Por Sandro Magister
En un Vaticano acostumbrado a la predicación nítida del papa Joseph Ratzinger, con la verdad de las cosas celestiales y terrenales talladas cada vez con un fino cincel, las diez páginas de dudas, hipótesis y “áreas grises” del cardenal Carlo Maria Martini en diálogo con el bioeticista Ignazio Marino publicado en la edición de la semana pasada de “L'espresso” vino como el manifiesto de un antipapa.
Contra el papa actual. Y también contra su predecesor, Juan Pablo II, quien vinculó su Evangelium Vitae con los temas de la bioética, el nacimiento y la muerte, los temas de los comentarios del cardenal Martini.
También hay quienes en la jerarquía de la Iglesia ven a Martini como un “profeta” por las mismas razones. Luigi Bettazzi, uno de los obispos vivos que participó en el Concilio Vaticano II, dice: “Martini sabe que ha llegado el momento adecuado para decir las cosas que ha dicho. Antes del Concilio, el fin principal del matrimonio cristiano era la procreación. Pero hoy, la doctrina oficial de la Iglesia pone el amor en primer lugar. Es lo mismo para la bioética. Martini ha despejado el camino, y el cambio llegará. El clero y el pueblo cristianos ya están de su parte. Están aprendiendo de él cómo conectar la fe con la vida práctica”.
En un Vaticano acostumbrado a la predicación nítida del papa Joseph Ratzinger, con la verdad de las cosas celestiales y terrenales talladas cada vez con un fino cincel, las diez páginas de dudas, hipótesis y “áreas grises” del cardenal Carlo Maria Martini en diálogo con el bioeticista Ignazio Marino publicado en la edición de la semana pasada de “L'espresso” vino como el manifiesto de un antipapa.
Contra el papa actual. Y también contra su predecesor, Juan Pablo II, quien vinculó su Evangelium Vitae con los temas de la bioética, el nacimiento y la muerte, los temas de los comentarios del cardenal Martini.
También hay quienes en la jerarquía de la Iglesia ven a Martini como un “profeta” por las mismas razones. Luigi Bettazzi, uno de los obispos vivos que participó en el Concilio Vaticano II, dice: “Martini sabe que ha llegado el momento adecuado para decir las cosas que ha dicho. Antes del Concilio, el fin principal del matrimonio cristiano era la procreación. Pero hoy, la doctrina oficial de la Iglesia pone el amor en primer lugar. Es lo mismo para la bioética. Martini ha despejado el camino, y el cambio llegará. El clero y el pueblo cristianos ya están de su parte. Están aprendiendo de él cómo conectar la fe con la vida práctica”.
Pero mientras tanto, bajo el reinado de Benedicto XVI, es la Congregación para la Doctrina de la Fe la que vela por la enseñanza de la Iglesia universal. Ratzinger fue prefecto allí durante veinticinco años y todavía lo gobierna hoy. “Así que ahora el caballo de Troya ha sido traído a la ciudad”, dice una de las figuras más importantes de la congregación, con “L'espresso” abierto sobre la mesa. “A primera vista, algunas de las expresiones de apertura del cardenal Martini parecen buenas y dignas de ser respaldadas. Pero ocultan efectos devastadores”.
La congregación está estudiando un documento sobre el uso del condón. Benedicto XVI lo puso personalmente en la agenda hace meses, después de que algunos de los cardenales admitieran el uso del preservativo en un caso concreto: como protección de un cónyuge enfermo de sida. En este sentido hicieron declaraciones los arzobispos de Bruselas, Godfried Danneels, y de Westminster, Cormac Murphy-O'Connor, y los cardenales de la curia Javier Lozano Barragán, presidente del consejo pontificio para la pastoral de los enfermos, y Georges Cottier, el teólogo oficial de la casa pontificia con Juan Pablo II. Ahora Martini se ha unido a ellos.
“El preservativo es una solución falsa”, prosigue el responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe. “En los ABC de la batalla contra el SIDA –Abstinencia, Ser fiel, Preservativo–, los dos primeros, castidad y fidelidad conyugal, son válidos para la Iglesia. Pero no el tercero. La C no debe representar Condon, sino Cura, una cura para la enfermedad. La enseñanza pública y la acción de la Iglesia deberían respaldar este punto. Los casos concretos, la comprensión y la compasión son para el confesor y el misionero”.
En efecto, el mismo cardenal Martini coincidió en “L'espresso” en que no corresponde a las autoridades de la Iglesia apoyar públicamente el uso del preservativo, por “el riesgo de promover una actitud irresponsable”. Pero los comentarios que más irritaron al liderazgo de la Iglesia son otros. “Basta con leer el Catecismo de la Iglesia Católica para identificar los puntos firmes de los que parte Martini”, dice el responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Uno de estos primeros puntos es el pleno respeto a toda vida humana “desde su concepción”, desde sus primeros momentos.
Fue a esta primera fase que la Pontificia Academia para la Vida dedicó un congreso de estudio los pasados 27 y 28 de febrero, con científicos de todos los continentes reunidos en el Vaticano. El documento final decía que “el momento que marca el inicio de la existencia de un nuevo ser humano está representado por la penetración del espermatozoide en el ovocito”. Benedicto XVI visitó a los participantes del congreso y les dijo que “el amor de Dios no distingue entre el niño recién concebido aún en el vientre de su madre y el bebé, o el joven, o el adulto o el anciano. No distingue, porque en cada uno de ellos ve la huella de su propia imagen y semejanza. Este amor ilimitado y casi incomprensible de Dios por el hombre revela hasta qué punto la persona humana es digna de ser amada por sí misma, independientemente de cualquier otra consideración: inteligencia, belleza, juventud o bienestar físico”.
