EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
HAERENT ANIMO
DE S.S. SAN PÍO X
SOBRE LA SANTIDAD DEL CLERO
1. Grabadas en el ánimo profundamente y llenas de espanto se mantienen aquellas palabras que a los Hebreos dirigía el Apóstol de las Gentes cuando, al instruirles sobre la obediencia debida a los superiores, hablaba en estos gravísimos términos: Ellos en verdad velan por vosotros, como quienes han de dar cuenta de vuestras almas (He 13,17). Y si esta advertencia se refiere a cuantos en la Iglesia tienen autoridad, toca sobre todo a Nos que, a pesar de Nuestra insuficiencia, ejercemos en ella -por divina ordenación- la suprema autoridad. Por ello, con Nuestra incesante solicitud, día y noche nunca cesamos de pensar y de procurar todo cuanto atañe a la defensa y al aumento de la grey del Señor.
Y, entre todos, Nos preocupa sobremanera este asunto: el que los ministros sean plenamente cual deben ser por su cargo. Pues bien persuadidos estamos de que así es, sobre todo, como puede esperarse el buen estado y el progreso de la Religión. Por ello, desde que fuimos investidos del Pontificado, aunque, considerado el clero en general, bien claros se veían sus muchos méritos, creímos, sin embargo, que debíamos exhortar con todo empeño a Nuestros venerables Hermanos, los Obispos de todo el orbe católico, para que de nada se ocuparan con mayor constancia y actividad como de formar a Cristo en todos los que por su ministerio están destinados a formar al mismo Cristo en los demás. Y bien hemos comprobado Nos cuál ha sido el celo de los Prelados en cumplir Nuestro cargo. Bien hemos comprobado con qué vigilancia y con cuánta solicitud se han aplicado asiduamente a formar a su clero en la virtud: por ello queremos, más que alabarles, darles las gracias públicamente.
2. Ahora bien: si, a consecuencia de este cuidado de los Obispos, vemos con regocijo cómo se ha reanimado el fuego divino en un gran número de sacerdotes, de suerte que recobrarán o aumentarán la gracia de Dios que recibieron por la imposición de las manos de los presbíteros; pero aún Nos hemos de lamentar de que otros, en algunos países, no se muestran tales que el pueblo cristiano, al poner con razón sus ojos en ellos como en un espejo, pueda ver lo que ha de imitar. A éstos, pues, queremos manifestar Nuestro corazón en esta Carta: corazón en verdad paterno, que late con amor lleno de angustia a la vista de su hijo gravemente enfermo. Inspirados en este amor, queremos añadir Nuestras exhortaciones a las del Episcopado; y, aunque, sobre todo, tienen por objeto el reducir a los extraviados y a los tibios, queremos que también a los demás sirvan de estímulo. Queremos señalarles el camino seguro que cada cual ha de esforzarse por seguir cada día con mayor empeño, para ser verdaderamente, según la clara expresión del Apóstol, el hombre de Dios (1Tm 6,11), y para corresponder a todo lo que tan justamente espera la Iglesia.
Nada os diremos que no os sea conocido, ni nuevo para nadie, sino lo que importa bien que todos recuerden: Dios Nos hace sentir que Nuestra palabra producirá abundante fruto. Ved, pues, lo que os pedimos: Renovaos... en el espíritu de vuestra vocación y revestíos del hombre nuevo, que ha sido creado según Dios en justicia y en verdad (Ep 4,23-24); para Nos, éste será vuestro presente más hermoso y más agradable en el quincuagésimo aniversario de Nuestro sacerdocio. Cuando examinemos Nos ante Dios con un corazón contrito y espíritu de humildad (Da 3,39) estos años pasados en el sacerdocio, Nos parecerá poder expiar en alguna manera todo cuanto de humano haya de llorarse, recomendándoos y exhortándoos a caminar dignamente para en todo agradar a Dios (Col 1,10). -Mas con esta exhortación no sólo miramos por vuestro bien particular, sino también por el bien general de los católicos todos, pues no puede separarse el uno del otro. Porque no es tal la condición del sacerdote que pueda ser bueno o malo sólo para sí, ya que su vida y costumbres tan poderosamente influyen en el pueblo. Allí donde haya un buen sacerdote, ¡qué bien tan grande y precioso tienen!
