La relación que indico entre la crisis de la Iglesia y la Revolución Francesa no es una simple metáfora. Nos encontramos hoy frente a la continuidad de los filósofos del siglo XVIII y del vuelco que sus ideas provocaron en el mundo.
Quienes transmitieron este veneno a la Iglesia lo confiesan ellos mismos. El cardenal Suenens exclamaba por ejemplo; "El concilio Vaticano II es el 1789 en la Iglesia" y agregaba entre otras declaraciones, desprovistas de precauciones oratorias: "Nada puede comprenderse de la Revolución Francesa, o de la revolución rusa si se ignora el antiguo régimen a que ellas pusieron fin... De la misma manera, en materia eclesiástica una reacción sólo se juzga en función del estado de cosas que la precedió".
Lo que la precedió y lo que el cardenal consideraba que debía ser abolido es el maravilloso edificio jerárquico con el Papa en la cúspide, como vicario de Jesucristo en la tierra. "El concilio Vaticano II marcó el fin de una época y si bien se mira, hasta marcó el fin de una serie de épocas, el fin de una era".
El padre Congar, uno de los artesanos de las reformas, no se expresaba de manera diferente: "La Iglesia hizo pacíficamente su revolución de octubre". Con plena conciencia observaba: "La declaración sobre la libertad religiosa dice materialmente lo contrario del Syllabus".
Podría citar cantidades de afirmaciones de este tipo. En 1976, el padre Gélineau, uno de los jefes de fila del Centro Nacional de la Pastoral Litúrgica, no dejaba ninguna ilusión a aquellos que querían ver en el nuevo orden algo un poco diferente del rito que se celebraba universalmente hasta entonces, pero nada fundamentalmente chocante: "La reforma decidida por el concilio Vaticano II dio la señal del deshielo... Bloques enteros se resquebrajan... Que nadie se engañe: traducir no es decir la misma cosa con otras palabras, es cambiar las formas... Si las formas cambian, el rito cambia. Si un elemento cambió, la totalidad significante queda modificada... Hay que decirlo sin ambages: el rito romano tal como lo conocíamos ya no existe: Está destruido" (8).
Los católicos liberales instauraron un Estado revolucionario. En el libro de uno de ellos, el senador de Doubs, el señor Prelót (9) dice: "Nosotros luchamos durante un siglo y medio para hacer prevalecer nuestras opiniones en el seno de la Iglesia y no lo logramos. Por fin llegó el concilio Vaticano II y triunfamos. Ahora las tesis y los principios del catolicismo liberal están definitivamente y oficialmente aceptados por la Santa Iglesia".
Al sesgo de este catolicismo liberal, la Revolución Francesa se introdujo en la Iglesia -so pretexto de pacifismo y de fraternidad universal- los errores y los falsos principios del hombre moderno penetraron en la Iglesia y contaminaron al clero gracias a papas liberales mismos y al concilio Vaticano II.
Como siempre llega un momento en que es menester poner las cosas en claro, recordaré que yo mismo era refractario a la reunión de un concilio ecuménico en 1962. Por el contrario, lo veía con grandes: esperanzas; Así lo atestigua hoy una carta que en 1963 dirigí a los padres del Espíritu Santo y que fue publicada en una de mis obras anteriores (10). En aquel momento escribí: "Digamos sin vacilación que ciertas reformas litúrgicas eran necesarias y que es deseable que el concilio continúe en ese camino".
Yo reconocía que se imponía una renovación para poner fin a cierta esclerosis que se debía al hecho de que se hubiera abierto una brecha entre la oración (reducida a los límites de los lugares de culto) y la acción, la escuela, la profesión, la vida urbana.
Nombrado por el Papa miembro de la comisión preparatoria central, participé en sus trabajos con asiduidad y entusiasmo durante los dos años que duraron. La comisión central estaba encargada de examinar y verificar todos los proyectos preparatorios que redactaban comisiones especializadas. De manera que me encontraba en buena posición para saber lo que se había hecho, lo que debía examinarse y lo que debía presentarse a la asamblea. Ese trabajo se realizaba muy concienzudamente y con profundidad. Tengo en mi poder los textos de setenta y dos proyectos preparatorios; en ellos la doctrina de la Iglesia es absolutamente ortodoxa, aunque en cierto modo los textos se adaptan a nuestra época pero con mucha mesura y sabiduría.
Todo estaba dispuesto para la fecha anunciada y el 11 de octubre de 1962 los padres ocupaban un lugar en la nave de la basílica de San Pedro de Roma. Pero ocurrió algo que no había sido previsto por la Santa Sede: desde los primeros días, el concilio se vio invadido por las fuerzas progresistas. Así lo experimentamos nosotros, así lo sentimos, y cuando digo "nosotros" me refiero a la mayoría de los padres del concilio en aquel momento.
