lunes, 3 de noviembre de 2025

EL UNIVERSALISMO DE LA NUEVA RELIGIÓN DE LEÓN

Desde el relativismo poético hasta los sínodos que aprueban las diaconisas, la Iglesia de León sigue conmemorando el futuro mientras entierra la fe.

Por Chris Jackson


En el Día de los Difuntos, día dedicado a rezar por los difuntos del purgatorio, León XIV aprovechó la ocasión no para recordar el juicio o la necesidad de los sufragios, sino para predicar que “pensemos en nuestros seres queridos difuntos como envueltos por la luz [de Jesús]”.

Este es el vocabulario de la autoestima, no de la salvación. La doctrina tradicional del purgatorio, el infierno y la justicia divina es sustituida por una acuarela existencialista de “comunión en las diferencias”. En manos de León, la vida eterna se convierte en un collage de belleza y reconocimiento individuales, mientras que la condenación se ignora cortésmente como una indecencia teológica. El foco de las “preocupaciones” de Dios se redefine en términos humanistas: no el arrepentimiento, sino la afirmación.

Es el Día de los Difuntos sin difuntos; o de los difuntos sin pecados.

Conmemorar el futuro, olvidar a los muertos

El Ángelus de León convirtió el recuerdo de los muertos en una oda al progreso: 
Conmemoramos el futuro... No estamos encerrados en el pasado, en las lágrimas de la nostalgia”.

Esta inversión del tiempo católico, la conmemoración orientada hacia el futuro, es puro modernismo. Para los santos, el calendario litúrgico refleja la eternidad irrumpiendo en el tiempo. Para León, es una historia en evolución que 
extiende la vida de Dios a la diversidad de la humanidad. Donde la Iglesia antes alzaba su mirada al cielo, León nos invita a “mirar hacia adelante, hacia una escatología abierta y sin juicio, donde todas las diferencias comulgan en la inclusión cósmica.

Incluso su oración por los difuntos termina como un sutil catecismo de optimismo
Que la visita al cementerio ... sea para todos nosotros una invitación a la memoria y a la espera”. Pero la espera sin arrepentimiento es presunción, y la memoria sin intercesión es sentimentalismo.

La 
tumba contra la que advierte León, sellada en el presente, es precisamente la tumba que él mismo cava para lo sobrenatural.

La ecología de la vida después de la muerte

Mientras los fieles rezaban por sus difuntos, León nombró a dos obispos cuyas carreras definen la nueva Iglesia: uno en la India, conocido por los 
domingos ecológicos, las iniciativas solares y la plantación de árboles, y otro en Canadá, que promueve los rituales indígenas como formas en las que Dios habla a través de la cultura.

Esta es la vida después de la muerte del catolicismo tal y como la imagina León: una religión en la que la creación sustituye a la redención y la inculturación sustituye a la evangelización. El ecologismo se convierte en escatología; la visión beatífica se cambia por un planeta sostenible.

Es apropiado que en su homilía en el cementerio de Verano describiera la vida eterna como 
que vivamos para siempre en la alegría del amor junto con Él y nuestros seres queridos”, el equivalente celestial de una comida compartida del sínodo climático.
 
El sínodo de la serpiente: mujeres diaconisas y paz pagana

Apenas unos días antes del sermón de León sobre el Día de los Difuntos, el Sínodo italiano votó a favor de 
profundizar en la cuestión de la ordenación diaconal femenina: una forma educada de decir que la aprobaba. El 77 % de los participantes apoyó el proyecto, bajo el sonriente aliento del “cardenal” Zuppi, “presidente” de la Conferencia Episcopal Italiana.

Zuppi, una mariposa enclenque entre las flores

Zuppi, que un día celebra vísperas para los católicos tradicionales y al día siguiente patrocina la ordenación de mujeres, encarna a la perfección la duplicidad de la iglesia conciliar: sentimental con lo antiguo, subversiva con lo divino.

Conmemorar el futuro
, como dice León, significa borrar el pasado.

La contraiglesia se consolida

Mientras León predica la salvación universal y la santidad ecológica, incluso los antiguos defensores del concilio Vaticano II están empezando a atragantarse con sus frutos. El “cardenal” Müller, que en su día declaró que el concilio Vaticano II era tan vinculante como la Resurrección (que anteriormente había negado) y que la FSSPX estaba en cisma, ahora lamenta que los “obispos” digan a los católicos que asisten a la misa en latín que 
se queden en casa o se vayan con los lefebvrianos.

La “madre” Miriam del Cordero de Dios, que durante mucho tiempo instó a la oración y la paciencia, ahora declara públicamente que León XIV ha 
apoyado la agenda lgbtq+ y traicionado la fe. Incluso los redentoristas transalpinos han roto la comunióncon Roma, y otro sacerdote de la FSSPX sugiere que se ha convertido en sedevacantista total. En lugar de avergonzar a estos monjes con etiquetas alarmistas, este sacerdote de la FSSPX debería unirse valientemente a ellos para alzar la voz contra León.

Sin embargo, cuando incluso los más cautelosos comienzan a admitir lo que ven, sabes que la revolución se ha devorado a los moderados.

Conmemorar el futuro... o enterrar la fe

El lenguaje de León sobre el Día de los Difuntos, la 
comunión de las diferencias, la belleza radiante, la conmemoración del futuro, parece una sesión de espiritismo con los muertos posconciliares. Es la voz de una Iglesia que ya no distingue el Cielo de la autoexpresión.

Los santos alguna vez temblaron ante el purgatorio; León ofrece la autorrealización. Los mártires alguna vez rezaron por la liberación del pecado; León reza por 
reconocimiento y atención.

La vida después de la muerte en las mentes modernistas no es la vida eterna, sino la relevancia eterna; es una iglesia sinodal con su propio servicio conmemorativo, iluminada por paneles solares y perfumada sin nostalgia por la fe que enterró.

 

EL CONCILIO DE TRENTO (1545-1563 d. C.) (1)

El mayor y más extenso de todos los Concilios ecuménicos fue convocado por el Papa Pablo III el 13 de diciembre de 1545 en Trento, un pueblo de montaña del norte de Italia.


Se celebraron 25 sesiones principales a lo largo de dieciocho años, bajo el Pontificado de cinco Papas: Julio III, Marcelo II, Pablo IV y Pío IV, quien clausuró la última sesión el 4 de diciembre de 1563. 

El 7 de febrero de 1564, Pío IV emitió una Bula Papal que confirmaba todo lo declarado en Trento. El Papa San Pío V completó la comisión de Trento, reformando el Misal Romano con sus epístolas De Defectibus y Quo Primum, redactando el Catecismo de Trento basado en todos los Decretos del Concilio y creando una comisión para publicar una edición más precisa de la Vulgata latina. 

El Concilio promulgó los Decretos más dogmáticos y reformadores de la historia, especialmente sobre la Sagrada Eucaristía, el Santo Sacrificio de la Misa y los Sacramentos, además de reinstaurar tradiciones siempre consideradas “católicas”. 

