jueves, 30 de noviembre de 2000

CHARITAS QUAE (13 DE ABRIL DE 1791)


BREVE

CHARITAS QUAE

DEL SUMO PONTÍFICE

PÍO VI

A Nuestros Amados Hijos los Cardenales de la Santa Iglesia Romana y a Nuestros Venerables Hermanos los Arzobispos y Obispos, y a los Amados Hijos de los Capítulos, el Clero y el Pueblo del Reino de Francia.

Queridos hijos, Venerables Hermanos y amados hijos, salud y bendición apostólica.

1. La caridad, que -como enseña el apóstol Pablo- es paciente y bondadosa, lo tolera y soporta todo, mientras quede la esperanza de que con la mansedumbre se pueda oponer a los errores que ahora han empezado a arraigar. Sin embargo, si los errores crecen de día en día, hasta el punto de precipitar el cisma, entonces las mismas leyes de la caridad, estrechamente unidas a los deberes apostólicos que indignamente cumplimos, exigen e imponen que se prepare una medicina -paternal, pero lista e igualmente eficaz- contra la incipiente enfermedad, después de haber mostrado a los que yerran el horror de la culpa y la gravedad de las penas canónicas en que han incurrido. De este modo, los que se han desviado del camino de la verdad podrán recuperarse y, habiendo abjurado de sus errores, podrán volver a entrar en la Iglesia que, como una madre amorosa, acogerá su regreso con los brazos abiertos; y los demás fieles evitarán convenientemente los engaños de los pseudopastores, que (habiendo entrado en el redil por todos los medios, pero no por la puerta) no piden otra cosa más que robar, matar y destruir.

2. Con estos divinos preceptos ante nuestros ojos, apenas oímos el ruido de la guerra que los innovadores filósofos reunidos en la Asamblea Nacional de Francia, de la que constituían la mayoría, libraban contra la Religión Católica; lloramos amargamente ante Dios, y después de haber compartido con Nuestros Venerables Hermanos Cardenales de la Santa Iglesia Romana la ansiedad de Nuestro ánimo, convocamos oraciones públicas y privadas. Posteriormente, en una carta fechada el 9 de julio de 1790 a Nuestro queridísimo hijo en Cristo, Luis, el Rey más cristiano, le instamos repetidamente a no sancionar la "Constitución Civil del Clero", que habría conducido a la Nación hacia el error y al Reino hacia el cisma. De ninguna manera podría suceder que una asamblea política de personas cambiara la disciplina universal de la Iglesia, concultara las sentencias de los Santos Padres y los decretos de los Concilios, subvirtiera el orden jerárquico, regulara a su antojo la elección de los Obispos, destruyera las sedes episcopales y, habiendo eliminado la mejor organización, introdujera otra peor en la Iglesia.

3. Para que Nuestras exhortaciones penetraran más profundamente en el ánimo del cristianísimo Rey, escribimos otras dos cartas en forma de Breves, el día 10 del mismo mes, a los Venerables Hermanos Arzobispos de Burdeos y de Vienne, que estaban al lado del Rey, y les exhortamos paternalmente a unir su intervención a la Nuestra. Había que evitar que, si la autoridad real aceptaba la citada "Constitución", el propio Reino se convirtiera en cismático, y los obispos creados según la forma fijada por los Decretos se convirtieran en cismáticos; en cuyo caso nos veríamos obligados a tacharlos de intrusos, privados totalmente de jurisdicción eclesiástica. Para que no se dudara lo más mínimo de que Nuestra ansiosa solicitud estaba motivada únicamente por preocupaciones religiosas, y para callar las bocas de los enemigos de esta Sede Apostólica, decretamos que se suspendiera en Francia la recaudación de los impuestos, debidos a Nuestros oficios por Convenciones anteriores y por la costumbre ininterrumpida.

4. El Rey más cristiano se habría abstenido ciertamente de confirmar la Constitución, pero el comportamiento apremiante e impelente de la Asamblea Nacional le indujo a aceptar y firmar la Constitución, como lo demuestran las cartas que nos envió el 28 de julio, el 6 de septiembre y el 16 de diciembre; en las que nos pedía que aprobáramos, al menos por precaución, primero cinco y luego siete artículos, que, no disímiles entre sí, constituían casi un resumen de la nueva Constitución.

5. Pronto nos dimos cuenta de que ninguno de estos artículos podía ser aprobado o tolerado por Nosotros, ya que eran contrarios a las reglas canónicas. No queriendo, sin embargo, que los enemigos aprovecharan de esto la oportunidad de engañar al pueblo, como si Nosotros nos opusiéramos a cualquier forma de conciliación, y deseando continuar por el mismo camino de mansedumbre, anunciamos al Rey, por carta del 17 de agosto dirigida a él, que los artículos serían cuidadosamente sopesados por Nosotros y que los Cardenales de la Santa Iglesia Romana serían llamados a consejo y, reunidos, reflexionarían exactamente. Por lo tanto, se reunieron dos veces, el 24 de septiembre y el 16 de diciembre, para examinar los artículos primero y segundo; habiendo hecho un examen muy diligente, consideraron unánimemente que debía oírse la opinión de los obispos franceses sobre los artículos en cuestión, para que ellos mismos pudieran indicar, si era posible, algún fundamento canónico que no pudiera identificarse de lejos, como ya habíamos escrito anteriormente en otra carta nuestra al Rey Cristianísimo.

6. Un consuelo nada despreciable para el dolor que nos afligía fuertemente se derivaba del hecho de que la mayoría de los obispos franceses, impulsados espontáneamente por los deberes del compromiso pastoral y movidos por el amor a la verdad, se mostraban constantemente opuestos a esta Constitución y la combatían con todas las formas propias del régimen de la Iglesia. Este Nuestro consuelo se incrementó aún más cuando Nuestro amado hijo el Cardenal Rochefoucauld y los Venerables Hermanos el Arzobispo de Aix y otros Arzobispos y Obispos en número de treinta, para evitar tantos y tan grandes males, se dirigieron a Nosotros, en una carta fechada el 10 de octubre, enviaron una "Exposición sobre los Principios de la Constitución del Clero", firmada por cada uno con su propio nombre, pidiendo Nuestro consejo y Nuestra ayuda; imploraron de Nosotros, como de un Maestro y Padre común, la norma correcta de comportamiento, a la que pudieran confiarse con tranquilidad. Lo que sobre todo aumentó Nuestro consuelo fue que muchos otros Obispos se unieron a los primeros, firmando la citada "Exposición", de modo que de los 131 Obispos de este Reino sólo quedaron cuatro de opinión diferente; y junto a este gran número de Obispos también la multitud de Capítulos y la mayoría de Párrocos y Pastores del segundo orden estuvieron de acuerdo en que esta "Exposición", hecha suya con el consentimiento de los ánimos, formara parte de la Doctrina de toda la Iglesia francesa.

7. Nosotros mismos, sin demora, pusimos manos a la obra y sometimos a examen todos los artículos de dicha Constitución. Pero la Asamblea Nacional Francesa, aunque escuchó la voz concurrente de dicha Iglesia, no pensó en lo más mínimo en desistir de su empeño, sino que se ensañó más con la coherencia de los obispos. Comprendiendo perfectamente que entre los metropolitanos y los obispos mayores no habría ninguno dispuesto a legitimar a los nuevos obispos, elegidos en los municipios con el voto de los laicos, herejes, infieles y judíos, según los nuevos decretos; Sabiendo, además, que esta absurda forma de régimen no podía subsistir en ninguna parte, ya que sin Obispos desaparecería cualquier forma de Iglesia, la Asamblea pensó en publicar Decretos aún más absurdos, lo que hizo el 15 y el 27 de noviembre y de nuevo el 3, el 4 y el 26 de enero de 1791. Por estos decretos adicionales, a los que la autoridad real añadió fuerza, se estableció que -si el Metropolitano o el Obispo más antiguo se negaban a consagrar al recién elegido- cualquier Obispo de otro Distrito podía hacerlo. Además, para que en una sola acción y en un solo momento fueran destituidos todos los obispos y pastores católicos honestos, se ordenó también que todos los pastores, tanto de primer como de segundo orden, prestaran juramento, sin añadidura alguna, de observar la Constitución, tanto la ya promulgada como las normas que se aprobaran posteriormente. Aquellos que se negaran a prestar el juramento, serían incluso destituidos de su rango y sus sedes y parroquias consideradas vacantes del pastor. Por lo tanto, una vez expulsados los legítimos Pastores y Ministros, incluso por la violencia, sería lícito proceder a la elección de nuevos Obispos y Párrocos en los distritos municipales; dejando de lado a los Metropolitanos y a los Obispos más antiguos que no se hubieran sometido al juramento, estos elegidos deberían presentarse al Directorio (al que correspondería la designación de cualquier Obispo) para ser confirmados e instituidos.

8. Decretos de este tipo, que se publicaron posteriormente, cargaron Nuestra mente con un inmenso dolor y aumentaron Nuestra pena, porque tuvimos que tratar estos asuntos en la respuesta a los Obispos que estábamos preparando. Los decretos nos instan de nuevo a convocar oraciones públicas y a implorar al Padre de toda misericordia. También fueron la razón por la que los obispos franceses, que ya se habían opuesto a la Constitución del Clero con eminentes y sesudas publicaciones, imprimieron nuevas Cartas Pastorales al pueblo, e hicieron todo lo posible para oponerse a las disposiciones relativas a la deposición de los obispos, a las vacaciones de las sedes episcopales, a las elecciones y ratificaciones de los nuevos pastores. De ello se desprende que -por acuerdo expreso de toda la Iglesia francesa- los juramentos cívicos fueron considerados como perjurio y sacrilegio, totalmente indignos no sólo de los eclesiásticos, sino de cualquier persona católica; todos los actos consecuentes, considerados cismáticos, fueron tenidos en poca consideración y hechos objeto de las más graves censuras.

9. Estas declaraciones tan loables del clero francés se vieron correspondidas por los hechos, ya que casi todos los obispos y la mayoría de los párrocos se negaron, con impertérrita coherencia, a prestar el juramento. Entonces los enemigos de la religión se dieron cuenta de que todos sus malvados designios serían vanos si no conseguían ganar el alma de algún Obispo, débil o movido por la ambición; alguien que jurara proteger la Constitución y moviera sus sacrílegas manos en las Consagraciones, para que no faltara nada más para introducir el cisma. Entre los que fueron derrocados por la malicia de otros, el primero fue Carlos, obispo de Autun, defensor acérrimo de la Constitución; el segundo fue Juan José, obispo de Lydda; el tercero fue Luis, obispo de Orleans; el cuarto fue Carlos, obispo de Viviers; el quinto fue el cardenal de Loménie y arzobispo de Sens; y los muy pocos y muy infelices pastores de la segunda orden.

10. Por lo que respecta al cardenal de Loménie, en una carta dirigida a Nosotros el 25 de noviembre, en la que intentaba justificar el juramento que había prestado, afirmaba que no debía considerarse como un "consenso de mente" y que, en cualquier caso, dudaba profundamente si negarse a imponer sus manos a los elegidos (como había evitado hacer hasta entonces) o no. Como el problema más importante era que ninguno de los obispos consagrara a los elegidos (lo que habría reforzado el camino del cisma), nos pareció oportuno suspender Nuestra respuesta a los obispos, que estaba casi terminada, y sin demora volver a escribir, el 23 de febrero, al cardenal, mostrándole tanto su error de juicio al prestar el juramento como las penas previstas por los Cánones; penas a las que, no sin dolor en Nuestra alma, deberíamos haberle sometido, privándole incluso de la dignidad de cardenal, si no hubiera reparado la ofensa pública con una retractación oportuna y adecuada. En cuanto a la duda sobre si consagrar o no a los pseudoelectos, le ordenamos formalmente que no procediera a instituir nuevos obispos, ni siquiera en estado de necesidad, para no añadir nuevos interlocutores hostiles a la Iglesia. En efecto, se trata de un derecho que pertenece exclusivamente a la Sede Apostólica, sobre la base de lo establecido por las normas del Concilio de Trento, y que ninguno de los Obispos o Metropolitanos puede arrogarse; de lo contrario, estamos obligados por nuestro deber apostólico a considerar como cismáticos tanto a los que consagran como a los que son consagrados, y de ningún valor todos los actos que cualquiera de ellos produzca.

11. Terminadas estas tareas, que la naturaleza de Nuestro supremo deber pastoral Nos imponía, era oportuno que pusiéramos la mano en la respuesta, que ya había costado gran esfuerzo y largo trabajo, por las muchas novedades que se habían acumulado. Con la ayuda de Dios la completamos, para que, una vez examinados todos los artículos, quedara claro para todos que la nueva Constitución -basada en Nuestro juicio y en el de la Sede Apostólica, que los obispos franceses nos habían pedido y que los católicos franceses deseaban mucho- nacía de principios contaminados por la herejía y, por tanto, en varios decretos era ella misma herética y contraria al dogma católico; en otros era sacrílega, cismática, destructora de los derechos del Primado y de la Iglesia, contraria a la antigua y a la nueva disciplina; en definitiva, estructurada y difundida sin otro fin que el de abolir la religión católica. Se niega toda la libertad de profesar la religión católica, se destituye a los pastores legítimos y se toman las propiedades; pero los hombres de otras sectas son dejados pacíficamente en su libertad y en posesión de sus propiedades. A pesar de que habíamos demostrado claramente todo esto, y sin embargo, no queriendo abandonar el camino de la mansedumbre, declaramos que hasta ahora nos habíamos abstenido de considerar a los autores de la mala constitución civil del clero como separados de la Iglesia católica; Pero al mismo tiempo debíamos repetir que (como la Santa Sede siempre ha acostumbrado a hacer en casos de este tipo) nos veríamos desgraciadamente obligados a declarar cismáticos a todos aquellos que no se aparten de los errores que hemos ilustrado, ya sean los autores de esta Constitución, o personas que se hayan adherido a ella por juramento; ya hayan sido nombrados nuevos pastores, o hayan consagrado a los elegidos, o hayan sido consagrados por los elegidos. Porque, sean quienes sean, todos ellos estarían privados de la misión legítima y de la comunión con la Iglesia.

12. Puesto que -sin perjuicio del dogma y de la disciplina universal de la Iglesia- Nuestra mente está dispuesta a favorecer a la ilustre nación francesa en la medida en que sea lícito, siguiendo el consejo de los Cardenales convocados por este motivo y repitiendo lo que ya habíamos escrito personalmente al cristianísimo Rey, exhortamos a los Obispos, bajo cuyos ojos se estaban produciendo las cosas, a que nos propusieran algún otro tipo de intervención -si fuera posible encontrarlo- que no estuviera en contraste con el dogma católico y la disciplina universal, para someterlo a Nuestro examen y a Nuestra decisión. Estos sentimientos de Nuestra mente también fueron expuestos por Nosotros a Nuestro hijo más querido en Cristo, el Rey más cristiano, a quien enviamos una copia de Nuestra respuesta a los Obispos; Además, le exhortamos en el Señor a que preparara, con la ayuda de los Obispos más sabios, una medicina más adecuada al mal que también había provocado la autoridad real, y le aseguramos que contra los que permanecieran obstinadamente en el error ejecutaríamos (como se desprende de la obligación pastoral) lo que, puestos en la misma condición, dispusieron también Nuestros Predecesores.

13. Nuestras dos cartas, la del Rey y la de los obispos, fueron enviadas el 10 de marzo por un correo especial, que salió al día siguiente. De nuevo, el 15 del mismo mes, con la llegada del correo ordinario de Francia, se nos comunicó desde todas partes que el 24 de febrero se había alcanzado el clímax del cisma en París. Ese día, en efecto, el obispo de Autun (ya culpable de perjurio y de defección por haber abandonado la Iglesia por su propia voluntad y frente a los laicos), con un comportamiento muy diferente al de su Capítulo, que merece todos los elogios, se unió a los obispos de Babilonia y Lida. El primero de ellos, que había sido condecorado por Nosotros con el palio, y que también había sido dotado de subsidios, demostró ser un digno sucesor de otro obispo de Babilonia, Domingo Varlet, muy conocido por el cisma de la Iglesia de Utrecht; el segundo, ya culpable de perjurio, ya había incurrido en el odio y la desestima de los buenos cuando se había mostrado disidente de la recta doctrina del obispo y del capítulo de la Iglesia de Basilea, de la que es sufragáneo. Ese día, pues, el obispo de Autun, con la ayuda de estos dos obispos, sin una palabra al Ordinario, en la iglesia de los Sacerdotes del Oratorio, se atrevió a imponer las manos sacrílegas a Luis Alejandro Expilly y a Claudio Eustaquio Francisco Marolles, sin haber recibido ningún mandato de la Sede Apostólica y sin exigir el juramento de obediencia debido al Pontífice; descuidando, además, el examen y la confesión de fe prescritos por el Pontificio Romano (formalidades que deben ser observadas en todas las iglesias del mundo) y descuidando, violando, despreciando también todas las demás normas. Todo esto, aunque no podía ignorar que el primero de los dos había sido elegido ilegítimamente obispo de Cornualles, a pesar de las serias y reiteradas objeciones de ese Capítulo, y que el otro, aún menos legítimamente, había sido nombrado obispo de Soissons, de la diócesis cuyo pastor, vivo y sano, es el reverendo hermano Henry Joseph Claudius de Bourdeilles. Éste consideró que era su deber oponerse con vehemencia a una profanación tan grande y defender su diócesis con empeño, como atestigua su solícita carta al pueblo fechada el 25 de febrero.

14. Al mismo tiempo, se nos informó de que el obispo de Lidda había añadido un nuevo delito al anterior. El 27 del mismo mes de febrero, en compañía de los nuevos pseudo-obispos Expilly y Marolles, en la misma iglesia se atrevió a consagrar de forma sacrílega al párroco Saurine como obispo de Aix, aunque esta Iglesia también se alegra de su excelente pastor, el reverendo hermano Charles Augustus Lequien. Tal vez por ello, el mismo obispo de Lida, Juan José Gobel, aunque aún vive como arzobispo, fue nombrado jefe de la iglesia de París, siguiendo el ejemplo de Ischira, que fue proclamado obispo de esa ciudad en el Concilio de Tiro, en compensación por el crimen que había cometido y la deferencia que había tenido al acusar y expulsar a San Atanasio de su sede.

