ENCÍCLICA
ETSI MULTA
DEL GRAN PONTÍFICE
PÍO IX
A todos los Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios de los lugares que están en gracia y comunión con la Sede Apostólica.
Venerables hermanos, salud y bendición apostólica.
Aunque desde el principio de Nuestro largo Pontificado hemos tenido que sufrir y lamentarnos, de lo que hemos tratado en las encíclicas que a menudo os enviamos; sin embargo, en estos últimos años la cantidad de miseria ha ido creciendo de tal manera que casi nos aplastaría, si la bondad divina no nos sostuviera. En efecto, las cosas han llegado a tal punto que la propia muerte parece preferible a una vida azotada por tantas tormentas, y a menudo, con los ojos levantados al cielo, nos vemos obligados a exclamar: "Más nos vale morir que ver el exterminio de las cosas santas" (1Mac 3,59). Ciertamente, desde que esta noble Ciudad nuestra fue tomada por la fuerza de las armas por voluntad de Dios, y sometida al gobierno de hombres que pisotean la ley, y son enemigos de la religión, para quienes no hay distinción entre las cosas divinas y las humanas, apenas ha pasado un día en que nuestro corazón, ya herido por repetidas ofensas y violencias, no haya recibido una nueva herida. Todavía resuenan en nuestros oídos los lamentos y gemidos de hombres y vírgenes pertenecientes a familias religiosas que, expulsados de sus hogares y reducidos a la pobreza, son perseguidos y dispersados, como es habitual allí donde domina esa facción que tiende a subvertir el orden social. Porque, como atestigua San Atanasio, el gran Antonio dijo que el diablo odia a todos los cristianos, pero no puede tolerar de ninguna manera a los buenos monjes y vírgenes de Cristo. E incluso esto hemos visto en los últimos tiempos (lo que nunca sospechamos que sucedería), a saber, que fue condenada y suprimida Nuestra Universidad Gregoriana, que (como escribió un autor antiguo sobre la escuela romana anglosajona) fue instituida con el propósito de que los clérigos jóvenes, incluso de regiones distantes, vinieran y se instruyeran en la Doctrina y la Fe Católica, para que no se enseñara en sus iglesias nada distorsionado o contrario a la unidad católica, y así regresaran a sus propias tierras consolidados en las certezas de la Fe. Así, mientras por métodos perversos se nos arrebatan poco a poco todos los titulares e instrumentos con los que podemos regir y gobernar a toda la Iglesia, se pone de manifiesto lo alejado de la verdad que está lo que se dijo hace poco, de que, arrancada Roma de nosotros, no disminuye la libertad del Romano Pontífice en el ejercicio del ministerio espiritual y en la gestión de aquellas cosas que pertenecen al mundo católico. Al mismo tiempo, cada día es más claro cuán verdadero y justo era lo que tantas veces hemos declarado y repetido, a saber, que la ocupación sacrílega de Nuestro Estado tenía como objetivo principal romper la fuerza y la eficacia del Primado Papal, y destruir, si era posible, la propia Religión Católica.
Pero nuestra principal intención no es la de escribiros sobre los males por los que está afligida esta ciudad nuestra y toda Italia, pues tal vez guardaríamos estas aflicciones nuestras en un triste silencio, si la clemencia divina nos permitiera aliviar los amargos dolores por los que tantos Venerables Hermanos encargados de las cosas sagradas, junto con su clero y su pueblo, están afligidos en otras regiones.
Seguramente no ignoráis, Venerables Hermanos, cómo algunos de los cantones de la Confederación Helvética, impulsados no tanto por los heterodoxos (algunos de los cuales, ciertamente, han reprochado el hecho) como por los industriosos seguidores de las sectas, (ahora dueños aquí y allá del poder), han subvertido todo orden y desgarrado los fundamentos mismos de la constitución de la Iglesia de Cristo, no sólo en contra de toda regla de justicia y de razón, sino también de los compromisos públicos. Porque en virtud de los tratados solemnes, defendidos también por el sufragio y la autoridad de las leyes federales, la libertad religiosa de los católicos debía permanecer entera e intacta. En Nuestra Alocución del 23 de diciembre del año pasado deploramos la violencia ejercida contra la religión por los Gobiernos de esos Cantones "ya sea emitiendo decretos sobre los dogmas de la fe católica, ya sea favoreciendo a los apóstatas, ya sea impidiendo el ejercicio de la autoridad episcopal". Pero Nuestras muy justas quejas, que también fueron dirigidas por Nuestro mandato al Consejo Federal por Nuestro Encargado de Negocios, fueron enteramente desatendidas; tampoco se tomaron en mayor consideración las protestas repetidamente expresadas por los católicos de todo orden y por el Episcopado Suizo; es más, se añadieron nuevas y más graves ofensas a las ya infligidas.