3. Comenzaremos, por lo tanto, queridos hijos, Nuestra exhortación excitándoos a la santidad de vida que la excelencia de vuestra dignidad requiere. -Todo el que ejerce el sacerdocio no lo ejerce sólo para sí, sino también para los demás: Porque todo Pontífice tomado de entre los hombres está constituido para bien de los hombres en las cosas que miran a Dios (He 5,1). El mismo pensamiento expresó Jesucristo cuando, para mostrar la finalidad de la acción de los sacerdotes, los comparó con la sal y con la luz. El sacerdote es, por lo tanto, luz del mundo y sal de la tierra. Nadie ignora que esto se realiza, sobre todo, cuando se comunica la verdad cristiana; pero ¿puede ignorarse ya que este ministerio casi nada vale, si el sacerdote no apoya con su ejemplo lo que enseña con su palabra? Quienes le escuchan podrían decir entonces, con injuria, es verdad, pero no sin razón: Hacen profesión de conocer a Dios, pero le niegan con sus obras (Tt 1,16); y así rechazarían la doctrina del sacerdote y no gozarían de su luz. Por eso el mismo Jesucristo, constituido como modelo de los sacerdotes, enseñó primero con el ejemplo y después con las palabras: Empezó Jesús a hacer y a enseñar (Ac 1,1). -Además, si el sacerdote descuida su santificación, de ningún modo podrá ser la sal de la tierra, porque lo corrompido y contaminado en manera alguna puede servir para dar la salud, y allí, donde falta la santidad, inevitable es que entre la corrupción. Por ello Jesucristo, al continuar aquella comparación, a tales sacerdotes les llama sal insípida que para nada sirve ya sino para ser tirada, y por ello ser pisada por los hombres (Mt 5,13).
4. Verdades éstas, que con mayor claridad aparecen, si se considera que nosotros, los sacerdotes, no ejercemos la función sacerdotal en nombre propio, sino en el de Cristo Jesús. Así, dice el Apóstol, nos considere todo hombre como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (1Co 14,1); somos embajadores de Cristo (2Co 5,20). -Por esta razón, Jesucristo mismo nos miró como amigos y no como siervos. Ya no os llamaré siervos..., os he llamado amigos: porque todo lo que he oído de mi Padre os lo he hecho conocer a vosotros... Os he escogido y destinado para que vayáis al mundo y hagáis fruto (Jn 15,15-16). -Tenemos, pues, que representar a la persona de Cristo; pero la embajada, por El mismo dada, ha de cumplirse de tal modo que alcancemos lo que él se propuso. Y como querer o no querer la misma cosa es la sólida amistad, estamos obligados, como amigos, a sentir en nosotros lo que vemos en Jesucristo, que es santo, inocente, inmaculado (He 7,26): como embajadores suyos, hemos de ganar -para sus doctrinas y leyes- la confianza de los hombres, comenzando antes por observarlas nosotros mismos; como participantes de su poder, tenemos que liberar las almas de los demás de los lazos del pecado, pero hemos de procurar con todo cuidado no enredarnos nosotros mismos en ellos. Pero sobre todo, como ministros suyos, al ofrecer el sacrificio por excelencia, que cada día se renueva -en virtud de una fuerza perenne- por la salud del mundo, nos hemos de poner en aquella misma disposición de alma con que El se ofreció a Dios cual hostia inmaculada en el ara de la Cruz.