15. Una noticia tan dolorosa y triste llenó nuestra alma de un dolor y una tristeza increíbles. Fortalecidos, sin embargo, por la esperanza en Dios, el 17 de marzo ordenamos que se volviera a convocar a la Congregación de Cardenales para que nos expresara su opinión sobre una situación de tanta gravedad, como ya había hecho en otras ocasiones. Mientras nos ocupábamos de llevar a cabo la decisión tomada por el Consejo de Cardenales, el 21 del mismo mes, llegó otro correo de este Reino e informó de que el obispo de Lidda, que se había vuelto aún más pérfido, junto con los pseudoobispos Expilly y Saurine, había consagrado al párroco Massieu, miembro de la Asamblea francesa, obispo de Beauvais el 6 del mismo mes, en la misma iglesia, con las mismas manos sacrílegas; otro diputado, el pastor Lindet, obispo de Eureux; el pastor Laurent, también diputado, obispo de Moutiers; el pastor Heraudin obispo de Châteauroux. Se atrevió a hacerlo a pesar de que las dos primeras diócesis siguen teniendo sus pastores legítimos y las otras dos iglesias aún no han sido erigidas por la autoridad apostólica en obispados. Qué juicio debe hacerse de los que aceptan ser elegidos y consagrados en las Iglesias regularmente gobernadas y administradas por sus obispos, lo explicó muy bien San León, muchos años antes que nosotros. En efecto, escribiendo a Juliano, obispo de Coo, contra un tal Teodosio que había ocupado la sede del obispo Juvenal, que aún vivía, dice en el capítulo IV: "Qué clase de hombre es el que entra en la sede de un obispo vivo se deduce claramente del mismo gesto; ni hay duda de que es un malvado que es amado por los enemigos de la fe".

16. Con cuánta razón la Iglesia se ha mantenido siempre alejada de los elegidos por la multitud y la confusión de los laicos (mientras que los elegidos y los electores se muestran aquejados de la misma enfermedad: la de las falsas opiniones). Así nos lo demostró, incluso en demasía, una carta pastoral dirigida a nosotros -que llegó por medio del mismo correo- que el seudoobispo Expilly había publicado el 25 de febrero para engañar a los inexpertos y sin otro designio, ciertamente, que el de rasgar las inconsistentes vestiduras de Cristo. Así pues, tras recordar el juramento, o más bien el perjurio, al que se ha obligado, expone todos los fundamentos de la Constitución francesa, de la que da cuenta casi al pie de la letra, y -compartiendo las posiciones de la Asamblea- recomienda su aprobación; Sostiene que tal constitución no ofende en absoluto al dogma, sino que sólo introduce una mejor forma de disciplina, devolviéndola a la pureza de los primeros siglos, sobre todo en la parte en que, suprimido el clero, se devuelven las elecciones al pueblo y las instituciones y consagraciones a los metropolitanos, gracias a los primeros decretos de la Asamblea Francesa, los únicos que cita. Para engañar mejor a los no iniciados, recuerda una carta que nos escribió el 18 de noviembre de 1790, como si estuviera de acuerdo con la Sede Apostólica. Luego, dirigiéndose directamente a cada una de las Órdenes de la Diócesis, les exhorta a todos a aceptarlo como su legítimo Pastor y a aceptar voluntariamente la Constitución.

17. ¡Ah, los desafortunados! Sin embargo, dejando deliberadamente de lado las cuestiones que pertenecen al gobierno civil, ¿con qué valor pretende defender, en el plano religioso, una Constitución que casi todos los obispos de la Iglesia francesa y muchos otros hombres de la Iglesia han reprobado y rechazado, por considerarla contraria al dogma y diferente de la disciplina habitual, especialmente para la elección y consagración de los obispos? Esta verdad, que resalta, ni siquiera él podría haberla ocultado o disimulado si no hubiera pasado conscientemente por alto en silencio los decretos más absurdos que había aprobado recientemente la Asamblea francesa. Decretos que, además de otras iniquidades, llegaron a atribuir el derecho de nombramiento y confirmación de cada obispo a la voluntad y arbitrariedad del Directorio.

18. Este infeliz, que ya ha avanzado tanto en el camino de la perdición, debería, pues, leer Nuestra respuesta a los obispos de las Galias, en la que refutamos y derribamos de antemano todos los monstruosos errores de su carta, y comprenderá con qué claridad brilla la verdad que odia en cada uno de los artículos. Mientras tanto, debe saber que ya se ha condenado a sí mismo. Pues si es cierto (como dispone la antigua disciplina sobre la base del Canon del Concilio de Nicea, al que se refiere) que todo elegido, para obtener el reconocimiento legítimo del título, debe ser confirmado por su Metropolitano y que el derecho de los Metropolitanos deriva del derecho de la Sede Apostólica, ¿cómo puede suceder que Expilly se considere legítimamente instalado sobre la base de los Cánones, ya que en su consagración participaron otros Obispos pero no el Arzobispo de Tours, cuya Iglesia de Kimpercotin es sufragánea? Dado que estos obispos pertenecen a otras provincias, si pudieran, con sacrílega audacia, conferirle la Orden, no podrían, sin embargo, conferirle la jurisdicción, de la que están completamente privados, como dispone la disciplina de todos los tiempos. Este poder de conferir jurisdicción, sobre la base de la nueva disciplina, introducida hace muchos siglos y confirmada por los Concilios Generales y los propios Concordatos, no concierne en absoluto a los Metropolitanos y -como si hubiera vuelto de donde vino- reside únicamente en la Sede Apostólica; por lo tanto, hoy "el Romano Pontífice, por la obligación de su cargo, da a cada Iglesia sus Pastores", para citar el propio Concilio de Trento (Sesión 24, cap. II. 1 De ref.), y en consecuencia en toda la Iglesia católica ninguna consagración puede considerarse legítima si no es conferida por la Sede Apostólica.

19. No es en absoluto cierto que la carta que nos ha enviado le favorezca; ¡al contrario!, le hace aún más culpable y no puede escapar a la acusación de ser un cismático. De hecho, aunque la carta simula una apariencia de comunión con Nosotros, no menciona la confirmación que debe recibir de Nosotros, y se limita a comunicarnos su elección, por muy ilegítima que sea, tal y como disponen los Decretos franceses. Por esta razón, Nosotros, siguiendo el ejemplo de Nuestros predecesores, juzgamos que no era necesario responderle, pero le ordenamos que se le advirtiera seriamente que no siguiera adelante; esperábamos que obedeciera. Ya había sido amonestado, por iniciativa propia, por el obispo de Rennes, que le negó la institución y la confirmación en las que insistía. Por lo tanto, en lugar de acogerlo como pastor, el pueblo debe rechazarlo con horror como invasor. Un invasor, digamos, porque se negó a profesar aquella verdad que debía conocer; porque empezó a abusar del oficio de Pastor, que había robado; porque se volvió tan arrogante que al final de la carta pastoral se atrevió incluso a dispensar de la obligación del precepto eclesiástico de la Cuaresma. Por lo tanto, "se ha convertido en un imitador del Diablo y no ha sido coherente con la verdad, abusando de la apariencia de un cargo y un nombre usurpados", como dijo San León Magno de un invasor similar al escribir a algunos obispos en Egipto.

20. Viendo, pues, que por esta múltiple serie de excesos se extiende y multiplica el cisma en el reino francés, tan favorable a la religión y tan querido por nosotros; viendo, además, que por estas mismas razones se eligen día a día nuevos pastores en todos los lugares, tanto de primer como de segundo orden, y que se destituye y expulsa a los ministros legítimos y se instalan en su lugar lobos rapaces, no podemos dejar de compadecernos de tan lamentable asunto. Con el fin de poner un rápido fin al cisma que está progresando; con el fin de devolver a su deber a los que han errado y fortalecer a los buenos en sus convicciones; con el fin de preservar el florecimiento de la religión en este reino; adhiriéndonos al consejo de Nuestros Venerables Hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana y cumpliendo con los deseos de todo el Orden Episcopal de la Iglesia Francesa, siguiendo el ejemplo de Nuestros predecesores, con el poder Apostólico que Nosotros ejercemos, por la presente ordenamos en primer lugar: Todos -Cardenales de la Santa Iglesia Romana, Arzobispos, Obispos, Abades, Vicarios, Canónigos, Párrocos, Presbíteros, todos los que participan en la milicia eclesiástica, ya sea secular o regular- han prestado el "juramento cívico" puro y simple, como lo prescribe la Asamblea Nacional, Si no se retractan de este juramento en un plazo de cuarenta días a partir de hoy, quedarán suspendidos del ejercicio de cualquier orden, y serán culpables de irregularidad si la ejercen. 

21. También declaramos específicamente que las elecciones de los mencionados Expilly, Marolles, Saurine, Massieu, Lindet, Laurent, Heraudin y Gobel como obispos de Kimpercotin, Soissons, Aix, Beauvais, Eureux, Moutiers, Châteauroux y París son ilegítimos y sacrílegos y por lo tanto deben ser considerados nulos y como tal los anulamos, cancelamos y abrogamos, junto con la nueva institución de las llamadas Conferencias Episcopales de Moutiers y Châteauroux y otras. 

22. Además, declaramos y precisamos que las consagraciones hechas por éstos fueron indignas y completamente ilegítimas, sacrílegas y contrarias a las normas de los Sagrados Cánones; por lo tanto, los que fueron elegidos tan temerariamente y sin ningún derecho quedan privados de toda jurisdicción eclesiástica y espiritual sobre el gobierno de las almas, y siendo consagrados ilegítimamente quedan suspendidos de todo ejercicio del orden episcopal.

23. Asimismo, declaramos suspendidos de todo ejercicio del orden episcopal a Carlos, obispo de Autun, a Juan el Bautista, obispo de Babilonia, y a Juan José, obispo de Lida, consagradores o asistentes sacrílegos; asimismo, quedan suspendidos del ejercicio del orden sacerdotal y de cualquier otro orden todos los que ayudaron, instigaron, consintieron y aconsejaron tales consagraciones execrables.

24. Por lo tanto, ordenamos y prohibimos terminantemente a los citados Expilio y a otros ilícitamente elegidos e ilícitamente consagrados, bajo la misma pena de suspensión, que se arroguen la jurisdicción episcopal o cualquier otra autoridad relativa al gobierno de las almas, ya que nunca la obtuvieron; ni expedir cartas de renuncia para recibir órdenes, ni establecer, nombrar o confirmar, bajo cualquier pretexto, a los párrocos, vicarios, misioneros, servidores, funcionarios, ministros, o como quiera que se les llame, encargados de la cura de almas y de la administración de los sacramentos; Además, declaramos y hacemos saber a todos que las cartas de dimisión, las diputaciones y las confirmaciones, tanto si se han presentado ya como si se pueden presentar en el futuro, junto con todos los demás actos que hayan sido resultado de una osadía temeraria, se considerarán ilegítimos y sin consecuencias.

25. Del mismo modo disponemos y prohibimos, con similar pena de suspensión, tanto a los consagrados como a los consagradores, que se atrevan a impartir ilícitamente el sacramento de la Confirmación, así como las Sagradas Órdenes, o que en cualquier caso ejerzan injustamente el Orden de los Obispos, del que han sido suspendidos. En consecuencia, quienes han sido iniciados en las órdenes eclesiásticas por estos hombres deben saber que están sujetos al vínculo de la suspensión, y que si ejercen las órdenes que han recibido también serán culpables de irregularidad.

26. Para evitar males mayores, con la misma autoridad y el mismo tenor Ordenamos y hacemos saber que todas las demás elecciones a Iglesias, Catedrales y Parroquias en Francia, ya sean vacantes o, peor, ocupadas; ya sean antiguas o, peor, nuevas y de constitución ilegítima, realizadas hasta ahora según los criterios de la citada Constitución del Clero por los electores de los distritos municipales; los que queremos que se consideren explícitos, y cuántos más seguirán, deben ser considerados ilegales, ilegítimos, sacrílegos y sin valor para el pasado, el presente y el futuro; y Nosotros, para el presente, ahora para entonces, los cancelamos, borramos y abrogamos. Declarando, además, que los que han sido elegidos sin fundamento legal, y otros que lo serán de igual manera, tanto en las Iglesias como en las Catedrales, están privados de toda jurisdicción eclesiástica o espiritual relativa al gobierno de las almas; que los Obispos hasta ahora consagrados ilegalmente, que igualmente queremos que sean tenidos por mencionados, y otros que lo serán en lo sucesivo, deben ser tenidos por totalmente privados del ejercicio del Orden Episcopal ni gozarán del ministerio sacerdotal ahora o en lo sucesivo. Por lo tanto, prohibimos estrictamente tanto a los que han sido elegidos obispos como a los que eventualmente puedan serlo, que se atrevan a recibir las Órdenes Sagradas, es decir, la consagración episcopal, de cualquier persona, sea metropolitana u obispo. En cuanto a los propios pseudo-obispos y sus consagradores sacrílegos, y todos los demás arzobispos y obispos, que no se atrevan a consagrar a los ilícitamente elegidos o a los que puedan serlo en el futuro, refugiándose detrás de cualquier pretexto o color. Además, ordenando a los así elegidos y a los futuros Obispos o Párrocos, que no se comporten en absoluto como Arzobispos, Obispos, Párrocos o Vicarios, ni se coronen con el título de ninguna Iglesia catedral o parroquial, ni se arroguen ninguna jurisdicción o facultad relativa al gobierno de las almas, bajo pena de suspensión y nulidad; pena de la que ninguno de los aquí nombrados podrá ser liberado jamás, sino por Nosotros personalmente o por quienes la Sede Apostólica haya delegado. 

27. Con la mayor amabilidad posible hemos explicado hasta ahora las penas canónicas infligidas para enmendar los males hasta ahora cometidos y evitar que se extiendan más en el futuro. Confiamos en el Señor que los consagradores e invasores de catedrales y parroquias, los autores y todos los defensores de la Constitución reconocerán su error y, movidos por la penitencia, volverán a ese redil del que fueron arrebatados no sin maquinación y engaño. Exhortándoles con palabras paternales, les exhortamos y suplicamos en el Señor que se aparten de tal ministerio; que aparten sus pies del camino de perdición en el que se han metido de cabeza; que no permitan que hombres imbuidos de la filosofía de este siglo difundan entre el pueblo estas monstruosidades doctrinales, contrarias a la institución de Cristo, a la tradición de los Padres y a las reglas de la Iglesia. Si ocurriera que Nuestro benévolo modo de actuar, Nuestras paternales amonestaciones, Dios no lo quiera, fueran desoídas, que sepan que no tenemos intención de librarles de las gravísimas penas a las que están sometidos por los Cánones. Que se persuadan de que incurrirán en Nuestro anatema y que los denunciaremos a toda la Iglesia como excomulgados, como cismáticos de la Comunión eclesial y alejados de Nosotros. Pues es muy oportuno que "quien ha elegido yacer en el fango de su propia ignorancia, sepa que las leyes mantienen su vigencia y que compartirá la suerte de aquellos cuyo error ha seguido", como nos enseña León Magno, nuestro predecesor, en su carta a Juliano, obispo de Coo.

28. A vosotros nos dirigimos ahora, Venerables Hermanos, que, con pocas excepciones, habéis reconocido correctamente vuestros deberes para con el rebaño y, sin preocuparos de los respetos humanos, los habéis profesado ante todos; que habéis sentido que era necesario un mayor esfuerzo y un mayor trabajo precisamente allí donde el peligro era mayor; a vosotros adaptamos el elogio en el que el alabado León Magno unió a los obispos del Egipto católico reunidos en Constantinopla: "Aunque sufro con vosotros de todo corazón por las penalidades que habéis soportado para observar la fe católica, y siento todo lo que habéis sufrido por parte de los herejes de forma tan diferente como si me lo hubieran hecho a mí personalmente, sin embargo reconozco que hay más motivos de alegría que de tristeza, ya que, con la ayuda del Señor Jesucristo, os habéis mantenido firmes en la doctrina evangélica y apostólica. Y cuando los enemigos de la fe cristiana os expulsaron de la sede de las iglesias, preferisteis sufrir la indignidad del exilio antes que contagiaros de su impiedad". Pensando en vosotros, no podemos sino sentir un gran consuelo y no podemos sino exhortaros con fuerza a perseverar en vuestra conducta. Recordamos a vuestra memoria el vínculo de ese matrimonio espiritual por el que estáis unidos a vuestras Iglesias, y que sólo puede ser anulado en forma canónica por la muerte o por Nuestra autoridad apostólica. Por lo tanto, aferraos a ellas y no las abandonéis nunca a los caprichos de los lobos rapaces, contra cuyas asechanzas, desbordantes de santo ardor, ya habéis alzado la voz y no habéis vacilado en el cumplimiento de los deberes derivados de la legítima autoridad.

29. Ahora nos dirigimos a vosotros, amados Hijos, Canónigos de los honorables Capítulos, que, como es justo, sois fieles a vuestros Arzobispos y Obispos y -como tantos miembros relacionados con la cabeza- dais vida a un único cuerpo eclesiástico, que no puede ser disuelto ni desbaratado por el poder civil. Vosotros, pues, que habéis seguido tan loablemente los nobles ejemplos de vuestros prelados, no os apartéis nunca del camino recto por el que estáis procediendo, y no permitáis que nadie, disfrazado de obispo o de vicario, se apodere del gobierno de vuestras Iglesias. Porque si habéis enviudado de vuestro Pastor, os pertenecerá sólo a vosotros, sin importar las nuevas maquinaciones que se cometan contra vosotros. Por lo tanto, con concordia de mente y opinión, alejad de vosotros, en la medida de lo posible, toda invasión y cisma.

30. Nos dirigimos también a vosotros, amados Hijos, Pastores y Pastoras de segundo orden, que, muy numerosos en número y constantes en la virtud, habéis cumplido con vuestro deber, de forma completamente diferente a aquellos colegas vuestros que -vencidos por la debilidad o capturados por la ambición- se convirtieron en esclavos del error y que ahora, amonestados por Nosotros, esperamos que vuelvan prontamente a su deber. Seguid con valor la obra que habéis comenzado, y recordad que el mandato que recibisteis de vuestros legítimos Obispos sólo puede ser retirado por ellos; recordad que, aunque expulsados de vuestro cargo por el poder civil, seguís siendo legítimos Pastores, obligados por vuestro deber a mantener alejados, en la medida de lo posible, a los ladrones que intentan entrar en vuestra casa con el único designio de perder las almas confiadas a vuestro cuidado y de cuya salvación se os pedirá cuenta.