En efecto, después de la violenta expulsión del Venerable Hermano Gaspar, Obispo de Hebrón y Vicario Apostólico de Ginebra, que fue tan honrosa y gloriosa para los que la sufrieron, como innoble e indigna para los que la impusieron y ejecutaron, el Gobierno de Ginebra, el 23 de marzo y el 27 de agosto de este año, promulgó dos leyes, plenamente conformes con el edicto (propuesto en el mes de octubre del año anterior) que había sido reprendido por Nos en la Alocución que antes mencionamos. El mismo Gobierno, en efecto, se arrogó el derecho de rehacer en ese Cantón la Constitución de la Iglesia Católica, y de redactarla en forma democrática, sometiendo al Obispo a la autoridad civil, tanto en lo que se refiere al ejercicio de su jurisdicción y administración, como a la delegación de su poder; prohibiéndole tener su residencia en ese Cantón; determinar el número y los límites de las parroquias; proponer la forma y las condiciones de la elección de los párrocos y vicarios, así como los casos y el modo de removerlos o suspenderlos de su cargo; confiar a los laicos el derecho de nombrarlos y la administración temporal del culto, y hacer a los mismos laicos inspectores de las funciones de la Iglesia en general. Se promulga además por estas leyes, que sin el permiso del Gobierno, que también es revocable, los párrocos y vicarios no pueden ejercer ningún oficio, no pueden aceptar ningún cargo superior al que han asumido por elección del pueblo, y además están obligados a prestar un juramento a la autoridad civil, con palabras que, en rigor, contienen apostasía. No hay nadie que no vea que estas leyes no sólo están irritadas y no tienen fuerza, por la total falta de autoridad de los legisladores laicos y en su mayoría heterodoxos, que todavía, en las cosas que mandan, son tan opuestas a los dogmas de la Fe Católica y a la disciplina de la Iglesia, sancionada por el Concilio Ecuménico Tridentino y las Constituciones Pontificias, que es absolutamente necesario que sean reprobadas y condenadas por Nosotros.
Por lo tanto, de acuerdo con los deberes de Nuestro oficio, por Nuestra autoridad apostólica, reprobamos y condenamos solemnemente estas leyes, declarando al mismo tiempo que el juramento que imponen es ilícito y totalmente sacrílego. Por lo tanto, todos los que, elegidos en el territorio de Ginebra o en otro lugar, según los decretos de estas leyes o de manera similar, por sufragio del pueblo y confirmación de la autoridad civil, se atrevan a ejercer las funciones del ministerio eclesiástico, incurren ipso facto en la excomunión mayor, reservada peculiarmente a esta Santa Sede, y en otras penas canónicas; y que, en consecuencia, todas esas personas deben ser alejadas de los fieles, según la amonestación divina, como extranjeros y ladrones que sólo vienen a robar, matar y arruinar (Jn 10,5. 10).
