Científicos israelíes analizaron cuidadosamente una losa de piedra (foto), con cerca de 100 centímetros de altura con 87 líneas en hebreo. Data de varios lustros antes del nacimiento de Jesucristo.
El descubrimiento sacudió los círculos de la arqueología bíblica hebrea porque prueba que los judíos alimentaban la esperanza de que el Mesías que vendría, resucitaría después de tres días de muerto.
La placa fue encontrada cerca del Mar Muerto y es un raro ejemplo de una inscripción en piedra de tinta en dos columnas, como en la Torah (el equivalente en hebreo a las Escrituras Pentateuco, es decir, los cinco primeros libros de la Biblia).
Para Daniel Boyarin, profesor de Talmud en la Universidad de Berkeley, la pieza es una prueba más de que Cristo Jesús es el Mesías tradicionalmente esperado por los judíos. Ada Yardeni y Binyamin Elitzur, expertos israelíes en escritura en hebreo, después de un análisis detallado, concluyen que data de fin del primer siglo antes de Cristo. El profesor de arqueología en la Universidad de Tel Aviv, Yuval Goren hizo un análisis químico y considera que no se puede dudar de su autenticidad.
Israel Knohl, profesor de estudios bíblicos de la Universidad Hebrea, sostiene que la piedra demuestra que "la resurrección después de tres días es una idea anterior (a la llegada) de Jesús, que contradice practicamente casi toda la visión académica actual".
Desde el punto de vista católico, estos datos científicos confirman la fe en las Escrituras.
Se comprende que entre los judíos haya sido causa de controversia, ya que simplemente apunta a la divinidad de nuestro Señor Jesucristo y deja en incómoda situación a la sinagoga que lo crucificó y a quienes aprueben el deicidio.
martes, 23 de febrero de 2010
sábado, 13 de febrero de 2010
BENEDICTO XVI: DISCURSO A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA GENERAL DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA (13 DE FEBRERO DE 2010)
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA GENERAL
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA
Sábado 13 de febrero de 2010
Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres miembros de la Pontificia Academia Pro Vita,
estimadas señoras y señores:
Me alegra acogeros y saludaros cordialmente con ocasión de la asamblea general de la Academia pontificia para la vida, llamada a reflexionar sobre temas concernientes a la relación entre bioética y ley moral y natural, que se presentan cada vez con mayor relevancia en el contexto actual dados los constantes desarrollos en ese ámbito científico. Dirijo un especial saludo a monseñor Rino Fisichella, presidente de esta Academia, agradeciéndole las amables palabras que ha querido dirigirme en nombre de los presentes. Deseo igualmente extender mi gratitud personal a cada uno de vosotros por vuestro precioso e insustituible compromiso a favor de la vida, en los diversos contextos de procedencia.
Las problemáticas relativos al tema de la bioética permiten verificar hasta qué punto las cuestiones que abarca sitúan en primer plano la cuestión antropológica. Como afirmo en mi última carta encíclica Caritas in veritate: "En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Éste es un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de una intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia" (n. 74). Ante semejantes cuestiones, que afectan de manera tan decisiva a la vida humana en su perenne tensión entre inmanencia y trascendencia, y que tienen gran relevancia para la cultura de las futuras generaciones, es necesario hacer realidad un proyecto pedagógico integral que permita afrontar estas temáticas en una visión positiva, equilibrada y constructiva, sobre todo en la relación entre la fe y la razón.
