Por Germán Sánchez Griese
En la Historia de la Iglesia han sido pocos los casos de dimisión del Pontífice. Uno de los más célebres fue el de Benedicto IX, elegido en 1032. Poco se sabe de él, de acuerdo a la tradición conservada por la Abadía de Grottaferrata, donde murió haciendo penitencia después de su dimisión.
En 1294 Pietro del Morrone, un anciano de 80 años, eremita benedictino que vivía exclusivamente dedicado a la oración y a la penitencia, fue elegido Papa por un consistorio de 12 cardenales entre los cuales, lógicamente, no se encontraba él. Fue elegido el 5 de julio de 1294, consagrado solemnemente el 29 de agosto del mismo año en la Iglesia de Santa Maria del Collemaggio, en la zona italiana de Aquila, tomando el nombre de Celestino V. Renunció el 13 de diciembre de 1294, al declararse sin experiencia en el manejo de los asuntos de la Iglesia, retirándose a vivir nuevamente su vida de oración y sacrificio. Fue canonizado el 5 de mayo de 1313 y se le conoce como el “Papa Angélico” por el interés que tuvo en vivir siempre el ideal de la santidad y el hacer vivir dicho ideal a toda la Iglesia.
El último Papa que renunció fue Gregorio XII, el veneciano Angelo Correr, quien se retiró en 1415, dos años antes de morir.
Por las historias anteriores, consignadas en varios libros de Historia de la Iglesia, entre los que destacan “Grandi Dizionario Ilustrato dei Papi”, de John N.D. Kelly (Ed. Piemme) y “I Papi nella storia” (Coletti Editori, Roma), un Papa puede renunciar.
Así lo establece el Derecho Canónico en el Canon 332, párrafo 2, que dice: “Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie”.
Los comentaristas al Derecho Canónico han mencionado que, si bien la fórmula del canon no exige una forma determinada, lo lógico sería que fuera por escrito y ante testigos, ya que éste es el procedimiento ordinario para actos de este tipo.
Por lo tanto el Papa puede renunciar y nadie debería mostrar ningún recelo si esto sucediera: el Derecho Canónico lo prevé y lo reglamenta. ¿Cuántos hombres a los 80 años después de una vida de trabajos no se jubilan y gozan de una pensión sin que nadie se extrañe?
Juan Pablo II, -después de una juventud azarosa bajo la ocupación nazi, una preparación al sacerdocio en la clandestinidad de la Polonia ocupada por los nazis, un trabajo como obispo oponiéndose siempre al régimen comunista, un papado activo y militante, un atentado sufrido en plena Plaza de San Pedro y diversos problemas de salud-, durante 26 años sostuvo en sus manos el timón de la barca de Pedro hasta el día de su muerte, con la misma firmeza de siempre.
Nuestro pontífice actual, Benedicto XVI, ha afirmado en el libro “Luz del mundo”, que el Papa puede dimitir cuando considera que no se encuentra capaz física, mental y espiritualmente para desarrollar el encargo confiado. El papa indica que nota cómo sus fuerzas van disminuyendo y que tal vez el trabajo que conlleva el Pontificado “sea excesivo para un hombre de 83 años”. Sin embargo, ha subrayado que no dimitiría a pesar de las dificultades de su pontificado porque “cuando el peligro es grande no se puede huir” sino que es necesario “resistir y superar la situación difícil”.
Según ha manifestado Ratzinger, se puede dimitir “en un momento de serenidad o cuando ya no se puede más” pero no se puede huir “precisamente en el momento del peligro”.