Los hechos que hemos mencionado hasta ahora son ciertamente tristes y lamentables, pero más tristes son los que tuvieron lugar en cinco de los siete cantones de los que se compone la diócesis de Basilea, a saber, Solothurn, Berna, Basilea-Land, Argevia y Thurgau. Aquí también se promulgaron leyes (relativas a las parroquias, la elección y destitución de párrocos y vicarios) que subvierten la administración de la Iglesia y su constitución divina, y someten el ministerio eclesiástico al poder secular, y son en todos los aspectos cismáticos. Estas leyes, por lo tanto, y en particular la que fue promulgada por el Gobierno de Solothurn el 23 de diciembre del año 1872, las reprobamos y condenamos, y decretamos que se consideren para siempre reprobadas y condenadas. Por ello, el Venerable Hermano Eugenio, obispo de Basilea, en una conferencia (o conferencia diocesana, como se dice) en la que estaban reunidos los delegados de los cinco cantones citados, rechazó con justa indignación y constancia apostólica algunos de los artículos que se le proponían; el motivo de su rechazo era que ofendían la autoridad episcopal, subvertían el gobierno jerárquico y favorecían abiertamente la herejía. Por esta razón fue depuesto del episcopado, arrancado de sus casas y expulsado violentamente al exilio. Del mismo modo, no se omitió ningún fraude o violencia en los citados cinco cantones, para inducir al clero y al pueblo al cisma; se prohibió al clero toda relación con el Pastor en el exilio, y se ordenó al cabildo de la catedral de Basilea que procediera a la elección del vicario capitular, o administrador, como si la sede episcopal estuviera realmente vacante; este indigno exceso fue rechazado por el cabildo, con la oportuna protesta. Mientras tanto, por decreto y sentencia de los magistrados civiles de Berna, se ordenó primero a sesenta y nueve párrocos del Jura que no ejercieran las funciones de su ministerio; luego se les retiró el cargo por esta sola razón, que habían testificado públicamente que reconocían al Venerable Hermano Eugenio como legítimo y único obispo y pastor, es decir, que no querían negar turpiamente la verdad católica. De este modo, todo el territorio (que siempre había conservado la fe católica, y que hacía tiempo que estaba unido al Cantón de Berna por ley y por un pacto para poder ejercer libremente su religión sin violaciones) fue privado de sus reuniones parroquiales, de las solemnidades del bautismo, del matrimonio y de los funerales. La multitud de fieles se quejaba y se queja en vano de esto, y con gran ofensa se había visto reducida a la extrema elección de tener que recibir a los pastores cismáticos y heréticos impuestos por el poder político, o verse privados de toda ayuda y ministerio sacerdotal.
Bendecimos de corazón a Dios, que con la misma gracia con la que una vez consoló y confirmó a los mártires, ahora sostiene y fortalece a esa porción elegida del rebaño católico, que sigue con valentía a su Obispo, que lucha como un muro en defensa de la casa de Israel, para que se mantenga firme en la batalla en el día del Señor (Ez 18,5), y sin conocer el miedo sigue las huellas del primer Mártir, Jesucristo, mientras, oponiendo la mansedumbre del cordero a la ferocidad de los lobos, sostiene con fuerza y firmeza su Fe.
Esta noble firmeza de los fieles suizos es emulada con no menos gloria por el clero y el pueblo fiel de Alemania, que siguen igualmente los ilustres ejemplos de sus obispos. Ciertamente se han convertido en objeto de admiración para el mundo, para los ángeles y para los hombres, que por todas partes observan cómo, revestidos de la armadura de la verdad católica y del yelmo de la salvación, luchan denodadamente en las batallas del Señor, y tanto más admiran la fortaleza y la constancia inquebrantable de sus almas y los exaltan con grandes elogios, cuanto más crece día a día la amarga persecución contra ellos en el Imperio alemán y especialmente en Prusia.
Además de las numerosas y graves ofensas infligidas a la Iglesia católica en el año anterior, el Gobierno prusiano, por medio de leyes durísimas e injustas y enteramente ajenas a las costumbres hasta ahora adoptadas, ha sometido toda la institución y educación del clero al poder secular, de tal manera que tiene la facultad de examinar y determinar la forma en que los clérigos deben ser instruidos y preparados para la vida sacerdotal y pastoral; Y yendo aún más lejos, otorga a la misma autoridad laica el derecho de conocer y juzgar sobre la contribución a cualquier cargo y beneficio eclesiástico, y privar incluso a sus Pastores del cargo y beneficio. Además, para que el gobierno y el orden jerárquico de la Iglesia, establecido por el mismo Cristo Nuestro Señor, sea desbaratado más rápida y completamente, se han introducido por estas leyes muchos impedimentos para los obispos, de modo que no pueden proveer debidamente, por medio de censuras y penas canónicas, a la salvación de las almas, a la integridad de la doctrina en las escuelas católicas, ni a la obediencia que les debe el clero. En efecto, en nombre de estas leyes no es lícito que los obispos hagan tales cosas de ninguna manera, sino con la aprobación de la autoridad civil y según la norma prescrita por ella. Por último, para que no faltara nada en la opresión total de la Iglesia católica, se instituyó un tribunal real para asuntos eclesiásticos, ante el cual los obispos y sagrados pastores pueden ser demandados tanto por los ciudadanos particulares que los emplean como por los magistrados públicos, para que sean sometidos a juicio como infractores y se les impida ejercer su ministerio espiritual.
