“Sea honrado entre todos el matrimonio” (Hebreos 13: 4)
Declaración de fidelidad a la enseñanza inmutable de la Iglesia sobre el matrimonio y a su disciplina ininterrumpida.
Vivimos en una época en la que numerosas fuerzas buscan destruir o deformar el matrimonio y la familia. De hecho, las ideologías laicas se aprovechan y agravan la crisis familiar, resultado de un proceso de decadencia cultural y moral. Este proceso lleva a los católicos a adaptarse a nuestra sociedad neopagana. Su “conformación al mundo” (Rom. 12: 2) es a menudo fomentada por una falta de fe — y por lo tanto, de un espíritu sobrenatural para aceptar el misterio de la Cruz de Cristo — y una ausencia de oración y penitencia.
El diagnóstico del Concilio Vaticano II sobre los males que afectan a la institución del matrimonio y la familia es más válido que nunca:
“La poligamia, la plaga del divorcio, el llamado amor libre y otras desfiguraciones tienen un efecto oscurecedor. Además, el amor conyugal es profanado con demasiada frecuencia por el excesivo amor propio, el culto al placer y las prácticas ilícitas contra la generación humana” (Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral
Gaudium et spes, 7 de diciembre de 1965, n. 47).
Hasta hace poco, la Iglesia Católica era considerada como el baluarte del verdadero matrimonio y la familia, pero los errores sobre estas dos instituciones divinas están muy extendidos hoy en los círculos católicos, particularmente después de los
Sínodos Extraordinario y Ordinario sobre la familia, celebrados en 2014 y 2015, respectivamente y la publicación de la exhortación apostólica postsinodal
Amoris Laetitia.
Ante esta ofensiva, los abajo firmantes se sienten moralmente obligados a declarar su determinación de permanecer fieles a las enseñanzas inmutables de la Iglesia sobre la moral y los sacramentos del matrimonio, la reconciliación y la eucaristía, y a su disciplina eterna y duradera con respecto a esos sacramentos.
I. En cuanto a la castidad, el matrimonio y los derechos de los padres
1. Reiteramos firmemente la verdad de que todas las formas de convivencia más uxorio (como marido y mujer) fuera de un matrimonio válido contradicen gravemente la voluntad de Dios en sus santos mandamientos y, en consecuencia, no pueden contribuir al progreso moral y espiritual de los implicados o de la sociedad. “Por su propia naturaleza, la propia institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados para la procreación y educación de los hijos, y encuentran en ellos su máxima corona. Así, un hombre y una mujer, que por su pacto de amor conyugal ya no son dos, sino una sola carne” (Mat. 19: 6).
“Como don mutuo de dos personas, esta unión íntima y el bien de los hijos, imponen una fidelidad total entre los esposos y abogan por una unidad inquebrantable entre ellos. Los esposos cristianos tienen un sacramento especial por el cual se fortalecen y reciben una especie de consagración en los deberes y la dignidad de su estado” (Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral
Gaudium et spes, 7 de diciembre de 1965, n. 48).
2. Reiteramos con firmeza la verdad de que el matrimonio y el acto conyugal tienen propósitos tanto procreadores como unitivos y que todos y cada uno de los actos conyugales deben estar abiertos al don de la vida. Además, afirmamos que esta enseñanza es definitiva e irreformable.
“Se excluye cualquier acción que, ya sea antes, en el momento o después de la relación sexual, esté específicamente destinada a prevenir la procreación, ya sea como un fin o como un medio. Tampoco es válido argumentar, como justificación de las relaciones sexuales que son deliberadamente anticonceptivas, que se debe preferir un mal menor a uno mayor, o que tal relación se fusionaría con actos procreadores del pasado y el futuro para formar una sola entidad, y así estar calificado por exactamente la misma bondad moral que estos. Si bien es cierto que a veces es lícito tolerar un mal moral menor para evitar un mal mayor o para promover un bien mayor, nunca es lícito, ni siquiera por las razones más graves, hacer el mal para que pueda salir bien (Romanos 3: 8).
En otras palabras, intentar directamente algo que por su propia naturaleza contradice el orden moral y que, por tanto, debe ser juzgado indigno del hombre, aunque la intención sea proteger o promover el bienestar de un individuo, de una familia o de la sociedad en general. En consecuencia, es un grave error pensar que toda una vida matrimonial de relaciones normales por lo demás puede justificar una relación sexual deliberadamente anticonceptiva y tan intrínsecamente errónea” (Pablo VI, Encíclica
Humanae vitae, 25 de julio de 1968, n. 14).
3. Reiteramos con firmeza la verdad de que la llamada educación sexual es un derecho básico y primordial de los padres que siempre debe llevarse a cabo bajo su atenta guía, ya sea en casa, o en los centros educativos que elijan y controlen.
“Otro peligro gravísimo es el naturalismo que hoy invade el campo de la educación en ese tema tan delicado de la pureza moral. Demasiado común es el error de quienes con peligrosa seguridad y bajo un feo término propagan una así llamada educación sexual, imaginando falsamente que pueden preparar a los jóvenes contra los peligros de la sensualidad por medios puramente naturales, como una iniciación temeraria y una precaución con instrucción para todos indiscriminadamente, incluso en público; y, peor aún, exponerlos a temprana edad a las ocasiones, para acostumbrarlos, así se argumenta, y por así decirlo, para endurecerlos contra tales peligros” (Pío XI, Encíclica
Divini Illius Magistri, 31 de diciembre de 1929, n. 65).
“Será entonces vuestro deber para con vuestras hijas, el deber del padre para con vuestros hijos, develar cuidadosa y delicadamente la verdad [de las misteriosas y maravillosas leyes de la vida] en la medida que parezca necesario, para dar un sentido prudente, verdadero y cristiano, que respondan a esas preguntas y tranquilicen sus mentes” (Pío XII, Alocución a madres de familias italianas, 26 de octubre de 1941).
“La educación de la opinión pública está en este campo pervertida por la propaganda que no dudamos en llamar malvada, aunque a veces tenga su origen en fuentes católicas y pretenda avanzar entre los católicos, e incluso si quienes la promueven, parezcan conscientes de que están engañados por el espíritu del mal. Aquí nos proponemos hablar de escritos, libros y artículos sobre la iniciación sexual... Incluso los principios tan sabiamente ilustrados por Nuestro predecesor Pío XI, en la Encíclica Divini Illius Magistri, sobre educación sexual y cuestiones conexas a las que se dejan de lado, un triste ¡signo de los tiempos! Con una sonrisa de compasión dicen: '¡Pío XI escribió estas cosas hace veinte años para su época! ¡El mundo ha recorrido un largo camino desde entonces!'... Se recomienda que se respete el derecho del niño o joven a retirarse de cualquier forma de instrucción sexual impartida fuera del hogar. Ni los niños ni otros miembros de su familia deben ser penalizados o discriminados por esta decisión” (Pontificio Consejo para la Familia, La verdad y el significado de la sexualidad humana: Directrices para la educación en la familia, 8 de diciembre de 1995, n. 120).
“Al enseñar la doctrina y la moral católica sobre la sexualidad, se deben tener en cuenta los efectos perdurables del pecado original, es decir, la debilidad humana y la necesidad de la gracia de Dios para vencer las tentaciones y evitar el pecado” (Pontificio Consejo para la Familia, Lineamientos para la educación en la familia, 8 de diciembre de 1995, n. 123).
“Ningún material de carácter erótico debe ser presentado a niños o jóvenes de cualquier edad, individualmente o en grupo. Este principio de decencia debe salvaguardar la virtud de la castidad cristiana. Por lo tanto, al transmitir información sexual en el contexto de la educación para el amor, la instrucción debe ser siempre "positiva y prudente" y "clara y delicada". Estas cuatro palabras utilizadas por la Iglesia católica excluyen toda forma de contenido inaceptable en la educación sexual” (Pontificio Consejo para la Familia, Orientaciones para la educación en la familia, 8 de diciembre de 1995, n. 126).