El hecho de que el cardenal Martini ignorara todo esto en “L'espresso”, e incluso dijera que en las primeras horas después de la fecundación “todavía no aparece ningún signo de vida individualmente distinguible”, fue visto como un acto de rendición a lo que Juan Pablo II definió como la moderna “cultura de la muerte”.
Hasta ahora, muy pocos de los funcionarios de alto nivel de la Iglesia han respondido públicamente a Martini. El obispo Elio Sgreccia, presidente de la Academia para la Vida y máximo bioético vaticano, declaró que “en el Vaticano no consideramos necesario hacer una polémica por algo que no lo amerita”. Reconoció la “inspiración pastoral y evangélica” de Martini, pero también lo criticó, además por aprobar el uso del ovocito justo después de la fecundación, al admitir como permisible la fecundación artificial, pasando por alto que “la donación de sí mismo en el acto conyugal es un elemento esencial de la unión procreadora de los cónyuges, sin el cual pierde su “plenitud antropológica”.
Además, Sgreccia recordó a Martini que “su teoría” sobre el ovocito fecundado “no es compartida por muchos embriólogos”. Y en efecto, cuando el Comité Nacional de Bioética en Italia examinó este tema en julio de 2005, se dividió 26 contra 12. Con la mayoría estaban Sgreccia y otros eruditos católicos y seculares, todos a favor de la inviolabilidad del óvulo fertilizado de el primer momento. Con la minoría estaba Carlo Flamigni, que quería añadir al documento final sus propios comentarios muy polémicos sobre la Iglesia. La posición de esta minoría es la que expresaron tanto el cardenal Martini como el profesor Marino en su diálogo en “L'espresso”.
La conferencia episcopal italiana, CEI, en la que Martini, aunque ausente desde hace dos años, ha sido el invitado de piedra en oposición al cardenal presidente Camillo Ruini, ha optado por el silencio. Ruini, captado de cerca el viernes 21 de abril, cuando “L'espresso” llevaba algunas horas en los quioscos, apartó bruscamente el micrófono. El único funcionario de la CEI que se ha expresado públicamente es el obispo Dante Lafranconi, cuya entrevista se reproduce a continuación.
Pero las chispas vuelan en privado. Y para desandar las críticas que cardenales y obispos están dirigiendo contra Martini, pero que no quieren proponer personalmente y en voz alta, hay que seguir un camino un tanto tortuoso.
Hay una editorialista de “Avvenire”, por ejemplo, Lucetta Scaraffia, historiadora y feminista seguidora de la bioética desde hace años: acusa a Martini de abordar problemas de vida y muerte que son centrales en nuestro tiempo “con el modo reduccionista y casuista de razonamiento que ha representado el estereotipo negativo de los jesuitas desde la época de Pascal”.
Otro editorialista de “Avvenire” es Pietro De Marco, profesor de la universidad de Florencia y de la facultad de teología del centro de Italia: acusa al cardenal de “suavizar la realidad” en lugar de someterla a crítica, con “el efecto de que toda división basada en valores se juzgue infundada por innecesaria, e innecesaria por infundada”.
Pero ni Lucetta Scaraffia ni Pietro De Marco escribirán jamás estas líneas en el diario de la CEI. Los publicarán en otro lugar –De Marco en esta misma página web, abajo– aunque saben que reflejan opiniones firmemente asentadas en las altas esferas de la Iglesia.
En el cuerpo de la Iglesia organizada, el ámbito que más se ha sentido herido por el diálogo entre Martini y Marino es el del Movimiento por la Vida. Duele que el cardenal haya pasado en silencio sobre el trabajo que el Movimiento realiza para dar a luz, ayudando a sus madres, niños destinados de otro modo al aborto, ocho mil de ellos en Italia en 2005.
Paolo Sorbi, sociólogo, ex militante de los levantamientos sociales de 1968, ex militante del partido comunista y hoy presidente del Movimiento por la Vida en Milán, antigua archidiócesis de Martini, ve en el texto publicado en “L'espresso” la señal de “una rendición a la modernidad, como si ya hubiera vencido”.
Y lanza esta invitación al cardenal: “Ven a pasar dos días en un Centro de Ayuda para la Vida. Te sorprenderá ver como muchas mujeres, la mayoría inmigrantes, encuentran una maternidad y una vida felices, apoyadas por la generosidad de tantos voluntarios. Pero, ¿cómo piensa el cardenal que el referéndum del 12 de junio de 2005 sobre la fecundación artificial fue derrotado en Italia? Con un enorme consenso popular por la vida, construido a lo largo de veinte años y finalmente sacado a la luz. También aquí reside el modelo italiano de la nueva evangelización”.
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El texto completo del “Diálogo sobre la vida” entre el cardenal Carlo Maria Martini y el profesor Ignazio Marino, publicado en el número 16, 2006 de “L'espresso”:
¿Cuándo comienza la vida? El cardenal Martini responde
Los síes y noes del obispo Lafranconi
Dante Lafranconi, obispo de Cremona, ha presidido la comisión para la familia y la vida de la Conferencia Episcopal Italiana y es miembro de la Comisión para la Doctrina de la Fe. La pasada Pascua, autorizó a sus sacerdotes a absolver de la excomunión -acto normalmente reservado al obispo- a quienes confesaran haber abortado.
“Aprecio”, dice, “la disposición al diálogo y la humildad del cardenal Carlo Maria Martini al juzgar las 'áreas grises' en las que no se sabe lo que es bueno y lo que es malo. Estoy de acuerdo con él en casi todo, excepto en dos puntos”.
P: ¿Cuál es el primero?