Así, la santísima Iglesia de Cristo, a la que se le había asegurado la necesaria y plena libertad religiosa, incluso por solemnes y repetidas promesas de los Príncipes supremos y por convenciones oficiales públicas, llora ahora allí, despojada de todos sus derechos, expuesta a las fuerzas enemigas que la amenazan de muerte; pues estas nuevas leyes son tales que no puede sobrevivir. No es de extrañar, pues, que la antigua tranquilidad religiosa en ese imperio se vea gravemente perturbada por estas leyes y por otras decisiones y actos del gobierno prusiano tan hostiles a la Iglesia. Pero sería injusto culpar a los católicos del Imperio Germánico de esta convulsión. Pues si se les ha de culpar por no adaptarse a aquellas leyes a las que, salvo su conciencia, no pueden adaptarse, por la misma causa y de la misma manera se ha de acusar a los Apóstoles y Mártires de Jesucristo, que prefirieron someterse a las más atroces torturas y a la misma muerte, antes que traicionar su deber y violar las leyes de su santísima religión, obedeciendo los impíos mandatos de los Príncipes perseguidores. Ciertamente, Venerables Hermanos, si no hubiera otras leyes del mundo civil, y ciertamente de mayor valor, que es propio reconocer e ilícito violar; si, además, estas leyes civiles fueran la regla suprema de la conciencia, como impía e igualmente absurdamente pretenden algunos, los primeros mártires y todos los que después los imitaron serían dignos de reproche más que de honor y alabanza, por haber derramado su sangre por la Fe de Cristo y la libertad de la Iglesia. De hecho, no habría sido lícito enseñar y profesar la religión cristiana y establecer la Iglesia en contra de lo que prescribían las leyes y la voluntad de los soberanos. Sin embargo, la Fe nos enseña, y la razón humana nos muestra, que hay un doble orden de cosas, y así mismo hay que distinguir un doble poder en la tierra: uno de origen natural, que provee a la tranquilidad de la sociedad humana y a los asuntos del mundo; el otro de origen sobrenatural, que preside la ciudad de Dios, es decir, la Iglesia de Cristo, instituida por Dios para la paz y la salvación eterna de las almas. Ahora bien, los deberes de estos dos poderes han sido ordenados con suprema sabiduría, de modo que las cosas que son de Dios deben ser rendidas a Dios, y las cosas que son del César deben ser rendidas al César, "que por lo tanto es grande aquí, porque es menor en el cielo; perteneciendo a aquel a quien pertenecen el cielo y todas las cosas creadas" [Tertull., Apolog., cap. 30]. Y ciertamente la Iglesia nunca se ha desviado de este mandamiento divino: Siempre y en todas partes se ha esforzado por inculcar en las mentes de sus fieles la obediencia que deben mantener inviolablemente hacia los Príncipes supremos y sus leyes en lo que respecta a los deberes seculares, y según las palabras del Apóstol enseñó que los Príncipes fueron instituidos no por temor a las obras buenas, sino a las malas; ordena a los fieles que se sometan a ellos, no sólo por temor al castigo, ya que el Príncipe está armado con la espada para castigar a los que hacen el mal, sino también por obligación de conciencia, ya que el Príncipe, en el cumplimiento de su cargo, es ministro de Dios (Rom 13,3ss. ). Pero la conciencia redujo este temor de los príncipes a las malas acciones hasta el punto de liberarse de la observancia de la ley divina. El beato Pedro, que enseñó a los fieles, lo recuerda: "Que ninguno de vosotros viva como asesino, ni como ladrón, ni como calumniador, ni como codicioso de los bienes ajenos; pero si vivís como cristianos, no os avergoncéis, sino que glorifiquéis a Dios en este nombre" (1 Pe 4,14-15).
Siendo esto así, es fácil que comprendáis, Venerables Hermanos, cuánto dolor sentimos necesariamente al leer en la carta que nos ha enviado recientemente el propio Emperador alemán la acusación, no menos atroz que impensable, contra una parte, como él dice, de sus súbditos católicos, y en particular contra el clero y los Obispos católicos de Alemania. La única razón de esta acusación es que, no temiendo ni los sufrimientos ni el encarcelamiento, y no preocupándose más por sus vidas que por ellos mismos (Hechos 20:24), se niegan a obedecer las leyes mencionadas con la misma constancia con la que, antes de que fueran promulgadas, Se habían opuesto a ellos, denunciando sus errores a las autoridades y explicándolos mediante quejas graves, de peso, numerosas y muy sólidas, que, con el aplauso de todo el mundo católico y también de no pocos heterodoxos, presentaron al Príncipe, a los Ministros y a la propia Asamblea suprema del Reino.