“Hoy los padres deben estar atentos a las formas en que se puede transmitir una educación inmoral a sus hijos a través de diversos métodos promovidos por grupos con posiciones e intereses contrarios a la moral cristiana. Sería imposible indicar todos los métodos inaceptables. A continuación se presentan sólo algunos de los métodos más difundidos que amenazan los derechos de los padres y la vida moral de sus hijos. En primer lugar, los padres deben rechazar la educación sexual secularizada y antinatalista, que pone a Dios al margen de la vida y considera el nacimiento de un hijo como una amenaza. Esta educación sexual es difundida por grandes organizaciones y asociaciones internacionales que promueven el aborto, la esterilización y la anticoncepción. Estas organizaciones quieren imponer un estilo de vida falso contra la verdad de la sexualidad humana” (Pontificio Consejo para la Familia, Directrices para la educación en la familia, 8 de diciembre de 1995, nn. 135-6).
4. Reiteramos con firmeza la verdad de que la consagración definitiva de una persona a Dios mediante una vida de perfecta castidad es objetivamente más excelente que el matrimonio, porque es una especie de matrimonio espiritual en el que el alma está casada con Cristo. La virginidad sagrada fue recomendada por nuestro Divino Redentor y San Pablo como un estado de vida complementario, pero objetivamente más perfecto que el matrimonio.
“Esta doctrina de la excelencia de la virginidad y del celibato y de su superioridad sobre el estado matrimonial fue, como ya dijimos, revelada por nuestro Divino Redentor y por el Apóstol de los Gentiles; así también, fue definido solemnemente como un dogma de la fe divina por el santo concilio de Trento (Ses. XXIV, can 10) y explicado de la misma manera por todos los santos Padres y Doctores de la Iglesia. Por último, nosotros y nuestros predecesores lo hemos expuesto a menudo y lo hemos defendido fervientemente siempre que se presentaba la ocasión. Pero los recientes ataques a esta doctrina tradicional de la Iglesia, el peligro que constituyen y el daño que hacen a las almas de los fieles nos llevan, en cumplimiento de los deberes de Nuestro encargo, a retomar el asunto en esta Encíclica”.
II. Respecto a la convivencia, las uniones entre personas del mismo sexo y las segundas nupcias civiles después del divorcio
5. Reiteramos con firmeza la verdad de que la unión irregular de un hombre y una mujer convivientes, o la de dos personas del mismo sexo, nunca puede equipararse al matrimonio, considerado moralmente lícito o legalmente reconocido, y que es falso afirmar que estos son formas familiares que pueden ofrecer cierta estabilidad.
“De ahí que la naturaleza de este contrato, que le es propio y peculiar, lo hace enteramente diferente tanto de la unión de animales en la que entra el instinto ciego de la naturaleza solo en el que ni la razón ni el libre albedrío intervienen, como también de las uniones fortuitas de los hombres, que están muy lejos de todas las uniones de voluntad verdaderas y honorables y no disfrutan de los derechos de la vida familiar. De aquí se desprende que la autoridad legítimamente constituida tiene el derecho y por tanto el deber de restringir, prevenir y sancionar las uniones de base que se oponen a la razón ya la naturaleza” (Pío XI, Encíclica
Casti Connubii, 31 de diciembre de 1930).
“La familia no puede colocarse al mismo nivel que las meras asociaciones o uniones, y estas últimas no pueden gozar de los derechos particulares vinculados exclusivamente a la protección del compromiso conyugal y la familia basada en el matrimonio, una comunidad estable de vida y amor, resultado del don total y fiel de los esposos, abiertos a la vida” (Juan Pablo II, Discurso al II Encuentro de Políticos y Legisladores Europeos [organizado por el Pontificio Consejo para la Familia], 23 de octubre de 1998).
“Es útil comprender las diferencias sustanciales entre el matrimonio y las uniones de hecho. Esta es la raíz de la diferencia entre la familia que se origina en el matrimonio y la comunidad que se origina en una unión de hecho. La comunidad familiar surge de la alianza de unión de los esposos. El matrimonio que nace de esta alianza de amor conyugal no lo crea ninguna autoridad pública: es una institución natural y original que le es anterior. En las uniones de hecho, en cambio, se pone en común el afecto recíproco pero, al mismo tiempo, el vínculo matrimonial, con su dimensión pública originaria que da fundamento a la familia, está ausente” (Pontificio Consejo para la Familia, Declaración sobre la familia, el matrimonio y las uniones “de facto”, 26 de julio de 2000).
6. Reiteramos con firmeza la verdad de que las uniones irregulares de católicos convivientes que nunca se casaron en la Iglesia, o divorciados que han intentado un matrimonio civil, contradicen radicalmente y no pueden expresar el bien del matrimonio cristiano, ni de forma parcial ni análoga, y deben ser vistas como un forma de vida pecaminosa o como ocasión permanente de pecado grave. Además, que es falso afirmar que pueden ser una ocasión hecha de elementos constructivos que conducen al matrimonio, pues a pesar de las similitudes materiales que puedan presentar, un matrimonio válido y una unión irregular son dos realidades morales totalmente diferentes y opuestas: Una es conforme a la voluntad de Dios, y la otra la desobedece, y por tanto es pecaminosa.
“Hoy son muchos los que reivindican el derecho a la unión sexual antes del matrimonio, al menos en aquellos casos en los que una firme intención de casarse y un afecto ya de alguna manera conyugal en la psicología de los sujetos exigen esta culminación, que juzgan sea connatural. Este es especialmente el caso cuando la celebración del matrimonio se ve obstaculizada por las circunstancias o cuando esta relación íntima parece necesaria para que se conserve el amor. Esta opinión es contraria a la doctrina cristiana, que establece que todo acto genital debe estar en el marco del matrimonio ... A través del matrimonio, de hecho, el amor de los casados se incorpora al amor que Cristo tiene irrevocablemente por la Iglesia (Ef. 5: 25-32), mientras que en la unión sexual disoluta (1 Cor.6:18) contra su propio cuerpo peca”
“Podemos identificar y comprender la diferencia esencial entre una mera unión de facto —aunque pretenda basarse en el amor— y el matrimonio, en el que el amor se expresa en un compromiso no sólo moral sino rigurosamente jurídico. El vínculo asumido recíprocamente tiene un efecto fortalecedor, a su vez, sobre el amor del que surge, fomentando su permanencia en beneficio de los socios, los hijos y la sociedad misma” (Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota Romana, 21 de enero de 1999).
7. Reiteramos firmemente la verdad de que las uniones irregulares no pueden cumplir con las exigencias objetivas de la ley de Dios. No pueden ser consideradas moralmente buenas ni recomendadas como un cumplimiento prudente y gradual de la ley divina, incluso a quienes parecen no estar en condiciones de comprender, apreciar o cumplir plenamente las exigencias de esta ley. La pastoral “ley de la gradualidad” requiere una ruptura decisiva con el pecado, junto con un progreso hacia la aceptación completa de la voluntad de Dios y sus amorosas exigencias.
“Si los actos son intrínsecamente malos, una buena intención o circunstancias particulares pueden disminuir su maldad, pero no pueden eliminarlo. Siguen siendo actos ‘irremediablemente’ malvados; por sí mismos y por sí mismos no pueden ser ordenados por Dios y por el bien de la persona. En cuanto a los actos que son en sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt), San Agustín escribe, como el robo, la fornicación, la blasfemia, quien se atrevería a afirmar que, al realizarlos por buenos motivos (causis bonis), ya no serían pecados, o, lo que es más absurdo, ¿que serían pecados justificados? (
Contra Mendacium, VII, 18).
En consecuencia, las circunstancias o intenciones nunca pueden transformar un acto intrínsecamente malo en virtud de su objeto en un acto 'subjetivamente' bueno o defendible como elección” (Juan Pablo II, Encíclica
Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993)
“A veces parece que se están haciendo esfuerzos concertados para presentar como 'normales' y atractivas, e incluso para embellecer, situaciones que de hecho son 'irregulares'” (Juan Pablo II,
Carta a las familias Gratissimam sane, 2 de febrero de 1994 , n. 5).
III. Sobre la ley natural y la conciencia individual
8. Reiteramos firmemente la verdad de que, en el proceso profundamente personal de tomar decisiones, la ley moral natural no es una mera fuente de inspiración objetiva, sino la ley eterna de Dios. La conciencia no es fuente del bien y del mal, sino un recordatorio de cómo una acción debe cumplir con un requisito extrínseco al hombre, a saber, la insinuación subjetiva e inmediata de una ley superior, que debemos llamar natural.