5. Si antiguamente, cuando no había sino símbolos y figuras, se requería santidad tan grande en los sacerdotes, ¿qué no habrá de exigirse a nosotros, cuando Cristo mismo es la víctima? ¿A quién no debe aventajar en pureza el que goza de semejante sacrificio? ¿A qué rayo de sol en esplendor la manos que parte esta carne, la boca que se llena del fuego espiritual, la lengua que se enrojece con la sangre que hace temblar? (S. Io. Chrysost. In Mt hom. 82, n. 5). Con gran razón insistía así San Carlos Borromeo, en sus discursos al clero: "Si nos acordáramos, queridísimos hermanos, de cuán grandes y cuán dignas cosas ha puesto Dios en nuestras manos, ¡qué fuerza tendría esta consideración para excitarnos a vivir una vida digna de sacerdotes! ¿Qué no ha puesto el Señor en mí mano, cuando ha puesto a su propio Hijo, unigénito, coeterno y consubstancial a sí mismo? En mi mano ha puesto todos sus tesoros, los sacramentos, la gracia; ha puesto las almas, para él lo más precioso, que ha amado más que a sí mismo, pues las ha comprado a precio de su misma sangre; en mi mano ha puesto el mismo cielo, que yo pueda abrir y cerrar a los demás... ¿Cómo podría, pues, yo ser tan ingrato a tan gran dignación y amor, que llegue a pecar contra El, a ofender su honor, a contaminar este cuerpo que es suyo, a profanar esta dignidad, esta vida consagrada a su servicio?".
6. A esta santidad de vida, de la que aún queremos hablar más todavía, atiende la Iglesia por medio de esfuerzos tan grandes como continuos. Para ello instituyó los Seminarios: en éstos, los jóvenes que se educan para el sacerdocio han de ser imbuidos en ciencias y letras, han de ser al mismo tiempo, pero de un modo especial, formados desde sus más tiernos años en todo cuanto a la piedad concierne. Después, como solícita madre, la Iglesia los conduce gradualmente al sacerdocio, con largos intervalos en los que no perdona medio alguno para exhortarles a que adquieran la santidad. Place bien recordar aquí todo esto.
Cuando ya la Iglesia nos alistó en la sagrada milicia, quiso confesáramos con verdad que el Señor es parte de mi herencia y de mi suerte: Vos sois, Dios mío, quien me devolveréis esta herencia (Ps 15,5). Por estas palabras -dice San Jerónimo- el clérigo queda bien avisado de que él, que es parte del Señor o tiene al Señor por parte suya, se muestre tal, que también posea al Señor y sea poseído por El (Ep. 52, ad Nepot n. 5).
¡Qué lenguaje tan grave emplea la Iglesia con aquellos que van a ser promovidos al subdiaconado! Una y muchas veces habréis de considerar la carga que voluntariamente tomáis sobre vuestros hombros... Porque, si recibís este orden, no os será permitido volver atrás en vuestra decisión, sino que tendréis que servir siempre a Dios y guardar, con su ayuda, la castidad. Y, por fin: Si hasta el presente habéis estado retraídos de la Iglesia, desde ahora debéis ser asiduos en frecuentarla; si hasta hoy soñolientos, desde ahora vigilantes...; si hasta aquí deshonestos, en lo sucesivo castos... ¡Ved qué ministerio se os confiere! -Por los que van a pasar al diaconado, la Iglesia ruega así a Dios, por la voz del Obispo: Que en ellos abunde el modelo de toda virtud, una autoridad modesta, un pudor constante, la pureza de la inocencia y la observancia de la disciplina espiritual... Que en sus costumbres brillen tus preceptos, a fin de que, con el ejemplo de su castidad el pueblo fiel tenga como propio un modelo que imitar. -Más conmovedora aún es la advertencia dirigida a los que han de ser elevados al sacerdocio: Preciso es subir con gran temor a grado tan alto y procurar que la sabiduría celestial, la probidad de las costumbres y la perpetua observancia de la justicia recomienden a los escogidos para tal cargo... Que el perfume de vuestra vida sea la alegría de la Iglesia de Dios, de manera que por la predicación y el ejemplo construyáis la casa, es decir, la familia de Dios. Pero, sobre todo, nos ha de mover aquel gravísimo mandato que añade: Imitad lo que tenéis entre manos, el cual ciertamente concuerda con aquel precepto de San Pablo: Hagamos a todo hombre perfecto en Jesucristo (Col 1,28).