Por ello se les acusa ahora de traición, como si estuvieran de acuerdo y conspiraran con quienes pretenden alterar todos los órdenes de la sociedad humana, haciendo caso omiso de las numerosas y autorizadas pruebas que evidentemente demuestran su firme lealtad y obediencia al Príncipe, y su cálido amor a la patria. Pues a Nosotros mismos se nos pide que exhortemos a esos católicos y a los sagrados pastores a que observen esas leyes, como si Nosotros mismos contribuyéramos con nuestro trabajo a oprimir y dispersar el rebaño de Cristo. Pero, confiando en Dios, esperamos que el serenísimo Emperador, después de conocer y ponderar mejor los asuntos, rechace una sospecha tan insustancial e increíble contra sus más fieles súbditos, y no permita que su honor sea desgarrado por más tiempo por una difamación tan vil y una persecución tan inmerecida contra ellos. Además, de buena gana habríamos ignorado esta carta del Emperador aquí, si, sin nuestro conocimiento y por una elección insólita, no se hubiera publicado en el periódico oficial de Berlín, junto con otra escrita de nuestra propia mano, en la que apelamos a la justicia del serenísimo Emperador en favor de la Iglesia Católica en Prusia.
Lo que hemos mencionado hasta ahora está a la vista de todos: Por eso, mientras los religiosos y las vírgenes consagradas a Dios están privados de la libertad común a todos los ciudadanos, y son perseguidos con cruel ferocidad; mientras las escuelas públicas, en las que se educa la juventud católica, están cada día más alejadas del magisterio salvador y de la vigilancia de la Iglesia; mientras se disuelven las asociaciones establecidas para la promoción de la religión, e incluso los seminarios de clérigos; mientras se impide la libertad de predicación evangélica; mientras que en algunas partes del reino se prohíbe dar instrucción religiosa en la lengua materna; mientras que los párrocos nombrados por los obispos son expulsados por la fuerza de sus parroquias; mientras que los propios obispos son privados de sus ingresos, perseguidos con multas, aterrorizados con la amenaza de la cárcel; mientras que los católicos son atormentados con toda clase de vejaciones, ¿es posible que estemos persuadidos de lo que se nos da a creer, es decir, que ni la religión de Cristo ni la verdad se ponen en duda?
Y este no es el final de las ofensas cometidas contra la Iglesia católica. También está el hecho de que el Gobierno prusiano y otros del Imperio germánico han asumido abiertamente la protección de esos nuevos herejes, que, por un abuso de nombre se llaman Viejos Católicos, lo que sería digno de risa, si los muchos errores monstruosos de esa secta contra los principios fundamentales de la Fe, los numerosos sacrilegios en la celebración de los divinos misterios y en la administración de los sacramentos, los numerosos y graves escándalos, y finalmente la gran ruina de las almas redimidas por la sangre de Cristo, no nos inducirían más bien a derramar lágrimas ardientes.
Y lo que estos miserables hijos del mal intentan hacer y hacia dónde apuntan, se ve claramente en sus otros escritos, y especialmente en el impío e inescrupuloso que fue publicado hace poco tiempo por el que recientemente han elegido como pseudo obispo. Porque subvierten el verdadero poder de jurisdicción que reside en el Romano Pontífice y en los Obispos, sucesores del Beato Pedro y de los Apóstoles, y lo transfieren al pueblo o, como ellos dicen, a la comunidad; rechazan y combaten descaradamente el Magisterio infalible tanto del Romano Pontífice como de toda la Iglesia docente. Contra el Espíritu Santo (que Cristo afirmó que permanecería eternamente en la Iglesia), con increíble audacia afirman que el Romano Pontífice, y todos los obispos, sacerdotes y pueblo, unidos a él en unidad de fe y comunión, cayeron en la herejía cuando sancionaron y profesaron las definiciones del Concilio Ecuménico Vaticano. También niegan la infalibilidad de la Iglesia, blasfemando que está muerta en todo el mundo, y que su Cabeza visible y sus Obispos ya no existen; por eso dicen que les ha surgido la necesidad de restaurar el episcopado legítimo en su pseudo obispo, que, llegando al cargo no por la puerta, sino de otra manera, como quien roba o hurta, atrae la condenación de Cristo sobre su propia cabeza.