“La ley natural está escrita y grabada en el corazón de todos y cada uno de los hombres, ya que no es otra que la misma razón humana la que nos manda a hacer el bien y nos manda a no pecar…” La fuerza de la ley consiste en su autoridad para imponer deberes, conferir derechos y sancionar ciertos comportamientos ...
“La ley natural es en sí misma la ley eterna, implantada en los seres dotados de razón, inclinándolos hacia su justa acción y fin; no es otra que la razón eterna del Creador y Gobernador del universo'” (Juan Pablo II, Encíclica
Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, n. 44, citando a León XIII, Encíclica
Libertas Praestantissimum y Santo Tomás de Aquino,
Summa theologiae, I-II, q.91, a. 2).
9. Reiteramos con firmeza la verdad de que una conciencia bien formada, capaz de discernir correctamente en situaciones complejas, nunca llegará a la conclusión de que, dadas las limitaciones de la persona, su permanencia en una situación que contradice objetivamente la comprensión cristiana del matrimonio puede ser su mejor respuesta al Evangelio. Presumir que la debilidad de la conciencia de un individuo es el criterio de la verdad moral es inaceptable e incapaz de ser incorporado a la praxis de la Iglesia.
“Las obligaciones fundamentales de la ley moral se basan en la esencia y la naturaleza del hombre, y en sus relaciones esenciales, y por eso tienen fuerza dondequiera que encontremos al hombre. Las obligaciones fundamentales de la ley cristiana, en la medida en que son superiores a las de la ley natural, se basan en la esencia del orden sobrenatural establecido por el Divino Redentor. De las relaciones esenciales entre hombre y Dios, entre hombre y hombre, entre marido y mujer, entre padres e hijos; de las relaciones comunitarias esenciales que se encuentran en la familia, en la Iglesia y en el Estado, se desprende, entre otras cosas, que el odio a Dios, la blasfemia, la idolatría, el abandono de la verdadera fe, la negación de la fe, el perjurio, el asesinato, el falso testimonio, calumnia, adulterio y fornicación, abuso del matrimonio, el pecado solitario, el robo y el robo, la privación de las necesidades de la vida, la privación de los trabajadores de su salario justo (Santiago 5: 4), la monopolización de alimentos vitales y el aumento injustificado de precios, la quiebra fraudulenta, las maniobras injustas en la especulación, todo esto está gravemente prohibido por el Legislador divino. No es necesario ningún examen. Cualquiera que sea la situación del individuo, no le queda otro camino que el de obedecer” (Pío XII, Discurso Sobre los errores de la moral situacional, 18 de abril de 1952, n. 10).
“Cuando, por el contrario, ignoran la ley, o incluso la ignoran, culpable o no, nuestros actos dañan la comunión de las personas, en detrimento de cada uno” (Juan Pablo II, Enc.
Veritatis splendor, 6 de agosto , 1993, n. 51).
“Los preceptos negativos de la ley natural son universalmente válidos. Obligan a todos y cada uno, siempre y en toda circunstancia. Se trata de prohibiciones que prohíben una determinada acción semper et pro semper, sin excepción, porque la elección de este tipo de conducta no es en ningún caso compatible con la bondad de la voluntad del que actúa, con su vocación a la vida con Dios. ya la comunión con el prójimo. Está prohibido —a todos y en todo caso— violar estos preceptos” (Juan Pablo II, Enc.
Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, n. 52).
“Incluso en las situaciones más difíciles, el hombre debe respetar la norma de la moralidad para que pueda ser obediente al santo mandamiento de Dios y coherente con su propia dignidad como persona. Ciertamente, mantener la armonía entre la libertad y la verdad exige en ocasiones sacrificios extraordinarios, y debe ganarse a un alto precio: incluso puede implicar el martirio” (Juan Pablo II, Enc.
Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, n. 102).
10. Reiteramos firmemente la verdad de que la gente no puede ver el Sexto Mandamiento y la indisolubilidad del matrimonio como simples ideales por los que luchar. Más bien, son mandamientos de Cristo Nuestro Señor, que nos ayudan con su gracia a superar las dificultades, a través de nuestra constancia.
“En la Cruz salvadora de Jesús, en el don del Espíritu Santo, en los sacramentos que brotan del costado traspasado del Redentor (cf. Jn 19, 34), los creyentes encuentran siempre la gracia y la fuerza para guarden la santa ley de Dios, incluso en medio de las más graves penurias ... Sólo en el misterio de la redención de Cristo descubrimos las posibilidades "concretas" del hombre. 'Sería un error gravísimo concluir ... que la enseñanza de la Iglesia es esencialmente sólo un' ideal 'que luego debe ser adaptado, proporcionado, graduado a las llamadas posibilidades concretas del hombre, según un' equilibrio de los bienes en pregunta'. Pero, ¿cuáles son las "posibilidades concretas del hombre"? ¿Y de qué hombre estamos hablando? ¿Del hombre dominado por la lujuria o del hombre redimido por Cristo? Esto es lo que está en juego: la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que nos ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia” (Discurso a quienes participan en un curso sobre “paternidad responsable”, 1 de marzo de 1984)… “El mandato de Dios, por supuesto, es proporcionado a las capacidades del hombre; sino a las capacidades del hombre a quien se le ha dado el Espíritu Santo; del hombre que, aunque ha caído en pecado, siempre puede obtener el perdón y gozar de la presencia del Espíritu Santo”.
En este contexto, se hace la debida concesión tanto a la misericordia de Dios hacia el pecador que se convierte como a la comprensión de la debilidad humana. Tal comprensión nunca significa comprometer y falsificar la norma del bien y del mal para adaptarla a circunstancias particulares. Es muy humano que el pecador reconozca su debilidad y pida misericordia por sus faltas; lo inaceptable es la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien… Una actitud de este tipo corrompe la moralidad de la sociedad en su conjunto, ya que fomenta la duda sobre la objetividad de la ley moral en general y el rechazo del absolutismo de las prohibiciones morales sobre actos humanos concretos, y acaba por confundir todos los juicios sobre valores” (Juan Pablo II, Enc.
Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, nn. 102-4).
11. Reiteramos con firmeza la verdad de que la conciencia que admite que una situación dada si no se corresponde objetivamente con las exigencias del matrimonio evangélicas, no puede concluir honestamente que permanecer en esa situación pecaminosa es la respuesta más generosa que se puede dar a Dios, ni que eso es lo que Dios mismo está pidiendo al alma en este momento, ya que cualquier conclusión negaría el poder omnipotente de la gracia para llevar a los pecadores a la plenitud de la vida cristiana.
“Nadie, por muy justificado que sea, debe considerarse exento de la observancia de los mandamientos; nadie debería usar esa afirmación precipitada, una vez prohibida por los Padres bajo anatema, de que la observancia de los mandamientos de Dios es imposible para alguien que está justificado. Porque Dios no manda imposibilidades, pero al mandar te exhorta a hacer lo que puedes y a orar por lo que no puedes, y te ayuda para que puedas (San Agustín, De natura et gratia, 43, 50). Sus mandamientos no son pesados (1 Juan 5: 3) y su yugo es dulce y ligera su carga (Mateo 11:30). Porque los que son hijos de Dios aman a Cristo, pero los que le aman, guardan sus mandamientos, como él mismo testifica (Juan 14:23); que, de hecho, con la ayuda divina pueden hacer…. Porque Dios no abandona a los que una vez fueron justificados por su gracia, a menos que él sea primero abandonado por ellos. Por tanto, nadie debe adularse sólo con la fe, pensando que sólo por la fe es hecho heredero y obtendrá la herencia” (Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, cap. 11).
“Un cristiano no puede ignorar el hecho de que debe sacrificar todo, incluso su vida, para salvar su alma. De esto nos lo recuerdan todos los mártires. Los mártires son muy numerosos, incluso en nuestro tiempo. La madre de los Macabeos, junto con sus hijas; Santas Perpetua y Felicitas, no obstante sus hijas recién nacidas; María Goretti, y otros miles, hombres y mujeres, a quienes la Iglesia venera, ¿acaso ellos, ante la 'situación' en la que se encontraban, incurrieron inútilmente o incluso por error en una muerte sangrienta? No, ciertamente no, y en su sangre son los testigos más explícitos de la verdad contra la 'nueva moralidad'” (Pío XII, Discurso Soyez les bienvenues a la Federación Católica Mundial de Mujeres Jóvenes, 18 de abril de 1952, n. 11).