7. Siendo, por lo tanto, éste el pensamiento de la Iglesia, en cuanto a la vida sacerdotal, a nadie podrá parecer extraño que los Santos Padres y Doctores estén todos tan unánimes en este asunto que hasta puedan parecer quizá demasiado prolijos; y, sin embargo, si los juzgamos con prudencia, concluiremos que nada han enseñado que no sea plenamente recto y verdadero. A esto se reducen sus palabras: Entre el sacerdote y cualquier hombre probo debe haber tanta diferencia como entre el cielo y la tierra, por cuya razón se ha de procurar que la virtud del sacerdote no sólo esté exenta de las más graves culpas, sino también aun de las más leves. El Concilio de Trento siguió en esto el juicio de hombres tan venerables, cuando advirtió a los clérigos que huyesen hasta de las faltas leves, que en ellos serían muy grandes (Sess. 22 de reform. c. 1); muy grandes, en efecto, no en sí, sino con relación al que las comete, y a quien, con mayor razón que a las paredes de nuestros templos, ha de aplicarse esta frase de la Escritura: La santidad es propia de tu casa (Ps 92,5).
8. Ahora bien: preciso es determinar en qué haya de consistir esta santidad, de la cual no es lícito que carezca el sacerdote; porque el que lo ignore o lo entienda mal, está ciertamente expuesto a un peligro muy grave. Piensan algunos, y hasta lo pregonan, que el sacerdote ha de colocar todo su empeño en emplearse sin reserva en el bien de los demás; por ello, dejando casi todo el cuidado de aquellas virtudes -que ellos llaman pasivas- por las cuales el hombre se perfecciona a sí mismo, dicen que toda actividad y todo el esfuerzo han de concentrarse en la adquisición y en el ejercicio de las virtudes activas. Maravilla cuánto engaño y cuánto mal contiene esta doctrina. De ella escribió muy sabiamente Nuestro Predecesor, de feliz memoria: Sólo aquel que no se acuerde de las palabras del Apóstol: "Los que El previó, también predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo" (Rm 8,29), sólo aquél -digo- podrá pensar que las virtudes cristianas son acomodadas las unas a un tiempo y las otras a otro. Cristo es el Maestro y el ejemplo de toda santidad, a cuya norma se ajusten todos cuantos deseen ocupar un lugar entre los bienaventurados. Ahora bien: a medida que pasan los siglos, Cristo no cambia, sino que es el mismo "ayer y hoy, y será el mismo por todos los siglos" (He 13,8). Por lo tanto, a todos los hombres de todos los tiempos se dirige aquello: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11,20): y en todo momento se nos muestra Cristo "hecho obediente hasta la muerte" (Ph 2,8). También aquellas palabras del Apóstol: "Los que son de Cristo han crucificado su carne con los vicios y las concupiscencias" (Ga 5,24) valen igualmente para todos los tiempos.
9. Verdad es que estas enseñanzas se aplican por igual a todos los fieles, pero dicen mejor con los sacerdotes; y, como dicho a ellos antes que a los demás, han de tomar lo que Nuestro Predecesor añadía con su apostólico celo: Quisiera Dios que estas virtudes fuesen practicadas ahora por mayor número de gente, como lo fueron por tantos santos personajes de tiempos pasados, que en humildad de corazón, obediencia y abstinencia fueron "poderosos en obras y palabras", con provecho muy grande para la religión y la sociedad. Ni está fuera de lugar el recordar cómo el sapientísimo Pontífice con toda razón hace una muy singular mención de aquella abstinencia que, en lenguaje evangélico, llamamos "abnegación de sí mismo". En efecto, queridos hijos, en ella principalmente están contenidas la fuerza, la eficacia y todo el fruto del ministerio sacerdotal; así como de su negligencia procede todo cuanto en las costumbres del sacerdote puede ofender los ojos y las conciencias de los fieles. Porque, si alguno obra por un vergonzoso afán de lucro, si se enreda en negocios temporales, si ambiciona los primeros puestos y desprecia los demás, si se hace esclavo de la carne y de la sangre, si busca el agradar a los hombres, si confía en las palabras persuasivas de la sabiduría humana, todo ello proviene de que desdeña el mandato de Cristo y desprecia la condición por El puesta: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo (Mt 16,24).