Sin embargo, estos miserables, que subvierten los fundamentos de la religión católica, que destruyen todos sus principios y caracteres, que han inventado tantos viles errores, o más bien, tomándolos de la antigua herencia de los herejes y reuniéndolos, los han vuelto a proponer, no se avergüenzan de llamarse católicos, viejos católicos, mientras que por su doctrina, por su extrañeza y por su número se quitan totalmente ambos caracteres: antigüedad y catolicidad. Contra ellos, con mayor derecho que el que tenía Agustín contra los donatistas, se levanta la Iglesia de todas las naciones, esa Iglesia que Cristo, el hijo de Dios vivo, construyó sobre una piedra, y contra la que no prevalecerán las puertas del infierno; esa Iglesia con la que Él, a quien se le ha dado todo el poder en el cielo y en la tierra, dijo que estaría con todos los días hasta la consumación de los siglos. "Clama la Iglesia a su eterno Esposo: ¿cómo es posible que algunos, no sé quiénes, habiéndose apartado de mí, murmuren contra mí? ¿Cómo es posible que los que están perdidos afirmen que yo he perecido? Anúnciame la brevedad de mis días: ¿cuánto tiempo permaneceré en este mundo? Anúncialo para los que dicen: "Era y ya no es"; para los que dicen: "Las Escrituras se han cumplido, todas las naciones han creído, pero la Iglesia ha apostatado y perecido para todas las naciones". Y lo proclamó, y su voz no fue en vano". ¿Cómo lo anunció? "He aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos". Afectada por sus palabras y falsas opiniones, la Iglesia pide a Dios que le declare la brevedad de sus días, y encuentra que el Señor ha dicho: "He aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos". Aquí dices: "De nosotros ha dicho: somos y seremos hasta la consumación de los siglos". Pregúntale al mismo Cristo. Dijo: "Este evangelio será predicado en todo el mundo como testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin. Por eso, hasta el final de los tiempos, la Iglesia está en todas las naciones. Que los herejes perezcan, perezcan por lo que son; y sean recuperados para que sean lo que no son" [En el Salmo 101 enarrat. 2, nn. 8. 9].
Pero estos hombres, que proceden con más audacia en el camino de la iniquidad y la perdición (como por el justo juicio de Dios suelen hacer las sectas de herejes) también quisieron, como hemos dicho, crear una jerarquía, y eligieron y crearon un seudo obispo, Joseph Hubert Reinkens, un conocido apóstata de la fe católica; Y para que no faltara nada en su descaro, para su consagración recurrieron a aquellos jansenistas de Utrecht, a los que, antes de rebelarse contra la Iglesia, consideraban (junto con los demás católicos) herejes y cismáticos. Sin embargo, José Huberto se atrevió a declararse obispo y, lo que está fuera de toda credibilidad, fue reconocido y nombrado por decreto público como verdadero obispo católico por el serenísimo emperador de Alemania, y propuso a todos sus súbditos ser considerado y reverenciado como obispo legítimo. Sin embargo, los primeros elementos de la doctrina católica enseñan que no se puede considerar obispo legítimo a nadie que no esté unido por la comunión de fe y de caridad con la Piedra sobre la que está edificada la Iglesia de Cristo, y que no esté estrechamente vinculado al Pastor supremo, al que se entregan todas las ovejas de Cristo para que las apaciente, y que no esté unido a quien defiende y garantiza la fraternidad que hay en el mundo. Y, en efecto, "a Pedro le habló el Señor: a uno, para establecer la unidad del uno" [Pacianus, Ad Sympron. Ep. 3, n. 11; Cipriano, De unit. Eccl.; Optat., Contra Parmen., lib. 7, n. 3; Siricio, Ep. 5, Ad Episcopos Afr.; Inoc. I, Ep. Ad Victric., Ad conc. Carthag. et Milev]. A Pedro "la clemencia divina le confirió una gran y admirable parte de su poder, y si quería algo en común con los demás Príncipes, nunca concedió nada a los otros sino por medio de él". [León M., Serm. 3 in sua assumpt. Optat., lib. 2, n. 2]. De esta Sede Apostólica, donde el Beato Pedro "vive, preside y concede a los que buscan la verdad de la Fe [Petr. Crys, Ep. Ad Eutich], los derechos de la venerable unión común se extienden para todos" [Conc. Aquil. inter epp. Ambros. ep. 11, n. 4. Hieron. Ep. 14 et 16 Ad Damas]; y esta misma Sede sin duda "es para las demás Iglesias, esparcidas por la tierra, como la cabeza respecto a los miembros; quien se separa de ella se convierte en un exiliado de la religión cristiana, habiendo comenzado a no estar ya en el mismo cuerpo común" [Bonif. I Ep. 14 Ad Episcopos Thessal].