31. Os decimos también, amados Hijos, Sacerdotes y demás Ministros del clero francés, que -llamados a participar en el Señor- debéis manteneros con vuestros legítimos pastores y permanecer constantes en la fe y la doctrina, no teniendo nada más querido que evitar a los invasores sacrílegos, y rechazarlos. 

32. Por último, os rogamos a todos en el Señor, amados hijos católicos del Reino de Francia: recordando la religión y la fe de vuestros padres, con el mayor afecto de corazón os exhortamos a no apartaros de ella, pues ésta es la única y verdadera religión que da la vida eterna y que también sostiene y hace prósperas las sociedades civiles. Cuida de no escuchar las voces insidiosas de la filosofía de este siglo, que son precursoras de la muerte. Alejaos de todos los usurpadores, ya se llamen arzobispos, obispos o párrocos, y no tengáis nada en común con ellos, y menos en cuestiones divinas. Escuchad asiduamente las voces de los legítimos Pastores, los que aún viven y los que os serán asignados en el futuro en las formas canónicas. En una palabra, en resumen, manteneos solidarios con Nosotros; porque nadie puede pertenecer a la Iglesia de Cristo si no se mantiene unido a su Cabeza visible, y cerca de la Cátedra de Pedro. Para que todos se sientan impulsados a cumplir sus deberes con mayor valentía, invocamos para vosotros del Padre Celestial el espíritu de la sabiduría, la verdad y la constancia; como prenda de Nuestro amor paternal desde lo más profundo de Nuestro corazón os impartimos a vosotros, Nuestros amados Hijos, Venerables Hermanos y Amados Hijos, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, en San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día 13 de abril de 1791, en el decimoséptimo año de Nuestro Pontificado.

PÍO VI


miércoles, 29 de noviembre de 2000

RESPICIENTES (1 DE NOVIEMBRE DE 1870)


CARTA ENCÍCLICA

RESPICIENTES

PROTESTANDO POR LA TOMA 

DE LOS ESTADOS PONTIFICIOS

Papa Pío IX - 1870

A todos los Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios que tienen favor y comunión con la Sede Apostólica.

Venerables Hermanos, Saludos y Bendición Apostólica.

Al contemplar todo lo que durante muchos años ha emprendido el gobierno del Piamonte para derrocar el régimen civil que Dios concedió a Nuestra Sede Apostólica, nos sentimos movidos por un profundo dolor. El propósito de Dios al dotar a los sucesores de San Pedro de jurisdicción temporal era permitirles cumplir sus deberes espirituales con total libertad y seguridad. Este gobierno, por la fuerza y en contra de toda ley divina, ha ejecutado finalmente el plan que desde hace mucho tiempo consideraba: la invasión sacrílega de Nuestra querida Ciudad y de las ciudades que seguimos gobernando después de la anterior ocupación. Nosotros, postrados ante Dios, clamamos utilizando las palabras del profeta: "Por eso lloro y mis ojos corren con agua, porque el Consolador, el Alivio de mi alma, está lejos de mí. Mis hijos están desolados porque el enemigo ha prevalecido" (1).


Historia de la guerra

2. Ya hemos narrado al mundo católico la historia de esta guerra nefasta. Lo hicimos en discursos, en encíclicas y en cartas cortas. Las cartas cortas se publicaron en distintos momentos, a saber, el 1 de noviembre de 1850; el 22 de enero y el 26 de julio de 1855; el 18 y el 28 de junio y el 26 de septiembre de 1859; y el 19 de enero de 1860. Nuestra encíclica se publicó el 26 de marzo de 1860, y los discursos tuvieron lugar el 28 de septiembre de 1860; el 18 de marzo y el 30 de septiembre de 1861; y el 20 de septiembre, el 17 de octubre y el 14 de noviembre de 1867. Esta serie de documentos revela y confirma que el gobierno del Piamonte perpetró graves lesiones incluso antes de la toma de Nuestra soberanía eclesiástica. Tales lesiones fueron infligidas mediante la promulgación de leyes contrarias al orden natural, divino y eclesiástico. Ese gobierno también sometió a los ministros, a las comunidades religiosas e incluso a los obispos a un maltrato degradante. Violó sus acuerdos solemnes con Nosotros al negar resueltamente los derechos inviolables de los mismos acuerdos que había confirmado. Al mismo tiempo, el gobierno indicó que quería celebrar nuevos acuerdos con Nosotros. Estos documentos demuestran con qué artes y con qué maquinaciones astutas y vergonzosas este mismo gobierno oprimió los derechos de la Sede Apostólica; indican también los esfuerzos que hicimos para frenar su creciente audacia y para reivindicar la causa de la Iglesia.

3. En 1859 las ciudades de Emilia fueron incitadas a la rebelión por los piamonteses, que les suministraron propaganda, conspiradores, armas y dinero. Poco después se fingió un plebiscito anunciando una elección popular y robando los votos. Con ese engaño, nuestras provincias situadas en esa región fueron arrancadas de nuestro gobierno paterno; la oposición de los fieles resultó vana. Al año siguiente, este mismo gobierno utilizó pretextos engañosos para lanzar un ataque inesperado, con el fin de arrancar de Nuestro dominio las provincias situadas en Piceno, Umbría y Nuestro patrimonio. El enemigo rodeó a nuestros soldados y a un grupo de jóvenes católicos voluntarios. Un ataque tan repentino no estaba previsto en absoluto. Nuestro ejército luchó sin miedo por su fe, pero fue abatido en una sangrienta batalla. Todo el mundo conoce la extraordinaria impudicia e hipocresía de este gobierno. Para minimizar el odio de esta usurpación sacrílega, se jactaron de haber invadido estas provincias para restaurar los principios del orden moral en ellas. Pero, en realidad, difundieron toda clase de falsas doctrinas; dieron rienda suelta a la codicia y a la impiedad; infligieron penas inmerecidas a los obispos y a otros clérigos, llegando a encarcelarlos y a permitir que sufrieran insultos públicos. Mientras tanto, dejaban impunes a los perseguidores y a los que ni siquiera perdonaban la dignidad del Sumo Pontífice.

4. En el cumplimiento de Nuestros deberes, siempre hemos rechazado las repetidas ofertas y mandatos de traicionar vergonzosamente Nuestro cargo, ya sea entregando los derechos y posesiones de la Iglesia, o entrando en un pacto inicuo con los usurpadores. También nos opusimos a estos crímenes contra la ley humana y divina con solemnes protestas presentadas tanto ante Dios como ante los hombres. Declaramos que los autores de estos crímenes y sus partidarios han incurrido en la censura eclesiástica, y siempre que fue necesario los censuramos de nuevo con las mismas sanciones. Sin embargo, el gobierno antes mencionado ha persistido en su contumacia y en sus planes. Intentó provocar la rebelión en nuestras restantes provincias, especialmente en Roma, enviando instigadores y con toda clase de artes. Pero estas tentativas no han tenido éxito gracias a la inquebrantable fidelidad de nuestros soldados y al amor y celo de nuestro pueblo, que nos ha apoyado.


Enemigo derrotado

5. Finalmente esa turbulenta tormenta estalló contra Nosotros en el otoño de 1867, cuando divisiones de hombres malvados atacaron Nuestras fronteras y Nuestra Ciudad. Recibieron ayuda de los piamonteses y se inflamaron de ira y crimen. Algunos de ellos ya se habían infiltrado secretamente en la Ciudad. Debido a sus armas, junto con su naturaleza cruel y violenta, Nosotros y Nuestros súbditos temíamos un trato doloroso y sangriento. Pero Nuestro Dios misericordioso, mediante la enérgica resistencia de Nuestras tropas y la ayuda de las legiones francesas, devolvió sus inefectivos ataques.


Reputación de la ciudad

6. La piedad y el celo de vosotros y de vuestro pueblo fiel por Nosotros, manifestados por vuestra caridad, nos han consolado en medio de tanto dolor. Con la fuerza de Dios, nunca relajamos Nuestra preocupación por salvaguardar el bienestar temporal de Nuestros súbditos. Personas de todas las naciones visitan Nuestra Ciudad. Observan nuestra tranquilidad y seguridad públicas, nuestras mejores artes y ciencias, y la confianza y buena voluntad de nuestro pueblo hacia Nosotros. Estos visitantes acuden a Nuestra Ciudad en todo momento, pero especialmente durante las numerosas Misas y Fiestas Solemnes que celebramos.


Otro ataque

7. Justo ahora que Nuestro pueblo estaba disfrutando de un estado de paz, el Rey de Piamonte y su gobierno aprovecharon la oportunidad presentada por una guerra entre las dos naciones más poderosas de Europa. Hicieron un acuerdo con una de las naciones beligerantes de que preservarían el actual estado de autoridad eclesiástica o espiritual de la Iglesia y no permitirían que fuera violada por individuos facciosos. Sin embargo, decretaron que invadirían y someterían a su propio poder las tierras que permanecieran bajo Nuestra autoridad temporal y Nuestra Sede misma. ¿Cuál fue el propósito de esta invasión hostil y qué causas se presentaron? Todo el mundo sabe lo que el rey trató en su carta del 8 de septiembre, dirigida a nosotros y entregada por su propio portavoz. Con falaces sofismas de palabra y de pensamiento profería las imágenes de un hijo amoroso y de un católico leal y pretendía tener en el corazón la causa del orden público, del propio pontificado y de Nuestra persona. Bajo estas pretensiones nos pidió que no consideráramos la pérdida de Nuestro poder temporal como un acto criminal, sino que entregáramos ese poder de buena gana. Nos pidió que confiáramos en sus vacías promesas, por las cuales los deseos del pueblo italiano podrían conciliarse con la libertad y la suprema autoridad espiritual del Romano Pontífice.


Rechazo de las propuestas

8. Por nuestra parte, no podíamos dejar de asombrarnos de sus medios para ocultar la violencia que pronto se nos iba a infligir. Tampoco pudimos evitar compadecernos de la suerte de este mismo rey, que, impulsado por consejos injustos, inflige cada día nuevas heridas a la Iglesia. Debido a su reverencia por el hombre más que por Dios, no cree que en el cielo reina el Rey de reyes y Señor de señores, "que no muestra ninguna parcialidad ni teme la grandeza, porque Él mismo hizo tanto a los grandes como a los pequeños... pero para los poderosos se impone un riguroso escrutinio" (2). Sin embargo, respecto a sus propuestas, sabíamos que no había tiempo para demoras. Obedeciendo las leyes de nuestro oficio y de nuestra conciencia, seguimos el ejemplo de nuestros predecesores, en particular de Pío VII, cuyos problemas eran muy parecidos a los nuestros. Tomamos prestadas sus palabras:

"Recordemos con San Ambrosio al santo Nabot, que era dueño de una viña y al que una demanda real le pidió que renunciara a su viña, para que el rey, después de cortar las vides, pudiera sembrar hortalizas bajas. Nabot le respondió "Lejos de mí el renunciar a la herencia de mis predecesores" (3). Juzgamos que era mucho menos justo que Nosotros renunciáramos a una herencia tan antigua y sagrada (a saber, el poder temporal de esta Santa Sede, en manos de los Pontífices romanos desde hace muchos siglos). Tampoco podíamos consentir tácitamente que alguien ocupara Nuestra Ciudad y destruyera su santa forma de gobierno, legada por Jesucristo a Su Iglesia y ordenada según los sagrados cánones que fueron inspirados por el Espíritu Santo. Sería sustituido por un sistema opuesto no sólo a los sagrados cánones, sino también a los preceptos del Evangelio. Entonces, como es habitual, se introduciría un nuevo orden de cosas que tendería a asociar y confundir todas las sectas y supersticiones con la Iglesia católica.

"Nabot defendió su viña con su propia sangre" (4). De igual manera, ¿podríamos contenernos -sin importar lo que nos pueda pasar- de defender los derechos y posesiones de la Santa Iglesia Romana, cuando hemos jurado defenderla en la medida de nuestras posibilidades? ¿Podríamos negarnos a proteger la libertad de la Sede Apostólica, que está tan estrechamente unida a la libertad y al bienestar de toda la Iglesia? En verdad, estos acontecimientos demuestran cuán necesaria es esta regla temporal para proteger el ejercicio seguro y libre del poder espiritual del Papa, que le fue dado divinamente" (5).


La ocupación de la ciudad

9. Por lo tanto, aferrándonos a las observaciones que habíamos declarado en Nuestros discursos, reprendimos las injustas demandas del rey en Nuestra respuesta a él y mostramos que Nuestro amargo dolor se unía a la caridad paternal, que se preocupa incluso por aquellos hijos que imitan al rebelde Absalón. Sin embargo, antes de que enviáramos esta carta, su ejército ocupó Nuestras ciudades, que hasta entonces estaban intactas y en paz; los soldados de guardia fueron dispersados fácilmente cuando intentaron resistir. Poco después amaneció ese infausto día, el 20 de septiembre, cuando esta Ciudad, la Sede del Príncipe de los Apóstoles, el Centro de la religión católica y el refugio de todas las naciones, fue ocupada por muchos miles de hombres armados. Nos resulta deplorable que, después de que las murallas fueran traspasadas y el temor a los temibles proyectiles del enemigo se extendiera por todas partes, la Ciudad fuera tomada por orden del rey que, poco antes, había profesado su afecto filial por Nosotros y su fidelidad a la religión. ¿Qué puede ser más lamentable para Nosotros y para toda la gente de bien que ese espantoso día? Después de que las tropas entraron en la Ciudad, que ya estaba llena de una multitud de agitadores extranjeros, vimos el orden público inmediatamente perturbado y anulado; vimos la dignidad y la santidad del pontificado impíamente atacadas; vimos a Nuestros fieles soldados sometidos a abusos de todo tipo; vimos la licencia desenfrenada y el desenfreno reinando donde poco antes había brillado el amor filial de los hijos que desean consolar a un Padre espiritual común en su dolor.


Los males resultantes

10. Desde ese día hemos visto con Nuestros propios ojos acontecimientos que no pueden ser recordados sin indignación por todas las personas buenas: Libros perversos, llenos de mentiras, infamias e impiedades, se ponen a la venta y se difunden ampliamente; cada día se publican numerosas revistas para corromper las mentes y las leyes rectas, para mostrar el desprecio por la religión y para incitar a la opinión pública contra Nosotros y esta Sede Apostólica. Además, se publican imágenes sucias y vergonzosas y otras cosas de este tipo en las que se ridiculizan las cosas y las personas sagradas y se exponen al escarnio público. Se han decretado honores y memoriales para los condenados por graves crímenes, mientras que los clérigos han sido repetida e injustamente acosados, algunos incluso heridos por los golpes de los traidores. Algunas casas religiosas fueron sometidas a un registro injusto y nuestras casas de Quirinal fueron violadas. Un cardenal que tenía allí su sede fue violentamente obligado a huir, mientras que a otros clérigos de Nuestro personal doméstico se les negó el uso de las casas del Quirinal y se les acosó. Se promulgaron leyes y decretos que evidentemente lesionan y destruyen la libertad, la inmunidad, las propiedades y los derechos de la Iglesia de Dios. Estos males se extenderán aún más si Dios no interviene. Nosotros, mientras tanto, estamos impedidos de aportar cualquier cura debido a Nuestra condición. Cada día se nos recuerda violentamente Nuestro cautiverio y Nuestra libertad perdida. Declaran con palabras mentirosas que la libertad Nos ha quedado en el ejercicio de Nuestro ministerio apostólico, y el gobierno usurpador se jacta de querer reforzar esta libertad con las precauciones necesarias, como ellos las llaman.

11. Debemos mencionar aquí el monstruoso crimen que ciertamente conocéis. Han hecho uso de un tipo de plebiscito ridículo en las provincias que nos han robado. Como si las propiedades y los derechos de la Sede Apostólica, considerados durante mucho tiempo como sagrados e inviolables, pudieran ahora ponerse en tela de juicio, y como si las censuras que se hacen recaer sobre estos infractores pudieran aflojarse y el robo que hemos sufrido pudiera hacerse legítimo. Los que acostumbran a alegrarse de los malos acontecimientos no se avergonzaron de llevar en esta ocasión la rebelión y el desprecio a las censuras eclesiásticas por las ciudades de Italia como en una procesión triunfal. Pero los verdaderos sentimientos de la mayoría del pueblo italiano están impedidos. Su religión, su devoción y su confianza en Nosotros y en la Santa Iglesia han sido restringidas de muchas maneras, de modo que estos sentimientos no pueden fluir libremente.


Protestas papales contra las usurpaciones

12. Hemos sido puestos por Dios para regir y gobernar toda la casa de Israel y designados como protectores de la religión, la justicia y los derechos de la Iglesia. Si guardáramos silencio, podríamos ser acusados ante Dios y la Iglesia de haber consentido estos perversos disturbios. Por lo tanto, renovamos y confirmamos lo que ya hemos declarado solemnemente en los discursos, encíclicas y breves cartas citadas anteriormente, y más recientemente una protesta que nuestro cardenal encargado de los asuntos públicos hizo en nuestro nombre y por orden nuestra el 20 de septiembre. Esta protesta fue entregada a los embajadores, ministros y representantes de las naciones extranjeras que permanecieron con Nosotros y la Santa Sede. Ahora volvemos a declararos solemnemente que estamos decididos a retener todos los dominios de esta Santa Sede y sus derechos enteros, íntegros e inviolados, y a transmitirlos a Nuestros sucesores. Declaramos que todas las usurpaciones son injustas, violentas, nulas y sin valor. Anunciamos ahora que cualquier acto cometido por Nuestros enemigos e invasores para confirmar estas usurpaciones -ya sea en el presente o en el futuro- es condenado por Nosotros y es nulo e inválido. Además, protestamos ante Dios y ante todo el mundo católico que, mientras estemos detenidos en tal cautiverio, no podemos ejercer nuestra suprema autoridad pastoral con seguridad, oportunidad y libertad. Finalmente, obedecemos la advertencia de San Pablo: "Porque ¿qué tiene en común la justicia con la iniquidad? ¿O qué comunión tiene la luz con las tinieblas? ¿Qué armonía hay entre Cristo y Belial?" (6). Declaramos abiertamente, conscientes de nuestro cargo y de nuestro juramento, que nunca asentiremos a una conciliación o a un acuerdo que de alguna manera pueda destruir o disminuir nuestros derechos y, por lo tanto, los de Dios y la Santa Sede. Del mismo modo confesamos que por la Iglesia de Cristo estamos dispuestos, con la ayuda de la gracia divina, a beber hasta las heces aquel cáliz que el Señor se dignó a beber por ella. Nunca aceptaremos ni obedeceremos las exigencias injustas que se nos presenten. Y en efecto, como dijo Nuestro predecesor Pío VII: "Hacer violencia a este poder supremo de la Sede Apostólica, disociar su autoridad temporal de su poder espiritual, desvincular, separar por la fuerza y cortar los deberes de Pastor y Príncipe, es nada menos que anular y destruir la obra de Dios. Es nada menos que intentar infligir el mayor daño a la religión y privarla de su más eficaz defensa. Entonces el más alto gobernante de la Iglesia no podría ofrecer ayuda a los católicos esparcidos por toda la tierra, que solicitan su ayuda y apoyo debido a su poder espiritual" (7).