“Se pueden vencer las tentaciones, se pueden evitar los pecados, porque junto con los mandamientos el Señor nos da la posibilidad de guardarlos: 'Sus ojos están puestos en los que le temen, y conoce todas las obras del hombre. No ha mandado a nadie que sea impío, ni a nadie le ha dado permiso para pecar' (Ecles. 15: 19-20).
Guardar la ley de Dios en situaciones particulares puede ser difícil, extremadamente difícil, pero nunca imposible. Esta es la enseñanza constante de la tradición de la Iglesia, y fue expresada por el Concilio de Trento” (Juan Pablo II, Enc.
Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, n. 102).
12. Reiteramos firmemente la verdad de que, a pesar de la variedad de situaciones, el discernimiento personal y pastoral nunca puede llevar a los divorciados que han intentado un matrimonio civil a concluir, en buena conciencia, que su unión adúltera puede justificarse moralmente por la “fidelidad” a su nueva pareja, que es imposible apartarse de la unión adúltera, o que, al hacerlo, se exponen a nuevos pecados, o carecen de fidelidad cristiana o natural a su pareja adúltera. No podemos hablar de fidelidad en una unión ilícita que viola el Mandamiento de Dios y el vínculo indisoluble del matrimonio. La idea de lealtad entre adúlteros en su pecado mutuo es una blasfemia.
“Frente a la 'ética de las situaciones' establecemos tres consideraciones o máximas. La primera: Concedemos que Dios quiere, primero y siempre, una intención correcta. Pero esto no es suficiente. También quiere el buen trabajo. Un segundo principio es que no está permitido hacer el mal para que el bien resulte (Rom. 3: 8). Ahora bien, esta nueva ética, quizás sin ser consciente de ella, actúa según el principio de que el fin justifica los medios” (Pío XII, Discurso Soyez les bienvenues a la Federación Católica Mundial de Mujeres Jóvenes, 18 de abril de 1952, n. 11 ).
“Algunos autores han propuesto una especie de doble estatus de verdad moral. [Pretenden que] más allá del nivel doctrinal y abstracto, habría que reconocer la prioridad de una cierta consideración existencial más concreta. Este último, al tener en cuenta las circunstancias y la situación, podría legítimamente ser la base de ciertas excepciones a la regla general y permitir así hacer en la práctica y en buena conciencia lo que la ley moral califica de intrínsecamente malo. Se establece así una separación, o incluso una oposición, en algunos casos entre la enseñanza del precepto, que es válida en general, y la norma de la conciencia individual, que de hecho tomaría la decisión final sobre lo que es bueno y lo que es malo”.
13. Reiteramos con firmeza la verdad de que los divorciados que han intentado contraer matrimonio civil y que, por razones muy graves, como la crianza de los hijos, no pueden satisfacer la grave obligación de separarse, están moralmente obligados a vivir como “hermano y hermana” y evitar el escándalo. En particular, esto significa la exclusión de toda muestra de intimidad propia de las parejas casadas, ya que estas serían pecaminosas en sí mismas y, además, escandalizarían a sus propios hijos, quienes concluirían así que están legítimamente casados, o que el matrimonio cristiano no es indisoluble, o que tener relaciones sexuales con una persona que no es su cónyuge legítimo no es pecado. Dada la delicadeza de su situación, deben estar particularmente atentos a las ocasiones del pecado.
“La reconciliación en el sacramento de la Penitencia, que abriría el camino a la Eucaristía, sólo puede concederse a quienes, arrepentidos de haber roto el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a emprender un camino de vida que no está en contradicción con la indisolubilidad del matrimonio. Esto significa, en la práctica, que cuando por motivos graves, como por ejemplo la crianza de los hijos, un hombre y una mujer no pueden cumplir con la obligación de separarse, 'asumen el deber de vivir en completa continencia, es decir, con abstinencia de los actos propios de los esposos'” (Juan Pablo II, Exhortación apostólica
Familiaris consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 84).
IV. Respecto al discernimiento, responsabilidad, estado de gracia y estado de pecado
14. Reiteramos firmemente la verdad de que aquellos divorciados que han intentado contraer matrimonio civil y que eligen su situación con pleno conocimiento y consentimiento del testamento no son miembros vivos de la Iglesia, pues se encuentran en un estado de pecado grave que les impide poseer y crecer en la caridad. Además, destacamos que el Papa San Pío V en su Bula
Ex omnibus afflictionibus contra los errores de Michael du Bay, también conocido como Baius, condenó la siguiente opinión moral:
“El hombre que existe en estado de pecado mortal, o bajo la pena de la condenación eterna puede tener verdadera caridad” (Denz. 1070).
“Según Santo Tomás, para vivir espiritualmente el hombre debe permanecer en comunión con el principio supremo de la vida, que es Dios, ya que Dios es el fin último del ser y actuar del hombre. Ahora bien, el pecado es un desorden perpetrado por el ser humano contra este principio de vida. Y cuando por el pecado 'el alma comete un desorden que llega al punto de apartarse de su fin último Dios al que está atada por la caridad, entonces el pecado es mortal; por otra parte, siempre que el desorden no llega al punto de apartarse de Dios, el pecado es venial” (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 72, a. 5). Por eso el pecado venial no priva al pecador de la gracia santificante, la amistad con Dios, la caridad y por tanto la felicidad eterna.
“El divorcio es una falta grave contra la ley natural. Afirma romper el contrato, al que los cónyuges consintieron libremente, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio daña el pacto de salvación, del cual el matrimonio sacramental es el signo. La contratación de una nueva unión, aunque sea reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge vuelto a casar se encuentra entonces en una situación de adulterio público y permanente. Si un marido, separado de su mujer, se acerca a otra mujer, es adúltero porque hace que esa mujer cometa adulterio, y la mujer que vive con él es adúltera, porque ha atraído al marido de otra hacia sí” (Catecismo de la Iglesia Católica Iglesia, n. 2384).
15. Reiteramos firmemente la verdad de que no hay un punto intermedio entre estar en la gracia de Dios o ser privado de ella por el pecado mortal. El camino de la gracia y el crecimiento espiritual de quien vive en un estado objetivo de pecado consiste en abandonar esa situación y volver a un camino de santificación que da gloria a Dios. Ningún “enfoque pastoral” puede justificar o animar a las personas a permanecer en un estado pecaminoso, opuesto a la ley de Dios.
“Sigue siendo cierto que la distinción esencial y decisiva es entre el pecado que destruye la caridad y el pecado que no mata la vida sobrenatural: no hay camino intermedio entre la vida y la muerte” (Juan Pablo II,
Reconciliatio et poenitentia, 2 de diciembre de 1984, n. 17).
“'Habrá que tener cuidado de no reducir el pecado mortal a un acto de 'opción fundamental'—como se dice comúnmente hoy— contra Dios, visto como un rechazo explícito y formal de Dios y del prójimo o como un implícito e inconsciente rechazo del amor. “Porque el pecado mortal existe también cuando una persona a sabiendas y voluntariamente, por cualquier razón, elige algo gravemente desordenado…. La persona se aparta de Dios y pierde la caridad. En consecuencia, la orientación fundamental puede cambiar radicalmente mediante actos particulares. Claramente, pueden ocurrir situaciones que son muy complejas y oscuras desde el punto de vista psicológico, y que influyen en la imputabilidad subjetiva del pecador”.
16. Reiteramos firmemente la verdad de que, dado que Dios es omnisciente, la ley revelada y natural prevé todas las situaciones particulares, especialmente cuando prohíbe acciones específicas en todas y cada una de las circunstancias, calificándolas de “intrínsecamente malas” (intrinsece malum).
“Se preguntará cómo la ley moral, que es universal, puede ser suficiente, e incluso tener fuerza vinculante, en un caso individual, que, en lo concreto, es siempre único y 'sólo ocurre una vez'. Puede ser suficiente y vinculante, y en realidad lo es porque precisamente en razón de su universalidad, la ley moral incluye necesaria e 'intencionalmente' todos los casos particulares en los que se verifica su significado. En muchísimos casos lo hace con una lógica tan convincente que incluso la conciencia de los fieles sencillos ve de inmediato, y con plena certeza, la decisión a tomar” (Pío XII, Discurso Soyez les bienvenues a la Federación Católica Mundial de Mujeres Jóvenes, 18 de abril de 1952, n. 9).
