban dispuestos a someterse a la autoridad eclesiástica. El suyo no era un testimonio fiable para evaluar la situación.
Además, para entonces, todos los seminaristas habían sido adoctrinados con los principios progresistas del Vaticano II, lo que los dispondría contra la formación tradicional del seminario. ¿Cómo podrían aspirar a convertirse en sacerdotes a menos que ellos también rechazaran las Órdenes Menores en favor de la supremacía de la participación laica en la Iglesia?
Entonces, ¿cuáles eran las “verdaderas perspectivas” que el padre Lécuyer tenía en mente y que la Iglesia histórica no había sabido ver? Se trataba de realizar trabajos específicos “en el corazón de la comunidad cristiana”, en lugar de estar “ordenados directamente a apoyar la vida espiritual del futuro sacerdote” (1).
Además, para entonces, todos los seminaristas habían sido adoctrinados con los principios progresistas del Vaticano II, lo que los dispondría contra la formación tradicional del seminario. ¿Cómo podrían aspirar a convertirse en sacerdotes a menos que ellos también rechazaran las Órdenes Menores en favor de la supremacía de la participación laica en la Iglesia?
Entonces, ¿cuáles eran las “verdaderas perspectivas” que el padre Lécuyer tenía en mente y que la Iglesia histórica no había sabido ver? Se trataba de realizar trabajos específicos “en el corazón de la comunidad cristiana”, en lugar de estar “ordenados directamente a apoyar la vida espiritual del futuro sacerdote” (1).
Estas palabras no sólo traicionaban la literalidad de su concepción de las Órdenes Menores como un Taller de Formación de trabajos por hacer, para establecer una dirección común para la “participación activa” de todos los fieles. Sino que también revelan su deseo, apenas disimulado, de reorientar la formación de los sacerdotes, alejándola de la espiritualidad tradicional (que exigía a los seminaristas estar apartados del mundo), que estaba diseñada para potenciar su santificación, es decir, para hacer futuros “sacerdotes santos”.
Esta concepción “utilitaria” del ministerio surge de la noción progresista de que el sacerdocio se trata principalmente de servir a la comunidad más que de la verdadera tarea sacerdotal de ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa a Dios. Precisamente en esta cuestión la reforma se apartó de las enseñanzas del Concilio de Trento.
Cardenal Kasper: El concilio de Trento “corregido” por el Vaticano II
Walter Kasper afirmó que “Lutero ciertamente tenía motivos para protestar” contra el concepto del sacerdocio canonizado en Trento por ser “excesivamente estrecho y unilateral” al identificarlo en términos del Santo Sacrificio. Continuó afirmando que “el logro del Concilio Vaticano II fue presentar una 'comprensión holística' que dejó atrás los estrechos reduccionismos del pasado” (2).
Un sacerdocio cambiado para una Iglesia cambiante
Llegamos ahora al meollo de la cuestión: la pérdida de la dimensión sobrenatural del sacerdocio. El Concilio de Trento describió las Órdenes clericales menores como una preparación eminentemente apropiada y adecuada (“consentáneum”) (3) para la ordenación al sacerdocio.
Pío VI condenó un intento similar de reformar el sacerdocio
La evaluación de las Órdenes Menores por parte de los reformadores del siglo XX fue, en cambio, llevada a cabo en términos claramente naturalistas: su perspectiva se formó a partir de la “apertura al mundo” del Vaticano II y la promoción de los laicos. Cuando Pablo VI desclericalizó las Órdenes Menores y las sustituyó por ministerios laicos, lo hizo, como él mismo declaró en Ministeria quaedam, de acuerdo con los principios del Concilio de que “la participación activa de todo el pueblo es el objetivo a considerar ante todo”.
De esto deducimos que la pérdida de las Órdenes Menores – cuestión que incide en la naturaleza misma del sacerdocio ordenado– no se considera de ninguna importancia en comparación con el mandato excesivamente exagerado del Concilio para el engrandecimiento de los laicos. Es evidente que su abolición y sustitución por ministerios ejercidos exclusivamente por laicos no podían derivar de la Tradición: un intento anterior de realizar esta reforma en el siglo XVIII ya había sido condenado por el Papa Pío VI como perjudicial para la Iglesia (4).