Las cuestiones de bioética frecuentemente sitúan en primer plano la referencia a la dignidad de la persona, un principio fundamental que la fe en Jesucristo crucificado y resucitado ha defendido desde siempre, sobre todo cuando no se respeta en relación a los sujetos más sencillos e indefensos: Dios ama a cada ser humano de manera única y profunda. También la bioética, como toda disciplina, necesita de una referencia capaz de garantizar una lectura coherente de las cuestiones éticas que, inevitablemente, surgen frente a posibles conflictos interpretativos. En tal espacio se abre la remisión normativa a la ley moral natural. El reconocimiento de la dignidad humana, en efecto, como derecho inalienable halla su fundamento primero en esa ley no escrita por mano de hombre, sino inscrita por Dios Creador en el corazón del hombre, que cada ordenamiento jurídico está llamado a reconocer como inviolable y cada persona debe respetar y promover (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1954-1960). Sin el principio fundador de la dignidad humana sería arduo hallar una fuente para los derechos de la persona e imposible alcanzar un juicio ético respecto a las conquistas de la ciencia que intervienen directamente en la vida humana. Es necesario, por lo tanto, repetir con firmeza que no existe una comprensión de la dignidad humana ligada sólo a elementos externos como el progreso de la ciencia, la gradualidad en la formación de la vida humana o el pietismo fácil ante situaciones límite. Cuando se invoca el respeto por la dignidad de la persona es fundamental que sea pleno, total y sin sujeciones, excepto las de reconocer que se está siempre ante una vida humana. Cierto: la vida humana conoce un desarrollo propio y el horizonte de investigación de la ciencia y de la bioética está abierto, pero es necesario subrayar que cuando se trata de ámbitos relativos al ser humano, los científicos jamás pueden pensar que tienen entre manos sólo materia inanimada y manipulable. De hecho, desde el primer instante, la vida del hombre se caracteriza por ser vida humana y por esto siempre portadora de dignidad, en todo lugar y a pesar de todo (cf. Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética, n. 5). De otra forma, estaríamos siempre en presencia del peligro de un uso instrumental de la ciencia, con la inevitable consecuencia de caer fácilmente en el arbitrio, en la discriminación y en el interés económico del más fuerte.
Conjugar bioética y ley moral natural permite verificar de la mejor manera la referencia necesaria e insuprimible a la dignidad que la vida humana posee intrínsecamente desde su primer instante hasta su fin natural. En cambio, en el contexto actual, aun emergiendo cada vez con mayor insistencia la justa llamada a los derechos que garantizan la dignidad de la persona, se percibe que no siempre se reconocen esos derechos a la vida humana en su desarrollo natural y en los momentos de mayor debilidad. Una contradicción así evidencia el compromiso que hay que asumir en los diversos ámbitos de la sociedad y de la cultura para que la vida humana sea reconocida siempre como sujeto inalienable de derecho y nunca como objeto sometido al arbitrio del más fuerte. La historia ha demostrado cuán peligroso y deletéreo puede ser un Estado que proceda a legislar sobre cuestiones que afectan a la persona y a la sociedad pretendiendo ser él mismo fuente y principio de la ética. Sin principios universales que permitan verificar un denominador común para toda la humanidad, no hay que subestimar en absoluto el riesgo de una deriva relativista a nivel legislativo (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1959). La ley moral natural, fuerte en su propio carácter universal, permite evitar tal peligro y sobre todo ofrece al legislador la garantía de un auténtico respeto tanto de la persona como de todo el orden creado. Aquella se sitúa como fuente catalizadora de consenso entre personas de culturas y religiones distintas y permite avanzar más allá de las diferencias, porque afirma la existencia de un orden impreso en la naturaleza por el Creador y reconocido como instancia de verdadero juicio ético racional para perseguir el bien y evitar el mal. La ley moral natural "pertenece al gran patrimonio de la sabiduría humana, que la Revelación, con su luz, ha contribuido a purificar y a desarrollar ulteriormente" (cf. Juan Pablo II, Discurso a la plenaria de la Congregación para la doctrina de la fe, 6 de febrero de 2004).
Ilustres miembros de la Academia pontificia para la vida, en el contexto actual vuestro compromiso se presenta cada vez más delicado y difícil, pero la creciente sensibilidad ante la vida humana anima a proseguir con impulso cada vez mayor y con valentía en este importante servicio a la vida y a la educación en los valores evangélicos de las futuras generaciones. Os deseo a todos que continuéis en el estudio y la investigación, a fin de que la obra de promoción y de defensa de la vida sea cada vez más eficaz y fecunda. Os acompaño con la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a cuantos comparten con vosotros este compromiso cotidiano.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)