R: “Es cuando Martini admite que el ovocito podría ser utilizado en la etapa de dos pronúcleos. En realidad, se trata de un óvulo ya fecundado. Y la fecundación es el inicio de un proceso vital continuo en el que es difícil identificar saltos cualitativos sustanciales. Entonces, en caso de duda, uno debe ir a lo seguro y evitar utilizar o manipular al nuevo ser. La mayoría del Comité Italiano de Bioética también llegó a esta conclusión, que es la más cercana a las posiciones de la Iglesia”.
P: ¿Y el segundo punto de desacuerdo?
R: “Es donde Martini pone en el mismo plano la fecundación heteróloga, con espermatozoide u óvulo ajeno a la pareja, y las diversas formas de adopción. El hecho de que un hijo sea confiado a padres que no son los suyos y establezca con ellos una buena relación afectiva lleva al cardenal a no excluir a priori la admisibilidad de la fecundación heteróloga. Pero este es un paso injustificado”.
P: ¿Por qué?
R: “Porque la adopción implica un hijo que ya existe y al que se quiere acoger, mientras que la fecundación heteróloga da lugar a una nueva vida ya prevista, desde el principio, para tener un padre extraño”.
P: Otro punto polémico es el preservativo como “mal menor”.
R: “El cardenal Martini describe un caso específico, el de una pareja casada en la que uno de los cónyuges está enfermo de SIDA. Es un caso en el que generalmente se admite en la práctica pastoral el uso del preservativo como protección contra el contagio. Pero el cardenal comenta, muy oportunamente, que la Iglesia hace bien en insistir públicamente en la fidelidad y la castidad conyugales”.
P: ¿Vicios privados y virtudes públicas?
R: “Al examinar casos concretos, el cardenal Martini tiene la capacidad de aplicar normas universales y hacerlas más comprensibles para el público en general, cuando no siempre se entienden por sí mismas. Pero también existe el peligro opuesto”.
P: ¿Cuál es?
R: “Eso de pensar, por ejemplo, que ahora la Iglesia permitiría siempre el uso del preservativo. O de malentendido cuando el cardenal dice que la 'dignidad humana' vale más que la vida física. Martini es muy claro al subrayar el rechazo al aborto y a la eutanasia. Pero 'dignidad' también es una palabra de moda para aquellos que quieren legitimar la llamada 'buena muerte'”.
“Así es la vida”. Sobre el diálogo Marino-Martini
Por Pietro De Marco
La cultura –o civilización– de la muerte, como la llamó Juan Pablo II, juega en el contexto del diálogo entre el cardenal Carlo Maria Martini y el profesor Ignazio Marino, del Jefferson Medical College de Filadelfia. Pero los dos eminentes interlocutores conversan como si este telón de fondo omnipresente fuera un teatro inocuo de títeres de sombras.
Ambos discuten la vida y la muerte expresando la esperanza de que terminen los enfrentamientos “sobre la base de principios abstractos y generales”. En más de una ocasión, el cardenal se refiere a “áreas grises” –por ejemplo, la relativa al destino de los embriones extra congelados– que impiden emitir juicios y decisiones claras, y llama a la Iglesia a formar conciencias para “el discernimiento de la mejor elección en cada situación”.
Pero la cultura de la muerte no tiene dificultad en decidirse en las zonas grises. En realidad, ni siquiera tiene áreas grises. La armonización de la voluntad y la tecnología, una correspondencia cada vez más realizable entre la realidad y el deseo individual, es lo que encuentra satisfactorio y gratificante.
En este contexto, ¿cuál es el sentido preciso de la esperanza que expresa el cardenal de “un diálogo que no parta de preconceptos o posiciones prejuiciosas”? Una premisa de este tipo parece casi reprender las premisas de la antropología cristiana por ser lo que son, principios a los que hay que remitirse, fundamentos objetivos para el discernimiento y el juicio. ¿Quién se beneficia de tal reproche? Lo que no se benefició de ello, sobre todo, fue el diálogo entre nuestros dos interlocutores.
Ignazio Marino se anticipó al cardenal al proponer “identificar puntos comunes, en lugar de división [contra] contrastes simplistas y lógicas egoístas que no traen ventajas, sino que solo crean fracturas en la sociedad”: en Italia, esta no es una forma inusual para los círculos “ilustrados” para pensar la discusión de la bioética. Declarándose “totalmente de acuerdo sobre las premisas”, el cardenal se muestra inmediatamente demasiado conciliador con su interlocutor.
Por ejemplo, el profesor proclama su certeza de que el “progreso científico” ha “revolucionado la relación de la persona humana con la vida”. Tomada en su sentido estricto, tal afirmación parece infundada. La tecnología sí ha revolucionado las posibilidades del hombre, pero no su visión fundamental de la vida y la muerte, la enfermedad y la salud, enraizada en la antropología occidental-cristiana y condición de nuestra capacidad misma para evaluar la tecnología biológica; de hecho, la condición “sine qua non” para la posibilidad del diálogo Marino-Martini, y para su carácter razonado.
A esta conciencia autocrítica le falta la amena conversación entre ambos. El cardenal parece demasiado tentado por una interpretación mitigada de las cosas –perfecto ejemplo de ello son las fórmulas eufemísticas sobre el aborto–, en consonancia con una propensión incorregible por parte de los círculos católicos “pro-diálogo”, de los que siempre ha sido un punto de referencia.
El cardenal admite, naturalmente, la existencia de un conflicto de valores, por ejemplo cuando subraya la incompatibilidad entre la libertad en los medios de procreación y la imposibilidad de poner embriones a disposición de persona alguna. Pero es de temer que la proclama según la cual lo importante es “no crear divisiones innecesarias” pueda producir el efecto de que toda división basada en valores se juzgue infundada porque es innecesaria, e innecesaria porque es infundada.