Tengamos en cuenta que cuando Pablo VI abolió las Órdenes Menores y el Subdiaconado, no sólo contradijo la verdad de su condición de Órdenes clericales, sino que también rechazó los anatemas emitidos por el Concilio de Trento sobre este tema. Infligió a la Iglesia un cambio repentino y violento que resultaría gravemente perjudicial para la fe.
De esto deducimos que la pérdida de las Órdenes Menores – cuestión que incide en la naturaleza misma del sacerdocio ordenado– no se considera de ninguna importancia en comparación con el mandato excesivamente exagerado del Concilio para el engrandecimiento de los laicos. Es evidente que su abolición y sustitución por ministerios ejercidos exclusivamente por laicos no podían derivar de la Tradición: un intento anterior de realizar esta reforma en el siglo XVIII ya había sido condenado por el Papa Pío VI como perjudicial para la Iglesia (4).
La inversión de la veracidad
Desgraciadamente, este punto de vista antitradicional continúa siendo la “sabiduría” recibida incluso hoy entre los bien pensantes del establishment litúrgico. El consenso de opinión en la Iglesia es que la práctica de las Órdenes Menores en los siglos precedentes, especialmente desde el Concilio de Trento, era defectuosa en el sentido de “falsa”, totalmente inútil y absurda, incluso perjudicial para el bien de la Iglesia. Pero esa es una posición contradictoria e insostenible para cualquier católico, porque si lo que alegan los reformadores es cierto, entonces la Iglesia tendría que ser falsa.
Uno habría pensado que este ataque contra la sagrada institución de las Órdenes Menores habría sido contrarrestado por una enérgica resistencia de la Jerarquía Católica. Pero la mayoría de los Obispos, siendo progresistas, en lugar de protestar enérgicamente como su deber requeriría, permitieron silenciosamente que fueran difamadas en publicaciones influyentes e incluso en los documentos oficiales de la Iglesia.
Las raíces del cisma
Tengamos en cuenta que cuando Pablo VI abolió las Órdenes Menores y el Subdiaconado, no sólo contradijo la verdad de su condición de Órdenes clericales, sino que también rechazó los anatemas emitidos por el Concilio de Trento sobre este tema. Infligió a la Iglesia un cambio repentino y violento que resultaría gravemente perjudicial para la fe.
Un golpe mortal al cursus honorum
Ministeria quaedam fue un golpe dirigido directamente a la comprensión tradicional del sacerdocio jerárquico, para el cual se había entendido que existía una gradación de las Órdenes clericales a modo de preparación y prueba – el llamado cursus honorum – desde los inicios mismos de la Iglesia (ad ipso Ecclesiae initio, como afirmó el Concilio de Trento).
Cuando esta larga tradición terminó abruptamente en 1972, tanto el clero como los laicos se quedaron con la impresión de que lo que creían sobre la grandeza del sacerdocio ordenado era una ilusión monumental que se derrumbó con el golpe de una pluma papal.
Es cierto que la secuencia de las Órdenes Menores tuvo una historia variada y compleja antes de estandarizarse en el siglo XI en la Iglesia occidental (5). Pero lo que permaneció sin cambios a lo largo de todos los siglos hasta 1972 fue el principio vital de estabilidad y continuidad en la medida en que fueron reconocidas como de naturaleza clerical. Ésta era la tradición latina ininterrumpida tal como realmente se entendió en los dos primeros milenios de la Iglesia. Y como ningún Papa tiene autoridad para subvertir la Tradición, podemos sacar la única conclusión razonable de que Ministeria quaedam –como muchas otras innovaciones de Pablo VI, incluido su novus ordo missae– fueron actos cismáticos.
Esta conclusión se ve reforzada por la abierta burla y el desprecio con el que los miembros del Consilium trataron a las Órdenes Menores y los insultos que lanzaron contra su veracidad. Es increíble que pudieran hablar en esos términos contra una antigua y venerable institución que había sustentado su propio sacerdocio.