“Existen actos que, per se y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto. Estos actos, si se realizan con suficiente conciencia y libertad, son siempre gravemente pecaminosos” (Juan Pablo II,
Reconciliatio et paenitentia, 2 de diciembre de 1984, n. 17).
“La razón da fe de que hay objetos del acto humano que son por su naturaleza 'incapaces de ser ordenados' a Dios, porque contradicen radicalmente el bien de la persona hecha a su imagen. Estos son los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados "intrínsecamente malos'' (intrinsece malum): lo son siempre y per se, es decir, por su objeto mismo, y muy al margen de las intenciones ulteriores del que actúa y de las circunstancias ... Al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos, la Iglesia acepta la enseñanza de la Sagrada Escritura. El apóstol Pablo afirma enfáticamente: 'No os engañéis: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los pervertidos, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los injuriosos, ni los ladrones heredarán el Reino de Dios' (1 Cor. 6: 9-10)” (Juan Pablo II, Enc.
Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, n. 80).
17. Reiteramos firmemente la verdad de que la complejidad de las situaciones y los diversos grados de responsabilidad entre los casos (debido a factores que pueden restringir la capacidad de tomar una decisión) no permiten a los pastores concluir que quienes están en uniones irregulares no se encuentran en un estado objetivo de manifestar pecado grave, y presumir en el foro externo que aquellos en tales uniones que no ignoran las reglas del matrimonio no se han privado de la gracia santificante.
“El individuo puede estar condicionado, incitado e influenciado por numerosos y poderosos factores externos. También puede estar sometido a tendencias, defectos y hábitos vinculados a su condición personal. En no pocos casos, tales factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor grado, la libertad de la persona y por tanto su responsabilidad y culpa. Pero es una verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y nuestra razón, que la persona humana es libre. Esta verdad no puede ser ignorada para culpar de los pecados de los individuos a factores externos como estructuras, sistemas u otras personas. Sobre todo, sería negar la dignidad y la libertad de la persona, que se manifiesta —aunque de forma negativa y desastrosa— también en esta responsabilidad por el pecado cometido.
Siempre es posible que el hombre, como resultado de la coacción u otras circunstancias, pueda verse impedido de realizar ciertas buenas acciones; pero nunca se le puede impedir que no realice determinadas acciones, especialmente si está dispuesto a morir antes que a hacer el mal” (Juan Pablo II, Enc.
Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, n. 52).
18. Reiteramos con firmeza la verdad de que, dado que el hombre está dotado de libre albedrío, cada acto moral consciente y voluntario que realice debe ser imputado a él, su autor, y que, en ausencia de prueba en contrario, debe presumirse la imputabilidad. La imputabilidad exterior no debe confundirse con el estado interior de conciencia. A pesar de que “de internis neque Ecclesia iudicat” (la Iglesia no juzga lo interno, sólo Dios puede hacerlo), la Iglesia puede juzgar los actos directamente contrarios a la Ley Divina.
“Aunque es necesario creer que los pecados no se perdonan ni se perdonan jamás, excepto gratuitamente por la misericordia divina por amor de Cristo, no se debe decir que los pecados están perdonados o han sido perdonados a quien se jacta de su confianza y certeza de la remisión de sus pecados, descansando solo en eso, aunque entre herejes y cismáticos esta confianza vana e impía puede ser y en nuestros tiempos turbulentos de hecho se encuentra y se predica con furia incansable contra la Iglesia Católica. Además, no debe sostenerse que quienes están verdaderamente justificados deben, sin duda alguna, convencerse a sí mismos de que están justificados” (Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, cap. 9).
“Cuando se ha producido una violación externa, se presume imputabilidad a menos que sea evidente de otro modo” (Código de Derecho Canónico, can. 1321, § 3).
“Todo acto directamente querido es imputable a su autor” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1736).
“El juicio del estado de gracia de uno, obviamente, pertenece sólo a la persona involucrada, ya que se trata de examinar la propia conciencia. Sin embargo, en los casos de conducta exterior grave, clara y rotundamente contraria a la norma moral, la Iglesia, en su preocupación pastoral por el buen orden de la comunidad y por respeto al sacramento, no puede dejar de sentirse directamente implicada. El Código de Derecho Canónico se refiere a esta situación de manifiesta falta de la debida disposición moral cuando afirma que quienes 'persisten obstinadamente en el pecado grave manifiesto' [can. 915] no deben ser admitidos a la comunión eucarística” (Juan Pablo II, Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 17 de abril de 2003, n. 37).
V. Sobre los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía
19. Reiteramos firmemente la verdad de que, al tratar con los penitentes, los confesores deben ayudarlos a examinarse a sí mismos sobre los deberes específicos de los Mandamientos, ayudarlos a alcanzar el suficiente arrepentimiento y a acusarse plenamente de pecados graves, así como aconsejarlos a abrazar el camino de la santidad. Al hacerlo, el confesor está obligado a amonestar a los penitentes con respecto a transgresiones objetivamente serias de la Ley de Dios, y asegurarse de que realmente deseen la absolución y el perdón de Dios, y estén resueltos a reexaminar y corregir su comportamiento. Aunque la recaída frecuente en los pecados no es en sí misma un motivo para negar la absolución, no puede darse sin un arrepentimiento suficiente o sin la firme resolución de evitar el pecado en el futuro.
“La verdad, que viene de la Palabra y debe conducirnos a él, explica por qué la confesión sacramental no debe provenir y estar acompañada de un mero impulso psicológico, como si el sacramento fuera un sustituto de la psicoterapia, sino del dolor basado en motivos sobrenaturales, porque el pecado viola la caridad hacia Dios, el Bien Supremo, fue el motivo de los sufrimientos del Redentor y nos hace perder los bienes de la eternidad ... Desgraciadamente muchos fieles hoy se acercan al sacramento de la Penitencia sin hacer una acusación completa de sus pecados mortales, en el sentido que acaba de mencionar el Concilio de Trento. A veces reaccionan ante el sacerdote confesor, que diligentemente les pregunta sobre la completitud necesaria, como si se permitiera una intromisión indebida en el santuario de la conciencia. Espero y rezo para que estos fieles no iluminados se convenzan, también en virtud de esta enseñanza actual, de que la norma que exige la integridad en especie y número, en la medida en que se pueda conocer a partir de una memoria honestamente examinada, no es una carga que se les imponga arbitrariamente, sino un medio de liberación y serenidad. También es evidente que la acusación de pecados debe incluir la intención seria de no volver a cometerlos en el futuro. Si falta esta disposición del alma, realmente no hay arrepentimiento: se trata en realidad del mal moral como tal, por lo que no tomar una postura opuesta a un posible mal moral significaría no detestar el mal, no arrepentirse. Pero como esto debe provenir sobre todo del dolor por haber ofendido a Dios, así la intención de no pecar debe basarse en la gracia divina, que el Señor nunca deja de dar a quien hace lo que puede para actuar honestamente ... También debe recordarse que la existencia del arrepentimiento sincero es una cosa, el juicio del intelecto sobre el futuro es otra: de hecho es posible que, a pesar de la sincera intención de no pecar más, la experiencia pasada y la conciencia de la debilidad humana hacen que uno tenga miedo de volver a caer; pero esto no compromete la autenticidad de la intención, cuando ese miedo se une a la voluntad, sostenida por la oración, de hacer lo posible para evitar el pecado” (Juan Pablo II, Carta a la Penitenciaría Apostólica, 22 de marzo de 1996, n° 3-5). “A pesar de la sincera intención de no pecar más, la experiencia pasada y la conciencia de la debilidad humana hacen que uno tenga miedo de volver a caer; pero esto no compromete la autenticidad de la intención, cuando ese miedo se une a la voluntad, sostenida por la oración, de hacer lo posible para evitar el pecado” (Juan Pablo II, Carta a la Penitenciaría Apostólica, 22 de marzo de 1996, n° 3-5).