10. Mientras Nos inculcamos tanto todo esto, no dejamos de advertir al sacerdote que no ha de vivir santamente para sí solo, pues él es el obrero que Cristo salió a contratar para su viña (Mt 20,1). Le corresponde, pues, arrancar las perniciosas hierbas, sembrar las útiles, regarlas y velar para que el enemigo no siembre luego la cizaña. Guárdese bien, por lo tanto, el sacerdote, no sea que, al dejarse llevar por un afán inconsiderado de su perfección interior, descuide alguna de las obligaciones de su ministerio que al bien de los fieles se refieren. Tales son: predicar la palabra divina, oír confesiones cual conviene, asistir a los enfermos, sobre todo a los moribundos, enseñar la fe a los que no la conocen, consolar a los afligidos, hacer que vuelvan al camino los que yerran, imitar siempre y en todo a Cristo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los tiranizados por el diablo (Ac 10,38).
11. Pero, en medio de toda esta actividad, que en su alma esté siempre profundamente grabada la advertencia insigne de San Pablo: Ni él que planta es algo, ni él que riega; sino él que obra el crecimiento, Dios (1Co 3,7). Bien está que entre lágrimas vaya echando las semillas, bien que luego las cuide con todo esmero; pero que germinen y den el fruto deseado, sólo pertenece a Dios y a su auxilio todopoderoso. Y es que, sobre todo, siempre se ha de tener muy presente que los hombres no son sino instrumentos que usa Dios para la salvación de las almas; por ello, siempre han de estar muy bien preparados para que Dios pueda servirse de ellos. Pero ¿de qué modo? ¿Creemos, por ventura, que Dios se moverá a valerse de nuestra actividad, en el extender su gloria, por alguna excelencia nuestra ingénita o lograda por el trabajo? En manera alguna; porque escrito está: Dios se escogió lo necio del mundo para confundir al sabio; y lo débil del mundo, para confundir lo fuerte; y lo vil del mundo, lo tenido en nada y lo que no es, se lo escogió Dios para anular lo que es (1Co 1,27-28).
12. En realidad, tan sólo hay una cosa que une al hombre con Dios, haciéndole agradable a sus ojos e instrumento no indigno de su misericordia: la santidad de vida y de costumbres. Si esta santidad, que no es otra que la eminente ciencia de Jesucristo, faltare al sacerdote, le falta todo. Pues, separados de esta santidad, el caudal mismo de la ciencia más escogida -que Nos mismo procuramos promover en el clero-, la actividad y el acierto en el obrar, aunque puedan ser de alguna utilidad, ya a la Iglesia, ya a cada uno de los cristianos, no rara vez les son lamentable causa de perjuicios. Pero cuánto pueda, por ínfimo que sea, emprender y lograr con gran beneficio para el pueblo de Dios quien esté adornado de santidad y por la santidad se distinga, lo prueban numerosos testimonios de todos los tiempos, y admirablemente el no lejano de Juan B. Vianney, ejemplar cura de almas, a quien Nos tuvimos gran placer en decretar el honor debido a los Beatos. -Únicamente la santidad nos hace tales como nos quiere nuestra divina vocación, esto es, hombres que estén crucificados para el mundo y para quienes el mundo mismo esté crucificado, hombres que caminen en una nueva vida y que, como enseña San Pablo, en medio de trabajos, de vigilias, de ayunos, por la castidad, por la ciencia, por la longanimidad, por la suavidad, por el Espíritu Santo, por la caridad no fingida, por la palabra de verdad (2Co 6,5 ss.), se muestren ministros de Dios, que se dirijan exclusivamente hacia las cosas celestiales y que pongan todo su esfuerzo en llevar también a los demás hacia ellas.