Suavizar los términos de un desacuerdo radical a menudo se deriva de un “eclipse de la realidad”, según la famosa fórmula y evaluación de Eric Voegelin. Dos ejemplos: el destino de los embriones congelados y el aborto.
En el primer caso, el cardenal parece ceder al encanto de la fórmula “siempre es mejor favorecer la vida”, y ciertamente se le escapa que ese es el argumento que siempre se dirige contra la enseñanza del magisterio católico, y en Italia contra la ley 40 de 2004, por los promotores de la procreación médicamente asistida.
Para ellos, en efecto, las prohibiciones legales impedirían a las parejas o a las personas solteras procrear cuando quisieran, según derechos fundamentales de libertad negativa; pero en la medida en que impiden la generación de nueva vida, se supone que estas prohibiciones también contradicen la promoción cristiana de la vida. Pero durante las discusiones sobre la fertilización artificial, ¿no se ha dicho lo suficiente que la protección de la vida existente es una cosa y el deseo sin principios de generarla es otra? ¿Y no se hubiera advertido que el pretexto de los derechos de procreación no está realmente ordenado a la vida de otro, porque junto a la afirmación de los derechos de procreación aparece el igual y complementario derecho de suprimir sin límites la propia vida imperfecta y la de los demás con la eutanasia? Esta voluntad no puede situarse dentro del orden del amor, como parece decir el cardenal Martini por generosidad. Aquí es el amor propio agustiniano el que prevalece.
Y entonces, pensar en favorecer la vida asignando embriones allí donde se desee procrear de cualquier manera es una solución caritativa sólo en apariencia. Tal práctica no quedaría circunscrita a “la solución que permite el florecimiento de una vida”, porque faltaría doblemente a la justicia: por una parte, con respecto a los embriones que seguirían produciéndose sin escrúpulos en número excesivo y con cualquier fin, y congelándose con el pretexto de que en cualquier caso siempre se puede encontrar un útero donde implantarlos; y por otra, con respecto a los embriones llevados a la madurez en virtud de una lotería que los asigna intencionadamente a “familias” monoparentales, contra toda prudencia y contra el derecho del niño por nacer. Todo ello contribuye a procesos de extrema gravedad que están en marcha: desde la habituación social a la paternidad atípica, pasando por el desorden generacional y demográfico sistemáticamente diseñado, hasta el reforzamiento de ideologías nihilistas que se expresan con la pretensión de derechos subjetivos ilimitados en el terreno antropológico por excelencia.
El destino de los embriones conservados en los laboratorios es un problema grave. Pero la solución no puede ser la de los caritativos “dárselos a los que los necesitan”, a médicos y biólogos, como si se tratara de una relación entre el excedente y la pobreza, sin importar las consecuencias. En el asunto de confiar embriones a mujeres solteras, el cardenal Martini parece menos cauteloso que su interlocutor. Sostiene que los problemas de los diferentes tipos de padres después de la fertilización heteróloga con esperma u óvulo de fuera de la pareja son análogos a los de la adopción y pueden superarse. Agrega que prefiere la donación de estos embriones a una sola mujer antes que su destrucción. Afortunadamente, rechaza con firmeza y claridad la idea de utilizar embriones para la investigación.
En cuanto a las consideraciones del cardenal sobre el aborto, parecen casi una falta de respeto hacia quienes han luchado en este frente durante décadas, y no sólo en el mundo cristiano.
De hecho, claramente no es cierto, además de ser poco realista, que un estado democrático moderno “se esfuerce” por disminuir el número de abortos y sus causas. Para las democracias liberales, que han sido intrínsecamente amorales en sus tendencias recientes, el aborto no es un problema relegado a la esfera privada; cobra relevancia sólo en caso de emergencia demográfica. La cacareada reducción del número de abortos en Italia se debe, no a la ley 194 de 1978, que en gran medida no se aplica en sus posibles restricciones a la práctica del aborto, sino a una combinación de al menos dos causas: el uso generalizado del control de la natalidad , y, ante el reducido número de embarazos no deseados, la presión moral que la Iglesia Católica ejerce tenazmente sobre las conciencias. El cardenal, en efecto, habla sólo de la reducción de los abortos clandestinos; pero el profesor Marino no lo hace, con el resultado de ser una discusión altamente engañosa.
Lo cierto es que las leyes sobre el aborto protegen sobre todo, tanto jurídica como médicamente, a la mujer que decide abortar. Y aquí también tiene un tono eufemístico e inexacto la afirmación de que el Estado debe limitarse a sostener que “no es conveniente castigar [el aborto] con la ley”. En realidad, la legislación declara que, dentro de ciertos plazos, la práctica del aborto es perfectamente legal; muchos, de hecho, ven que el estado sanciona positivamente un “derecho al aborto” real y adecuado. Entonces lo que aparece, indiscutiblemente, es lo que el cardenal vuelve a llamar eufemísticamente “una cierta cooperación en el aborto por parte de las estructuras públicas”, pero confiesa que no sabe qué sugerir al respecto. Todo esto es honesto, pero la cautela y reflexividad de estas fórmulas podría solicitar una aceptación acrítica del statu quo, aunque no está claro a quién o a qué beneficia esto.