La excomunión para los usurpadores

13. Nuestras advertencias, amonestaciones y exhortaciones no surtieron efecto; por lo tanto, por Nuestra propia autoridad y la de Dios y de los Apóstoles Pedro y Pablo, os declaramos a vosotros y a toda la Iglesia que los que han invadido o usurpado Nuestras provincias o Nuestra amada Ciudad (así como los que mandan estas cosas y sus partidarios, ayudantes, consejeros y seguidores) han incurrido en la excomunión y en las demás censuras y penas eclesiásticas impuestas por los sagrados cánones, las Constituciones Apostólicas y los decretos de Trento (Ses. 22, c. 11 de Reform.) siguiendo la forma y duración expresada en Nuestra carta apostólica del 26 de marzo de 1860.


La esperanza de que los usurpadores se reformen

14. Pero conscientes de que Nosotros ocupamos su lugar en la tierra que vino a buscar y salvar lo que estaba perdido, nada deseamos más que los hijos errantes, al volver a Nosotros, sean abrazados con caridad paternal. Suplicamos humildemente a Dios que esté con Nosotros y nos ayude. Que Él también esté con Su Iglesia, que reflexionando sobre la condenación eterna que amontonan para sí mismos y temiendo Su justicia, se esfuercen por complacerle antes del Día del Juicio. Que, abandonados sus perversos planes, alivien los gemidos de la Santa Madre Iglesia y Nuestro propio dolor.

15. Pero para que podamos obtener estas bendiciones de la divina clemencia, pedimos encarecidamente, Venerables Hermanos, que vosotros y vuestros fieles rebaños unáis vuestras fervientes oraciones a las Nuestras. Entonces todos juntos nos acercaremos al trono de la gracia y de la misericordia, usando como intercesores a la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, y a los benditos Apóstoles Pedro y Pablo. "La Iglesia de Dios, desde sus comienzos hasta el momento actual, estuvo muchas veces en tribulación, y muchas veces fue liberada. Su voz es: 'Muchas veces han luchado contra mí desde mi juventud, pero no han prevalecido contra mí. Sobre mi espalda los pecadores han hecho estragos; alargaron su iniquidad'. Tampoco permite ahora el Señor que la vara de los impíos repose sobre la suerte de los justos. La mano del Señor no se ha acortado, ni se ha hecho incapaz de salvar. Sin duda liberará ahora a su esposa, a la que redimió con su sangre, dotada de su espíritu, adornada con dones celestiales y enriquecida con riquezas terrenales" (8).

16. Mientras tanto, pedimos con toda Nuestra alma que seáis colmados de los dones de las gracias celestiales, Venerables Hermanos, y que todo el clero y los fieles laicos confiados por Dios a vuestro cuidado participen de estos dones. Como prenda de nuestro especial amor, os impartimos afectuosamente la bendición apostólica a vosotros y a nuestros queridos hijos.

Dado en Roma, en San Pedro, el 1 de noviembre de 1870, año 25 de Nuestro Pontificado.


Pío IX


Notas:

[1] Lament. 1, 16.

[2] I Timot. 6, 15; Apoc. 19, 16; Sabid. 6, 8-9.

[3] S. Ambrosio, De Basil. trad. n. 17

[4] S. Ambrosio, De Basil. trad. n. 17

[5] Pío VII, Carta apost. 10-VI-1809.

[6] II Corint. 6, 14-15

[7] Pío VII, Alocución 6-III-1808

[8] Conc. de Trento, sesión 22, cap. 11, de reíomi. (Mansi Coll. Conc. 33, col. 137)

[9] Salmo 128, 2-3

[10] S. Bernardo, Epist. 244 n. 2 al Rey Conrado (Migne PL. 182, col. 441-C).


martes, 28 de noviembre de 2000

UBI PRIMUM (5 DE MAYO DE 1824)


ENCÍCLICA

UBI PRIMUM

DEL SUMO PONTÍFICE

LEÓN XII

A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos.

Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica.

En cuanto fuimos elevados a la alta dignidad del Pontificado, inmediatamente comenzamos a exclamar con San León Magno: "Señor, oí tu voz y tuve miedo; miré tu obra y me llené de temor. Porque ¿qué puede ser más extraordinario y más aterrador que el trabajo para los débiles, la elevación para los humildes, la dignidad para los que no lo merecen? Sin embargo, no desesperemos ni nos desanimemos, pues no presumimos de nosotros mismos, sino de Aquel que obra en nosotros" [San León M., Serm. 3, "De natali ipsius habit. in anniv. assumpt. suae ad summi Pontificii munus"]. Así habló, por modestia, aquel Pontífice nunca suficientemente alabado; Nosotros, en homenaje a la verdad, lo decimos y lo confirmamos.

También nosotros, Venerables Hermanos, estábamos deseosos de hablar con vosotros cuanto antes, y de abriros Nuestro corazón a vosotros, que sois Nuestra corona y Nuestra alegría; así como confiamos en que encontréis vuestra alegría y vuestra corona en el rebaño que se os ha confiado. Pero, en parte por otros trabajos importantes de Nuestra misión apostólica, y en parte por los dolores de una larga enfermedad, para Nuestro dolor y pesar, Nuestros deseos se han visto impedidos hasta ahora. Pero Dios, que es generoso en misericordia y abundantemente generoso con los suplicantes y los que rezan con confianza, Dios, que nos inspiró esta intención, nos concede hoy llevarla a cabo. Sin embargo, el silencio que hemos guardado a la fuerza hasta ahora no ha sido del todo gratuito. El que consuela a los humildes nos ha consolado con el afecto religioso de vuestra devoción y celo por Nosotros: en tales sentimientos reconocemos bien la piedad de la unidad de los cristianos, tanto que nos regocijamos y dimos más y más gracias a Dios. Por eso, como testimonio de Nuestro afecto, os enviamos esta carta para estimularos aún más a continuar en el camino de los mandamientos divinos y a luchar con mayor vigor en las batallas del Señor. De este modo, la victoria del rebaño del Señor glorificará el celo del pastor.

No ignoráis, Venerables Hermanos, lo que el apóstol Pedro enseñó a los obispos con estas palabras: "Apacentad el rebaño de Dios en medio de vosotros con previsión, no de vuestra voluntad, sino de la vuestra, según la voluntad de Dios; no con la esperanza de una ganancia vergonzosa, sino por vuestra propia voluntad; no como gobernantes del clero, sino haciéndoos en vuestros corazones la forma del rebaño" [Epístola 1, capítulo 5].

De estas palabras entendéis claramente qué tipo de conducta se os propone, con qué virtudes debéis enriquecer cada vez más vuestro corazón, con qué abundante conocimiento debéis adornar vuestro espíritu, y qué frutos de piedad y afecto debéis no sólo producir, sino compartir con vuestro rebaño. De este modo alcanzaréis la meta de vuestro ministerio, pues, habiéndoos convertido en vuestras almas en la forma de vuestro rebaño, y dando leche a unos, y alimento más sólido a otros, no sólo informaréis a ese mismo rebaño de la doctrina, sino que también lo conduciréis con vuestro trabajo y ejemplo a una vida tranquila en Jesucristo y a la consecución de la bienaventuranza eterna junto a vosotros, tal como lo expresa el propio jefe de los Apóstoles: "Y cuando aparezca el príncipe de los pastores, obtendréis una corona imperecedera de gloria".

Realmente nos gustaría recordar tantas consideraciones, pero sólo tocaremos algunas de ellas, ya que tendremos que detenernos más ampliamente en los temas de mayor importancia, como lo requiere la necesidad de estos infelices tiempos.

Así, escribiendo a Timoteo, el Apóstol nos ha enseñado qué sabia precaución y serio examen se requiere al conferir las Órdenes Menores, especialmente las Sagradas: "No os apresuréis a imponer las manos a nadie demasiado pronto" [Epístola 1, cap. 5].

En cuanto a la elección de los pastores que en vuestras diócesis deben ser nombrados para la cura de almas, y en cuanto a los seminarios, el Concilio de Trento dio normas precisas [Ses. 23, cap. 18], posteriormente aclaradas por Nuestros Predecesores: todo esto es tan conocido por vosotros, que no es necesario insistir en ello.

Sabéis, Venerables Hermanos, cuán importante es que residáis constante y personalmente en vuestras diócesis; es una obligación que contrajisteis al aceptar vuestro ministerio, como lo declaran varios decretos de los Concilios y las Constituciones Apostólicas, confirmadas en estos términos por el santo Concilio de Trento: "Porque por precepto divino se ha ordenado a todos aquellos a quienes se ha confiado la cura de almas que conozcan a sus ovejas, que ofrezcan por ellas el santo Sacrificio, que las alimenten con la predicación de la palabra divina, con la administración de los Sacramentos y con el ejemplo de toda obra buena, que tengan una paternal solicitud por los pobres y por todas las demás personas que están en aflicción, y para proveer a todos los demás deberes pastorales, que ciertamente no pueden ser provistos y cumplidos por quienes no velan por su rebaño, ni lo asisten, sino que lo abandonan como mercenarios, el santo Sínodo los exhorta y amonesta para que, conscientes de los preceptos divinos, y habiéndose hecho verdaderamente la forma de su rebaño, lo alimenten y lo guíen en la justicia y la verdad" [Ses. 23, De Reform, cap. 1]. También nosotros, impresionados por la obligación de un deber tan grande y tan grave, llenos de celo por la gloria de Dios, alabamos de corazón a los que observan escrupulosamente este precepto. Si algunos no obedecen plenamente esta obligación (en tan gran número de pastores puede haber algunos: esto no debe sorprender, por más doloroso que sea), por las entrañas de la misericordia de Jesucristo os amonestamos, exhortamos y suplicamos que penséis seriamente que el juez supremo buscará la sangre de vuestras ovejas en vuestras manos y pronunciará un juicio severísimo contra los que estéis a cargo de ellas.

Esta terrible sentencia, como sin duda sabéis, no sólo afectará a quienes descuiden su residencia personalmente, o traten de eludirla con algún vano pretexto, sino también a quienes se nieguen sin razón a asumir la tarea de la visita pastoral y a realizarla según las prescripciones canónicas. Nunca serán obedientes al decreto tridentino si no se preocupan de acercarse personalmente a las ovejas y, como hace el buen pastor, alimentar a las buenas, buscar a las dispersas y, finalmente, llamándolas y actuando a veces con suavidad, a veces con fuerza, conducirlas de nuevo al redil.

En verdad, los obispos que no obedezcáis con la debida solicitud las obligaciones de residencia y visita pastoral no escaparéis al tremendo juicio del supremo Pastor nuestro salvador, alegando como justificación que habéis cumplido con estos deberes a través de ministros especiales.

Porque a vosotros, no a los ministros, se os confía el cuidado del rebaño; a vosotros se os prometieron los dones carismáticos. De ahí que las ovejas estén mucho más dispuestas a escuchar la voz de su pastor que la de un sustituto, y que tomen con más confianza y reciban con más ánimo el saludable alimento de la mano del primero que del segundo, como de la mano de Dios, cuya imagen reconocen en su Obispo. Todo esto, además de lo dicho hasta ahora, está abundantemente confirmado por la propia experiencia, que es la maestra de todas las cosas.

Bastaría con haber escrito lo anterior, Venerables Hermanos: a vosotros, digo, que no sois ingratos por callar los dones, ni soberbios por presumir de méritos [San León M., Serm. 5, De nat. ipsius]. Tales deben ser, sin duda, los que desean pasar de virtud en virtud, y progresar con espíritu ardiente, y que, emulando los ejemplos de los santos obispos antiguos y recientes, se glorían de haber vencido a los enemigos de la Iglesia y de haber reformado las costumbres corruptas en Dios. Que la frase de oro de San León Magno esté siempre presente en vuestras mentes: "En esta batalla nunca se obtiene una victoria tan feliz que, después del triunfo, no surja la necesidad de sostener nuevas batallas" [San León Magno, Serm. 5, De nat. ipsius].

¡Cuántas batallas, en verdad, y cuán crueles, se han encendido en nuestro tiempo, y casi a diario se manifiestan contra la Religión Católica! ¿Quién, recordándolos y meditándolos, puede contener las lágrimas?

Prestad atención, Venerables Hermanos, "no es la pequeña chispa" de la que habla San Jerónimo [In epist. ad Galat., lib. 3, cap. 5]; no es -digo- la pequeña chispa que apenas se ve al mirar, sino una llama que pretende devorar toda la tierra, destruir las murallas, las ciudades, los bosques más extensos y toda la tierra; es una levadura que unida a la harina pretende corromper toda la masa. En esta situación alarmante, el servicio de nuestro apostolado sería totalmente inadecuado si Aquel que vela por Israel y que dice a sus discípulos: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo", no se dignara ser no sólo el guardián de las ovejas, sino también el pastor de los propios pastores [San León M., cit., Serm. 5].

Pero, ¿qué significa todo esto? Hay una secta, conocida por vosotros, que, llamándose erróneamente secta filosófica, ha exhumado de las cenizas falanges dispersas de casi todos los errores. Esta secta, presentándose bajo la acariciadora apariencia de piedad y liberalidad, profesa el tolerantismo (como lo llama), o indiferentismo, y lo extiende no sólo a los asuntos civiles, sobre los que nada decimos, sino también a los religiosos, enseñando que Dios ha dado a todos los hombres una amplia libertad, de modo que cada uno puede sin peligro abrazar y profesar la secta y la opinión que prefiera, según su criterio personal. El apóstol Pablo nos advierte contra esos engaños impíos: "Os ruego, hermanos, que controléis a los que suscitan divisiones y escándalos contra la doctrina que habéis aprendido, y que os apartéis de ellos. De este modo no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a su propio vientre, y con dulces palabras y bendiciones seducen a las almas sencillas" (Rom 16,17-18).

Es cierto que este error no es nuevo, pero en estos tiempos se ensaña con la estabilidad e integridad de la fe católica. De hecho, Eusebio [Hist. eccl., lib. 5], citando a Rodón, informa de que esta locura ya había sido propagada por Apeles, un hereje del siglo II, que afirmaba que no había necesidad de profundizar en la fe, sino que todos debían aferrarse a la opinión que él se había formado. Apeles sostenía que los que ponían su esperanza en el Crucificado se salvarían, siempre que la muerte les alcanzara en el curso de las buenas obras. También Rhetorius, como atestigua Agustín [De haeresibus, nº 72], balbuceó que todos los herejes caminaban por el camino recto y predicaban verdades. "Pero esto es tan absurdo", observa el Santo Padre, "que me parece increíble". Posteriormente, este indiferentismo se ha extendido y aumentado tanto que sus seguidores no sólo reconocen a todas las sectas que, fuera de la Iglesia Católica, admiten oralmente la revelación como base y fundamento, sino que afirman descaradamente que también están en el buen camino aquellas sociedades que, rechazando la revelación divina, profesan el simple deísmo e incluso el simple naturalismo. El indiferentismo de Rhetorius fue juzgado por San Agustín como absurdo en derecho y mérito, aunque se circunscribiera dentro de ciertos límites. Pero, ¿podría admitirse una tolerancia que se extienda al deísmo y al naturalismo -teorías que fueron rechazadas incluso por los antiguos herejes- por una persona que utilice la razón? Sin embargo (¡oh tiempos! ¡oh filosofía mentirosa!) tal pseudo-filosofía es aprobada, defendida y apoyada.

En efecto, no han faltado escritores cualificados que, profesando la verdadera filosofía, atacaron a este monstruo y demolieron ciertas obras con argumentos invencibles. Pero es evidentemente imposible que Dios, que es la verdad suprema, y Él mismo la Verdad suprema, la Providencia más excelente y sabia, y el recompensador de las buenas obras, pueda aprobar todas las sectas que predican principios falsos, a menudo contradictorios entre sí, y que pueda asegurar la recompensa eterna a los que las profesan. Porque tenemos profecías mucho más seguras, y al escribiros hablamos de la sabiduría entre los eruditos, no de la sabiduría de este mundo, sino de la sabiduría del misterio divino, en el que estamos instruidos; por fe divina creemos que hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, y que no se ha dado a los hombres en la tierra otro nombre para efectuar su salvación que el de Jesucristo de Nazaret: por eso declaramos que fuera de la Iglesia no hay salvación.

Por la verdad, ¡oh, riquezas ilimitadas de la sabiduría y el conocimiento de Dios! ¡Oh, incomprensible pensamiento de Él! Dios, que aniquila la sabiduría de los sabios (cf. 1 Cor 1,18), parece haber consignado a los enemigos de su Iglesia y a los detractores de la Revelación sobrenatural a ese sentido reprobado (Rom 1,28) y a ese misterio de iniquidad que estaba escrito en la frente de la mujer impúdica de la que habla Juan (Ap 1,5). Porque ¿qué mayor iniquidad hay que la de estos soberbios, que no sólo se apartan de la verdadera religión, sino que con toda clase de argucias, con palabras y escritos llenos de sofismas quieren también engañar a los simples? Que Dios se levante e impida, derrote y aniquile esta licencia desenfrenada para hablar, escribir y difundir tales escritos.