13. Mas, como nadie ignora, la santidad de la vida en tanto es fruto de nuestra voluntad, en cuanto es fortificada por Dios mediante el auxilio de la gracia; y Dios mismo nos ha provisto colmadamente para que no careciésemos jamás, si no queremos, del don de la gracia, lo cual logramos principalmente por el espíritu de oración. En efecto, entre la santidad y la oración existe dicha relación tan necesariamente que de ningún modo puede existir la una sin la otra. Por esto, muy conforme a la verdad es la frase del Crisóstomo: Yo creo que es evidente para todos que es sencillamente imposible el vivir en la virtud sin la defensa de la oración (De praecatione orat. 1); y San Agustín, agudamente, formula esta conclusión: Verdaderamente sabe vivir bien quien sabe orar bien (Hom. 4 ex 50).
Jesucristo mismo nos persuade con más fuerza estas enseñanzas por la exhortación constante de su palabra, y más todavía con su ejemplo: sabido es cómo para orar, se retiraba a los desiertos, o se acogía a la soledad de las montañas; gastaba noches enteras con gran empeño en esta ocupación; iba frecuentemente al templo, y hasta rodeado de las muchedumbres oraba en público con los ojos alzados al cielo; en fin, clavado en la cruz, aun entre los mismos dolores de la muerte, llorando y con gran clamor suplicó a su Padre.
14. Tengamos, por lo tanto, como cierto y probado que el sacerdote, a fin de poder cumplir dignamente con su puesto y su deber, necesita darse de lleno a la oración. No es raro tener que deplorar que lo haga más por costumbre que por devoción interior; que a su tiempo rece el oficio con descuido o que recite a veces algunas oraciones, pero después ya no se acuerde de consagrar parte alguna del día para hablar con Dios, elevando su corazón al cielo. Y sin embargo, el sacerdote, mucho más que cualquier otro, debe obedecer al precepto de Cristo: Preciso es orar siempre (Lc 18,1); precepto que seguía San Pablo, cuando insistía con tanto empeño: Perseverad en la oración, pasando en ella las vigilias con acción de gracias (Col 4,2); Orad sin cesar (1Th 5,17).
Y ¡cuántas ocasiones se presentan durante el día para elevarse hacia Dios a un alma poseída por el deseo de la propia santificación y de la salvación de las otras almas! Angustias íntimas, fuerza y pertinacia de las tentaciones, falta de virtudes, desaliento y esterilidad en los trabajos, innumerables ofensas o negligencia y, finalmente, el temor a los juicios divinos: todas estas cosas nos incitan poderosamente a llorar ante el Señor para enriquecernos fácilmente, a sus ojos, de méritos y, además, conseguir su protección. Y hemos de llorar no tan sólo por nosotros. Entre el gran diluvio de pecados que, sin cesar se extiende por todas partes, a nosotros nos corresponde, sobre todo, el implorar y suplicar la divina clemencia, así como el insistir ante Cristo, dador muy benigno de toda gracia, en el admirable Sacramento: Perdona, Señor, perdona a tu pueblo.
15. Punto capital, en esto, es el designar cada día un tiempo determinado para la meditación de las cosas eternas. No hay sacerdote que, sin nota de grave negligencia y detrimento de su alma, pueda descuidar esto. Escribiendo el santísimo abad Bernardo a Eugenio III, discípulo suyo en otro tiempo y a la sazón Romano Pontífice, con no menor libertad que energía le avisaba que ningún día dejara de entregarse a la meditación de las cosas divinas, sin que le sirvieran de excusa alguna las ocupaciones tan numerosas y graves como lleva consigo el supremo apostolado. Y con toda razón se empeñaba en lograrlo de él, enumerándole así con gran sabiduría las utilidades de tal ejercicio: La meditación purifica su propia fuente, esto es, la mente de donde procede. Regula luego las afecciones, dirige los actos, corrige los excesos, arregla las costumbres, cohonesta y ordena la vida; confiere, en fin, tanto la ciencia de las cosas divinas como de las humanas. Es la que aclara lo confuso, corrige los extravíos, concentra lo esparcido, escudriña lo oculto, investiga lo verdadero, examina lo verosímil y explora lo fingido y aparente. Ella prepara lo que debe hacerse y repasa lo hecho, de suerte que nada subsista en el ánimo que no esté corregido o que tenga necesidad de corrección. En lo próspero, ella presiente lo adverso; y, en lo adverso, hace como que no siente: propio es lo uno de la fortaleza, lo otro de la prudencia (De considerat. 1, 7). El conjunto de estas grandes ventajas, que la meditación lleva consigo, nos enseña y a la vez nos advierte cómo en todos los sentidos no sólo es provechosa, sino muy necesaria.