Trento representó la Contrarreforma ideal frente a la Reforma protestante, donde el protestantismo fue condenado como anatema junto con Martín Lutero y otros reformadores que se habían separado de la Iglesia. Se enfatizó y reforzó la disciplina moral para que la Santa Madre Iglesia recuperara el respeto y la autoridad que Cristo fundó y transmitió a través de su infalible y perenne Magisterio, preservando las Verdades y Tradiciones de la Santa Madre Iglesia en el Sagrado Depósito de la Fe.

Los cánones y decretos del Sagrado y Ecuménico Concilio de Trento
Ed. y trad. al inglés: J. Waterworth (Londres: Dolman, 1848)


LA BULA DE INDICCIÓN

DEL SAGRADO CONCILIO ECUMÉNICO Y GENERAL DE TRENTO

BAJO EL SOBERANO PONTÍFICE PABLO III

PABLO, obispo, siervo de los siervos de Dios, para memoria futura.

Al comienzo de nuestro pontificado, que no por méritos propios, sino por su gran bondad, la providencia de Dios Todopoderoso nos ha confiado, ya percibíamos los tiempos turbulentos y las numerosas dificultades en casi todos nuestros asuntos a los que se veían sometidas nuestra solicitud pastoral y nuestra vigilancia; nos hubiera gustado remediar los males que desde hacía tiempo afligían y casi abrumaban al bien común cristiano; pero nosotros también, como hombres rodeados de debilidades, sentíamos que nuestras fuerzas no estaban a la altura de asumir una carga tan pesada. Porque, aunque veíamos que la paz era necesaria para liberar y preservar al bien común de los muchos peligros que se cernían sobre él, nos encontramos con que todo estaba lleno de enemistades y disensiones; y, sobre todo, los (dos) príncipes, a quienes Dios ha confiado casi toda la dirección de los acontecimientos, estaban enemistados entre sí. Considerando que estimábamos necesario que hubiera un solo redil y un solo pastor para el rebaño del Señor, a fin de mantener la Religión Cristiana en su integridad y confirmar en nosotros la esperanza de las cosas celestiales, la unidad del nombre cristiano estaba desgarrada y casi destrozada por cismas, disensiones y herejías. 

Si bien hubiéramos deseado ver la comunidad segura y protegida contra las armas y los insidiosos designios de los infieles, sin embargo, debido a nuestras transgresiones y a la culpa de todos nosotros, con la ira de Dios pendiendo sobre nuestros pecados, Rodas se había perdido; Hungría fue devastada; se contempló y planeó la guerra por tierra y mar contra Italia, Austria e Iliria; mientras que nuestro impío y despiadado enemigo, el turco, nunca descansó y consideró nuestras enemistades y disensiones mutuas como una oportunidad propicia para llevar a cabo sus designios con éxito. 

Por lo tanto, habiendo sido llamados, como hemos dicho, a guiar y gobernar la barca de Pedro, en tan grande tempestad y en medio de tan violenta agitación de las olas de herejías, disensiones y guerras; y, no confiando suficientemente en nuestras propias fuerzas, primero que nada, encomendamos nuestras preocupaciones al Señor, para que Él nos sostuviera y dotara a nuestra alma de firmeza y fortaleza, y a nuestro entendimiento de prudencia y sabiduría. Luego, recordando que nuestros predecesores, hombres dotados de admirable sabiduría y santidad, habían recurrido a menudo, en los peligros más extremos del bien común cristiano, a los Concilios Ecuménicos y a las Asambleas Generales de Obispos, como el mejor y más oportuno remedio, también nosotros nos decidimos a celebrar un Concilio General; y, tras consultar las opiniones de aquellos príncipes cuyo consentimiento nos parecía especialmente útil y oportuno para nuestro proyecto, al comprobar que, en ese momento, no se mostraban reacios a una obra tan santa, convocamos, como atestiguan nuestras Cartas y Registros, un Concilio Ecuménico y una Asamblea General de aquellos Obispos y otros Padres cuyo deber es asistir a él, que se celebraría en la ciudad de Mantua, el décimo día de las calendas de junio, en el año 1537 de la Encarnación de Nuestro Señor y el tercero de nuestro Pontificado; teniendo la esperanza casi segura de que, cuando nos reuniéramos allí en nombre del Señor, Él, como prometió, estaría en medio de nosotros y, en su bondad y misericordia, disiparía fácilmente, con el aliento de su boca, todas las tormentas y peligros de los tiempos. 

Pero, como el enemigo de la humanidad siempre tiende sus trampas contra las empresas sagradas, desde el principio, contrariamente a todas nuestras esperanzas y expectativas, se nos negó la ciudad de Mantua, a menos que nos sometiéramos a ciertas condiciones, tal y como describimos en otras Cartas nuestras, condiciones que eran totalmente ajenas a las instituciones de nuestros predecesores, a la situación de la época, a nuestra propia dignidad y libertad, a la de esta Santa Sede y al carácter eclesiástico. 

Por lo tanto, nos vimos obligados a buscar otro lugar y a elegir otra ciudad; y como no se presentó inmediatamente ninguna que fuera adecuada y apropiada, nos vimos obligados a aplazar la celebración del Concilio hasta las calendas siguientes de noviembre. Mientras tanto, los turcos, nuestros crueles y eternos enemigos, atacaron Italia con una gran flota, tomaron, saquearon y devastaron varias ciudades de Apulia y se llevaron a muchos cautivos, mientras nosotros, en medio de la mayor alarma y el peligro general, nos dedicábamos a fortificar nuestras costas y a prestar ayuda a los Estados vecinos. 

Pero no por ello dejamos de consultar con los príncipes cristianos y de exhortarlos a que nos informaran de cuál sería, en su opinión, un lugar adecuado para celebrar el Concilio: y dado que sus opiniones eran diversas y vacilantes, y parecía haber una demora innecesaria, nosotros, con la mejor intención y, creemos, con la prudencia más juiciosa, nos decidimos por Vicenza, una rica ciudad que nos concedieron los venecianos y que, por su valor, autoridad y poder, ofrecía de manera especial tanto un acceso sin obstáculos como un lugar de residencia seguro y libre para todos. Pero, como ya había transcurrido demasiado tiempo del fijado, y era necesario comunicar a todos la nueva ciudad que se había elegido, y considerando que la proximidad de las calendas de noviembre nos impedía hacer público el anuncio de este cambio, y que el invierno estaba ya cerca, nos vimos obligados a aplazar de nuevo, mediante otra prórroga, la fecha de apertura del Concilio hasta la primavera siguiente, es decir, hasta las próximas calendas de mayo. 