20. Reiteramos firmemente la verdad de que los divorciados que han intentado un matrimonio civil y no se separan, sino que permanecen en su estado objetivo de adulterio, nunca pueden ser considerados por los confesores y otros pastores de almas como viviendo en un estado objetivo de gracia, capaces de crecer en la vida de la gracia y la caridad y tener derecho a recibir la absolución en el Sacramento de la Penitencia, o ser admitidos a la Sagrada Eucaristía, a menos que expresen contrición por su estado de vida y resuelvan firmemente abandonarlo, aunque, subjetivamente, estos divorciados, puede que no se sientan culpables, o no del todo, por su situación pecaminosa objetivamente grave, debida a factores condicionantes y atenuantes.
“Me refiero a determinadas situaciones, no infrecuentes en la actualidad, que afectan a cristianos que desean continuar con su práctica religiosa sacramental, pero que se ven impedidos de hacerlo por su condición personal, que no está en armonía con los compromisos asumidos libremente ante Dios y la Iglesia… Basándose en estos dos principios complementarios [de compasión y veracidad], la Iglesia sólo puede invitar a sus hijos que se encuentran en estas dolorosas situaciones a acercarse a la misericordia divina por otros caminos, pero no a través de los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía hasta en el momento en que hayan alcanzado las disposiciones requeridas. Sobre este asunto, que también atormenta profundamente nuestro corazón pastoral, me parecía preciso mi deber decir palabras claras en la exhortación apostólica Familiaris Consortio.
“Cualquier práctica que restrinja la confesión a una acusación genérica de pecado o de uno o dos pecados considerados más importantes, debe ser reprobada” (Juan Pablo II, Motu proprio
Misericordia Dei, 7 de abril de 2002, n. 3).
“Es evidente que los penitentes que viven en un estado habitual de pecado grave y que no pretenden cambiar su situación no pueden recibir válidamente la absolución” (Juan Pablo II,
Misericordia Dei, 7 de abril de 2002, n. 7 c.).
21. Reiteramos firmemente la verdad de que, en cuanto a los divorciados que han intentado un matrimonio civil y viven abiertamente más uxorio (como marido y mujer), ningún discernimiento personal y pastoral responsable puede sostener que se permite la absolución sacramental o la admisión a la Eucaristía, bajo la pretensión que, por disminución de responsabilidad, no existe falta grave. La razón de esto es que su eventual falta de culpabilidad formal no puede ser un asunto de conocimiento público, mientras que su estado exterior de vida contradice objetivamente el carácter indisoluble del matrimonio cristiano y esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia, que se significa y se efectúa por la Sagrada Eucaristía.
“La Iglesia reafirma su práctica, basada en la Sagrada Escritura, de no admitir a la Comunión Eucarística a los divorciados vueltos a casar. No pueden ser admitidos en él por el hecho de que su estado y condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que significa y efectúa la Eucaristía. Además de esto, hay otra razón pastoral especial: si estas personas fueran admitidas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos al error y la confusión en cuanto a la enseñanza de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio” (Juan Pablo II,
Familiaris Consortio, 22 de noviembre, pág. 1981, n. 84).
“En los últimos años, en diversas regiones, se han propuesto diferentes soluciones pastorales en este ámbito según las cuales, sin duda, no sería posible una admisión generalizada de los divorciados vueltos a casar a la comunión eucarística, pero sí los fieles divorciados y vueltos a casar podrían acercarse a la Sagrada Comunión en casos concretos cuando se consideren autorizados por juicio de conciencia para hacerlo. Este sería el caso, por ejemplo, cuando hubieran sido abandonados de forma totalmente injusta, aunque hayan intentado sinceramente salvar el matrimonio anterior, o cuando estén convencidos de la nulidad de su matrimonio anterior, aunque no puedan demostrarlo en el foro externo o cuando han pasado por un largo período de reflexión y penitencia, o también cuando por razones moralmente válidas no pueden satisfacer la obligación de separarse. En algunos lugares, también se ha propuesto que para examinar objetivamente su situación real, los divorciados vueltos a casar deberían consultar a un sacerdote prudente y experto. Este sacerdote, sin embargo, tendría que respetar su eventual decisión de acercarse a la Sagrada Comunión, sin que ello implique una autorización oficial. En estos y otros casos similares se trataría de una solución pastoral tolerante y benévola para hacer justicia a las diferentes situaciones de los divorciados vueltos a casar. Aunque unos pocos Padres de la Iglesia han propuesto soluciones pastorales análogas y en cierta medida se han practicado, estas nunca alcanzaron el consenso de los Padres y de ninguna manera llegaron a constituir la doctrina común de la Iglesia ni a determinar su disciplina. En fidelidad a las palabras de Jesucristo, la Iglesia afirma que una nueva unión no puede ser reconocida como válida si el matrimonio anterior fue válido. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se encuentran en una situación que contradice objetivamente la ley de Dios. En consecuencia, no pueden recibir la Sagrada Comunión mientras persista esta situación” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la Sagrada Comunión por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar, 14 de septiembre de 1994, n° 3-4).
“La recepción del Cuerpo de Cristo cuando uno es públicamente indigno constituye un perjuicio objetivo a la comunión eclesial: es un comportamiento que afecta los derechos de la Iglesia y de todos los fieles a vivir de acuerdo con las exigencias de esa comunión. En el caso concreto de la admisión a la Sagrada Comunión de los fieles divorciados vueltos a casar, el escándalo, entendido como una acción que incita a otros a la maldad, afecta al mismo tiempo tanto al sacramento de la Eucaristía como a la indisolubilidad del matrimonio. Ese escándalo existe aunque tal comportamiento, lamentablemente, ya no suscita sorpresa: de hecho, es precisamente con respecto a la deformación de la conciencia que se hace más necesario que los pastores actúen, con tanta paciencia como firmeza”
22. Reiteramos firmemente la verdad de que la certeza subjetiva en la conciencia sobre la invalidez de un matrimonio anterior por parte de divorciados que han intentado un matrimonio civil (aunque la Iglesia todavía considera válido su matrimonio anterior) nunca es suficiente, por sí sola, para excusar a uno de la pecado material de adulterio, o permitir que uno ignore la evaluación canónica y las consecuencias sacramentales de vivir como un pecador público.
“La convicción errónea de una persona divorciada que se ha vuelto a casar de que puede recibir la Sagrada Comunión presupone normalmente que la conciencia personal se considera, en última instancia, capaz, sobre la base de las propias convicciones (cf. Encíclica
Veritatis splendor, 55),
por venir a una decisión sobre la existencia o ausencia de un matrimonio anterior y el valor de la nueva unión. Sin embargo, tal posición es inadmisible (cf. Código de Derecho Canónico, can. 1085 § 2).
El matrimonio, de hecho, porque es tanto la imagen de la relación conyugal entre Cristo y su Iglesia como el núcleo fundamental y un factor importante en la vida de la sociedad civil, es esencialmente una realidad pública ... Así, el juicio de conciencia de la propia situación conyugal no se refiere sólo a la relación inmediata entre el hombre y Dios, como si se pudiera prescindir de la mediación de la Iglesia, eso también incluye leyes canónicas vinculantes en la conciencia. No reconocer este aspecto esencial significaría de hecho negar que el matrimonio es una realidad de la Iglesia, es decir, un sacramento” (Congregación para la Doctrina de la Fe,
Comunión de los fieles divorciados vueltos a casar, Sept. 14, 1994, n° 7-8).
23. Reiteramos firmemente la verdad de que “el Bautismo y la Penitencia son como medicinas purgantes, dadas para quitar la fiebre del pecado, mientras que este sacramento [la Sagrada Eucaristía] es una medicina dada para fortalecer, y no debe darse sino a quienes están libres del pecado” (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 80, a.4, ad 2). Aquellos que reciben la Sagrada Eucaristía, de hecho participan del Cuerpo y la Sangre de Cristo y deben ser dignos de hacerlo estando en estado de gracia. Los divorciados que han intentado un matrimonio civil y, por lo tanto, llevan un estilo de vida objetivo y públicamente pecaminoso, corren el riesgo de cometer un sacrilegio al recibir la Sagrada Comunión. Para ellos, la Sagrada Comunión no sería una medicina sino un veneno espiritual. Si un celebrante acepta su indigna Comunión, o no cree en la Presencia Real de Cristo,
“Hay que recordar que la 'Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales, eso es propio del Sacramento de la Reconciliación. La Eucaristía es propiamente el sacramento de quienes están en plena comunión con la Iglesia'” (Sagrada Congregación para la Liturgia y la disciplina de los Sacramentos, Circular sobre la integridad del Sacramento de la Penitencia, 20 de marzo de 2000, n. 9).