¿Qué más puedo decir ahora? La iniquidad de nuestros enemigos aumenta tanto que, además de la connivencia de libros perniciosos y contrarios a la fe, llegan a convertir en perjuicio de la Religión las sagradas escrituras que nos han sido concedidas desde lo alto para la edificación de la misma Religión.

Vosotros sabéis bien, Venerables Hermanos, que una sociedad vulgarmente llamada bíblica se extiende ahora audazmente por toda la tierra, y que, desafiando las tradiciones de los Santos Padres y en contra del conocido decreto del Concilio de Trento [Ses. 4, De edit. et usu sacrorum librorum], emprende con todas sus fuerzas y con todos los medios a su alcance traducir, o más bien corromper la Santa Biblia, convirtiéndola en la lengua vernácula de todas las naciones. De ello se deriva una razón fundada para temer que, como en algunas traducciones ya conocidas, en otras haya que decir, como consecuencia de una interpretación pervertida, que en lugar del Evangelio de Cristo encontramos el Evangelio del hombre o, peor aún, el Evangelio del diablo [S. Hier. en cap. 1, Epist. ad Galat.].

Para conjurar esta plaga, varios de nuestros predecesores publicaron Constituciones, y en tiempos recientes Pío VII, de santa memoria, ha enviado dos proyectos de ley, uno a Ignacio, arzobispo de Gnesna, y otro a Estanislao, arzobispo de Mohilow. En ellos encontramos muchos testimonios, extraídos cuidadosa y sabiamente de las divinas escrituras y de la tradición: nos muestran hasta qué punto esta sutil invención puede dañar la fe y la moral.

Nosotros también, Venerables Hermanos, en virtud de Nuestro compromiso, os exhortamos a mantener vuestro rebaño cuidadosamente alejado de estos pastos mortales. Que se sepa, ora, insistid en el asunto y en la materia, con paciencia y doctrina, para que vuestros fieles, refiriéndose escrupulosamente a las reglas de nuestra Congregación del Índice, se persuadan de que "si se permite traducir la Biblia a la lengua vulgar sin permiso, resultará, por la imprudencia de los hombres, más mal que bien".

La experiencia demuestra la veracidad de este supuesto. San Agustín, al igual que otros Padres, lo confirma con estas palabras: "Las herejías y ciertos dogmas perversos que enredan a las almas y las hunden en el abismo nacen en aquellos que no entienden bien las Sagradas Escrituras: habiéndolas entendido mal, sostienen el error con temeridad y arrogancia" [Tract. 18 in Joannis, cap. 5].

A esto, oh Venerables Hermanos, es a lo que se dirige esta sociedad, que no deja piedra sin remover para lograr la afirmación de su impío propósito. Porque se deleita no sólo en imprimir sus propias versiones, sino también en difundirlas por todas las ciudades entre el pueblo. Además, para seducir las almas de los simples, a veces se encarga de venderlas, y otras, con pérfida liberalidad, las distribuye gratuitamente.

Si alguien quiere buscar el verdadero origen de todos los males que hemos deplorado hasta ahora, y de otros que en aras de la brevedad hemos omitido, se convencerá sin duda de que está en los orígenes de la Iglesia, como ahora, hay que buscarlo en el obstinado desprecio de la autoridad de la Iglesia: de esa Iglesia que, como enseña San León Magno [San León M., Serm. 2 "De nat. eiusd."], "por voluntad de la Providencia reconoce a Pedro en la Sede Apostólica, y en la persona del Romano Pontífice ve y honra a su sucesor: aquel en quien reside el cuidado de todos los pastores y la protección de las ovejas a ellos confiadas, y cuya dignidad no se ve disminuida aunque sea un indigno heredero" [S. León M., Serm. 3 "super, eodem"].

"En Pedro, por lo tanto (como afirma el citado santo Doctor a este respecto) se consolida la fuerza de todos, y se dirige la ayuda de la gracia divina para que la firmeza concedida a Pedro en nombre de Cristo, a través de Pedro se transmita a los Apóstoles".

Es evidente, pues, que este desprecio a la autoridad de la Iglesia es contrario al mandato de Cristo a los Apóstoles, y en su persona a los ministros de la Iglesia que les suceden: "El que os escucha a vosotros me escucha a mí; el que os desprecia a vosotros me desprecia a mí" (Lc 10,16). Este desprecio se opone a las palabras del apóstol Pablo: "La Iglesia es la columna y el fundamento de la verdad" (1 Tim 3, 15). Agustín, meditando sobre estas indicaciones, dijo: "Si alguien se encuentra fuera de la Iglesia, será excluido del número de sus hijos; tampoco tendrá a Dios como padre quien no tenga a la Iglesia como madre" [De Symb. ad Catech., lib. 4, cap. 13].

Por eso, Venerables Hermanos, tened presente a Agustín y meditad con frecuencia las palabras de Cristo y del apóstol Pablo, para que enseñéis al pueblo que se os ha confiado a respetar la autoridad de la Iglesia querida directamente por Dios mismo. Pero vosotros, Venerables Hermanos, no os desaniméis. Por todas partes, volvemos a declarar con San Agustín [Enarrat. in psalm., 2, 31], las aguas del diluvio (es decir, la multiplicidad de doctrinas diferentes) murmuran a nuestro alrededor. No estamos inmersos en el diluvio, pero estamos rodeados por él: sus aguas nos presionan, pero no nos tocan; nos persiguen, pero no nos sumergen.

Por lo tanto, volvemos a pediros que no os desaniméis. Tendréis para vosotros -y ciertamente confiamos en el Señor- la ayuda de los príncipes terrenales, que, como demuestran la razón y la historia, defendiendo su propia causa defienden la autoridad de la Iglesia. Porque nunca será posible dar al César lo que es del César, si no damos a Dios lo que es de Dios. Además, utilizando las palabras de San León, los buenos oficios de Nuestro ministerio serán para todos vosotros. En las adversidades, en las dudas, en todas tus necesidades, recurrid a esta Sede Apostólica. "Dios, como dice San Agustín [Epist. 103 ad Donatist., Alias 166], colocó la doctrina de la verdad en la silla de la unidad".

Por último, os rogamos por la misericordia del Señor. Ayudadnos con vuestros votos y oraciones a Dios, para que el Espíritu de gracia permanezca en nosotros y vuestros juicios no sean inciertos: que Aquel que os inspiró el placer de la unanimidad solicite el don de la paz en común con nosotros, para que en todos los días de Nuestra vida gastada en el servicio de Dios Todopoderoso, dispuestos a prestaros nuestro apoyo, podamos elevar confiadamente esta oración al Señor: "Padre Santo, guarda en Tu nombre a los que me habéis confiado" [S. LEON M. , Serm. 1, "De nat. ipsius"; y Evang. de Juan , cap. 17]. 

Como prenda de Nuestra confianza y amor, os impartimos de todo corazón la Bendición Apostólica a vosotros y a vuestro rebaño.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 5 de mayo de 1824, en el primer año de Nuestro Pontificado.

León XII


lunes, 27 de noviembre de 2000

COMMUNIUM RERUM (21 DE ABRIL DE 1909)


ENCÍCLICA

COMMUNIUM RERUM

DEL PAPA PÍO X

SOBRE SAN ANSELMO DE AOSTA

A NUESTROS VENERABLES HERMANOS LOS PATRIARCAS,

PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS Y OTROS ORDINARIOS

EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA

Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica.

En medio de los problemas generales de la época y de las recientes catástrofes domésticas que nos afligen, nos consuela y reconforta sin duda esa reciente muestra de devoción de todo el pueblo cristiano que sigue siendo "un espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres" (I Cor. iv. 9), y que, si ahora ha sido convocada tan generosamente por la llegada de la desgracia, tiene su única y verdadera causa en la caridad de Nuestro Señor Jesucristo. Porque como no hay ni puede haber en el mundo ninguna caridad digna de este nombre sino por medio de Cristo, a Él solo deben atribuirse todos los frutos de ella, incluso en los hombres de fe laxa u hostiles a la religión, que son deudores de los vestigios de caridad que puedan poseer a la civilización introducida por Cristo, de la que todavía no han conseguido desprenderse del todo y expulsar de la sociedad humana.

2. Por este poderoso movimiento de los que quieren consolar a su Padre y ayudar a sus hermanos en sus aflicciones públicas y privadas, las palabras apenas pueden expresar Nuestra emoción y Nuestra gratitud. Estos sentimientos ya los hemos dado a conocer en más de una ocasión a los particulares, pero no podemos demorarnos más en dar una expresión pública de Nuestro agradecimiento, en primer lugar, a vosotros, venerables hermanos, y a través de vosotros a todos los fieles confiados a vuestro cuidado.

3. Así, también, queremos hacer profesión pública de Nuestra gratitud por las numerosas y sorprendentes muestras de afecto y reverencia que nos han ofrecido nuestros hijos más queridos en todas las partes del mundo con motivo de nuestro jubileo sacerdotal. Han sido muy agradecidas por Nosotros, no tanto por Nuestro bien como por el bien de la Religión y de la Iglesia, por ser una profesión de fe intrépida y, por así decirlo, una manifestación pública del debido honor a Cristo y a Su Iglesia, por el respeto mostrado a quien el Señor ha puesto sobre Su familia. Otros frutos de la misma índole también nos han alegrado mucho; las celebraciones con que las diócesis de Norteamérica han conmemorado el centenario de su fundación, devolviendo a Dios las gracias eternas por haber añadido tantos hijos a la Iglesia Católica; el espléndido espectáculo que presentó la nobilísima isla de Gran Bretaña en el honor restaurado que se rindió con tan maravillosa pompa dentro de sus confines a la Santísima Eucaristía, en presencia de una densa multitud, y con una corona formada por Nuestros Venerables Hermanos, y por Nuestro propio Legado; y en Francia, donde la Iglesia afligida secó sus lágrimas al ver tan brillantes triunfos del Augusto Sacramento, sobre todo en la ciudad de Lourdes, el quincuagésimo aniversario de cuyo origen también nos ha alegrado ver conmemorado con tanta solemnidad. En estos y otros hechos todos deben ver, y que los enemigos del catolicismo se persuadan de ello, que el esplendor del ceremonial, y la devoción que se rinde a la Augusta Madre de Dios, e incluso el homenaje filial que se ofrece al Sumo Pontífice, están todos destinados finalmente a la gloria de Dios, para que Cristo sea todo y en todos (Colos. 3: II), para que el Reino de Dios se establezca en la tierra, y se consiga la salvación eterna para los hombres.

4. Este triunfo de Dios en la tierra, tanto en los individuos como en la sociedad, no es sino el retorno de los descarriados a Dios por medio de Cristo, y a Cristo por medio de la Iglesia, que anunciamos como programa de Nuestro Pontificado tanto en Nuestras primeras Cartas Apostólicas "E supremi Apostolatus Cathedra" (Encyclica diei 4 Octobris MDCCCCIII), como muchas veces desde entonces. A este regreso miramos con confianza, y los planes y las esperanzas están todos destinados a conducir a él como a un puerto en el que las tormentas, incluso de la vida presente, están en reposo. Y por eso agradecemos el homenaje que se rinde a la Iglesia en Nuestra humilde persona, por ser, con la ayuda de Dios, un signo del retorno de las Naciones a Cristo y de una más estrecha unión con Pedro y la Iglesia.

5. Esta unión afectuosa, que varía en intensidad según el tiempo y el lugar, y que difiere en su modo de expresión, parece en los designios de la Providencia fortalecerse a medida que los tiempos se vuelven más difíciles para la causa de la sana enseñanza, de la sagrada disciplina, de la libertad de la Iglesia. Tenemos ejemplos de ello en los santos de otros siglos, que Dios suscitó para resistir con su virtud y sabiduría la furia de la persecución contra la Iglesia y la difusión de la iniquidad en el mundo. A uno de ellos queremos recordar especialmente en esta Carta, ahora que se celebra solemnemente el octavo centenario de su muerte. Nos referimos al doctor Anselmo de Aosta, vigorosísimo exponente de la verdad católica y defensor de los derechos de la Iglesia, primero como monje y abad en Francia y después como arzobispo de Canterbury y primado en Inglaterra. No es inapropiado, pensamos, después de las Fiestas Jubilares, celebradas con inusitado esplendor, de otros dos Doctores de la Santa Iglesia, Gregorio el Grande y Juan Crisóstomo, uno la luz de la Iglesia Occidental, el otro de la Iglesia Oriental, fijar nuestra mirada en esta otra estrella que, si "difiere en brillo" (I. Cor. 15: 41) de ellos, sin embargo se compara bien con ellos en su trayectoria, y arroja una luz de doctrina y ejemplo no menos saludable que la de ellos. Es más, en algunos aspectos podría decirse que es incluso más saludable, ya que Anselmo está más cerca de nosotros en cuanto a tiempo, lugar, temperamento y estudios, y hay una mayor similitud con nuestros días en la naturaleza de los conflictos que soportó, en el tipo de actividad pastoral que desplegó, en el método de enseñanza aplicado y promovido en gran medida por él, por sus discípulos, por sus escritos, todos ellos compuestos "en defensa de la religión cristiana, en beneficio de las almas, y para guía de todos los teólogos que debían enseñar las sagradas letras según el método escolástico" (Breviar. Rom, die 21 Aprilis). Así, como en la oscuridad de la noche, mientras algunas estrellas se ponen, otras se levantan para iluminar el mundo, así los hijos suceden a los Padres para iluminar la Iglesia, y entre ellos San Anselmo brilló como una estrella brillantísima.

6. A los ojos de los mejores de sus contemporáneos, Anselmo parecía brillar como una luminaria de santidad y aprendizaje en medio de la oscuridad del error y la iniquidad de la época en que vivió. Fue en verdad un "príncipe de la fe, un ornamento de la Iglesia... una gloria del episcopado, un hombre superior a todos los grandes hombres" de su tiempo ("Epicedion in obitum Anselmi"), "tanto erudito como bueno y brillante en el discurso, un hombre de espléndido intelecto" ("In Epitaphio") cuya reputación era tal que se ha escrito bien de él que no había hombre en el mundo entonces "que dijera: Anselmo es menos que yo, o como yo" ("Epicedion in obitum Anselmi"), y por ello era estimado por reyes, príncipes y sumos pontífices, así como por sus hermanos de religión y por los fieles, es más, "amado incluso por sus enemigos" (Ib.). Cuando todavía era abad, el gran y poderosísimo pontífice Gregorio VII le escribió cartas en las que le inspiraba estima y afecto y "recomendaba a la Iglesia católica y a él mismo a sus oraciones" (Breviar. Rom. die 21 Aprilis); a él también le escribió Urbano II reconociendo "su distinción en la religión y el saber" (In libro 2 Epist. S. Anselmi, ep. 32); en muchas y muy afectuosas cartas Pascual II ensalzó su "reverente devoción, su fuerte fe, su piadoso y perseverante celo, su autoridad en religión y conocimiento" (In lib. 3 Epist. S. Anselmi, ep. 74 et 42), lo que fácilmente indujo al Pontífice a acceder a sus peticiones y le hizo no dudar en llamarle el más docto y devoto de los obispos de Inglaterra.

7. Y, sin embargo, Anselmo a sus propios ojos no era más que un despreciable y desconocido inútil, un hombre sin partes, pecador en su vida. Esta gran modestia y la más sincera humildad no le restaron ni un ápice de su elevado pensamiento, por mucho que digan lo contrario los hombres de vida y juicio depravados, de los que la Escritura dice que "el hombre animal no entiende las cosas del espíritu de Dios" (I Cor. 2: 14). Y más maravilloso aún, la grandeza de alma y la constancia inconquistable, probada de tantas maneras por los problemas, los ataques, los destierros, se mezclaban en él con unos modales tan suaves y agradables que era capaz de calmar las pasiones airadas de sus enemigos y de ganarse el corazón de los que estaban enfurecidos contra él, de modo que los mismos hombres "a los que su causa era hostil" le alababan porque era bueno ("Epicedion in obitum Anselmi").

8. Así pues, en él existía una maravillosa armonía entre cualidades que el mundo juzga falsamente irreconciliables y contradictorias: sencillez y grandeza, humildad y magnanimidad, fuerza y mansedumbre, conocimiento y piedad, de modo que tanto al principio como a lo largo de toda su vida religiosa "fue singularmente estimado por todos como modelo de santidad y doctrina" (Breviar. Rom., die 21 Aprilis).

9. Este doble mérito de Anselmo no quedó confinado dentro de las paredes de su propia casa o dentro de los límites de la escuela, sino que salió de allí como de una tienda militar al polvo y al resplandor de la carretera. Porque, como ya hemos insinuado, Anselmo cayó en días difíciles y tuvo que emprender feroces batallas en defensa de la justicia y la verdad. Aunque estaba naturalmente inclinado a una vida de contemplación y estudio, se vio obligado a sumergirse en las más variadas e importantes ocupaciones, incluso las que afectaban al gobierno de la Iglesia, y a verse así arrastrado a las peores turbulencias de su agitada época. Con su dulce y suavísimo temperamento se vio obligado, por amor a la sana doctrina y a la santidad de la Iglesia, a renunciar a una vida de paz, a la amistad de los grandes del mundo, a los favores de los poderosos, al afecto unido, del que al principio gozaba, de sus mismos hermanos en los problemas de todo tipo. Así, encontrando a Inglaterra llena de odios y peligros, se vio obligado a oponer una vigorosa resistencia a los reyes y príncipes, a los usurpadores y tiranos sobre la Iglesia y el pueblo, a los ministros débiles o indignos del sagrado oficio, a la ignorancia y al vicio de grandes y pequeños; siempre valiente defensor de la fe y de la moral, de la disciplina y de la libertad, y por lo tanto también de la santidad y de la doctrina, de la Iglesia de Dios, y por ello verdaderamente digno de aquel ulterior encomio de Pascual: "Gracias a Dios que en vosotros prevalece siempre la autoridad del Obispo, y que, aunque puestos en medio de bárbaros, no os disuade de anunciar la verdad ni la violencia de los tiranos", ni el favor de los poderosos, ni la llama del fuego ni la fuerza de las armas; y de nuevo: "Nos alegramos porque, por la gracia de Dios, no os perturban las amenazas ni os conmueven las promesas" (En el lib. iii. Epist. S. Anselmi, ep. 44 et 74).