Una vez resuelto y decretado esto firmemente, considerando, mientras nos preparábamos y organizábamos todos los demás asuntos para llevar a cabo y celebrar esa Asamblea de manera adecuada con la ayuda divina, que era un punto de gran importancia, tanto para la celebración del Concilio como para el bien general de la cristiandad, que los príncipes cristianos se unieran en paz y concordia; no dejamos de implorar y conjurar a nuestros muy queridos hijos en Cristo, Carlos, siempre Augusto, emperador de los romanos, y Francisco, el rey muy cristiano, los dos principales apoyos y pilares del nombre cristiano, para que se reunieran con nosotros en una conferencia; y, con ambos, mediante Cartas, Nuncios y nuestros legados a latere seleccionados entre nuestros Venerables Hermanos, nos esforzamos muy a menudo por moverles a dejar de lado sus celos y animosidades; a unirse en estricta alianza y santa amistad; y a socorrer la tambaleante causa de la cristiandad: pues, como era para preservar esto especialmente, Dios les había concedido su poder, si descuidaban hacerlo y no dirigían todos sus consejos al bien común de los cristianos, tendrían que rendirle cuentas amargas y severas. 

Finalmente, accediendo a nuestras súplicas, se dirigieron a Niza; adonde nosotros también, por la causa de Dios y para lograr la paz, emprendimos un largo viaje, aunque sumamente desfavorable para nuestra avanzada edad. Entretanto, conforme se acercaba la fecha fijada para el Concilio —las calendas de mayo—, no olvidamos enviar a Vicenza tres legados a latere, hombres de la mayor virtud y autoridad, escogidos entre nuestros hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, para inaugurar el Concilio, recibir a los Prelados a su llegada de diversas partes y atender los asuntos que consideraran necesarios, hasta que, a nuestro regreso del viaje y con nuestro mensaje de paz, pudiéramos dirigirlo todo con mayor precisión. Mientras tanto, nos dedicamos a esa santa y necesaria tarea: la negociación de la paz, con todo el celo, el afecto y la sinceridad de nuestra alma. 

Dios es nuestro testigo, en cuya clemencia confiamos cuando nos expusimos a los peligros de aquel viaje, arriesgando nuestras vidas; nuestra conciencia es nuestro testigo, que al menos en esto, no puede reprocharnos haber descuidado o no haber buscado la oportunidad de lograr una reconciliación; los príncipes mismos son nuestros testigos, a quienes tantas veces y con tanta vehemencia suplicamos mediante nuestros Nuncios, Cartas, Legados, Admoniciones, Exhortaciones y toda clase de súplicas, que dejaran de lado sus celos, se unieran en alianza y, con celo y fuerzas combinados, socorrieran el bien común cristiano, que ahora se encontraba en el mayor y más urgente peligro. Y son testigos también de las vigilias y preocupaciones, de las labores de nuestra alma día y noche, y de las dolorosas preocupaciones que ya hemos soportado en gran medida en este asunto y causa; y, sin embargo, nuestros consejos y actos aún no han logrado el resultado deseado. Pues así le ha parecido bien al Señor nuestro Dios, quien, sin embargo, aún esperamos que mire con mayor benevolencia nuestros deseos. 

En cuanto a nosotros, en lo que a nosotros respecta, no hemos omitido nada de lo que correspondía a nuestro ministerio pastoral. Y si hay quienes interpretan de otro modo nuestros esfuerzos por alcanzar la paz, ciertamente nos afligimos; pero, en nuestro dolor, damos gracias a ese Dios Todopoderoso, quien, como ejemplo y lección de paciencia para nosotros, quiso que sus apóstoles fueran considerados dignos de sufrir oprobio por el nombre de Jesús, que es nuestra paz. 

Sin embargo, en nuestra reunión y conferencia en Nicea, aunque, a causa de nuestros pecados, no se pudo concluir una paz verdadera y duradera entre los dos príncipes, sí se acordó una tregua de diez años; con el fin de que el Sagrado Concilio pudiera celebrarse con mayor comodidad y, además, que la paz se estableciera plenamente mediante su autoridad, instamos a dichos príncipes a que asistieran personalmente al Concilio, acompañados de sus Prelados, y a que convocaran a los ausentes. 

Excusándose por ambos motivos —ya que les era necesario regresar a sus reinos y los Prelados que los acompañaban, cansados ​​y agotados por el viaje y sus gastos, necesitaban reponer fuerzas—, nos exhortaron a decretar una nueva prórroga para la apertura del Concilio. Y puesto que nos costaba ceder en este punto, entretanto recibimos Cartas de nuestros Legados en Vicenza, anunciando que, aunque el día de la apertura del Concilio había llegado, e incluso había pasado hacía tiempo, apenas uno o dos Prelados habían acudido a Vicenza procedentes de alguna nación extranjera. 

Al recibir esta información, y viendo que el Concilio no podía celebrarse bajo ninguna circunstancia en ese momento, accedimos a que la celebración del Concilio se aplazara hasta la siguiente Pascua, la fiesta de la Resurrección del Señor. De la cual se dio y publicó en Génova nuestra Ordenanza y Prórroga, las Cartas Decretales, en el año de la Encarnación de nuestro Señor, MDXXXVIII, el cuarto día de las calendas de julio. Y concedimos este aplazamiento con mayor facilidad porque cada uno de los príncipes nos prometió enviarnos un embajador a Roma; para que aquellos asuntos necesarios para el perfecto restablecimiento de la paz —que, por la brevedad del tiempo, no podían completarse en Nicea— pudieran tratarse y negociarse más convenientemente en Roma, en nuestra presencia. Y por esta razón también, ambos nos rogaron que la negociación de la paz precediera a la celebración del Concilio; pues, una vez establecida la paz, el Concilio mismo sería mucho más útil y beneficioso para el bienestar cristiano. 

Fue, en efecto, esta esperanza de paz, así ofrecida a nosotros, la que siempre nos impulsó a acceder a los deseos de aquellos príncipes; una esperanza que se vio enormemente acrecentada por la amable y amistosa conversación entre ambos príncipes tras nuestra partida de Nicea; noticia que nos llenó de gran alegría y reafirmó nuestra esperanza, hasta el punto de creer que Dios, por fin, había escuchado nuestras plegarias y había acogido con benevolencia nuestros fervientes deseos de paz. 

La conclusión, pues, de esta paz fue tanto deseada como apremiada. Y como era opinión no solo de los dos príncipes antes mencionados, sino también de nuestro amadísimo hijo en Cristo, Fernando, rey de los romanos, que no se debía iniciar el Concilio hasta que se hubiera establecido la paz; mientras que todas las partes nos instaban, por medio de Cartas y sus Embajadores, a que concediéramos una nueva prórroga del plazo; y el serenísimo emperador estaba especialmente urgido, manifestando que había prometido a quienes disienten de la unidad católica que interpondría su mediación con nosotros, con el fin de que se pudiera idear algún plan de concordia, que no podría llevarse a cabo satisfactoriamente antes de su regreso a Alemania: impulsados ​​en todo momento por el mismo deseo de paz, y por los deseos de tan poderosos príncipes, y, sobre todo, viendo que ni siquiera en dicha fiesta de la Resurrección se habían reunido otros Prelados en Vicenza, nosotros, evitando ahora la palabra prórroga, tan a menudo repetida en vano, optamos más bien por suspender la celebración del Concilio General durante nuestra propia voluntad y la de la Sede Apostólica. 