“La prohibición [de dar la Eucaristía a los pecadores públicos] que se encuentra en el citado canon [can. 915], por su naturaleza, se deriva de la ley divina y trasciende el dominio de las leyes eclesiásticas positivas: estas últimas no pueden introducir cambios legislativos que se opongan a la doctrina de la Iglesia. El texto de las Escrituras en el que siempre se ha apoyado la tradición eclesial es el de San Pablo: «Esto significa que quien come el pan o bebe la copa del Señor peca indignamente contra el cuerpo y la sangre del Señor. Un hombre debe examinarse a sí mismo primero, solo entonces debe comer del pan y beber de la copa. El que come y bebe sin reconocer el cuerpo, come y bebe se juzga a sí mismo” (1 Cor. 11:27)… Cualquier interpretación del can. 915 que se opondría al contenido sustancial del canon, como lo ha declarado ininterrumpidamente el Magisterio y la disciplina de la Iglesia a lo largo de los siglos, es claramente engañoso. No se puede confundir el respeto a la redacción de la ley (cfr. Can. 17) con el uso indebido de la misma redacción como instrumento para relativizar los preceptos o vaciarlos de su sustancia. La frase "y otros que persisten obstinadamente en pecado grave manifiesto" es clara y debe entenderse de una manera que no desvirtúe su sentido para hacer inaplicable la norma. Las tres condiciones requeridas son: a) pecado grave, entendido objetivamente, siendo que el ministro de Comunión no podrá juzgar por imputabilidad subjetiva; b) perseverancia obstinada, lo que significa la existencia de una situación objetiva de pecado que perdura en el tiempo y que la voluntad de cada uno de los fieles no acaba, no siendo necesarios otros requisitos (actitud de desafío, advertencia previa, etc.) para establecer la gravedad fundamental de la situación en la Iglesia; c) el carácter manifiesto de la situación de pecado habitual grave.
No se consideraría en situación de pecado habitual grave aquellos fieles divorciados vueltos a casar que no pudieran, por motivos graves —como, por ejemplo, la crianza de los hijos— 'satisfacer la obligación de separación , asumiendo la tarea de vivir en plena continencia, es decir, absteniéndose de los actos propios de los cónyuges” (
Familiaris consortio, n. 84),
y que en base a esa intención han recibido el sacramento de la Penitencia. Dado que el hecho de que estos fieles no vivan más uxorio es per se oculto, mientras que su condición de divorciados vueltos a casar es per se manifiesta, podrán recibir la Comunión Eucarística sólo remoto escándalo…. Sin embargo, en aquellas situaciones en las que estas medidas cautelares no hayan surtido efecto o en las que no hayan sido posibles, el ministro de la Comunión debe negarse a distribuirla a quienes son públicamente indignos. Deben hacerlo con extrema caridad, y deben buscar el momento oportuno para explicar las razones que requirieron la negativa. Sin embargo, deben hacerlo con firmeza, conscientes del valor que estos signos de fuerza tienen para el bien de la Iglesia y de las almas…. Teniendo en cuenta la naturaleza de la norma antes citada (cfr. N. 1),
ninguna autoridad eclesiástica podrá dispensar al ministro de la Sagrada Comunión de esta obligación en ningún caso, ni podrá emanar directivas que la contradigan” (Pontificio Consejo para los Legislativos Textos,
Comunión de los fieles divorciados vueltos a casar, nn. 1-4)
24. Reiteramos con firmeza la verdad de que, según la lógica del Evangelio, los hombres que mueren en estado de pecado mortal, sin reconciliarse con Dios, están condenados al infierno para siempre. En los Evangelios, Jesús habla con frecuencia del peligro de la condenación eterna.
“Si [los fieles católicos]
además no responden a esa gracia en pensamiento, palabra y obra, no sólo no serán salvos sino que serán juzgados con mayor severidad” (Concilio Vaticano II,
Lumen gentium, 21 de noviembre de 1964, n. 14).
“El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana, como lo es el amor mismo. Resulta en la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es redimido por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del reino de Cristo y la muerte eterna del infierno, porque nuestra libertad tiene el poder de tomar decisiones para siempre, sin vuelta atrás. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí mismo una falta grave, debemos confiar el juicio de las personas a la justicia y misericordia de Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1861).
VI. Sobre la actitud materna y pastoral de la Iglesia
25. Reiteramos firmemente la verdad de que la enseñanza clara de la verdad es una obra eminente de misericordia y caridad, porque la primera tarea salvadora de los Apóstoles y sus sucesores es obedecer el solemne mandamiento del Salvador: “Id, pues, y haced discípulos de todos naciones… enseñándoles que guarden todo lo que yo os he mandado” (Mateo 28: 19-20).
“La doctrina católica nos dice que el deber primordial de la caridad no radica en la tolerancia de ideas falsas, por sinceras que sean, ni en la indiferencia teórica o práctica hacia los errores y vicios en los que vemos hundidos a nuestros hermanos, sino en la celo por su mejora intelectual y moral, así como por su bienestar material…. Cualquier otro amor es pura ilusión, estéril y fugaz” (Pío X, Encíclica
Notre charge Apostolique, 15 de agosto de 1910).
“La Iglesia es siempre la misma y permanece inmutable según la voluntad de Cristo y la verdadera tradición que la perfeccionó” (Pablo VI, Homilía, 28 de octubre de 1965).
“Es una destacada manifestación de caridad hacia las almas no omitir nada de la doctrina salvadora de Cristo; pero esto debe ir siempre unido a la tolerancia y la caridad, como lo demostró Cristo mismo en sus conversaciones y tratos con los hombres. Porque cuando vino, no para juzgar, sino para salvar al mundo, ¿no fue amargamente severo con el pecado, sino paciente y abundante en misericordia para con los pecadores?” (Pablo VI, Enc.
Humanae vitae, 25 de julio de 1968, n. 29).
“La doctrina de la Iglesia, y en particular su firmeza en la defensa de la vigencia universal y permanente de los preceptos que prohíben los actos intrínsecamente perversos, no es infrecuente que se vea como signo de una intransigencia intolerable, sobre todo frente a las situaciones de enorme complejidad y conflictividad presentes en la vida moral de los individuos y de la sociedad actual; se dice que esta intransigencia contrasta con la maternidad de la Iglesia. Se oye que la Iglesia carece de comprensión y compasión. Pero la maternidad de la Iglesia nunca puede separarse de su misión docente, que debe cumplir siempre como Esposa fiel de Cristo, que es la Verdad en persona. Como Maestra, ella no se cansa nunca de proclamar la norma moral ... La Iglesia no es en modo alguno la autora o el árbitro de esta norma.
26. Reiteramos con firmeza la verdad de que la imposibilidad de dar la absolución y la Sagrada Comunión a los católicos que viven manifiestamente en un estado objetivo de pecado grave, como los que conviven, o los divorciados que han intentado un matrimonio civil, se deriva del cuidado maternal de la Iglesia, ya que Ella no es la dueña de los sacramentos, sino la “fiel administradora de los misterios de Dios” (1 Cor. 4: 1).
“Como maestros y custodios de la verdad salvífica de la Eucaristía, debemos preservar siempre y en todas partes este sentido y esta dimensión del encuentro sacramental y de la intimidad con Cristo ... Debemos cuidar siempre que este gran encuentro con Cristo en la Eucaristía no convertido en un mero hábito, y que no lo recibimos indignamente, es decir, en estado de pecado mortal ... No podemos, ni por un momento, olvidar que la Eucaristía es un bien especial de toda la Iglesia. Es el mayor don en el orden de la gracia y del sacramento que el divino Esposo ha ofrecido y ofrece sin cesar a su Esposo. Y precisamente porque se trata de un don así, todos debemos, con espíritu de profunda fe, dejarnos guiar por un sentido de responsabilidad verdaderamente cristiana. … La Eucaristía es un bien común de toda la Iglesia como sacramento de su unidad. Por tanto, la Iglesia tiene el deber estricto de precisar todo lo que concierne a la participación en ella y su celebración” (Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 24 de febrero de 1980, n° 4-12).