El pasaje más delicado de la entrevista puede ser el que se relaciona con la aceptación por parte del cardenal de la congelación del llamado 'preembrión', o –como explica Marino- “el ovocito en su etapa de dos pronúcleos, el momento en que los dos pares de cromosomas aún están separados y aún no se ha formado una nueva cadena de ADN”. Quienes no tienen formación especializada pero están familiarizados con la literatura sobre el tema saben que la fase de la fecundación, que ve la presencia y la atracción recíproca de los dos pronúcleos, ya está precedida por transformaciones químicas que la hacen única e irreversible, y ya está completamente finalizado como un embrión, en un “continuum” unificado y dirigido. De ello se desprende, para la reflexión crítica provida, el carácter altamente problemático, cuando no la inverosimilitud, de considerar esta fase como ajena al individuo en formación.
El problema que se deriva de ello elude sorprendentemente al cardenal. Incluso si se sostuviera que es plausible congelar el par de pronúcleos masculino y femenino, la única ventaja parecería ser la de poder destruirlo más tarde sin obstáculos morales, en caso de que no se utilizara en el curso de un tratamiento contra la infertilidad. Cualquier otro fin exigiría llevarlo completamente a su desarrollo como embrión: y en ese momento, todos los problemas morales volverían de nuevo inalterados. Sigue siendo, en cualquier caso, la interrupción de un proceso que, en sí mismo, se ordena a un individuo, a ese único individuo (la ocurrencia de gemelos homocigotos no impide hablar de singularidad e identidad, en esta etapa o en otras). Su ilicitud parece derivarse, como mínimo, de un principio de cautela, que debe informar nuestra defensa activa de la inviolabilidad del ser humano.
Luego se debe considerar el pasaje en el que el cardenal afirma: “Pero es importante reconocer que la búsqueda de la vida humana física no es, en sí misma, el principio primero y absoluto. Por encima de esto se encuentra el principio de la dignidad humana”. Aquí la primacía de la vida física, que antes se invocaba en relación con las tecnologías de la procreación, parece desaparecer frente a la enfermedad y la “buena” muerte, en notable simetría con los argumentos a favor del aborto y de la eutanasia.
Ciertamente, según la antropología cristiana –no para el legislador moderno, técnicamente ciego a la trascendencia y a la inmortalidad–, la humanidad está desde el principio hasta el último abierta a la vida eterna. Pero el principio debe aplicarse, pues, a los embriones congelados, y más si el esfuerzo por su supervivencia conlleva consecuencias indeseables.
Pero este argumento tiene poco significado en bioética. Que hay, como creemos firmemente, una dignidad de la existencia que no se limita solo a la vida física, sino que mira a la vida eterna, es un argumento que no tiene un valor inmediato aquí, y ciertamente no en el sentido en que el cardenal parece aludir. Esto, de hecho, podría usarse no sólo contra las llamadas 'medidas extraordinarias', sino contra cualquier tipo de cuidado destinado a la preservación de la vida. Y ha sucedido, y aún sucede, que este argumento es utilizado por personas piadosamente enfocadas en la gloria venidera sin ninguna consideración por el bienestar personal o la calidad de sus propias vidas. Por su cuenta, hay que subrayarlo. El hombre no tiene las escapatorias del homicidio o del suicidio para alcanzar la vida eterna, ni hay recompensa -salvo la insondable misericordia de Dios- por procurar injustamente la muerte de uno mismo o de otro. Nadie me exoneraría por dejar de cuidar, si pudiera, la vida de mi prójimo porque pensaba que era mejor para él “ir al cielo”. Si se excluye entonces el cumplimiento cristiano sobrenatural de esta noción, ¿qué sentido puede tener la primacía de la “dignidad”? ¿Qué dignidad tendrá esa vida extinguida, esa persona, una vez que le hayan quitado la vida? ¿La dignidad de ser una no entidad que, por definición, no sufre?
Las posiciones del cardenal Martini no pueden, en sí mismas, divergir gravemente del magisterio ordinario. Son cautelosamente “permisivas” en casos individuales, que es la práctica del confesor. Y aquí radica el problema que el cardenal no parece captar: sus consideraciones carecen, a pesar de su refinamiento y ponderación, de la distinción entre la norma que forma parte de la constitución y del magisterio de la Iglesia, por una parte, y, por otra, la epikeia, el juicio prudencial, subjetivo, caritativo, que pertenece al orden de la jurisdicción, del foro externo e interno, y de la práctica penitencial.
El cardenal parece no ver –quizás no pretende subrayar– la función especial de las normas con respecto a la “formación de las conciencias”. Las normas son insustituibles e incluyen prohibiciones. Por lo tanto, parece exquisitamente utópico-moralista sugerir que la formación de la conciencia debe prevalecer sobre la ley en la enseñanza de la Iglesia. Las normas y la conciencia individual son a la vez inseparables y están marcadas por una trascendencia recíproca.
Entonces, ¿quién gana acusando al conflicto bioético de estar fundado en pretextos, o incluso de ser “oportunista”? Por supuesto, se puede pensar en quitar razones y emociones a la resistencia activa que la jerarquía y la cultura católicas oponen a las “modernizaciones” liberal-radicales. Tanto si los dos interlocutores querían debilitar una subjetividad católica que no aprecian como si no, el daño producido incluso por la mera vergüenza creada en Roma por la entrevista del cardenal Martini es evidente.
Pero aún mayor es el daño que su “apertura”, por cautelosa que sea, puede provocar sobre la estabilidad del consenso pro-vida y sobre la consiguiente decisión de muchos cristianos y de importantes minorías seculares de dar batalla en este terreno.
El Blog de Sandro Magister
Los síes y noes del obispo Lafranconi
Dante Lafranconi, obispo de Cremona, ha presidido la comisión para la familia y la vida de la Conferencia Episcopal Italiana y es miembro de la Comisión para la Doctrina de la Fe. La pasada Pascua, autorizó a sus sacerdotes a absolver de la excomunión -acto normalmente reservado al obispo- a quienes confesaran haber abortado.