Por ello, el santo mártir Cipriano, al hablar del pseudo obispo cismático Novaciano, le negó incluso el título de cristiano, ya que estaba desvinculado y separado de la Iglesia de Cristo. "Sea quien sea", dice, "y sea lo que sea, no es cristiano quien no está en la Iglesia de Cristo. Que se jacte, y con palabras soberbias predique su filosofía y su elocuencia; quien no ha sido fiel a la caridad fraterna y a la unidad eclesiástica ha perdido también lo que era antes. Puesto que desde Cristo hay una sola Iglesia en todo el mundo, dividida en muchos miembros, del mismo modo un solo episcopado se extiende en el pluralismo concordante de muchos obispos; se esfuerza, según el mandato de Dios, y según la unidad de la Iglesia en todas partes cercana y conjuntada, en hacer la Iglesia de las personas humanas. Por lo tanto, quien no observa ni la unidad del espíritu, ni la unidad común de la paz, y se separa del vínculo de la Iglesia y del Colegio de Sacerdotes, no puede tener ni el poder ni el honor de un obispo, no habiendo querido mantener ni la unidad ni la paz del episcopado" [Cipriano., Contra Novaciano., ep. 52 Ad Antonian].
Por lo tanto, nosotros, que, aunque no lo merecemos, estamos colocados en esta suprema Cátedra de Pedro, en la custodia de la fe católica para mantener y defender la unidad de la Iglesia universal, siguiendo la costumbre y el ejemplo de Nuestros Predecesores y las leyes eclesiásticas, por el poder que Nos ha sido conferido desde el Cielo, no sólo declaramos ilegítima, vana y completamente nula la elección de Joseph Hubert Reinkens (mencionada anteriormente), que se llevó a cabo contra la sanción de los Sagrados Cánones, y condenamos y detestamos su consagración sacrílega; sino que, por la autoridad de Dios Todopoderoso, excomulgamos y anatematizamos al propio José Huberto y a los que se atrevieron a elegirlo, a los que colaboraron en la consagración sacrílega, a todos los que los apoyaron y a los que, adhiriéndose a ellos, les prestaron favor, ayuda o consentimiento; Declaramos, mandamos y ordenamos que todos los tales sean contados como separados de la comunión de la Iglesia, y sean contados entre aquellos cuyo conocimiento y frecuentación el Apóstol prohibió a todos los fieles de Cristo, por lo que ordenó expresamente que no se les dijera "Ave" (2 Juan 10).
Por todo lo que hemos tocado, más deplorando que narrando, os queda bien claro, Venerables Hermanos, cuán triste y llena de peligros es la condición de los católicos en los países de Europa, de los que hemos hablado. Y las cosas no son mejores, ni los tiempos son más pacíficos en América, donde algunas regiones son tan hostiles a los católicos, que sus gobiernos parecen negar con sus acciones esa fe católica que profesan. De hecho, desde hace algunos años se libra allí una terrible guerra contra la Iglesia, sus instituciones y los derechos de esta Sede Apostólica. Si quisiéramos seguir con este asunto, nunca nos quedaríamos sin palabras. Dado que esto, por su importancia, no puede ser tocado de pasada, hablaremos de ello más extensamente en otra ocasión.