En consecuencia, así lo hicimos, y enviamos nuestras Cartas relativas a dicha suspensión a cada uno de los príncipes antes mencionados, el diez de junio de 1839, como se desprende claramente de su tenor. Habiéndose realizado, pues, esta necesaria suspensión por nuestra parte, mientras aguardábamos el momento más oportuno y la conclusión de la paz que posteriormente habría de brindar dignidad y número al Concilio, y una seguridad más inmediata a la comunidad cristiana; entretanto, los asuntos de la cristiandad se deterioraban día a día. 

Los húngaros, tras la muerte de su rey, habían invitado a los turcos; el rey Fernando les había declarado la guerra; parte de Bélgica había sido incitada a la rebelión contra el serenísimo emperador, quien, para sofocar dicha rebelión, recorrió Francia en los términos más amistosos y armoniosos con el cristianísimo rey, y con gran muestra de mutua buena voluntad. Y, habiendo llegado a Bélgica, pasó de allí a Alemania, donde comenzó a celebrar reuniones con los príncipes y las ciudades alemanas, con el fin de tratar la concordia de la que nos había hablado. Pero como ya casi no había esperanza de paz, y el plan de procurar y tratar una reunificación en esas reuniones parecía destinado únicamente a suscitar mayor discordia, nos vimos obligados a volver a nuestro remedio anterior: un Concilio General. Y, por medio de nuestros legados, Cardenales de la Santa Iglesia Romana, se lo propusimos al propio emperador. Y así lo hicimos de manera especial y definitiva en la reunión de Ratisbona, en la que nuestro querido hijo, el Cardenal Gaspar Contarini, con el título de San Práxedes, actuó como nuestro Legado con gran erudición e integridad. Pues, puesto que se cumplió lo que antes temíamos: que, por consejo de aquella reunión, nos vimos obligados a declarar que ciertos artículos, sostenidos por los disidentes de la Iglesia, debían ser tolerados hasta que fueran examinados y decididos por un Concilio Ecuménico; y puesto que ni la verdad cristiana y católica, ni nuestra dignidad ni la de la Sede Apostólica, nos permitían ceder en esto, preferimos ordenar que se hiciera una propuesta pública para la celebración de un Concilio lo antes posible. De hecho, nunca tuvimos otro sentimiento ni deseo que el de que se convocara un Concilio Ecuménico y General en la primera oportunidad. Pues esperábamos que así se restaurara la paz al pueblo cristiano y la integridad de la religión cristiana; y deseábamos celebrar ese Concilio con la buena voluntad y el favor de los príncipes cristianos. Y mientras aguardábamos esos buenos deseos, esperábamos ese tiempo especial, el tiempo de vuestro beneplácito, oh Dios, finalmente llegamos a la conclusión de que todo tiempo agrada a Dios cuando se delibera sobre asuntos sagrados y relacionados con la piedad cristiana. 

Por lo cual, al ver con profunda tristeza que los asuntos de la cristiandad empeoraban día a día —Hungría arrasada por los turcos; Alemania en peligro; todos los demás estados oprimidos por el terror y la aflicción— resolvimos no esperar más el consentimiento de ningún príncipe, sino confiar únicamente en la voluntad de Dios y en el bien de la comunidad cristiana. 

En consecuencia, al no disponer ya de la ciudad de Vicenza y desear, al elegir un nuevo lugar para celebrar el Concilio, tener en cuenta tanto el bienestar común de los cristianos como las dificultades de la nación alemana, y viendo que, tras proponer varios lugares, los alemanes preferían la ciudad de Trento, nosotros —aunque opinábamos que todo podría llevarse a cabo con mayor comodidad en la Italia cisalpina—, accedimos, con paternal caridad, a sus peticiones. 

Por consiguiente, hemos elegido la ciudad de Trento como Sede de un Concilio Ecuménico en las próximas calendas de noviembre, fijando dicho lugar por ser conveniente para que los Obispos y Prelados puedan reunirse con suma facilidad procedentes de Alemania y de las demás naciones limítrofes, así como sin dificultad de Francia, España y las provincias más remotas. 

Al fijar la fecha del Concilio, hemos tenido en cuenta que debería haber tiempo tanto para publicar este Decreto en todas las naciones cristianas como para que todos los Prelados tengan la oportunidad de acudir a Trento. El motivo por el que no prescribimos que transcurriera un año entero antes de cambiar la Sede del Concilio —como se había regulado anteriormente en ciertas Constituciones— fue que no queríamos que se demorara más nuestra esperanza de aplicar algún remedio a la comunidad cristiana, que sufre tantas calamidades y desastres. 

Sin embargo, somos conscientes de los tiempos que corren; reconocemos las dificultades. Sabemos que lo que se puede esperar de nuestros Concilios es incierto. Pero, viendo que está escrito: “Encomienda al Señor tu camino, y confía en él, y él actuará”, hemos decidido confiar más en la clemencia y la misericordia de Dios que en nuestra propia debilidad. Porque, al emprender buenas obras, a menudo sucede que lo que los Concilios humanos no logran, el poder divino lo consigue. 

Por lo cual, confiando y apoyándonos en la autoridad de ese Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en la autoridad de sus benditos Apóstoles, Pedro y Pablo, (una autoridad) que también nosotros ejercemos en la tierra; con el consejo y la aprobación de nuestros Venerables Hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana; habiendo levantado y anulado, como por la presente levantamos y anulamos, la suspensión antes mencionada, convocamos, anunciamos, designamos y decretamos un Concilio Sagrado, Ecuménico y General, que se inaugurará en las próximas calendas de noviembre del presente año MDXLII, desde la Encarnación del Señor, en la ciudad de Trento, lugar cómodo, libre y conveniente para todas las naciones; y que allí se llevará a cabo, concluirá y completará, con la ayuda de Dios, para su gloria y alabanza, y el bienestar de todo el pueblo cristiano; Requiriendo, exhortando y amonestando a todos, de todos los países, así como a nuestros Venerables Hermanos los Patriarcas, Arzobispos, Obispos y nuestros amados hijos los Abades, así como a todos los demás a quienes, por derecho o privilegio, se les ha concedido la facultad de participar en los Concilios Generales y expresar sus opiniones en ellos; ordenándoles además, y mandándoles estrictamente, en virtud del juramento que han prestado ante nosotros y ante esta Santa Sede, y en virtud de la santa obediencia, y bajo las demás penas que, por ley o costumbre, se suelen imponer y proponer en la celebración de los Concilios contra quienes no asistan, que sin duda deben presentarse personalmente en este Sagrado Concilio, a menos que se vean impedidos por algún impedimento justo, del cual, sin embargo, estarán obligados a presentar pruebas, o en todo caso por medio de sus propios diputados y procuradores legítimos. 

Y suplicamos también al emperador antes mencionado, y al cristianísimo rey, así como a los demás reyes, duques y príncipes, cuya presencia, ahora más que nunca, sería de especial provecho para la Santísima Fe de Cristo y de todos los cristianos; rogándoles por la misericordia de Dios y de nuestro Señor Jesucristo —cuya Fe y Religión se ven tan seriamente atacadas desde dentro y desde fuera— que, si desean la seguridad de la comunidad cristiana, si se sienten obligados por los grandes beneficios que el Señor les ofrece, no abandonen su causa e intereses; y que asistan a la celebración del Sagrado Concilio, donde su piedad y virtud contribuirían enormemente al bien común, a su propio bienestar y al de los demás, tanto en esta vida como en la eternidad. 