10. En vista de todo esto, es justo, Venerables Hermanos, que Nosotros, después de un lapso de ocho siglos, nos regocijemos como Nuestro Predecesor Pascual, y, haciéndonos eco de sus palabras, demos gracias a Dios. Pero, al mismo tiempo, es un placer para Nosotros poder exhortaros a fijar vuestros ojos en esta luminaria de la doctrina y de la santidad, que, surgiendo aquí en Italia, brilló durante más de treinta años sobre Francia, durante más de quince años sobre Inglaterra, y finalmente sobre toda la Iglesia, como una torre de fuerza y de belleza.

11. Y si Anselmo fue grande "en las obras y en las palabras", si en su conocimiento y en su vida, en la contemplación y en la actividad, en la paz y en la lucha, consiguió espléndidos triunfos para la Iglesia y grandes beneficios para la sociedad, todo ello debe atribuirse a su estrecha unión con Cristo y con la Iglesia durante todo el curso de su vida y de su ministerio.

12. Recordando todas estas cosas, Venerables Hermanos, con especial interés durante la solemne conmemoración del gran Doctor, encontraremos en ellas espléndidos ejemplos para nuestra admiración e imitación; más aún, la reflexión sobre ellas nos proporcionará también fuerza y consuelo en medio de las apremiantes preocupaciones del gobierno de la Iglesia y de la salvación de las almas, ayudándonos a no faltar nunca a nuestro deber de cooperar con todas nuestras fuerzas para que todas las cosas sean restauradas en Cristo, para que "Cristo sea formado" en todas las almas (Galat. 4: 19), y especialmente en las que son la esperanza del sacerdocio, de mantener inquebrantablemente la doctrina de la Iglesia, de defender denodadamente la libertad de la Esposa de Cristo, la inviolabilidad de sus derechos divinos y la plenitud de las garantías que exige la protección del Sagrado Pontificado.

13. Porque sabéis, Venerables Hermanos, y lo habéis lamentado a menudo con Nosotros, cuán malos son los días en que hemos caído, y cuán inicuas las condiciones que se nos han impuesto. Incluso en el indecible dolor que sentimos en los recientes desastres públicos, Nuestras heridas se abrieron de nuevo por las vergonzosas acusaciones inventadas contra el clero de estar atrasado en la prestación de asistencia después de la calamidad, por los obstáculos levantados para ocultar la acción benéfica de la Iglesia en favor de los afligidos, por el desprecio mostrado incluso por su cuidado y previsión maternal. No decimos nada de muchas otras cosas perjudiciales para la Iglesia, ideadas con astucia traicionera o perpetradas flagrantemente en violación de todo derecho público y en desprecio de toda equidad y justicia naturales. Lo más penoso, además, es pensar que esto se ha hecho en países en los que la corriente de la civilización ha sido alimentada más abundantemente por la Iglesia. Pues ¿qué espectáculo más antinatural puede presenciarse que el de algunos de esos hijos que la Iglesia ha alimentado y cuidado como sus primogénitos, su flor y su fuerza, que en su furia vuelven sus armas contra el mismo seno de la Madre que tanto los ha amado? Y hay otros países que no nos dan mucho consuelo, en los que la misma guerra, bajo otra forma, ha estallado ya o se está preparando con oscuras maquinaciones. Porque en las naciones que más se han beneficiado de la civilización cristiana hay un movimiento para privar a la Iglesia de sus derechos, para tratarla como si no fuera por naturaleza y por derecho la sociedad perfecta que es, instituida por el mismo Cristo, el Redentor de nuestra naturaleza, y para destruir su reino, que, aunque afecta principal y directamente a las almas, no es menos útil para su salvación eterna que para el bienestar de la sociedad humana; se hacen esfuerzos de todo tipo para suplantar el reino de Dios por un reino de licencia bajo el nombre mentiroso de libertad. Y para hacer triunfar, mediante el gobierno de los vicios y de la lujuria, la peor de todas las esclavitudes y llevar a los pueblos de cabeza a su ruina - "porque el pecado hace a los pueblos miserables" (Prov. 14: 34)- se levanta siempre el grito: "No queremos que este hombre reine sobre nosotros" (Luc. 19: 14). Así las Órdenes religiosas, siempre el fuerte escudo y el ornamento de la Iglesia, y los promotores de las obras más saludables de la ciencia y de la civilización entre los pueblos incivilizados y civilizados, han sido expulsados de los países católicos; así las obras de la beneficencia cristiana han sido debilitadas y circunscritas en la medida de lo posible, así los ministros de la religión han sido despreciados y burlados, y, donde era posible, reducidos a la impotencia y a la inercia. Los caminos del saber y de la enseñanza se les han cerrado o dificultado en extremo, sobre todo apartándolos gradualmente de la instrucción y de la educación de la juventud; las empresas católicas de utilidad pública se han visto frustradas; los laicos distinguidos que profesan abiertamente su fe católica han sido ridiculizados, perseguidos, mantenidos en un segundo plano como si pertenecieran a una clase inferior y marginada, hasta que llegue el día, que se está acelerando con leyes cada vez más inicuas, en que se les excluya por completo de los asuntos públicos. Y los autores de esta guerra, tan astuta y despiadada como es, se jactan de que la libran por amor a la libertad, a la civilización y al progreso, y, si se les creyera, por espíritu de patriotismo -en esta mentira también se asemejan a su padre, que "fue un asesino desde el principio, y cuando habla una mentira, habla por sí mismo, porque es un mentiroso" (Juan. 8: 44), y se enfurecen con un odio insaciable contra Dios y la raza humana. Hombres de rostro descarado, que buscan crear confusión con sus palabras, y tender trampas a los oídos de los simples. No, no es el patriotismo, ni el celo por el pueblo, ni ningún otro objetivo noble, ni el deseo de promover el bien de ningún tipo, lo que les incita a esta amarga guerra, sino el odio ciego que alimenta su loco plan de debilitar a la Iglesia y excluirla de la vida social, lo que les hace proclamarla como muerta, mientras no cesan de atacarla; es más, después de haberla despojado de toda libertad, no dudan en su descarada locura en mofarse de su impotencia para hacer algo en beneficio de la humanidad o del gobierno humano. Del mismo odio surgen las astutas tergiversaciones o el silencio absoluto sobre los servicios más manifiestos de la Iglesia y de la Sede Apostólica, cuando no hacen de nuestros servicios un motivo de sospecha que con astuto arte insinúan en los oídos y en las mentes de las masas, espiando y falseando todo lo que se dice o se hace por la Iglesia como si ocultara algún peligro inminente para la sociedad, mientras que la pura verdad es que es principalmente de Cristo, a través de la Iglesia, de donde se ha derivado el progreso de la verdadera libertad y la más pura civilización.

14. En cuanto a esta guerra exterior, llevada a cabo por el enemigo de fuera, "por la que la Iglesia se ve asaltada por todas partes, ahora en batalla cerrada y abierta, ahora con astucia y con tramas astutas", hemos advertido con frecuencia vuestra vigilancia, Venerables Hermanos, y especialmente en la Alocución que pronunciamos en el Consistorio del 16 de diciembre de 1907.

15. Pero con no menos severidad y dolor nos hemos visto obligados a denunciar y sofocar otra especie de guerra, intestina y doméstica, y tanto más desastrosa cuanto más oculta es. Llevada a cabo por jóvenes antinaturales, que anidan en el seno mismo de la Iglesia para desgarrarla en el silencio, esta guerra apunta más directamente a la raíz misma y al alma de la Iglesia. Tratan de corromper los resortes de la vida y de la enseñanza cristiana, de dispersar el sagrado depósito de la fe, de derribar los fundamentos de la constitución divina por su desprecio de toda autoridad, tanto pontificia como episcopal, de poner una nueva forma en la Iglesia, nuevas leyes, nuevos principios, según los postulados de sistemas monstruosos, en fin, de desfigurar toda la belleza de la Esposa de Cristo por el vacío glamour de una nueva cultura, falsamente llamada ciencia, contra la cual el Apóstol nos pone frecuentemente en guardia: "Guardaos de que nadie os engañe con filosofías y vanos engaños, según las tradiciones de los hombres, según los elementos del mundo, y no según Cristo" (Colos. 2: 8).

16. Por este artificio de la falsa filosofía y esta erudición superficial y falaz, unida a un sistema de crítica muy audaz, algunos han sido seducidos y "se han envanecido en sus pensamientos" (Rom. i. 1), "habiendo rechazado la buena conciencia han naufragado en cuanto a la fe" (I Tim. i. 19), se ven sacudidos miserablemente por las olas de la duda, sin saber ellos mismos a qué puerto han de llegar; otros, perdiendo tanto el tiempo como el estudio, se pierden en la investigación de abstrusas bagatelas, y se alejan así del estudio de las cosas divinas y de las verdaderas fuentes de la doctrina. Este semillero de error y perdición (que ha llegado a ser conocido comúnmente como modernismo por su afán de novedad malsana) aunque denunciado varias veces y desenmascarado por los propios excesos de sus adeptos, sigue siendo un mal gravísimo y profundo. Acecha como un veneno en las entrañas de la sociedad moderna, alejada como está de Dios y de su Iglesia, y se abre paso especialmente como un cáncer entre las generaciones jóvenes, que son naturalmente las más inexpertas y desatentas. No es el resultado de un estudio sólido y de un conocimiento verdadero, pues no puede haber un conflicto real entre la razón y la fe (Concil. Vatic., Constit. Dei filius, cap. 4). Pero es el resultado del orgullo intelectual y de la atmósfera pestilente que prevalece de la ignorancia o del conocimiento confuso de las cosas de la religión, unido a la estúpida presunción de hablar y discutir sobre ellas. Y esta mortífera infección es fomentada además por un espíritu de incredulidad y de rebelión contra Dios, de modo que los que se dejan llevar por el ciego frenesí de la novedad consideran que se bastan a sí mismos, y que están en libertad de desprenderse abiertamente o por subterfugio de todo el yugo de la autoridad divina, modelando para sí mismos según su propio capricho una religiosidad individual vaga y naturalista, tomando el nombre y alguna apariencia del cristianismo, pero sin nada de su vida y verdad.

17. Ahora bien, en todo esto no es difícil reconocer una de las muchas formas de la eterna guerra que se libra contra la verdad divina, y que es tanto más peligrosa por el hecho de que sus armas se ocultan astutamente con una cubierta de piedad ficticia, candor ingenuo y seriedad, en manos de hombres facciosos que las utilizan para conciliar cosas que son absolutamente irreconciliables, las extravagancias de una ciencia humana voluble con la fe divina, y el espíritu de un mundo frívolo con la dignidad y la constancia de la Iglesia.

18. Pero si veis todo esto, Venerables Hermanos, y lo deploráis amargamente con Nosotros, no estáis por ello abatidos o sin toda esperanza. Sabéis de los grandes conflictos que otros tiempos han traído al pueblo cristiano, muy diferentes, sin embargo, de nuestros días. No tenemos más que volver a la época en que vivió Anselmo, tan llena de dificultades como aparece en los anales de la Iglesia. En efecto, entonces era necesario luchar por el altar y el hogar, por la santidad del derecho público, por la libertad, la civilización, la sana doctrina, de todo lo cual la Iglesia era la única maestra y defensora entre las naciones, para frenar la violencia de los príncipes que se arrogaban el derecho de pisotear las libertades más sagradas, para erradicar los vicios, la ignorancia y la incultura de los pueblos, no despojados aún del todo de su antigua barbarie y a menudo bastante refractarios a la influencia educadora de la Iglesia, para despertar a una parte del clero que se había vuelto laxa o anárquica en su conducta, ya que no pocas veces eran elegidos arbitrariamente y según un perverso sistema de elección por los príncipes, y controlados por éstos y obligados a ello en todo.

19. Tal era el estado de cosas especialmente en aquellos países en los que Anselmo trabajó especialmente, ya sea por su enseñanza como maestro, por su ejemplo como religioso, o por su asidua vigilancia y su actividad polifacética como arzobispo y primado. Porque sus grandes servicios fueron realizados especialmente por las provincias de la Galia que pocos siglos antes habían caído en manos de los normandos, y por las islas de Gran Bretaña que pocos siglos antes habían pasado a manos de la Iglesia. En ambos países las convulsiones causadas por las revoluciones interiores y las guerras exteriores dieron lugar a la relajación de la disciplina tanto entre los gobernantes como entre sus súbditos, entre el clero y el pueblo.

20. Abusos como éstos fueron amargamente lamentados por los grandes hombres de la época, como Lanfranco, maestro de Anselmo y más tarde su predecesor en la sede de Canterbury, y aún más por los pontífices romanos, entre los cuales bastará mencionar aquí al valiente Gregorio VII, intrépido campeón de la justicia, inquebrantable defensor de los derechos de la Iglesia, vigilante guardián y defensor de la santidad del clero.

21. Fuerte en su ejemplo y rivalizando con ellos en su celo, Anselmo también se lamentó de los mismos males, escribiendo así a un príncipe de su pueblo, y que se regocijaba en describirse como su pariente por sangre y afecto: "Ves, mi queridísimo Señor, cómo la Iglesia de Dios, nuestra Madre, a la que Dios llama su Hermosa y su Amada Esposa, es pisoteada por malos príncipes, cómo es puesta en tribulación para su eterna condenación por aquellos a los que fue recomendada por Dios como a protectores que la defenderían, con qué presunción han usurpado para sus propios usos las cosas que le pertenecen, la crueldad con que desprecian y violan la religión y su ley. Despreciando la obediencia a los decretos de la Sede Apostólica, hechos para la defensa de la religión, seguramente se condenan a sí mismos por la desobediencia al Apóstol Pedro, cuyo lugar ocupa, es más, a Cristo que recomendó su Iglesia a Pedro... Porque los que se niegan a someterse a la ley de Dios son ciertamente reputados como enemigos de Dios" (Epist. lib. iii. epist. 65). Así escribió Anselmo, y ojalá sus palabras hubieran sido atesoradas por el sucesor y los descendientes de aquel potentísimo príncipe, y por los demás soberanos y pueblos que fueron tan amados y aconsejados y servidos por él.

22. Pero la persecución, el destierro, el expolio, las pruebas y las fatigas de la dura lucha, lejos de conmover, no hicieron sino arraigar más profundamente el amor de Anselmo a la Iglesia y a la Sede Apostólica. "No temo el exilio, ni la pobreza, ni los tormentos, ni la muerte, porque, mientras Dios me fortalece, para todas estas cosas mi corazón está preparado por la obediencia debida a la Sede Apostólica y la libertad de la Iglesia de Cristo, mi Madre" (Ib. lib. iii. ep. 73), escribió a Nuestro Predecesor Pascual en medio de sus mayores dificultades. Y si recurre a la Cátedra de Pedro en busca de protección y ayuda, la única razón es: "Para que por mí y a causa de mí la constancia de la devoción eclesiástica y la autoridad apostólica no se debiliten nunca en lo más mínimo". Y luego da su razón, que para Nosotros es la insignia de la dignidad y la fuerza pastoral: "Prefiero morir, y mientras vivo prefiero sufrir penurias en el exilio, antes que ver el honor de la Iglesia de Dios atenuado en el más mínimo grado por mi causa o por mi ejemplo" (Ib. Lib. iv. ep. 47).

23. Ese mismo honor, libertad y pureza de la Iglesia está siempre en su mente; lo anhela con suspiros, oraciones y sacrificios; trabaja por él con todas sus fuerzas tanto en la resistencia vigorosa como en la paciencia varonil; y lo defiende con sus actos, sus escritos y sus palabras. La recomienda con un lenguaje fuerte y dulce a sus hermanos en la religión; a los obispos, al clero y a todos los fieles; pero con mayor severidad a aquellos príncipes que la ultrajan con gran perjuicio para ellos y sus súbditos.

24. Estos nobles llamamientos a la libertad sagrada tienen un eco oportuno en nuestros días en los labios de aquellos "a quienes el Espíritu Santo ha puesto para gobernar la Iglesia de Dios" (Act. xx 28), oportuno aunque no encontraran eco por la decadencia de la fe o la perversidad de los hombres o la ceguera de los prejuicios. A nosotros, como bien sabéis, Venerables Hermanos, se dirigen especialmente las palabras del Señor: "Grita sin descanso, alza tu voz como una trompeta" (Isa. 58: 1), y más aún que "el Altísimo ha hecho oír su voz" (Salmo 17: 14), en el temblor de la naturaleza y en las tremendas calamidades: "la voz del Señor sacudiendo la tierra", haciendo resonar en nuestros oídos una terrible advertencia y haciéndonos comprender la dura lección de que todo lo que no es eterno es vanidad, que "no tenemos aquí una ciudad duradera, sino que buscamos una que ha de venir" (Hebr. 13: 14), pero, además, una voz no sólo de justicia, sino de misericordia y de saludable recordatorio para las naciones descarriadas. En medio de estas calamidades públicas nos corresponde gritar y dar a conocer las grandes verdades de la fe no sólo al pueblo, a los humildes, a los afligidos, sino a los poderosos y a los ricos, a los que deciden y gobiernan la política de las naciones, dar a conocer a todos las grandes verdades que la historia confirma con sus grandes y desastrosas lecciones como que "el pecado hace miserables a las naciones" (Prov. 14: 34), con la admonición del Salmo 2: "Y ahora, reyes, comprended; recibid instrucción, vosotros que juzgáis la tierra. Servid al Señor con temor... abrazad la disciplina, no sea que en algún momento el Señor se enoje y perezcáis en el camino justo". Más amargas serán las consecuencias de estas amenazas cuando los vicios de la sociedad se multiplican, cuando el pecado de los gobernantes y del pueblo consiste especialmente en la exclusión de Dios y en la rebelión contra la Iglesia de Cristo: esa doble apostasía social que es la fuente deplorable de la anarquía, la corrupción y la miseria sin fin para el individuo y para la sociedad.