“Aprecio”, dice, “la disposición al diálogo y la humildad del cardenal Carlo Maria Martini al juzgar las 'áreas grises' en las que no se sabe lo que es bueno y lo que es malo. Estoy de acuerdo con él en casi todo, excepto en dos puntos”.
P: ¿Cuál es el primero?
R: “Es cuando Martini admite que el ovocito podría ser utilizado en la etapa de dos pronúcleos. En realidad, se trata de un óvulo ya fecundado. Y la fecundación es el inicio de un proceso vital continuo en el que es difícil identificar saltos cualitativos sustanciales. Entonces, en caso de duda, uno debe ir a lo seguro y evitar utilizar o manipular al nuevo ser. La mayoría del Comité Italiano de Bioética también llegó a esta conclusión, que es la más cercana a las posiciones de la Iglesia”.
P: ¿Y el segundo punto de desacuerdo?
R: “Es donde Martini pone en el mismo plano la fecundación heteróloga, con espermatozoide u óvulo ajeno a la pareja, y las diversas formas de adopción. El hecho de que un hijo sea confiado a padres que no son los suyos y establezca con ellos una buena relación afectiva lleva al cardenal a no excluir a priori la admisibilidad de la fecundación heteróloga. Pero este es un paso injustificado”.
P: ¿Por qué?
R: “Porque la adopción implica un hijo que ya existe y al que se quiere acoger, mientras que la fecundación heteróloga da lugar a una nueva vida ya prevista, desde el principio, para tener un padre extraño”.
P: Otro punto polémico es el preservativo como “mal menor”.
R: “El cardenal Martini describe un caso específico, el de una pareja casada en la que uno de los cónyuges está enfermo de SIDA. Es un caso en el que generalmente se admite en la práctica pastoral el uso del preservativo como protección contra el contagio. Pero el cardenal comenta, muy oportunamente, que la Iglesia hace bien en insistir públicamente en la fidelidad y la castidad conyugales”.
P: ¿Vicios privados y virtudes públicas?
R: “Al examinar casos concretos, el cardenal Martini tiene la capacidad de aplicar normas universales y hacerlas más comprensibles para el público en general, cuando no siempre se entienden por sí mismas. Pero también existe el peligro opuesto”.
P: ¿Cuál es?
R: “Eso de pensar, por ejemplo, que ahora la Iglesia permitiría siempre el uso del preservativo. O de malentendido cuando el cardenal dice que la 'dignidad humana' vale más que la vida física. Martini es muy claro al subrayar el rechazo al aborto y a la eutanasia. Pero 'dignidad' también es una palabra de moda para aquellos que quieren legitimar la llamada 'buena muerte'”.
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“Así es la vida”. Sobre el diálogo Marino-Martini
Por Pietro De Marco
La cultura –o civilización– de la muerte, como la llamó Juan Pablo II, juega en el contexto del diálogo entre el cardenal Carlo Maria Martini y el profesor Ignazio Marino, del Jefferson Medical College de Filadelfia. Pero los dos eminentes interlocutores conversan como si este telón de fondo omnipresente fuera un teatro inocuo de títeres de sombras.
Ambos discuten la vida y la muerte expresando la esperanza de que terminen los enfrentamientos “sobre la base de principios abstractos y generales”. En más de una ocasión, el cardenal se refiere a “áreas grises” –por ejemplo, la relativa al destino de los embriones extra congelados– que impiden emitir juicios y decisiones claras, y llama a la Iglesia a formar conciencias para “el discernimiento de la mejor elección en cada situación”.
Pero la cultura de la muerte no tiene dificultad en decidirse en las zonas grises. En realidad, ni siquiera tiene áreas grises. La armonización de la voluntad y la tecnología, una correspondencia cada vez más realizable entre la realidad y el deseo individual, es lo que encuentra satisfactorio y gratificante.
En este contexto, ¿cuál es el sentido preciso de la esperanza que expresa el cardenal de “un diálogo que no parta de preconceptos o posiciones prejuiciosas”? Una premisa de este tipo parece casi reprender las premisas de la antropología cristiana por ser lo que son, principios a los que hay que remitirse, fundamentos objetivos para el discernimiento y el juicio. ¿Quién se beneficia de tal reproche? Lo que no se benefició de ello, sobre todo, fue el diálogo entre nuestros dos interlocutores.
Ignazio Marino se anticipó al cardenal al proponer “identificar puntos comunes, en lugar de división [contra] contrastes simplistas y lógicas egoístas que no traen ventajas, sino que solo crean fracturas en la sociedad”: en Italia, esta no es una forma inusual para los círculos “ilustrados” para pensar la discusión de la bioética. Declarándose “totalmente de acuerdo sobre las premisas”, el cardenal se muestra inmediatamente demasiado conciliador con su interlocutor.
Por ejemplo, el profesor proclama su certeza de que el “progreso científico” ha “revolucionado la relación de la persona humana con la vida”. Tomada en su sentido estricto, tal afirmación parece infundada. La tecnología sí ha revolucionado las posibilidades del hombre, pero no su visión fundamental de la vida y la muerte, la enfermedad y la salud, enraizada en la antropología occidental-cristiana y condición de nuestra capacidad misma para evaluar la tecnología biológica; de hecho, la condición “sine qua non” para la posibilidad del diálogo Marino-Martini, y para su carácter razonado.
A esta conciencia autocrítica le falta la amena conversación entre ambos. El cardenal parece demasiado tentado por una interpretación mitigada de las cosas –perfecto ejemplo de ello son las fórmulas eufemísticas sobre el aborto–, en consonancia con una propensión incorregible por parte de los círculos católicos “pro-diálogo”, de los que siempre ha sido un punto de referencia.