Tuvimos la impresión de que ocurría algo anormal y esa impresión se confirmó rápidamente: a los quince días de la sesión inaugural ya no quedaba ninguno de los setenta y dos proyectos. Todos habían sido rechazados, abandonados, arrojados al cesto de los papeles.
Esto ocurrió del modo siguiente: el reglamento del concilio establecía que era menester alcanzar dos tercios de los votos para rechazar un esquema preparatorio. Ahora bien, cuando se procedió a la votación, hubo un 60 % de votos contra los proyectos y 40 % en su favor. Por consiguiente, los opositores no alcanzaban a los dos tercios y normalmente el concilio debía desarrollarse sobre la base de esos trabajos preparatorios.
Fue entonces cuando se manifestó una organización poderosa, muy poderosa, dirigida por cardenales de orillas del Rin, con todo un secretariado perfectamente dispuesto. Los cardenales fueron a entrevistar al papa Juan XXIII y le dijeron: "Esto es inadmisible, Santo Padre; nos quieren hacer estudiar proyectos que no fueron aprobados por la mayoría", y se salieron con la suya, pues el inmenso trabajo realizado quedó relegado al olvido y la asamblea se encontró con las manos vacías, sin ninguna preparación. ¿Qué presidente de directorio de una compañía por pequeña que ésta sea aceptará una reunión sin un orden del día, sin expedientes? Sin embargo así comenzó el concilio.
Luego se presentó la cuestión de las comisiones conciliares que había que nombrar, y ése era un problema arduo, pues hay que imaginar a los obispos llegados de todos los países del mundo que se encontraban de pronto reunidos en el recinto. La mayor parte de ellos no se conocían. Conocían personalmente a tres o cuatro colegas y a algunos otros de nombre entre los 2400 que estaban presentes. ¿Cómo podían saber qué padres eran los más aptos para componer la comisión de sacerdocio, de liturgia, de derecho canónico, etcétera?
Muy legítimamente el cardenal Óttaviani hizo llegar a todos la lista de los miembros de las comisiones preconciliares, personas que, por consiguiente, habían sido elegidas por la Santa Sede y ya habían trabajado sobre los temas que se iban a discutir. Esto podría ayudar a elegir sin que hubiera obligación de atenerse a las listas y ciertamente era deseable que algunos de esos hombres experimentados figuraran en las comisiones.
Pero entonces se elevó una voz; no tengo necesidad de recordar el nombre del príncipe de la Iglesia que se puso de pie para decir lo siguiente: "Al suministrar nombres se ejerce una presión intolerable en el concilio. Hay que dejar en libertad a los padres conciliares. Una vez más la curia romana trata de colocar a sus miembros".
Un poco desconcertados y espantados ante esa brutal intervención, los padres decidieron levantar la sesión y por la tarde el secretario, monseñor Felici, anunció: "El Santo Padre reconoce que tal vez es mejor que sean las conferencias episcopales las que se reúnan para dar listas".
Las conferencias episcopales eran en aquella época algo embrionario; hicieron como pudieron las listas que se les pedían sin haberse podido reunir como hubiera sido necesario, porque sólo se les concedieron veinticuatro horas. Pero quienes habían urdido este pequeño golpe de Estado estaban de acuerdo con hombres bien elegidos de diferentes países. Lograron adelantar las conferencias y en verdad obtuvieron una gran mayoría de votos. El resultado fue que las comisiones quedaban formadas por miembros pertenecientes en las dos terceras partes a la fracción progresista, la tercera parte fue nombrada por el Papa.
Con bastante rapidez se elaboraron nuevos proyectos de una orientación completamente diferente de la de los primeros. Algún día me gustaría publicar unos y otros para que se pueda hacerla comparación y comprobar cuál era la doctrina de la Iglesia aquel día que precedió al concilio.
Quien tenga alguna experiencia de las asambleas civiles o clericales comprenderá en qué situación se encontraban los padres. Podían modificarse algunas frases de aquellos nuevos proyectos, algunas proposiciones a título de enmiendas, pero no se podía modificar lo esencial. Las consecuencias de esto serán graves. Un texto tendencioso en su origen nunca se corrige enteramente, siempre conserva la marca del redactor y del pensamiento que lo inspira. A partir de ese momento el concilio ya estaba orientado.
Un tercer elemento contribuyó a dirigirlo en el sentido liberal. En lugar de los diez presidentes del concilio que había nombrado Juan XXIII, el papa Pablo VI designó para las dos últimas sesiones a cuatro moderadores de los cuales lo menos que puede decirse es que no fueron elegidos entre los más mesurados de los cardenales. Su influencia fue decisiva sobre el conjunto de los padres conciliares.