Pero si, cosa que esperamos no sea, no pudieran venir en persona, que al menos envíen, con una comisión autorizada, como embajadores, hombres de prestigio que puedan representar a su príncipe con prudencia y dignidad en el Concilio. Pero, sobre todo, que se preocupen de que, desde sus respectivos reinos y provincias, los Obispos y Prelados partan sin demora; una petición que Dios mismo, y nosotros, tenemos derecho a obtener de los Prelados y príncipes de Alemania de manera especial; pues, como es principalmente por ellos y a su instancia que el Concilio ha sido convocado, y en la ciudad que ellos mismos desearon, que no les resulte gravoso celebrarlo y engalanarlo con la presencia de todos ellos. 

Que así, —con Dios guiándonos en nuestras deliberaciones y teniendo presente la luz de su sabiduría y verdad— podamos, en dicho Sagrado Concilio Ecuménico, de manera mejor y más conveniente, tratar, y, con la caridad de todos los que conspiran a un mismo fin, deliberar, discutir, ejecutar y llevar a buen término, con prontitud y felicidad, todo lo concerniente a la integridad y la verdad de la Religión Cristiana; la restauración de las buenas costumbres y la corrección de las malas; la paz, la unidad y la concordia tanto de los príncipes como de los pueblos cristianos; y todo lo necesario para repeler los ataques de los bárbaros e infieles, con los que buscan la destrucción de toda la cristiandad. 

Y que esta nuestra Carta, y su contenido, llegue a conocimiento de todos a quienes concierne, y que nadie pueda alegar desconocimiento como excusa, especialmente también porque tal vez no haya libre acceso a todos aquellos a quienes nuestra Carta deba ser comunicada individualmente; 

Ordenamos y decretamos que en la Basílica Vaticana del Príncipe de los Apóstoles y en la Iglesia de Letrán, cuando la multitud del pueblo se congrega allí para la liturgia, se lea públicamente en voz alta por funcionarios de nuestra Corte o por notarios públicos; y, tras su lectura, se coloque en las puertas de dichas iglesias, en las puertas de la Cancillería Apostólica y en el lugar habitual del Campo de Fiore, donde permanecerá expuesta durante algún tiempo para que todos la lean y vean; y, al ser retirada de allí, copias de la misma permanecerán fijadas en los mismos lugares. Queremos que, al ser así leída, publicada y fijada, la Carta antes mencionada obligue y vincule, transcurridos dos meses desde su publicación y fijación, a todos y cada uno de aquellos a quienes incluye, como si les hubiera sido comunicada y leída personalmente. 

Y ordenamos y decretamos que se dé fe sin vacilar ni dudar a las copias de la presente, escritas o suscritas por un notario público y garantizadas con el sello de algún eclesiástico constituido en autoridad. 

Por lo cual, que nadie infrinja esta nuestra Carta de Indicción, Anuncio, Convocatoria, Estatuto, Decreto, Mandato, Precepto y Oración, ni con temeraria osadía actúe en contra de ella. 

Pero si alguno se atreve a intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios Todopoderoso y de sus bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo. 

Dado en Roma, en San Pedro, en el año MDXLII de la Encarnación del Señor, el undécimo día de las calendas de junio, en el octavo año de nuestro pontificado.
 
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INDICACIÓN DE LA PRÓXIMA SESIÓN

PRIMERA SESIÓN DEL

CONCILIO ECUMÉNICO Y GENERAL DE TRENTO

Celebrada bajo el soberano Pontífice Pablo III, el decimotercer día del mes de diciembre del año del Señor de 1545.

DECRETO RELATIVO A LA APERTURA DEL CONCILIO

- ¿Os place, para alabanza y gloria de la santa e indivisible Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo; para el aumento y la exaltación de la Fe y la Religión Cristiana; para la erradicación de las herejías; para la paz y la unión de la Iglesia; para la reforma del clero y del pueblo cristiano; para la supresión y extinción de los enemigos del nombre cristiano— decretar y declarar que el Sagrado y General Concilio de Trento comienza y ha comenzado?

Respondieron: Nos complace.


INDICACIÓN DE LA PRÓXIMA SESIÓN

- Y considerando que se acerca la solemnidad de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo, y que a ella le siguen otras fiestas de apertura y cierre del año, ¿os place que la primera sesión siguiente se celebre el jueves después de la Epifanía, que será el séptimo del mes de enero del año del Señor MDXLVI?

Respondieron: Nos complace.


3 DE NOVIEMBRE: LOS INNUMERABLES MARTIRES DE ZARAGOZA


Los innumerables Mártires de Zaragoza

La misma Reina de los Ángeles, que, según el Leccionario antiquísimo de la Catedral de Zaragoza, se dignó poner su asiento y morada en esta ciudad cuando aún vivía en carne mortal, parece que quiso ennoblecerla también con el misterioso título de Ciudad Real de los Mártires. 

En la décima persecución de la Iglesia, que fue la más cruel de todas, el impío procónsul Daciano, entró en Zaragoza y después que hubo martirizado con inauditos suplicios al fortísimo diácono San Vicente, y derramado la sangre de Santa Engracia y de dieciocho ilustres varones; viendo que con tales castigos no amedrentaba a los cristianos, imaginó un artificio sobremanera cruel e inhumano para conseguir su total exterminio. 

Hizo publicar a son de trompeta por toda la ciudad un edicto en que concedía amplia licencia para que todos los ciudadanos que profesaban la fe de Cristo pudiesen salir de la población y pasar a vivir en cualquier otra parte que quisiesen, y que si alguno quedase, experimentaría el rigor de la ley imperial. 

Este decreto fue recibido por todos los cristianos con singular alegría, creyendo que dejarían de sufrir la persecución; y que en cualquier otro pueblo podrían vivir según su fe. 

Se les obligó a salir por determinada puerta, y a la misma hora. Era de ver aquella muchedumbre innumerable de hombres y mujeres, desterrándose con gozo de sus hogares por no abandonar la fe de Cristo. 

Estando ya todos en las afueras de la ciudad, los soldados y ministros de Daciano, escondidos y puestos al acecho, se arrojaron como sangrientos lobos sobre aquel numeroso rebaño de inocentes corderos. 

A unos les cortaron la cabeza, a otros les traspasaron el corazón, a todos los despedazaron con furor infernal, cubriendo, en breve tiempo, aquellos campos de sangre y de cadáveres horriblemente mutilados. 

Mandó luego el sacrílego procónsul juntar en un montón todos aquellos sagrados cuerpos para quemarlos y reducirlos a cenizas y, con la intención de impedir que los cristianos las recogiesen y venerasen, hizo matar y quemar a todos los criminales que había en las cárceles, y mezclar sus cenizas con las de los cristianos. 