16. Aunque las diferentes funciones sacerdotales sean augustas y llenas de veneración, ocurre, sin embargo, que quienes las cumplen por costumbre, no las consideran con la religiosidad que se merecen. De aquí, disminuyendo el fervor poco a poco, fácilmente se pasa a la negligencia y hasta al disgusto de las cosas más santas. Añádase a esto que al sacerdote le es necesario el vivir diariamente como en medio de una generación depravada, de modo que muchas veces, aun en el ejercicio mismo de la caridad pastoral, habrá de temer no se encubran allí las asechanzas de la serpiente infernal. ¿Qué decir de la facilidad con que hasta los corazones piadosos se manchan con el polvo del mundo? Bien, pues, se ve cuál y cuán grande es la necesidad de volverse todos los días hacia la contemplación de las cosas del cielo, para que, recobradas de tiempo en tiempo las fuerzas, la mente y la voluntad queden robustecidas contra las tentaciones. Conviene, además, que el sacerdote adquiera cierta facilidad y hábito para elevarse y tender hacia las cosas celestiales, a fin de gustar las cosas de Dios, enseñarlas y aconsejarlas con ahínco; y ordenar su vida sobre las cosas humanas de tal suerte que todo cuanto haga según su ministerio, lo haga según Dios, inspirado y guiado por la fe. Ahora bien; que esta disposición de ánimo, esta unión como espontánea del alma con Dios, se produce y se conserva principalmente gracias a la meditación cotidiana, cosa es tan clara a quien piense un poco siquiera, que ya no es necesario el detenernos más en su explicación.
17. Confirmación de todo esto, bien triste por cierto, podemos hallar en la vida de aquellos sacerdotes que o hacen poco caso de la meditación de las cosas eternas, o la miran con fastidio. Y así son de ver aquellos hombres, en quienes ha languidecido bien tan importante como el sentir de Cristo, entregados por completo a las cosas de la tierra, pretendiendo cosas vanas, hablando fútiles palabras y tratando las cosas santas negligente, fría y aun indignamente quizá. En un principio, esos sacerdotes, fortalecidos por la gracia de su reciente unción sacerdotal, preparaban con diligencia su ánimo para rezar el oficio divino, para no hacer como los que tientan a Dios: buscaban el tiempo más oportuno y los sitios más retirados del estrépito de las gentes; procuraban investigar los sentidos de la palabra de Dios; cantaban alabanzas, gemían, se alegraban y derramaban su espíritu con el Salmista. Y ahora, con relación a entonces, ¡cuán cambiados!... Apenas si ya nada en ellos queda, de aquella animosa piedad con que anhelaban los divinos misterios. ¡Cuán amados les eran en otros tiempos aquellos tabernáculos! Ansiaba el alma por sentarse a la mesa del Señor y poder llevar continuamente a otras muchas hacia ella. Antes del sacrificio, ¡qué pureza, qué oraciones las de aquella alma fervorosa! En la celebración de la misa, ¡cuánta reverencia entonces, exactamente cumplidas las augustas ceremonias en toda su hermosura! ¡Qué gracias dadas de lo íntimo del corazón! Así, felizmente, en el pueblo se esparcía el buen olor de Cristo… Acordaos, os rogamos hijos amadísimos, acordaos... de los pasados días (He 10,32) cuando, en efecto, el alma ardía inflamada por el entusiasmo de la santa meditación.