El cardenal admite, naturalmente, la existencia de un conflicto de valores, por ejemplo cuando subraya la incompatibilidad entre la libertad en los medios de procreación y la imposibilidad de poner embriones a disposición de persona alguna. Pero es de temer que la proclama según la cual lo importante es “no crear divisiones innecesarias” pueda producir el efecto de que toda división basada en valores se juzgue infundada porque es innecesaria, e innecesaria porque es infundada.
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Suavizar los términos de un desacuerdo radical a menudo se deriva de un “eclipse de la realidad”, según la famosa fórmula y evaluación de Eric Voegelin. Dos ejemplos: el destino de los embriones congelados y el aborto.
En el primer caso, el cardenal parece ceder al encanto de la fórmula “siempre es mejor favorecer la vida”, y ciertamente se le escapa que ese es el argumento que siempre se dirige contra la enseñanza del magisterio católico, y en Italia contra la ley 40 de 2004, por los promotores de la procreación médicamente asistida.
Para ellos, en efecto, las prohibiciones legales impedirían a las parejas o a las personas solteras procrear cuando quisieran, según derechos fundamentales de libertad negativa; pero en la medida en que impiden la generación de nueva vida, se supone que estas prohibiciones también contradicen la promoción cristiana de la vida. Pero durante las discusiones sobre la fertilización artificial, ¿no se ha dicho lo suficiente que la protección de la vida existente es una cosa y el deseo sin principios de generarla es otra? ¿Y no se hubiera advertido que el pretexto de los derechos de procreación no está realmente ordenado a la vida de otro, porque junto a la afirmación de los derechos de procreación aparece el igual y complementario derecho de suprimir sin límites la propia vida imperfecta y la de los demás con la eutanasia? Esta voluntad no puede situarse dentro del orden del amor, como parece decir el cardenal Martini por generosidad. Aquí es el amor propio agustiniano el que prevalece.
Y entonces, pensar en favorecer la vida asignando embriones allí donde se desee procrear de cualquier manera es una solución caritativa sólo en apariencia. Tal práctica no quedaría circunscrita a “la solución que permite el florecimiento de una vida”, porque faltaría doblemente a la justicia: por una parte, con respecto a los embriones que seguirían produciéndose sin escrúpulos en número excesivo y con cualquier fin, y congelándose con el pretexto de que en cualquier caso siempre se puede encontrar un útero donde implantarlos; y por otra, con respecto a los embriones llevados a la madurez en virtud de una lotería que los asigna intencionadamente a “familias” monoparentales, contra toda prudencia y contra el derecho del niño por nacer. Todo ello contribuye a procesos de extrema gravedad que están en marcha: desde la habituación social a la paternidad atípica, pasando por el desorden generacional y demográfico sistemáticamente diseñado, hasta el reforzamiento de ideologías nihilistas que se expresan con la pretensión de derechos subjetivos ilimitados en el terreno antropológico por excelencia.
El destino de los embriones conservados en los laboratorios es un problema grave. Pero la solución no puede ser la de los caritativos “dárselos a los que los necesitan”, a médicos y biólogos, como si se tratara de una relación entre el excedente y la pobreza, sin importar las consecuencias. En el asunto de confiar embriones a mujeres solteras, el cardenal Martini parece menos cauteloso que su interlocutor. Sostiene que los problemas de los diferentes tipos de padres después de la fertilización heteróloga con esperma u óvulo de fuera de la pareja son análogos a los de la adopción y pueden superarse. Agrega que prefiere la donación de estos embriones a una sola mujer antes que su destrucción. Afortunadamente, rechaza con firmeza y claridad la idea de utilizar embriones para la investigación.
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En cuanto a las consideraciones del cardenal sobre el aborto, parecen casi una falta de respeto hacia quienes han luchado en este frente durante décadas, y no sólo en el mundo cristiano.
De hecho, claramente no es cierto, además de ser poco realista, que un estado democrático moderno “se esfuerce” por disminuir el número de abortos y sus causas. Para las democracias liberales, que han sido intrínsecamente amorales en sus tendencias recientes, el aborto no es un problema relegado a la esfera privada; cobra relevancia sólo en caso de emergencia demográfica. La cacareada reducción del número de abortos en Italia se debe, no a la ley 194 de 1978, que en gran medida no se aplica en sus posibles restricciones a la práctica del aborto, sino a una combinación de al menos dos causas: el uso generalizado del control de la natalidad , y, ante el reducido número de embarazos no deseados, la presión moral que la Iglesia Católica ejerce tenazmente sobre las conciencias. El cardenal, en efecto, habla sólo de la reducción de los abortos clandestinos; pero el profesor Marino no lo hace, con el resultado de ser una discusión altamente engañosa.
Lo cierto es que las leyes sobre el aborto protegen sobre todo, tanto jurídica como médicamente, a la mujer que decide abortar. Y aquí también tiene un tono eufemístico e inexacto la afirmación de que el Estado debe limitarse a sostener que “no es conveniente castigar [el aborto] con la ley”. En realidad, la legislación declara que, dentro de ciertos plazos, la práctica del aborto es perfectamente legal; muchos, de hecho, ven que el estado sanciona positivamente un “derecho al aborto” real y adecuado. Entonces lo que aparece, indiscutiblemente, es lo que el cardenal vuelve a llamar eufemísticamente “una cierta cooperación en el aborto por parte de las estructuras públicas”, pero confiesa que no sabe qué sugerir al respecto. Todo esto es honesto, pero la cautela y reflexividad de estas fórmulas podría solicitar una aceptación acrítica del statu quo, aunque no está claro a quién o a qué beneficia esto.