25. Y ya que el silencio o la indolencia por nuestra parte, como desgraciadamente no es infrecuente entre los buenos, nos incriminaría también, que cada uno de los sagrados Pastores tome como dicho para sí mismo para la defensa de su rebaño, y lleve a otros a su debido tiempo, las palabras de Anselmo al poderoso Príncipe de Flandes: "Como eres mi Señor y verdaderamente amado por mí en Dios, te ruego, conjuro, amonesto y aconsejo, como guardián de tu alma, que no creas que tu elevada dignidad se ve disminuida si amas y defiendes la libertad de la Esposa de Dios y tu Madre, la Iglesia, que no pienses que te rebajas cuando la exaltas, que no creas que te debilitas cuando la fortaleces. Mira a tu alrededor y observa; los ejemplos están ante ti; considera los príncipes que la atacan y maltratan, ¿qué ganan con ello, qué consiguen? Es tan claro que no hace falta decirlo" (Epist., lib. iv. ep. 32). Y todo esto lo explica con su habitual fuerza y dulzura al poderoso Balduino, rey de Jerusalén: "Como tu fiel amigo, te ruego, amonesto y conjuro, y pido a Dios que vivas bajo la ley de Dios y que en todo sometas tu voluntad a la voluntad de Dios. Porque sólo cuando reinas según la voluntad de Dios, reinas para tu propio bienestar. No te permitas creer, como tantos malos reyes, que la Iglesia de Dios te ha sido entregada para que la utilices como sierva, sino recuerda que te ha sido recomendada como abogada y defensora". En este mundo Dios no ama nada más que la libertad de su Iglesia. "Los que buscan no tanto servirla como gobernarla, están actuando claramente en oposición a Dios. Dios quiere que su Esposa sea libre y no esclava. Aquellos que la tratan y la honran como hijos, ciertamente demuestran que son sus hijos y los hijos de Dios, mientras que aquellos que se enseñorean de ella, como de un súbdito, no se hacen hijos sino extraños a ella, y por lo tanto son excluidos de la herencia prometida a ella" (Ibid. ep. 8). Así desveló su corazón tan lleno de amor por la Iglesia; así mostró su celo en defensa de su libertad, tan necesaria en el gobierno de la familia cristiana y tan querida por Dios, como el mismo gran Doctor afirmó concisamente en las enérgicas palabras "En este mundo Dios no ama nada más que la libertad de su Iglesia". Ni podemos, Venerables Hermanos, daros a conocer Nuestros sentimientos mejor que repitiendo esa hermosa expresión.

26. Igualmente oportunas son otras amonestaciones dirigidas por el Santo a los poderosos. Así, por ejemplo, escribió a la reina Matilde de Inglaterra: "Si quieres en verdad devolver las gracias con razón y bien y eficazmente a Dios, toma en consideración a esa Reina que Él se complació en elegir para su Esposa en este mundo... Tómala, digo, en consideración, exáltala, para que con ella y en ella puedas agradar a Dios y reinar con ella en la eterna bienaventuranza" (Epist., lib. iii. ep. 57). Y, sobre todo, cuando por casualidad te encuentres con algún hijo que, hinchado de grandeza terrenal, viva sin tener en cuenta a su madre, u hostil o rebelde con ella, recuerda que: "os corresponde sugerirle con frecuencia, a tiempo y a destiempo, estas y otras amonestaciones, y sugerirle que se muestre no como el amo, sino como el abogado, no como el hijastro, sino como el verdadero hijo de la Iglesia" (Ibid. ep. 59). Nos corresponde también, a Nosotros especialmente, inculcar ese otro dicho tan noble y tan paternal de Anselmo: "Siempre que oigo algo de vosotros desagradable a Dios e impropio de vosotros mismos, y no os amonesto, no temo a Dios ni os amo como debo" (Ibid. Lib. iv. ep. 52). Y especialmente cuando llega a Nuestros oídos que tratáis a las iglesias en vuestro poder de una manera indigna de ellas y de vuestra propia alma, entonces, debemos imitar a Anselmo renovando Nuestras oraciones, consejos, amonestaciones "que penséis en estas cosas cuidadosamente y si vuestra conciencia os advierte que hay algo que corregir en ellas que os apresuréis a hacer la corrección" (Epist., lib. iv. epist. 32). "Porque no hay que descuidar nada que pueda corregirse, ya que Dios pide cuenta a todos no sólo del mal que hacen, sino también de la corrección del mal que pueden corregir. Y cuanto más poder tienen los hombres para hacer la corrección necesaria, tanto más enérgicamente les exige Él, según el poder que misericordiosamente les ha comunicado, que piensen y actúen rectamente... Y si no pueden hacerlo todo a la vez, no por ello deben cesar sus esfuerzos para avanzar de mejor en mejor, porque Dios, en su bondad, suele llevar a la perfección las buenas intenciones y el buen esfuerzo, y recompensarlos con bendita plenitud" (Ibid. Lib. iii. epist. 142).

27. Estas y otras advertencias similares, sapientísimas y santas, dadas por Anselmo incluso a los señores y reyes del mundo, bien pueden ser repetidas por los pastores y príncipes de la Iglesia, como defensores naturales de la verdad, la justicia y la religión en el mundo. En nuestros tiempos, en efecto, los obstáculos en el camino para hacer esto se han incrementado enormemente, de modo que, en verdad, apenas hay espacio para permanecer sin dificultad y peligro. Porque mientras reina la licencia desenfrenada, la Iglesia está obstinadamente encadenada, el nombre mismo de la libertad es objeto de burla, y constantemente se inventan nuevos artificios para frustrar la obra de vosotros y de vuestro clero, de modo que no es de extrañar que "no seáis capaces de hacerlo todo a la vez" para la corrección de los descarriados, la supresión de los abusos, la promoción de las ideas rectas y de la vida recta, y la mitigación de los males que pesan sobre la Iglesia.

28. Pero hay un consuelo para nosotros: el Señor vive y "hará que todas las cosas redunden en bien de los que aman a Dios" (Rom. 8: 28). Incluso de estos males sacará el bien, y por encima de todos los obstáculos ideados por la perversidad humana hará más espléndido el triunfo de su obra y de su Iglesia. Tal es el maravilloso designio de la divina Sabiduría y tales "sus inescrutables caminos" (Ib. 11: 33) en el presente orden de la Providencia - "porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni mis caminos vuestros caminos, dijo el Señor" (Isai. Iv. 8)- que la Iglesia de Cristo está destinada a renovar siempre en sí misma la vida de su divino Fundador, que tanto sufrió, y en cierto modo a "llenar lo que falta de los sufrimientos de Cristo" (Colos. 1: 24). De ahí que su condición de militante en la tierra la obligue divinamente a vivir en medio de las contiendas, los problemas y las dificultades, para que así "a través de muchas tribulaciones pueda entrar en el reino de Dios" (Hechos 14: 21), y al final se una a la Iglesia triunfante en el cielo.

29. El comentario de Anselmo sobre el pasaje de San Mateo: "Jesús obligó a sus discípulos a entrar en la barca", va directamente al grano: "Las palabras en su sentido místico resumen el estado de la Iglesia desde la venida de Jesucristo hasta el fin del mundo. La barca, pues, era zarandeada por las olas en medio del mar, mientras Jesús permanecía en la cima del monte; porque desde que el Salvador ascendió al cielo la santa Iglesia ha sido agitada por grandes tribulaciones en el mundo, zarandeada por diversas tormentas de persecución, acosada por las diversas perversidades de los impíos y asaltada de muchas maneras por el vicio. Porque el viento era contrario, porque la influencia de los espíritus malignos se opone constantemente a ella para impedirle llegar al puerto de la salvación, esforzándose por sumergirla bajo las olas opuestas del mundo, suscitando contra ella todas las dificultades posibles" (Hom. iii. 22).

30. Erran mucho, por lo tanto, quienes pierden la fe durante la tempestad, deseando para sí mismos y para la Iglesia un estado permanente de perfecta tranquilidad, de prosperidad universal y de reconocimiento práctico, unánime e incontestable de su sagrada autoridad. Pero el error es más grave cuando los hombres se engañan a sí mismos con la idea de obtener una paz efímera encubriendo los derechos e intereses de la Iglesia, sacrificándolos a los intereses privados, minimizándolos injustamente, tratando con el mundo, "todo el cual está asentado en la maldad" (I Juan 5: 19) con el pretexto de reconciliar a los seguidores de las novedades y hacerlos volver a la Iglesia, como si fuera posible cualquier composición entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y Belial. Esta alucinación es tan antigua como el mundo, pero siempre es moderna y siempre está presente en el mundo mientras haya soldados tímidos o traidores, y a la primera de cambio dispuestos a arrojar las armas o abrir negociaciones con el enemigo, que es el enemigo irreconciliable de Dios y del hombre.

31. A vosotros, pues, Venerables Hermanos, a quienes la Divina Providencia ha constituido para ser pastores y dirigentes del pueblo cristiano, os corresponde resistir con todas vuestras fuerzas a esta fatalísima tendencia de la sociedad moderna a adormecerse en una vergonzosa indolencia mientras se libra la guerra contra la religión, buscando una cobarde neutralidad hecha de débiles esquemas y compromisos en perjuicio de los derechos divinos y humanos, hasta el olvido de la clara sentencia de Cristo: "El que no está conmigo está contra mí" (Mt. 12: 30). No es que a veces no sea bueno renunciar a nuestros derechos en la medida en que sea lícito y lo exija el bien de las almas. Y ciertamente este defecto no se os puede imputar a vosotros, que estáis animados por la caridad de Cristo. Pero esto no es más que una condescendencia razonable, que puede hacerse sin el menor detrimento del deber, y que no afecta en absoluto a los principios eternos de la verdad y de la justicia.

32. Así leemos cómo se verificó en la causa de Anselmo, o más bien en la causa de Dios y de la Iglesia, por la que Anselmo tuvo que pasar por tan largos y amargos conflictos. Y cuando hubo resuelto por fin la larga contienda, nuestro predecesor Pascual II le escribió "Creemos que ha sido gracias a vuestra caridad y a vuestras insistentes oraciones que la misericordia divina se ha volcado con el pueblo confiado a vuestro cuidado". Y refiriéndose a la paternal indulgencia mostrada por el Sumo Pontífice hacia los culpables, añade "En cuanto a la gran indulgencia que hemos mostrado, sabed que es fruto de Nuestro gran afecto y compasión para poder levantar a los que estaban abatidos. Pues si el que está erguido se limita a tender la mano a un hombre caído, nunca lo levantará a menos que él también se incline un poco. Además, aunque este acto de agacharse pueda parecer el acto de caer, nunca llega a perder el equilibrio de la rectitud" (En lib. iii. Epist. S. Anselmi, ep. 140).

33. Al hacer nuestras estas palabras de Nuestro piadosísimo Predecesor, escritas para consuelo de Anselmo, no queremos ocultar nuestro agudísimo sentido del peligro que corren los mejores de entre los pastores de la Iglesia de sobrepasar el justo límite de la indulgencia o de la resistencia. Cómo se han dado cuenta de este peligro se puede ver fácilmente en las ansiedades, temblores y lágrimas de la mayoría de los hombres santos que han tenido que cargar con la terrible responsabilidad del gobierno de las almas y la grandeza del peligro al que están expuestos, como se puede ver de manera más llamativa en la vida de Anselmo. Cuando fue arrancado de la soledad de la vida estudiosa del claustro, para ser elevado a una elevada dignidad en tiempos muy difíciles, se encontró presa de la más atormentadora solicitud y ansiedad, y sobre todo del temor de no hacer lo suficiente por la salvación de su propia alma y de las almas de su pueblo, por el honor de Dios y de su Iglesia. Pero en medio de todas estas angustias y en el dolor que sentía al verse abandonado culpablemente por muchos, incluso por sus hermanos en el episcopado, su único gran consuelo era su confianza en Dios y en la Sede Apostólica. Amenazado de naufragio, y mientras la tormenta arreciaba a su alrededor, se refugió en el seno de la Iglesia, su Madre, invocando del Romano Pontífice una ayuda y un consuelo piadosos y rápidos (Epistol. lib. iii. ep. 37). Dios, tal vez, permitió que este gran hombre, lleno de sabiduría y santidad como era, sufriera tan pesada tribulación, para que nos sirviera de consuelo y ejemplo en las mayores dificultades y pruebas del ministerio pastoral, y para que se realizara en cada uno de nosotros la sentencia de Pablo: "De buena gana me gloriaré en mis debilidades para que el poder de Cristo habite en mí. Por eso me complazco en mis debilidades... porque cuando soy débil, entonces soy poderoso" (2 Cor.12: 9, 10). Tales son los sentimientos que Anselmo expresó a Urbano II: "Santo Padre, me apena no ser lo que era, me apena ser obispo, porque a causa de mis pecados no ejerzo el oficio de obispo. Mientras estaba en una posición humilde, parecía que hacía algo; puesto en un lugar elevado, agobiado por un peso inmenso, no obtengo ningún fruto para mí y no soy útil para nadie. Cedo bajo la carga porque soy increíblemente pobre en la fuerza, la virtud, el celo y el conocimiento necesarios para un oficio tan grande. Quisiera huir de la insoportable ansiedad y dejar atrás la carga, pero, por otra parte, temo ofender a Dios. El temor de Dios me obligó a aceptarla, el mismo temor de Dios me constriñe a conservar la misma carga. Ahora, como la voluntad de Dios se me oculta, y no sé qué hacer, ando suspirando, y no sé cómo poner fin a todo esto" (Epist. Lib. iii. ep. 37).

34. De este modo, Dios hace ver incluso a los hombres santos su debilidad natural, para manifestar mejor en ellos el poder de la fuerza que viene de lo alto y, mediante un sentido humilde y real de su insuficiencia individual, preservar con mayor fuerza su obediencia a la autoridad de la Iglesia. Lo vemos en el caso de Anselmo y de otros contemporáneos suyos que lucharon por la libertad y la doctrina de la Iglesia bajo la dirección de la Sede Apostólica. El fruto de su obediencia fue la victoria en la contienda, y su ejemplo confirmó la sentencia divina de que "el hombre obediente cantará victoria" (Prov. 21: 28). La esperanza de la misma recompensa resplandece para todos los que obedecen a Cristo en su Vicario en todo lo que concierne a la dirección de las almas, o al gobierno de la Iglesia, o que se relaciona de algún modo con estos objetos: ya que "de la autoridad de la Santa Sede dependen las direcciones y los consejos de los hijos de la Iglesia" (Epist. Lib. iv. ep. 1).

35. Cómo sobresalió Anselmo en esta virtud, con qué calor y fidelidad mantuvo siempre una perfecta unión con la Sede Apostólica, puede verse en las palabras que escribió al Papa Pascual: "Cuán fervientemente se aferra mi mente, según la medida de su poder, en reverencia y obediencia a la Sede Apostólica, lo prueban las muchas y más dolorosas tribulaciones de mi corazón, que sólo Dios y yo conocemos... De esta unión espero en Dios que no haya nada que pueda separarme. Por eso deseo, en la medida de lo posible, poner todos mis actos a disposición de esta misma autoridad para que los dirija y cuando sea necesario los corrija" (Ibid. ep. 5).

36. La misma firme constancia se muestra en todos sus actos y escritos, y especialmente en sus cartas que Nuestro Predecesor Pascual describe como "escritas con la pluma de la caridad" (En el lib. iii. Epist. S. Anselmi, ep. 74). Pero en sus cartas al Pontífice no se contenta con implorar una ayuda y un consuelo lastimeros, sino que también promete oraciones asiduas, con palabras muy tiernas de afecto filial y de fe inquebrantable, como cuando, siendo aún abad de Bec, escribe a Urbano II: "Por vuestra tribulación y la de la Iglesia romana, que es la nuestra y la de todos los verdaderos fieles, no cesamos de rogar a Dios asiduamente que mitigue vuestros malos días, hasta que se cave la fosa para el pecador. Y aunque parece que se demora, estamos seguros de que el Señor no dejará el cetro de los pecadores sobre la herencia de los justos, que nunca abandonará su herencia y que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (In libro ii. Epist. S. Anselmi, ep. 33).

37. En esta y otras cartas similares de Anselmo encontramos un maravilloso consuelo no sólo por la renovación de la memoria de un Santo tan devoto de la Sede Apostólica, sino porque sirven para recordar vuestras propias cartas y vuestras otras innumerables pruebas de devoción, Venerables Hermanos, en conflictos y penas semejantes.

38. Ciertamente es una cosa maravillosa que la unión de los Obispos y de los fieles con el Romano Pontífice se haya estrechado cada vez más en medio de las tempestades que se han desatado sobre la Cristiandad a través de los tiempos, y en nuestros tiempos se ha hecho tan unánime y tan cálida que su carácter divino es más evidente que nunca. Es, en efecto, Nuestro mayor consuelo, pues es la gloria y el baluarte invencible de la Iglesia. Pero su misma fuerza la hace aún más objeto de envidia para el demonio y de odio para el mundo, que no conoce nada semejante a ella en las sociedades terrenales, y no encuentra explicación alguna en los razonamientos políticos y humanos, viendo que es el cumplimiento de la sublime oración de Cristo en la Última Cena.

39. Pero, Venerables Hermanos, nos corresponde esforzarnos por todos los medios en conservar esta unión divina y hacerla cada vez más íntima y cordial, fijando nuestra mirada no en las consideraciones humanas, sino en las divinas, para que seamos todos una sola cosa en Cristo. Desarrollando este noble esfuerzo, cumpliremos cada vez mejor nuestra sublime misión, que es la de continuar y propagar la obra de Cristo y de su Reino en la tierra. Por eso, en efecto, la Iglesia, a lo largo de los siglos, sigue repitiendo la amorosa oración, que es también la más cálida aspiración de Nuestro corazón: "Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros" (Juan 17: 11).

40. Este esfuerzo es necesario no sólo para oponerse a los asaltos desde el exterior de los que luchan abiertamente contra la libertad y los derechos de la Iglesia, sino también para hacer frente a los peligros desde el interior, que surgen de esa segunda clase de guerra que deploramos más arriba cuando mencionamos a esas personas extraviadas que intentan con sus astutos sistemas derribar desde los cimientos la misma constitución y esencia de la Iglesia, manchar la pureza de su doctrina y destruir toda su disciplina. Pues aún sigue circulando ese veneno que se ha inoculado en muchos incluso entre el clero, y especialmente en el clero joven, que, como hemos dicho, se ha contagiado de la atmósfera pestilente, en su desenfrenado afán de novedad que los está llevando al abismo y ahogándolos.