Puede sorprender a algunos de ustedes, Venerables Hermanos, que la guerra que se libra hoy contra la Iglesia Católica esté tan extendida. Pero quien conozca el carácter, los objetivos y los propósitos de las sectas, llámense masónicas o con cualquier otro nombre, y los compare con el carácter, la forma y la extensión de esta guerra, por la que la Iglesia es asaltada por casi todos los lados, no podrá dudar ciertamente de que esta calamidad no debe atribuirse a los fraudes y maquinaciones de esas sectas. Porque de ellos está formada la sinagoga de Satanás, que ordena su ejército contra la Iglesia de Cristo, levanta su bandera y viene a la batalla. Nuestros predecesores, vigilantes en Israel, denunciaron estas sectas a los reyes y a los pueblos hace mucho tiempo, desde sus mismos comienzos, y luego las derribaron repetidamente con sus condenas. Tampoco nosotros hemos faltado a este deber. ¡Oh, si se hubiera depositado más confianza en los supremos pastores de la Iglesia, que hubieran podido repeler tan execrable pestilencia! Pero la peste ha progresado por escondrijos, por recovecos escurridizos, y sin cesar en su obra, engañando a muchos con astutos fraudes; y por fin ha llegado a tal punto que ha podido salir de sus tinieblas, y jactarse de ser ahora poderosa y soberana. Como el número de sus seguidores ha aumentado inconmensurablemente, estas sectas impías creen que casi han alcanzado su meta, aunque todavía no han llegado a la última. Habiendo logrado lo que tanto anhelaban, es decir, decidir todas las cosas en la mayoría de los lugares, ahora dirigen audazmente el poder y la autoridad que han adquirido al propósito de reducir a la Iglesia a la más dura esclavitud, para derribar los cimientos sobre los que se levanta, para manchar las marcas divinas con las que brilla tanto, y, aún más, para destruirla por completo, si alguna vez fuera posible, en todo el mundo, después de haberla golpeado con frecuentes golpes, roto y destruido.
Siendo así, Venerables Hermanos, emplead todos los medios para defender de las artimañas y del contagio de estas sectas a los fieles confiados a vuestro cuidado, y para salvar de la perdición a los que desafortunadamente han dado su nombre a estas sectas. Pero, sobre todo, mostrar y combatir el error de quienes, engañados o extraviados, no temen afirmar que estas oscuras sectas no buscan más que la utilidad social, el progreso y la beneficencia mutua. Exponed con frecuencia a los fieles e imprimid en sus almas las Constituciones Pontificias sobre el tema, y enseñadles que no sólo las sociedades masónicas de Europa están afectadas por ellas, sino también todas las de América y cuantas otras se encuentran en las diferentes regiones del mundo entero.
Además, Venerables Hermanos, puesto que nos ha tocado vivir en tiempos en los que ciertamente debemos sufrir mucho, pero también merecer mucho, cuidemos, como buenos soldados de Cristo, en primer lugar, de no rebajar nuestro ánimo. Por el contrario, en la misma tormenta por la que somos golpeados, armados con la segura esperanza de una futura tranquilidad y de una más clara serenidad de la Iglesia, encontremos la fuerza para animarnos, el cansado clero y el pueblo, confiando en la ayuda divina y sostenidos por las nobilísimas palabras de Crisóstomo: "Muchas olas, muchas tormentas graves nos presionan; pero no temamos ser sumergidos, pues estamos sobre la piedra. Que el mar se enfurezca; la piedra no puede disolverse. Que se levanten las olas; el barco de Jesús no puede ser hundido. Nada es más poderoso que la Iglesia. La Iglesia es más fuerte que el propio cielo. El cielo y la tierra pasarán, pero las palabras de Cristo no pasarán. ¿Qué palabras? "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella". Si no crees en las palabras, cree en los hechos. ¿Cuántos tiranos intentaron oprimir a la Iglesia? ¡Cuántas calderas, cuántos hornos, y dientes de bestias, y espadas afiladas! Sin embargo, no lograron nada. ¿Dónde están esos enemigos? Se dispersan en el silencio y el olvido. ¿Y dónde está la Iglesia? Brilla más que el sol. Los hechos de los tales se extinguieron, las cosas de la Iglesia viven inmortales. Si cuando los cristianos eran pocos no se les conquistó, ¿cómo se les puede conquistar cuando el mundo entero está lleno de su sagrada religión? El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán". [Hom. ante exil. n. 1 et 2]. Por lo tanto, no asustados por ningún peligro y libres de toda duda, perseveremos en la oración y tratemos de conseguir esto: que todos nos esforcemos por aplacar la ira celestial, provocada por los crímenes de los hombres, para que al final el Todopoderoso en su misericordia se levante, ordene los vientos y traiga la paz.
Mientras tanto, con todo afecto os impartimos la Bendición Apostólica, expresión de Nuestra especial benevolencia, a todos vosotros, Venerables Hermanos, al clero y a todo el pueblo confiado a vuestro cuidado.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 21 de noviembre de 1873, en el vigésimo octavo año de Nuestro Pontificado.
PÍO IX
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