Los liberales constituían una minoría, pero una minoría activa, organizada, apoyada por una multitud de teólogos modernistas entre los que se podían encontrar los nombres de aquellos que lo decidían todo como Leclerc, Murphy, Congar, Rahner, Küng, Schillebeeckx, Besret, Cardonnel, Chenu...
Piénsese en la enorme cantidad de impresos con que el IDOC, el centro de información holandesa subvencionado por las conferencias episcopales alemana y holandesa, urgía en todo momento a los padres a obrar en el sentido aguardado por la opinión internacional y producía así una especie de psicosis: no había que defraudar las esperanzas del mundo que esperaba ver a la iglesia adherida a sus puntos de vista.
Los instigadores de este movimiento reclamaban la instantánea adaptación de la iglesia al hombre moderno, es decir, al hombre que quiere liberarse de todo. Hablaban de una Iglesia esclerosada, inadaptada, impotente; lloraban lágrimas de sangre y se golpeaban el pecho a causa de sus predecesores. Presentaban a los católicos tan culpables como los protestantes y los ortodoxos por las divisiones de antaño. Los católicos debían pedir perdón a los "hermanos separados" presentes en Roma, puesto que habían sido invitados en gran número a participar en los trabajos.
La Iglesia de la tradición era culpable por sus riquezas, por su triunfalismo, y los padres del concilio se sentían culpables por estar fuera del mundo, por no ser del mundo; ya se avergonzaban de sus insignias episcopales y pronto se avergonzarían de mostrarse en sotana.
Esta atmósfera de liberación debía conquistar bien pronto todos los dominios; el espíritu de colegiación sería la manta de Noé que se arroja sobre la vergüenza de ejercer una autoridad personal tan contraria a la mentalidad del hombre del siglo XX, ¡del hombre liberal! La libertad religiosa, el ecumenismo, la investigación teológica, la revisión del derecho canónico atenuarían el triunfalismo de una Iglesia que se proclamaba única arca de salvación. Así como se dice que hay "pobres avergonzados de su pobreza", hubo "obispos avergonzados" sobre los cuales se ejercía influencia al infundirles remordimientos de conciencia. Éste es un procedimiento que fue utilizado en todas las revoluciones.
Sus efectos están inscriptos en muchos pasajes de las actas del concilio. Léase, por ejemplo, el comienzo del proyecto "La Iglesia en el mundo de este tiempo" donde se hacen consideraciones sobre la mutación del mundo moderno, el movimiento acelerado de la historia, las nuevas condiciones que afectan la vida religiosa, el predominio de las ciencias y las técnicas. ¿Cómo no ver en estos textos la expresión del más puro liberalismo?
Habríamos podido tener un magnífico concilio tomando como maestro sobre este tema al papa Pío XII. No creo que haya un solo problema del mundo moderno, de la actualidad, que ese papa no hubiera resuelto con toda su ciencia, toda su teología y toda su santidad. Pío XII dio una solución casi definitiva a la cuestión al mirar las cosas verdaderamente desde el punto de vista de la fe.
Pero ahora no se las podía ver así puesto que no se quería hacer un concilio dogmático.
El concilio Vaticano II es un concilio pastoral; así lo dijo Juan XXIII y así lo repitió Pablo VI. En el curso de las sesiones, muchas veces quisimos hacer definir algunos conceptos y nos respondieron: "Pero aquí no hacemos dogmatismo, no hacemos filosofía, tratamos cuestiones pastorales". ¿Qué es la libertad? ¿Qué es la dignidad humana? ¿Qué es el régimen colegiado? Uno no tiene más remedio que analizar indefinidamente los textos para saber lo que hay que entender por esas cosas y sólo se llega a aproximaciones, pues los términos son ambiguos.
Y esto no se debe a negligencia ni a casualidad; el padre Schillebeeckx lo confesó: "En el concilio pusimos términos equívocos y sabemos lo que luego podremos obtener de ellos". Sí, esa gente sabía bien lo que hacía.
Todos los otros concilios que hubo en el curso de los siglos eran dogmáticos. Todos ellos combatieron errores. ¡Y sabe Dios si había errores para combatir en nuestro tiempo! Un concilio dogmático habría sido muy necesario. Recuerdo todavía al cardenal Wyszinsky que decía: "Pero hagan ustedes pues un proyecto de declaración sobre el comunismo; si hoy hay un error grave que amenaza al mundo, es ese error. Si el papa Pío XI creyó que debía hacer una encíclica sobre el comunismo sería asimismo útil que nosotros, reunidos aquí en asamblea plenaria, dedicáramos un proyecto de declaración a esa cuestión".