41. Además, por una aberración deplorable, el mismo progreso, bueno en sí mismo, de la ciencia positiva y de la prosperidad material, da ocasión y pretexto para una muestra de intolerable arrogancia hacia la verdad divinamente revelada por parte de muchas mentes débiles y destempladas. Pero éstas deberían recordar más bien los numerosos errores y las frecuentes contradicciones cometidas por los seguidores de las novedades precipitadas en aquellas cuestiones de orden especulativo y práctico más vitales para el hombre; y darse cuenta de que el orgullo humano es castigado por no poder ser nunca coherente consigo mismo y por sufrir el naufragio sin avistar nunca el puerto de la verdad. No son capaces de aprovechar su propia experiencia para humillarse y "destruir los consejos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevar cautivo todo entendimiento hasta la obediencia de Cristo" (2 Cor. 10: 4, 5).

42. Más aún, su misma arrogancia los ha llevado al otro extremo, y su filosofía que arroja dudas sobre todo los ha envuelto en las tinieblas: de ahí la actual profesión de agnosticismo con otras doctrinas absurdas que surgen de una serie infinita de sistemas en discordia entre sí y con la recta razón; de modo que "se han envanecido en sus pensamientos, pues profesando ser sabios se hicieron necios" (Rom. 1: 21, 22).

43. Pero, por desgracia, sus frases grandilocuentes y sus promesas de una nueva sabiduría, caída como del cielo, y de nuevos métodos de pensamiento, han encontrado el favor de muchos jóvenes, como las de los maniqueos encontraron el favor de Agustín, y los han desviado, más o menos inconscientemente, del camino recto. Pero acerca de tales maestros perniciosos de un conocimiento insano, de sus objetivos, de sus ilusiones, de sus sistemas erróneos y desastrosos, hemos hablado ampliamente en Nuestra Carta Encíclica del 8 de septiembre de 1907, "Pascendi dominici gregis".

44. Aquí es bueno notar que si los peligros que hemos mencionado son más graves y más inminentes en nuestros días, no son del todo diferentes de los que amenazaban la doctrina de la Iglesia en el tiempo de San Anselmo, y que podemos encontrar en sus trabajos como Doctor casi la misma ayuda y el mismo consuelo para la salvaguardia de la verdad que encontramos en su firmeza apostólica para la defensa de la libertad y los derechos de la Iglesia.

45. Sin entrar aquí en detalles sobre el estado intelectual del clero y del pueblo en aquella lejana época, existía un notable peligro en un doble exceso al que eran propensos los intelectos de la época.

46. Hubo entonces una clase de hombres ligeros y vanos, alimentados por una erudición superficial, que se hincharon increíblemente con su cultura no digerida, y se dejaron llevar por un simulacro de filosofía y dialéctica. En su falacia inane, que llamaron con el nombre de ciencia, "despreciaron la autoridad sagrada, se atrevieron con impía temeridad a disputar uno u otro de los dogmas profesados por la fe católica... y en su necio orgullo consideraron imposible todo lo que no podían entender, en lugar de confesar con humilde sabiduría que podía haber muchas cosas más allá del alcance de su comprensión... Porque hay algunos que inmediatamente han comenzado a crecer los cuernos de un conocimiento desmesurado -sin saber que cuando una persona piensa que sabe algo, todavía no sabe de qué manera debe saberlo- antes de que les hayan crecido las alas espirituales por la firmeza en la fe, suelen elevarse presuntuosamente a las más altas cuestiones de la fe. Así sucede que, mientras que contra toda regla correcta se esfuerzan por elevarse prematuramente por su inteligencia, su falta de inteligencia les hace caer en múltiples errores" (S. Anselmo, De Fide Trinitatis, cap. 2). ¡Y de tales tenemos muchos ejemplos dolorosos ante nuestros ojos!

47. Otros, además, eran de una naturaleza más tímida, que en su terror por los muchos casos de quienes habían naufragado en la fe, y temiendo el peligro de la ciencia que se hincha, llegaron a excluir por completo el uso de la filosofía, si no de toda discusión racional de las doctrinas sagradas.

48. A mitad de camino entre estos dos excesos se encuentra la práctica católica, que, si bien aborrece la presunción de la primera clase, que "se hinchó como una vejiga con el viento de la vanidad" (según la frase de Gregorio XIV en la época siguiente), "sobrepasó los verdaderos límites en sus esfuerzos por establecer la fe por medio de la razón natural, adulterando la palabra de Dios con las invenciones del filósofo" (Gregor. IX, Epist. Tacti dolore cordis ad theologos Parisien, 7 Jul. 1228), así también condena la negligencia de la segunda clase en su excesivo descuido de la verdadera investigación, y la ausencia de todo deseo en ellos de "sacar provecho de la fe para su inteligencia" (En lib. ii. Epist. S. Anselmi, ep. 41.), especialmente cuando su oficio les exige defender la fe católica contra los errores que surgen por todas partes.

49. Para esta defensa, bien puede decirse que Anselmo fue suscitado por Dios para señalar con su ejemplo, sus palabras y sus escritos, el camino seguro, para desvelar para el bien común el manantial de la sabiduría cristiana y para ser guía y regla de aquellos maestros católicos que después de él enseñaron "las sagradas letras por el método de la escuela" (Breviar. Rom., die 21 Aprilis), y que así llegó a ser justamente estimado y celebrado como su precursor.

50. No es que el Doctor de Aosta alcanzara de una vez las alturas de la especulación teológica y filosófica, ni la reputación de los dos maestros supremos Tomás y Buenaventura. Los frutos posteriores de la sabiduría de estos últimos no maduraron sino con el tiempo y la colaboración de muchos doctores. El mismo Anselmo, con esa gran modestia tan característica de los verdaderos sabios, y con toda su erudición y perspicacia, nunca publicó ningún escrito, excepto los que fueron convocados por las circunstancias, o cuando fue obligado a ello por alguna autoridad, y en los que publicó protesta que "si hay algo que requiere corrección, no rechaza la corrección" ("Cur Deus homo", lib. ii. cap. 23), y que, cuando se trata de un escrito de un autor que no es un doctor, no lo es. 23), es más, cuando la cuestión es debatida y no está relacionada con la fe, le dice a su discípulo: "no debes aferrarte tanto a lo que hemos dicho como para mantenerte obstinadamente, cuando otros con argumentos de más peso logran derribar los nuestros y establecer opiniones en contra; si eso sucede, no negarás al menos que lo que hemos dicho ha sido de provecho para ejercitarse en la controversia" ("De Grammatico", cap. 21 sub finem).

51. Sin embargo, Anselmo logró mucho más de lo que él esperaba o de lo que otros esperaban de él. Consiguió una posición en la que sus méritos no se vieron empañados por la gloria de los que vinieron después de él, ni siquiera del gran Tomás, incluso cuando éste se negó a aceptar todas sus conclusiones y trató con mayor claridad y precisión cuestiones ya tratadas por él. A Anselmo le corresponde la distinción de haber abierto el camino a la especulación, de haber eliminado las dudas de los tímidos, los peligros de los incautos y los perjuicios causados por los pendencieros y sofistas, "los dialécticos heréticos" de su tiempo, como los llama con razón, en los que la razón era esclava de la imaginación y de la vanidad ("De fide Trinitatis" cap. 2).

   Contra estos últimos observa que "mientras que todos deben ser advertidos de entrar con la mayor circunspección en las cuestiones que afectan a las Sagradas Escrituras, estos dialécticos de nuestro tiempo deben ser completamente excluidos de la discusión de las cuestiones espirituales". Y la razón que asigna para esto es especialmente aplicable ahora a aquellos que los imitan bajo nuestros ojos, repitiendo sus viejos errores: "Porque en sus almas, la razón, que debería ser el rey y el guía de todo lo que hay en el hombre, está tan mezclada con las imaginaciones corporales que es imposible desentrañarla de éstas, ni es capaz de distinguir de ellas las cosas que ella sola y pura debe contemplar" (Ibid. cap. 2). También son apropiadas para nuestros tiempos aquellas palabras suyas en las que ridiculiza a esos falsos filósofos, "que por no ser capaces de entender lo que creen disputan la verdad de la fe misma, confirmada por los Santos Padres, como si los murciélagos y las lechuzas que sólo ven el cielo de noche disputaran sobre los rayos del sol al mediodía, contra las águilas que miran el sol sin pestañear" (Ibid.).

53. De ahí que también condene, aquí o en otro lugar, la perversa opinión de quienes concedían demasiado a la filosofía atribuyéndole el derecho de invadir el dominio de la teología. Al refutar esta insensata teoría, define bien los límites propios de cada una, e insinúa con suficiente claridad las funciones de la razón en las cosas de la doctrina divinamente revelada: "Nuestra fe", dice, "debe ser defendida por la razón contra los impíos" (En el lib. ii. Epist. S. Anselmi, ep. 41). Pero, ¿cómo y hasta dónde? La pregunta se responde en las palabras que siguen: "Hay que mostrarles razonablemente lo irrazonable de su desprecio hacia nosotros" (Ibid.). El principal oficio, pues, de la filosofía es mostrarnos la razonabilidad de nuestra fe y la consiguiente obligación de creer a la autoridad divina que nos propone los más profundos misterios, que con todos los signos de credibilidad que los atestiguan, son supremamente dignos de ser creídos. Muy distinta es la función propia de la teología cristiana, que se basa en el hecho de la revelación divina y hace más sólidos en la fe a los que ya profesan gozar del honor del nombre de cristianos. "Por lo tanto, es del todo claro que ningún cristiano debe disputar cómo no es aquello que la Iglesia católica cree con el corazón y confiesa con la boca, sino que, aun teniendo más allá de toda duda la misma fe, amando y viviendo según ella, debe buscar, en la medida en que la razón sea capaz, cómo es. Si es capaz de entender, que devuelva las gracias, que no prepare sus cuernos para el ataque, sino que incline la cabeza en reverencia" ("De fide Trinitatis", cap. 2).

54. Por lo tanto, cuando los teólogos buscan y los fieles piden razones sobre nuestra fe, no es para fundar en ellas su fe, que tiene por fundamento la autoridad de Dios reveladora; pero, como dice Anselmo, "así como el recto orden exige que creamos las profundidades de la fe antes de presumir de discutirlas con nuestra razón, así me parece una negligencia si después de haber sido confirmados en la fe no nos esforzamos por comprender lo que creemos" ("Cur Deus homo", lib. i. c. 2). Y aquí Anselmo se refiere a esa inteligencia de la que habla el Concilio Vaticano (Constit. "Dei filius", cap. 4). Porque, como muestra en otro lugar, "aunque desde el tiempo de los Apóstoles muchos de nuestros Santos Padres y Doctores dicen tantas y tan grandes cosas de la razón de nuestra fe... sin embargo, no pudieron decir todo lo que podrían haber dicho si hubieran vivido más tiempo; y la razón de la verdad es tan amplia y tan profunda que nunca puede ser agotada por los mortales; y el Señor no cesa de impartir los dones de la gracia en su Iglesia, con la que promete estar hasta la consumación del mundo. Y por no hablar de los otros textos en los que la Sagrada Escritura nos invita a investigar la razón, en el que dice que si no crees no entenderás, nos exhorta claramente a extender la intención al entendimiento, cuando nos enseña cómo hemos de avanzar hacia él". Tampoco hay que descuidar la última razón que alega: "Entre la fe y la visión está el conocimiento intelectual que está a nuestro alcance en esta vida, y cuanto más se pueda avanzar en esto más se acerca a la visión, que todos anhelamos" ("De fide Trinitatis", Praefatio).

55. Con estos y otros principios semejantes, Anselmo sentó las bases de los verdaderos principios de los estudios filosóficos y teológicos, que otros hombres muy doctos, los príncipes de la escolástica, y principalmente el Doctor de Aquino, siguieron, desarrollaron, ilustraron y perfeccionaron para gran honor y protección de la Iglesia. Si hemos insistido tan gustosamente en esta distinción de Anselmo, es para tener una nueva y muy deseada ocasión, Venerables Hermanos, de inculcaros que procuréis devolver a la juventud, especialmente al clero, las fuentes más sanas de la sabiduría cristiana, abiertas primero por el Doctor de Aosta y enriquecidas abundantemente por el Aquinate. A este respecto, recordad siempre las instrucciones de Nuestro Predecesor León XIII, de feliz memoria (Encíclica "Aeterni Patris", diei 4 de agosto, an. 1879), y las que Nosotros mismos hemos dado más de una vez, y de nuevo en la citada Encíclica "Pascendi dominici gregis". La amarga experiencia demuestra cada día la pérdida y la ruina que se derivan del descuido de estos estudios, o de su realización sin un método claro y seguro; mientras que muchos, antes de estar capacitados o preparados, pretenden discutir las cuestiones más profundas de la fe ("De fide Trinitatis", cap. 2). Deplorando este mal con Anselmo, repetimos las enérgicas recomendaciones hechas por él: "Que nadie se sumerja precipitadamente en las intrincadas cuestiones de las cosas divinas hasta que no haya adquirido antes, con firmeza en la fe, la gravedad de la conducta y de la sabiduría, no sea que discutiendo con incauta ligereza en medio de los múltiples giros de la sofística caiga en las trampas de algún tenaz error" (Ibid.). Y esta misma ligereza incauta, cuando se calienta, como tantas veces sucede, al fuego de las pasiones, resulta la ruina total de los estudios serios y de la integridad de la doctrina. Porque, hinchados con ese necio orgullo, lamentado por Anselmo en los dialécticos heréticos de su tiempo, desprecian las sagradas autoridades de las Sagradas Escrituras, y de los Padres y Doctores, respecto a los cuales un genio más modesto se complacería en usar en su lugar las respetuosas palabras de Anselmo: "Ni en nuestro tiempo ni en el futuro esperamos ver jamás a sus semejantes en la contemplación de la verdad" ("De fide Trinitatis", Praefatio.)

56. Tampoco tienen en mayor consideración la autoridad de la Iglesia y del Sumo Pontífice siempre que se hacen esfuerzos por llevarlos a un mejor sentido, aunque a veces, en cuanto a las palabras, son pródigos en promesas de sumisión con tal de poder esperar esconderse detrás de ellas y ganar crédito y protección. Este desprecio casi impide toda esperanza fundada de conversión de los descarriados, mientras que rechazan la obediencia a aquel "a quien la Divina Providencia, como al Señor y Padre de toda la Iglesia en su peregrinación por la tierra... ha confiado la custodia de la vida y la fe cristianas y el gobierno de su Iglesia; por lo cual, cuando surge algo en la Iglesia contra la fe católica, a ninguna otra autoridad sino a la suya ha de remitirse para su corrección, y a ninguna otra con tanta certeza como a él se le ha mostrado la respuesta que ha de darse al error para que sea examinada por su prudencia" (Ibid. cap. 2). Y ojalá que estos pobres vagabundos en cuyos labios se escuchan tan a menudo bellas palabras como la sinceridad, la conciencia, la experiencia religiosa, la fe sentida y vivida, etc., aprendieran las lecciones de Anselmo, comprendieran sus santas enseñanzas, imitaran su glorioso ejemplo y, sobre todo, tomaran profundamente en el corazón aquellas palabras suyas: "Primero hay que purificar el corazón con la fe, y primero hay que iluminar los ojos con la observancia de los preceptos del Señor... y primero con la humilde obediencia a los testimonios de Dios hay que hacerse pequeño para aprender la sabiduría... y no sólo cuando se quita la fe y la obediencia a los mandamientos se impide que la mente ascienda a la inteligencia de las verdades más elevadas, sino que con bastante frecuencia se quita la inteligencia que se ha dado y se derriba la fe, cuando se descuida la recta conciencia" ("De Fide Trinitatis", cap. 2).

57. Pero si los descarriados continúan obstinadamente esparciendo las semillas de la disensión y el error, desperdiciando el patrimonio de la sagrada doctrina de la Iglesia, atacando la disciplina, amontonando el desprecio sobre las costumbres veneradas, "destruir lo que es una especie de herejía" en la frase de San Anselmo, y destruyendo la constitución de la Iglesia en sus mismos fundamentos, entonces debemos vigilar más estrictamente, Venerables Hermanos, y mantenerlos alejados de Nuestro rebaño, y especialmente de la juventud, que es la parte más tierna del mismo. Esta gracia la imploramos a Dios con incesantes oraciones, interponiendo el poderosísimo patrocinio de la augusta Madre de Dios y la intercesión de los bienaventurados ciudadanos de la Iglesia triunfante, San Anselmo especialmente, luz resplandeciente de la sabiduría cristiana, guardián incorrupto y valiente defensor de todos los sagrados derechos de la Iglesia, a quien queremos aquí, para concluir, dirigir las mismas palabras que Nuestro Santo Predecesor, Gregorio VII, le escribió en vida: "Puesto que el dulce olor de vuestras buenas obras ha llegado hasta Nosotros, devolvemos a Dios las debidas gracias por ellas, y os abrazamos de corazón en el amor de Cristo, teniendo por cierto que con vuestro ejemplo la Iglesia de Dios ha sido grandemente beneficiada, y que por vuestras oraciones y las de hombres como vosotros puede incluso ser liberada de los peligros que se ciernen sobre ella, con la misericordia de Cristo para socorrernos" (S. Anselmo, "De nuptiis consanguinerorum", cap. 1). "De ahí que roguemos a vuestra fraternidad que suplique a Dios asiduamente que alivie a la Iglesia y a Nosotros, que la gobernamos, aunque indignamente, de los acuciantes asaltos de los herejes, y que conduzca a éstos de sus errores al camino de la verdad" (In lib. ii. Epist. S. Anselmi, ep. 31).

58. Apoyados en esta gran protección, y confiando en vuestra cooperación, concedemos con todo afecto en el Señor, como prenda de la gracia celestial y en testimonio de Nuestra buena voluntad, la Bendición Apostólica a todos vosotros, Venerables Hermanos, y al clero y al pueblo confiado a cada uno de vosotros.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de San Anselmo, el 21 de abril de 1909, en el octavo año de Nuestro Pontificado.

PÍO X