“Esto no significa que la Iglesia no se tome en serio la situación de estos fieles, que además no están excluidos de la comunión eclesial. Ella se preocupa de acompañarlos pastoralmente e invitarlos a participar de la vida de la Iglesia en la medida que sea compatible con las disposiciones de la ley divina, de las que la Iglesia no tiene poder para dispensar” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Comunión de los divorciados vueltos a casar, 14 de septiembre de 1994, n. 6).
“En la acción pastoral hay que hacer todo lo posible para que se entienda que no se trata de una discriminación, sino de una fidelidad absoluta a la voluntad de Cristo que nos ha restaurado y confiado de nuevo la indisolubilidad del matrimonio como don del Creador. Será necesario que los pastores y la comunidad de los fieles sufran y amen solidariamente a las personas interesadas para que reconozcan en su carga el dulce yugo y la ligera carga de Jesús. Su carga no es dulce y liviana en el sentido de pequeña o insignificante, sino que se vuelve liviana porque el Señor, y con él toda la Iglesia, la comparte. Es tarea de la acción pastoral, que debe realizarse con total entrega, ofrecer esta ayuda, fundada en la verdad y en el amor juntos” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Comunión de los divorciados vueltos a casar, 14 de septiembre de 1994, n. 10).
“A lo largo de los siglos, la celebración del sacramento de la Penitencia se ha desarrollado en diferentes formas, pero siempre ha mantenido la misma estructura básica: implica necesariamente no sólo la acción del ministro, sólo un obispo o sacerdote, que juzga y absuelve, cuida y cura en nombre de Cristo, pero también las acciones del penitente: contrición, confesión y satisfacción” (Juan Pablo II,
Misericordia Dei, 7 de abril de 2002, proemio).
VII. Sobre la validez universal del magisterio constante de la Iglesia
27. Reiteramos firmemente la verdad de que las cuestiones doctrinales, morales y pastorales relativas a los sacramentos de la Eucaristía, la Penitencia y el Matrimonio serán resueltas por intervenciones del Magisterio y, por su propia naturaleza, excluyen interpretaciones contradictorias de esa enseñanza, o el dibujo de sustancialmente diversas consecuencias prácticas de la misma sobre la base de que cada país o región puede buscar soluciones más adaptadas a su cultura y sensibles a su tradición y necesidades locales.
“El principio subyacente de estas nuevas opiniones es que, para atraer más fácilmente a los que difieren de ella, la Iglesia debe moldear sus enseñanzas más de acuerdo con el espíritu de la época y relajar algo de su antigua severidad y hacer algunas concesiones a nuevas opiniones. Muchos piensan que estas concesiones deben hacerse no sólo en lo que respecta a los modos de vida, sino también a las doctrinas que pertenecen al depósito de la fe. Sostienen que sería oportuno, para ganar a quienes difieren de nosotros, omitir algunos puntos de su enseñanza que son de menor importancia y atenuar el sentido que la Iglesia siempre les ha dado. No se necesitan muchas palabras, amado hijo, para probar la falsedad de estas ideas si se recuerda la naturaleza y el origen de la doctrina que propone la Iglesia. El Concilio Vaticano [Constitutio de Fide Catholica, cap. IV] dice sobre este punto: 'Porque la doctrina de la fe que Dios ha revelado no ha sido propuesta, como una invención filosófica para ser perfeccionada por el ingenio humano, sino que ha sido entregada como depósito divino a la Esposa de Cristo para ser fielmente guardada e infaliblemente declarado. De ahí que se mantenga perpetuamente el sentido de los dogmas sagrados que nuestra Santa Madre, la Iglesia, ha declarado una vez, ni se podrá apartar jamás ese sentido bajo el pretexto o el pretexto de una comprensión más profunda de ellos'” (León XIII), Encíclica Testem benevolentiae, 22 de enero de 1899)
“Uno de los deberes primordiales del Oficio Apostólico es refutar y condenar doctrinas erróneas y oponerse a las leyes civiles que están en conflicto con la Ley de Dios, y así evitar que la humanidad provoque su propia destrucción” (Pío X, Discurso del Consistorio, 9 de noviembre de 1903).
“La Iglesia, columna y baluarte de la verdad, ha recibido de los apóstoles este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora. A la Iglesia pertenece el derecho siempre y en todo lugar de anunciar los principios morales, incluidos los pertenecientes al orden social, y de emitir juicios sobre cualquier asunto humano en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas'” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2032).
“Es de suma importancia que tanto en la teología moral como en la dogmática todos obedezcan al magisterio de la Iglesia y hablen como a una sola voz” (Pablo VI, Enc.
Humanae vitae, 25 de julio de 1968, n. 28).
“Corresponde al Magisterio universal, en fidelidad a la Sagrada Escritura y la Tradición, enseñar e interpretar auténticamente el depositum fidei. Con respecto a las nuevas propuestas pastorales antes mencionadas, esta Congregación se considera obligada, por tanto, a recordar la doctrina y la disciplina de la Iglesia en esta materia” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Comunión de los divorciados vueltos a casar, 14 de septiembre de 1994, n. 4).
VIII. La voz siempre joven de los Padres de la Iglesia
“Sucede que, mientras [los pastores de almas] se deleitan en ser empujados por los tumultos del mundo, ignoran las cosas que están dentro, que deberían haber enseñado a otros. Y por esta causa indudablemente, la vida también de sus súbditos está entumecida…. Porque cuando la cabeza languidece, los miembros no prosperan; y es en vano que un ejército siga rápidamente en persecución de enemigos si el mismo líder de la marcha se equivoca. Ninguna exhortación sostiene la mente de los súbditos, y ninguna reprensión castiga sus faltas…. Los súbditos son incapaces de captar la luz de la verdad, porque, mientras que las actividades terrenales ocupan la mente del pastor, el polvo, impulsado por el viento de la tentación, ciega los ojos de la Iglesia” (San Gregorio Magno, Regula pastoralis, II, 7).
“Incluso la penitencia misma, cuando por la ley de la Iglesia hay razón suficiente para que se lleve a cabo, con frecuencia se elude por enfermedad; porque la vergüenza es el miedo a perder el placer cuando la buena opinión de los hombres da más placer que la justicia que lleva al hombre a humillarse en la penitencia. Por tanto, la misericordia de Dios es necesaria no sólo cuando un hombre se arrepiente, sino también para llevarlo al arrepentimiento” (San Agustín, Enchiridion de fide, spe et caritate, 82).
“El arrepentimiento es la renovación del bautismo. El arrepentimiento es un contrato con Dios para una segunda vida. Un penitente es un comprador de humildad. El arrepentimiento es una reflexión que condena a uno mismo y un autocuidado despreocupado. El arrepentimiento es hijo de la esperanza y la renuncia a la desesperación. Un penitente es un convicto no deshonrado. El arrepentimiento es reconciliación con el Señor mediante la práctica de buenas obras contrarias a los pecados. El arrepentimiento es purificación de conciencia. El arrepentimiento levanta a los caídos, el duelo llama a la puerta del cielo, y la santa humildad la abre” (San Juan Clímaco, Scala paradisi, 25).
Conclusión
Mientras nuestro mundo neopagano lanza un ataque general contra la institución divina del matrimonio, y las plagas del divorcio y la depravación sexual se extienden por todas partes, incluso dentro de la vida de la Iglesia, nosotros, los obispos, sacerdotes y fieles católicos abajo firmantes, lo consideramos nuestro deber y privilegio de declarar, con una sola voz, nuestra fidelidad a las enseñanzas inmutables de la Iglesia sobre el matrimonio y a Su disciplina ininterrumpida, tal como las recibió de los Apóstoles. De hecho, solo la claridad de la verdad hará libres a las personas (Juan 8: 32) y les permitirá encontrar el verdadero gozo del amor, viviendo una vida de acuerdo con la voluntad sabia y salvadora de Dios, en otras palabras, evitando el pecado, como pidió maternalmente Nuestra Señora en Fátima, en 1917.
29 de agosto de 2016, fiesta de la decapitación de Juan el Bautista (martirizado por defender la verdad sobre el matrimonio)