Más, por un admirable portento de la mano de Dios, se separaron las unas de las otras, formando las de los santos unas masas de una blancura extraordinaria. 

Se conservan aún en nuestros días estas reliquias, llamadas Las Santas Masas, en las cuales se pueden ver algunas señales de color sangre. 

Reflexión

¡Qué diferencia entre la conducta de los innumerables mártires de Zaragoza y la nuestra! La caridad estaba de tal manera arraigada en sus corazones, que ni las promesas, ni las amenazas, ni los suplicios, ni la misma muerte podían debilitar su valor. Es que entonces reinaba el verdadero espíritu del cristianismo y se templaban constantemente los ánimos con el rigor de la austeridad y penitencia cristianas. ¿Que mucho que salgas una y otra vez derrotado en el combate que sostienes con tus pasiones, si te preparas a la lucha por medio de regalos y placeres? ¿Quieres salir vencedor? Pues practica la penitencia y austeridad cristianas y procura que estas virtudes aparezcan en la sencillez de tus vestidos, en la frugalidad de tu mesa, en la supresión de los deleites y de cuanto debilita el vigor propio de los que siguen al Crucificado. 

Oración

Mirad, Señor, a vuestra familia, y concedednos que, amparada con la intercesión de los santos innumerables mártires, sea preservada de toda culpa. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

domingo, 2 de noviembre de 2025

HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS


HOMILÍA DE LEÓN XIV

EN LA

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Cementerio del Verano, Roma

Queridos hermanos y hermanas:

Nos hemos reunido en este lugar para celebrar la conmemoración de todos los fieles difuntos, en particular de los que están sepultados aquí y, con especial afecto, de nuestros seres queridos. En el día de la muerte ellos nos han dejado, pero los llevamos siempre con nosotros en la memoria del corazón. Y cada día, en todo lo que vivimos, esta memoria está viva. A menudo, hay muchas cosas que nos los recuerdan, imágenes que nos llevan a los momentos que vivimos con ellos. Muchos lugares, incluso los olores de nuestras casas nos hablan de aquellos a quienes hemos amado y que nos han dejado, pero mantienen encendido en nosotros su recuerdo.

Hoy, sin embargo, no estamos aquí sólo para conmemorar a los que han dejado este mundo. La fe cristiana, fundada sobre la Pascua de Cristo, nos ayuda a vivir la memoria más que como un recuerdo del pasado, como una esperanza futura. No es tanto un volverse hacia atrás, sino más bien un mirar hacia adelante, hacia la meta de nuestro camino, hacia el puerto seguro que Dios nos ha prometido, hacia la fiesta sin fin que nos aguarda. Allí, en compañía del Señor Resucitado y de nuestros seres queridos, gustaremos la alegría del banquete eterno: “En aquel día —hemos escuchado en la lectura del profeta Isaías—, el Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña un banquete de manjares suculentos […]. Destruirá la Muerte para siempre” (Is 25,6.8).

Esta “esperanza futura” anima nuestro recuerdo y nuestra oración en este día. No se trata de una ilusión que sirve para mitigar el dolor por la separación de las personas amadas, ni tampoco un simple optimismo humano. Sino de la esperanza fundada en la resurrección de Jesús, que ha vencido a la muerte y ha abierto también para nosotros el paso hacia la plenitud de la vida. Él —como recordaba en una reciente catequesis— es “el punto de llegada de nuestro caminar. Sin su amor, el viaje de la vida se convertiría en un vagar sin meta, un trágico error con un destino perdido. […] El Resucitado garantiza la llegada, nos conduce a casa, donde somos esperados, amados, salvados” (Catequesis, 15 octubre 2025).

Y este punto final de llegada, el banquete alrededor del cual el Señor nos reunirá, será un encuentro de amor. Por amor, Dios nos ha creado; en el amor de su Hijo, nos salva de la muerte; quiere que vivamos para siempre en la alegría del amor junto con Él y nuestros seres queridos. Precisamente por esto, nosotros caminamos hacia la meta y la anticipamos, en un vínculo invencible con aquellos que nos han precedido, sólo cuando vivimos en el amor y practicamos el amor mutuo, en particular hacia los más frágiles y los más pobres. Jesús nos invita a hacerlo con estas palabras: “porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,35-36).

La caridad vence a la muerte. En la caridad Dios nos reunirá junto con nuestros seres queridos. Y, si caminamos en la caridad, nuestra vida será una oración que se eleva y nos une a los difuntos, nos acerca a ellos, en la espera de encontrarlos nuevamente en la alegría de la eternidad.

Queridos hermanos y hermanas, mientras el dolor por la ausencia de quien no está ya con nosotros permanece impreso en nuestro corazón, encomendémonos a la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5); contemplemos a Cristo resucitado y pensemos en nuestros seres queridos difuntos como envueltos por su luz; dejemos resonar en nosotros la promesa de vida eterna que el Señor nos dirige. Él eliminará la muerte para siempre. Él la ha vencido para siempre abriendo un paso de vida eterna —es decir, haciendo Pascua— en el túnel de la muerte, para que, unidos a Él, también nosotros podamos entrar en él y atravesarlo.

Él nos espera y, cuando lo encontremos, al final de esta vida terrena, nos regocijaremos con Él y con nuestros seres queridos que nos han precedido. Que esta promesa nos sostenga, enjugue nuestras lágrimas, dirija nuestra mirada hacia adelante, hacia la esperanza futura que no declina.
 
* * *

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro

XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, 2 de noviembre de 2025

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

La resurrección de entre los muertos de Jesús, el Crucificado, ilumina en estos primeros días de noviembre el destino de cada uno de nosotros. Nos lo dijo Él mismo: “La voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día” (Jn 6,39). Por lo tanto, el núcleo de la preocupación de Dios está claro: que nadie se pierda para siempre, que cada uno tenga su lugar y resplandezca en su unicidad.

Es el misterio que celebramos ayer, en la Solemnidad de todos los santos: una comunión de las diferencias que, por así decirlo, extiende la vida de Dios a todos los hijos e hijas que desearon formar parte de ella. Este es el deseo inscrito en el corazón de cada ser humano, que suplica reconocimiento, atención y alegría. Como escribió el Papa Benedicto XVI, la expresión “vida eterna” trata de dar un nombre a esta espera irreprimible: no es un continuo sucederse de días sin fin, sino el sumergirse en el océano infinito del amor, en el que el tiempo, el antes y el después ya no existen más. Una plenitud de vida y de felicidad: es esto lo que esperamos y aguardamos de nuestro estar con Cristo (cf. Carta enc. Spe salvi, 12).