El comunismo, el error más monstruoso que haya salido del espíritu de Satanás, es oficialmente recibido en el Vaticano, su revolución mundial se ve singularmente facilitada por la falta de resistencia oficial de la Iglesia y hasta por los frecuentes apoyos que encuentra en ella, a pesar de las advertencias desesperadas de los cardenales que sufrieron prisión en los países del Este. El hecho de que este concilio pastoral se haya negado a condenarlo solemnemente basta para cubrirlo de vergüenza ante toda la historia, si se piensa en las decenas de millones de mártires, en los cristianos y en los disidentes científicos, despersonalizados en los hospitales psiquiátricos, utilizados como conejillos de Indias en experiencias.
Pero el concilio pastoral se calló. Habíamos obtenido 450 firmas de obispos en favor de una declaración contra el comunismo. Esas firmas quedaron olvidadas en un cajón... Cuando el informante de Gaudium et Spes respondió a nuestras preguntas, nos declaró:
- "Hubo dos solicitudes para pedir una condenación del comunismo” .
- "¡Dos!"- exclamamos nosotros -"¡Había más de cuatrocientas!".
- "Vaya, yo no estaba al corriente".
Se buscaron esas firmas y por fin se las encontró, pero era demasiado tarde.
Yo viví todos esos hechos. Yo mismo había llevado aquellas firmas a monseñor Felici, secretario del concilio, en compañía de monseñor de Proenca Sigaud, arzobispo de Diamantina, y me veo obligado a decir que ocurrieron cosas verdaderamente inadmisibles. No lo digo para condenar el concilio y no ignoro que estas cuestiones contribuyen mucho a acrecentar la perplejidad de los católicos, que piensan: "¡Al fin de cuentas el concilio está inspirado por el Espíritu Santo!".
No necesariamente. Un concilio pastoral, no dogmático, es una predicación que por sí misma no toca a la infalibilidad. Cuando al término de las sesiones preguntamos a monseñor Felici: "¿No podría usted darnos lo que los teólogos llaman la 'nota del concilio'?", él nos respondió: "Hay que distinguir según los proyectos, los capítulos, aquellos que en el pasado ya han sido objeto de definiciones dogmáticas; en cuanto a las declaraciones que tienen un carácter de novedad, hay que hacer algunas reservas".
De manera que el concilio Vaticano II no fue un concilio como los otros y por eso tenemos derecho a juzgarlo con prudencia y con reservas. De este concilio y de las reformas acepto todo lo que está de acuerdo con la tradición. La obra que fundé lo prueba ampliamente. Nuestros seminarios, en particular, responden perfectamente a los deseos expresados por el concilio y a la Ratio fundamentatis de la Sagrada Congregación para la enseñanza católica.
Pero es imposible sostener que únicamente las aplicaciones posconciliares son malas. Las rebeliones de clérigos, las discusiones de la autoridad pontificia, todas las extravagancias de la liturgia y de la nueva teología, las iglesias vacías, ¿no tienen nada que ver, como se lo ha afirmado recientemente, con el concilio? ¡Vamos! Todas estas cosas son sus frutos.
Comprendo que al decir esto no hago sino aumentar la perplejidad de los lectores preocupados. Y sin embargo, en medio de todo este tumulto ha brillado una luz que puede reducir a la nada los esfuerzos del mundo para terminar con la Iglesia de Cristo: el 30 de junio de 1968 el Santo Padre proclamó su profesión de fe. Éste es un acto que, desde el punto de vista dogmático, es más importante que todo el concilio.
Ese Credo, redactado por el sucesor de Pedro para afirmar la fe dé Pedro, asumió una solemnidad absolutamente extraordinaria. Cuando el Papa se puso de pie para pronunciarlo, los cardenales también se levantaron y toda la multitud quiso imitarlos, pero el Papa hizo sentar a todo el mundo; quería estar sólo él de pie como vicario de Cristo; para proclamar su Credo, y lo hizo con las palabras más solemnes en nombre de la Santísima Trinidad, ante los santos ángeles, ante toda la Iglesia. Por consiguiente, el Papa llevó a cabo un acto que compromete la fe de la Iglesia.
Tenemos pues éste consuelo y esta confianza de sentir que el Espíritu Santo no nos ha abandonado. Se puede decir que el arca de la fe, apoyándose en el concilio Vaticano I, torna a encontrar un nuevo punto de apoyo en la profesión de fe de Pablo VI.
(8) Demain la liturgie. Ed. du Cerf.
(9) Le Catholeisme liberal, 1969.
(10) Un evéque parle, E. Dominique Martín Morin.