18. Entre aquellos mismos a quienes es gravoso recogerse en su corazón (Jr 12,11) o que lo descuidan, no faltan ciertamente quienes no disimulan la consiguiente pobreza de su alma, y se excusan poniendo por causa que se entregaron totalmente a la actividad del ministerio sacerdotal, a la múltiple utilidad de los demás. Más se engañan miserablemente. Porque, no acostumbrados ya a tratar con Dios, cuando de El hablan a los hombres o cuando les dan consejos para la vida cristiana, carecen totalmente del espíritu de Dios, de suerte que en ellos la palabra evangélica parece casi muerta. Su voz, aunque brille con una prudencia o facundia que se alaba, ya no es el eco de la voz del buen Pastor, única que las ovejas oyen para su bien, sino que resuena y se pierde sin fruto, algunas veces infecunda por el mal ejemplo, no sin deshonra para la religión y escándalo para los buenos. Lo mismo sucede en los demás ministerios de su agitada vida; pues, o no se sigue ventaja alguna de sólida utilidad, o es de corta duración, porque le falta la lluvia del cielo que se atrae en abundancia tan sólo por la oración del que se humilla (Si 35,21).
19. Y no podemos menos que lamentarnos vehementemente por aquellos que, arrastrados por perniciosas novedades, ni se avergüenzan siquiera de pensar en contra de lo que llevamos dicho, juzgando ellos que es como perdido el trabajo que se emplea en meditar y en orar. ¡Funesta ceguera! ¡Ojalá que los tales, considerando bien consigo mismo, lleguen por fin a conocer en qué paran esa negligencia y desprecio tal de la oración! De aquí procedió la soberbia y la contumacia; y éstas dieron frutos harto amargos, que el ánimo de Padre rehuye recordar y desea totalmente arrancar. Dios atienda a este deseo, y mirando con ojos benignos a los extraviados, derrame sobre ellos tan abundantemente el espíritu de gracia y de oración, que llorando su error vuelvan de grado, con alegría de todos, a los caminos en mal hora abandonados, y continúen en ellos con más cautela. ¡Y séanos Dios testigo, como en otro tiempo lo fue con el Apóstol (Ph 1,8), de cómo los amamos a todos ellos en las entrañas de Jesucristo!
20. Que en ellos, como en todos vosotros, hijos amadísimos, se grabe muy bien Nuestra exhortación, porque es también de Cristo Señor Nuestro: Atended, vigilad y orad (Mc 13,33). Ante todo, que cada cual aplique su industria al empeño de meditar piadosamente; procure esto mismo con diligencia y ánimo confiado, suplicando: ¡Señor, enséñanos a orar! (Lc 11,1). Ni tiene poco peso para inducirnos a meditar esta especial razón: a saber, cuán gran influencia en el consejo y virtud procede de aquí, cosa muy útil para la recta cura de almas, obra la más difícil de todas Y muy a propósito viene, siendo digna de ser recordada, la alocución pastoral de San Carlos: Entended, hermanos, que nada es tan necesario a todos los varones eclesiásticos como la oración mental, que preceda, acompañe y siga a todas nuestras acciones; "Cantaré, dice el Profeta, y entenderé" (Ps 100,2). Si administras los sacramentos, oh hermano, medita qué haces; si celebras la misa, piensa qué ofreces; si cantas, mira con quién y qué cosas hablas; si diriges las almas, piensa en la sangre con que están lavadas (Ex orationib, ad clerum).
21. Por lo cual, con justa razón, nos manda la Iglesia repetir frecuentemente aquellas palabras de David: Bienaventurado el varón que medita en la ley del Señor, su voluntad permanece de día y de noche; todas las cosas que haga le resultarán bien. Además, sirva a todos de noble estímulo esto último: si el sacerdote se llama otro Cristo, y lo es, por la comunicación de la potestad, ¿no deberá hacerse tal y ser considerado como tal también por la imitación de sus obras?... Sea, pues, nuestro gran empeño meditar la vida de Jesucristo (De imit. Christi, 1, 1).