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El pasaje más delicado de la entrevista puede ser el que se relaciona con la aceptación por parte del cardenal de la congelación del llamado 'preembrión', o –como explica Marino- “el ovocito en su etapa de dos pronúcleos, el momento en que los dos pares de cromosomas aún están separados y aún no se ha formado una nueva cadena de ADN”. Quienes no tienen formación especializada pero están familiarizados con la literatura sobre el tema saben que la fase de la fecundación, que ve la presencia y la atracción recíproca de los dos pronúcleos, ya está precedida por transformaciones químicas que la hacen única e irreversible, y ya está completamente finalizado como un embrión, en un “continuum” unificado y dirigido. De ello se desprende, para la reflexión crítica provida, el carácter altamente problemático, cuando no la inverosimilitud, de considerar esta fase como ajena al individuo en formación.
El problema que se deriva de ello elude sorprendentemente al cardenal. Incluso si se sostuviera que es plausible congelar el par de pronúcleos masculino y femenino, la única ventaja parecería ser la de poder destruirlo más tarde sin obstáculos morales, en caso de que no se utilizara en el curso de un tratamiento contra la infertilidad. Cualquier otro fin exigiría llevarlo completamente a su desarrollo como embrión: y en ese momento, todos los problemas morales volverían de nuevo inalterados. Sigue siendo, en cualquier caso, la interrupción de un proceso que, en sí mismo, se ordena a un individuo, a ese único individuo (la ocurrencia de gemelos homocigotos no impide hablar de singularidad e identidad, en esta etapa o en otras). Su ilicitud parece derivarse, como mínimo, de un principio de cautela, que debe informar nuestra defensa activa de la inviolabilidad del ser humano.
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Luego se debe considerar el pasaje en el que el cardenal afirma: “Pero es importante reconocer que la búsqueda de la vida humana física no es, en sí misma, el principio primero y absoluto. Por encima de esto se encuentra el principio de la dignidad humana”. Aquí la primacía de la vida física, que antes se invocaba en relación con las tecnologías de la procreación, parece desaparecer frente a la enfermedad y la “buena” muerte, en notable simetría con los argumentos a favor del aborto y de la eutanasia.
Ciertamente, según la antropología cristiana –no para el legislador moderno, técnicamente ciego a la trascendencia y a la inmortalidad–, la humanidad está desde el principio hasta el último abierta a la vida eterna. Pero el principio debe aplicarse, pues, a los embriones congelados, y más si el esfuerzo por su supervivencia conlleva consecuencias indeseables.
Pero este argumento tiene poco significado en bioética. Que hay, como creemos firmemente, una dignidad de la existencia que no se limita solo a la vida física, sino que mira a la vida eterna, es un argumento que no tiene un valor inmediato aquí, y ciertamente no en el sentido en que el cardenal parece aludir. Esto, de hecho, podría usarse no sólo contra las llamadas 'medidas extraordinarias', sino contra cualquier tipo de cuidado destinado a la preservación de la vida. Y ha sucedido, y aún sucede, que este argumento es utilizado por personas piadosamente enfocadas en la gloria venidera sin ninguna consideración por el bienestar personal o la calidad de sus propias vidas. Por su cuenta, hay que subrayarlo. El hombre no tiene las escapatorias del homicidio o del suicidio para alcanzar la vida eterna, ni hay recompensa -salvo la insondable misericordia de Dios- por procurar injustamente la muerte de uno mismo o de otro. Nadie me exoneraría por dejar de cuidar, si pudiera, la vida de mi prójimo porque pensaba que era mejor para él “ir al cielo”. Si se excluye entonces el cumplimiento cristiano sobrenatural de esta noción, ¿qué sentido puede tener la primacía de la “dignidad”? ¿Qué dignidad tendrá esa vida extinguida, esa persona, una vez que le hayan quitado la vida? ¿La dignidad de ser una no entidad que, por definición, no sufre?
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Las posiciones del cardenal Martini no pueden, en sí mismas, divergir gravemente del magisterio ordinario. Son cautelosamente “permisivas” en casos individuales, que es la práctica del confesor. Y aquí radica el problema que el cardenal no parece captar: sus consideraciones carecen, a pesar de su refinamiento y ponderación, de la distinción entre la norma que forma parte de la constitución y del magisterio de la Iglesia, por una parte, y, por otra, la epikeia, el juicio prudencial, subjetivo, caritativo, que pertenece al orden de la jurisdicción, del foro externo e interno, y de la práctica penitencial.
El cardenal parece no ver –quizás no pretende subrayar– la función especial de las normas con respecto a la “formación de las conciencias”. Las normas son insustituibles e incluyen prohibiciones. Por lo tanto, parece exquisitamente utópico-moralista sugerir que la formación de la conciencia debe prevalecer sobre la ley en la enseñanza de la Iglesia. Las normas y la conciencia individual son a la vez inseparables y están marcadas por una trascendencia recíproca.
Entonces, ¿quién gana acusando al conflicto bioético de estar fundado en pretextos, o incluso de ser “oportunista”? Por supuesto, se puede pensar en quitar razones y emociones a la resistencia activa que la jerarquía y la cultura católicas oponen a las “modernizaciones” liberal-radicales. Tanto si los dos interlocutores querían debilitar una subjetividad católica que no aprecian como si no, el daño producido incluso por la mera vergüenza creada en Roma por la entrevista del cardenal Martini es evidente.
Pero aún mayor es el daño que su “apertura”, por cautelosa que sea, puede provocar sobre la estabilidad del consenso pro-vida y sobre la consiguiente decisión de muchos cristianos y de importantes minorías seculares de dar batalla en este terreno.
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