De este modo, la Conmemoración de todos los fieles difuntos nos acerca más al misterio. La preocupación de Dios por no perder a nadie, en efecto, la conocemos desde dentro cada vez que la muerte parece hacernos perder para siempre una voz, un rostro, un mundo entero. De hecho, cada persona es un mundo entero. Por eso, el día de hoy es una jornada que desafía la memoria humana, tan maravillosa y tan frágil. Sin la memoria de Jesús ―de su vida, muerte y resurrección― el inmenso tesoro que es cada vida se expone al olvido. En la memoria viva de Jesús, en cambio, incluso quien nadie recuerda o quien hasta la historia parece haber borrado, aparece en su infinita dignidad. Jesús, la piedra que los constructores ha rechazado, es ahora la piedra angular (cf. Hch 4,11). Este es el anuncio pascual. Por esta razón, los cristianos recuerdan desde siempre a los difuntos en cada Eucaristía, y hasta la fecha piden que sus seres queridos sean mencionados en la plegaria eucarística. Desde aquel anuncio surge la esperanza de que nadie se perderá.

Que la visita al cementerio, en la que el silencio interrumpe la agitación del activismo, sea para todos nosotros una invitación a la memoria y a la espera. “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro” profesamos en el Credo. Conmemoramos, por lo tanto, el futuro. No estamos encerrados en el pasado, en las lágrimas de la nostalgia; tampoco estamos confinados en el presente, como en un sepulcro. Que la voz familiar de Jesús nos alcance, y alcance a todos, porque es la única que viene del futuro. Nos llama por nuestro nombre, nos prepara un lugar, nos libera del sentimiento de impotencia con el que corremos el riesgo de renunciar a la vida. Que María, mujer del sábado santo, nos enseñe a seguir esperando.
  

EL “DIOS DEL DIÁLOGO” NO TIENE CREDO

León XIV celebró el 60 aniversario de Nostra Aetate, rezó con los anglicanos como si León XIII nunca hubiera existido y condenó a los últimos monjes fieles por decir lo que Roma una vez enseñó.

Por Chris Jackson


En su audiencia general del 28 de octubre, León XIV aprovechó el sexagésimo aniversario de Nostra Aetate para afirmar que el diálogo es la esencia misma de la religión. La samaritana junto al pozo se convirtió en el nuevo modelo de fe, no por haber reconocido al Mesías, sino por haber conversado con Él. La adoración ya no está ligada a una montaña o un templo, sino al “espíritu y la verdad”, una frase que ahora se extiende para abarcar todo credo y sus contradicciones.

Calificó a Nostra Aetate como un punto de no retorno en la relación de la Iglesia con otras religiones, elogiando su visión de “destellos de verdad” en cada fe e instando a todos los creyentes a “caminar juntos” para salvar el planeta y regular la inteligencia artificial. Este ya no es el lenguaje de la salvación, sino el de la sostenibilidad. La Iglesia de Cristo se ha reconvertido en una especie de Naciones Unidas de la buena voluntad, y sus sacramentos han sido reemplazados por simposios.

Lo que comenzó en 1965 como una propuesta diplomática ha madurado hasta convertirse en una teología de la rendición. La Cruz ya no es el escándalo de una verdad particular; es el símbolo de la cooperación universal. Nostra Aetate ya no se cita como un experimento, sino como una revelación. Sesenta años después, el "dios" que reveló ha ascendido al trono: un dios que escucha, aprende y jamás juzga.

La liturgia del sincretismo

Una semana antes de ese discurso, León organizó una secuela visual en la propia Capilla Sixtina. El rey Carlos III y el “arzobispo” anglicano de York se unieron a él para una ceremonia de oración conjunta que desdibujó la línea entre anfitrión e invitado. Como observó el periodista, el canónigo Dr. Jules Gomes, en su detallado relato para The Stream, las vestimentas anglicanas se exhibieron junto al blanco papal; la liturgia se desarrolló de forma antifonal; se intercambiaron bendiciones mutuas; incluso se intercambiaron títulos honoríficos: cada uno era un “cofrade” en la capilla del otro.

La “esposa” adultera, Robert Prevost y Carlos III

La imagen era inconfundible. La encíclica Apostolicae Curae de León XIII había declarado las órdenes anglicanas “absolutamente nulas y sin valor”. León XIV actuó como si esa sentencia jamás hubiera existido. No se derogó ningún documento; en cambio, se perpetuó la contradicción. Mientras que un Papa anterior defendía la integridad del sacerdocio, León XIV canonizó su imitación por cortesía.

Fue el sacramento perfecto de la nueva religión. Las palabras permanecen en el pergamino, pero la práctica habla por sí sola. El “papado” moderno ha descubierto que no necesita revocar la doctrina, sino que simplemente puede ignorarla. Los anglicanos antes suplicaban reconocimiento; ahora Roma los halaga para darles legitimidad. El sueño ecuménico se ha hecho realidad: ambas partes coinciden ahora en que la verdad ya no importa.

El silencio de los fieles

Mientras la Capilla Sixtina se hacia eco de la diplomacia, un sonido muy distinto llegaba del norte. En Escocia, el “obispo” de Aberdeen condenó a los monjes de la Isla Papa Stronsay, los Redentoristas Transalpinos, por declarar que la iglesia moderna y la fe de los santos no pueden coexistir. Su carta expresaba lo que todo católico practicante puede ver: que la nueva religión de la sinodalidad contradice la antigua Religión del sacrificio.

Los Hijos del Santísimo Redentor 
(Redentoristas Transalpinos)

El “obispo” calificó sus palabras de “incompatibles con la unidad”. Esa frase lo dice todo. ¿Unidad con quién? La misma jerarquía que ahora acoge a los anglicanos como “hermanos” expulsa a los monjes por creer en lo que definió Trento. El “diálogo” se extiende infinitamente hacia afuera, pero nunca hacia arriba, nunca hacia adentro. Hay paciencia para la incredulidad y persecución para la fe.

Este contraste pone de manifiesto el principio rector de nuestro tiempo: inclusión sin conversión, misericordia sin arrepentimiento, unidad sin fe. Cuanto más se felicita la iglesia por su “apertura”, más se reduce el espacio para quienes aún creen en las enseñanzas que la Iglesia antaño impartió.

El Fin del diálogo

El “dios del diálogo” es tolerante, elocuente y sordo. Acepta toda plegaria porque no reconoce ninguna. Preside ceremonias donde la verdad se suspende en aras de la armonía y donde la armonía se convierte en el nuevo nombre de la incredulidad. Sus “profetas” llaman a esto “progreso”.

Pero el Dios que fundó la Iglesia sigue esperando tras el velo: inmutable, indiferente a comités o pactos. No pide cooperación; exige conversión. Y cuando cesen los aplausos y se callen los micrófonos, no será el “dios del diálogo” quien hable. Será la Palabra, que nunca fue negociable.
 

LAS PASIONES

Las pasiones o las emociones son nuestros sentimientos y no surgen hacia el Bien tal y como lo percibe nuestro intelecto, sino hacia el Bien tal y como lo perciben nuestros sentidos.

Por Fish Eaters


Hay dos tipos de pasiones:

Pasiones concupiscibles: el objeto de las seis pasiones concupiscibles es el deseo de un bien o la evitación de un mal en circunstancias sin obstáculos, sin nada que se interponga en el camino para alcanzar el bien o evitar el mal. Las seis pasiones concupiscibles son: alegría/placer frente a dolor/tristeza; deseo frente a evitación/aborrecimiento; y amor frente a odio.