¿Cómo pudieron los sacerdotes católicos despreciar tanto su propia Tradición Sagrada de las Órdenes Menores como para recomendar su abolición? ¿Cómo pudo un papa acceder a sus demandas, declararlas repentinamente “categorías obsoletas” y cortar su conexión intrínseca con el estado clerical?
Es inconcebible que la propia Iglesia estuviera proporcionando una plataforma para la difusión de mentiras sobre la liturgia y que estuviera brindando apoyo a aquellos que eran hostiles hacia la Tradición y a cualquiera que la siguiera fielmente.
Pablo VI lamentó que la Iglesia estuviera atravesando un proceso de autodemolición. Pero en una Iglesia donde los deseos de los revolucionarios son más importantes que la Tradición, y donde los ministros ordenados han sido inducidos a odiar lo que les habían enseñado a amar antes del Vaticano II, ¿qué otro resultado podría esperarse?
Continúa...
Notas:
Cuando esta larga tradición terminó abruptamente en 1972, tanto el clero como los laicos se quedaron con la impresión de que lo que creían sobre la grandeza del sacerdocio ordenado era una ilusión monumental que se derrumbó con el golpe de una pluma papal.
Es cierto que la secuencia de las Órdenes Menores tuvo una historia variada y compleja antes de estandarizarse en el siglo XI en la Iglesia occidental (5). Pero lo que permaneció sin cambios a lo largo de todos los siglos hasta 1972 fue el principio vital de estabilidad y continuidad en la medida en que fueron reconocidas como de naturaleza clerical. Ésta era la tradición latina ininterrumpida tal como realmente se entendió en los dos primeros milenios de la Iglesia. Y como ningún Papa tiene autoridad para subvertir la Tradición, podemos sacar la única conclusión razonable de que Ministeria quaedam –como muchas otras innovaciones de Pablo VI, incluido su novus ordo missae– fueron actos cismáticos.
Esta conclusión se ve reforzada por la abierta burla y el desprecio con el que los miembros del Consilium trataron a las Órdenes Menores y los insultos que lanzaron contra su veracidad. Es increíble que pudieran hablar en esos términos contra una antigua y venerable institución que había sustentado su propio sacerdocio.
¿Cómo pudieron los sacerdotes católicos despreciar tanto su propia Tradición Sagrada de las Órdenes Menores como para recomendar su abolición? ¿Cómo pudo un papa acceder a sus demandas, declararlas repentinamente “categorías obsoletas” y cortar su conexión intrínseca con el estado clerical?
Es inconcebible que la propia Iglesia estuviera proporcionando una plataforma para la difusión de mentiras sobre la liturgia y que estuviera brindando apoyo a aquellos que eran hostiles hacia la Tradición y a cualquiera que la siguiera fielmente.
Pablo VI lamentó que la Iglesia estuviera atravesando un proceso de autodemolición. Pero en una Iglesia donde los deseos de los revolucionarios son más importantes que la Tradición, y donde los ministros ordenados han sido inducidos a odiar lo que les habían enseñado a amar antes del Vaticano II, ¿qué otro resultado podría esperarse?
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Notas:
1) E. Lécuyer, 'Les ordres mineurs en question', La Maison-Dieu , vol. 102, 1970, pág. 99.
2) Walter Kasper, A Celebration of Priestly Ministry, Nueva York: Crossroads, 2007, p. 156.
3) Sesión XXIII, Canon II.
4) El Papa Pío VI, en su Constitución Auctorem Fidei de 1794, ya había condenado la propuesta de destituir al clero menor y dar su función a los laicos como “una sugerencia temeraria, ofensiva para los oídos piadosos, perturbadora para el ministerio eclesiástico, que disminuye la decencia que debe observarse en la medida de lo posible en la celebración de los misterios, injuriosa para los deberes y funciones de las Órdenes Menores, así como para la disciplina aprobada por los cánones y especialmente por el Sínodo Tridentino, favorable a los cargos y calumnias de los herejes contra ella”.
5) John St. H. Gibaut, The Cursus Honorum: A Study of Origins and Evolution of Sequential Ordination, Patristic Studies (El Cursus Honorum: un estudio de los orígenes y la evolución de la ordenación secuencial, Estudios patrísticos), vol. 3, Berna: Peter Lang, 2000, pág. 247.
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