Pasiones irascibles: el objeto de las cinco pasiones irascibles es el bien que es difícil de alcanzar o el mal que es difícil de evitar. Las cinco pasiones irascibles son: esperanza frente a desesperación; valor frente a miedo; y ira (la ira no tiene opuesto).

A diferencia de los estoicos, que consideraban nuestras emociones como algo malo, y a diferencia de los budistas, que ven el deseo como algo que hay que extinguir para borrar el sufrimiento del mundo, la Iglesia considera que las pasiones son buenas en sí mismas, como indicadores de la intensidad de la voluntad. 

El hecho de que el propio Maestro del Amor mostrara tristeza, ira y otras emociones es una prueba clara de que las emociones no son malas. Sí, las pasiones son buenas y son moralmente neutras en sí mismas, pero la moralidad entra en juego en cómo usamos o dejamos de usar nuestra voluntad para guiarlas y actuar en consecuencia. Se vuelven voluntarias y, por lo tanto, moralmente relevantes, si son deseadas o si no usamos nuestra voluntad como deberíamos para moderarlas lo mejor posible, de modo que nos motiven solo a hacer el bien y a evitar el mal.

Desde el punto de vista moral, el uso que hacemos de nuestras emociones es bueno si utilizamos nuestra voluntad para dirigirlas hacia un bien moral, utilizando la razón para orientarlas hacia un buen propósito y con moderación, de acuerdo con las circunstancias en las que nos encontramos. Y, por supuesto, lo contrario también es cierto: utilizamos nuestras pasiones de forma inmoral si las empleamos de manera contraria a lo anterior. 

Tomemos como ejemplo la ira. La ira, en sí misma, es neutra. Pero hay una diferencia radical entre, por un lado, que alguien se enfade por una causa injusta, alimente esa ira y se enfurezca hasta cometer un mal para vengarse y, por otro lado, la ira que experimenta alguien que ve a un ateo burlarse de Cristo o de su Santísima Madre (una ira justa) y tiene palabras airadas con el blasfemo (un acto moral si se hace con prudencia).

Tenga en cuenta que no es lo agradable o desagradable de una emoción lo que la hace buena o mala. La vergüenza, por ejemplo, es desagradable, pero buena si es causada por la comisión de un pecado. Si pecamos, debemos sentir vergüenza, y sentir vergüenza nos motiva a ir a confesarnos y a intentar no volver a pecar. Por el contrario, tener emociones agradables puede ser malo, como en el caso de alguien que siente placer al ver fracasar a otra persona simplemente porque le tiene envidia.

Las pasiones también pueden hacer que un acto sea más o menos moral o malo. El lenguaje que utiliza la Iglesia para describir esto son las palabras “antecedente” y “consecuente” en relación con el uso de la razón. Si una pasión provoca un acto antecedente —antes— al uso de la razón, es decir, si el acto provocado por la pasión se produce antes de que el hombre se detenga a pensar y utilice su razón para informar su voluntad, puede disminuir el bien o el mal del acto que realiza; si es consecuente —si sucede después del uso de la razón— puede aumentar el bien o el mal del acto.

Por ejemplo, incluso el derecho civil reconoce los “crímenes pasionales”, como cuando un hombre llega temprano a casa del trabajo y descubre a su mujer engañándole con otro hombre. Si, sin tener tiempo para pensar, actúa con ira y los mata, es menos malo que si los hubiera sorprendido sin que lo vieran, se hubiera escabullido y hubiera planeado su asesinato, “acechándolos” más tarde.

Es importante reconocer tus pasiones o emociones y dominarlas. Si no lo haces, ellas te dominarán a ti y permitirán que otros se conviertan en tus amos manipulando tus sentimientos. Echa un vistazo al mundo occidental moderno y observa cómo se manipulan nuestras emociones para que votemos a quien los poderes fácticos quieren que votemos, compremos lo que quieren que compremos, digamos lo que quieren que digamos, etc. Piensa en cómo se utilizan el miedo y el deseo lujurioso para chantajear y controlar a quienes están en el poder. Piensa en la radical ineficacia de los adictos a la pornografía, tan dominados por sus pasiones que son incapaces de desarrollar relaciones reales con otras personas reales y vivas, incapaces de permanecer fieles y que pasan su tiempo masturbándose en habitaciones oscuras en lugar de construir y defender lo que es bueno.

Para convertirnos en dueños de nuestras pasiones, debemos reconocerlas, nombrarlas y desarrollar buenos hábitos o virtudes.
 

CUPICH CALIFICÓ LA MISA TRADICIONAL EN LATÍN COMO UN “ESPECTÁCULO”

Blase Cupich ha afirmado que la Misa Tradicional en Latín es “más un espectáculo que una participación activa de todos los bautizados”.


En una “reflexión” sobre las reformas litúrgicas derivadas de Sacrosanctum Concilium, una de las cuatro constituciones del conciliábulo Vaticano II, el homocardenal argumentó que “el documento se basó en investigaciones académicas que revelaban adaptaciones introducidas con el tiempo, que incorporaban elementos de las cortes imperiales y reales. La reforma -sostuvo- tenía como objetivo purificar la liturgia de estas adaptaciones… para que la liturgia pudiera sostener la renovada identidad de la iglesia”.

Según informó The Catholic Herald Cupich dejó claro que “la liturgia renovada no es simplemente una cuestión de forma externa, sino de identidad y misión eclesial. Subrayó que “la medida de la autenticidad en la celebración eucarística reside en la preocupación por los necesitados; es este el criterio por el cual se juzga la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas”. Fue aún más allá, describiendo la misa (conciliar) no solo como un ritual, sino como el lugar de solidaridad con los pobres.

Cupich pronunció estas palabras en el contexto de la visión renovada de la iglesia que el concilio introdujo. Citó la carta del falso papa Prevost Dilexi Te, señalando que “el concilio Vaticano II representó un hito en la comprensión que la Iglesia tiene de los pobres en el plan de salvación de Dios”, un tema aparentemente poco importante en los documentos preparatorios, pero que cobró protagonismo gracias al nefasto Roncalli (alias Juan XXIII), quien declaró que “la Iglesia se presenta como es y como desea ser: la Iglesia de todos y, en particular, la Iglesia de los pobres.

Cupich recordó las palabras de Giacomo Lercaro, “arzobispo” de Bolonia, quien declaró en diciembre de 1962: Esta es la hora de los pobres, de los millones de pobres en todo el mundo”.

Según Cupich, “la renovación litúrgica tenía como objetivo restaurar la sencillez y la sobriedad en el culto para que la Iglesia pudiera presentarse más claramente como propiedad del Señor y no como servidora del poder mundano. La reforma litúrgica se benefició de la investigación académica sobre los recursos litúrgicos, que identificó aquellas adaptaciones… que habían transformado la estética y el significado de la liturgia, convirtiéndola más en un espectáculo que en la participación activa de todos los bautizados”. 

Cupich sostuvo que “purificar esas adaptaciones era esencial para que la Eucaristía recuperara su verdadero significado”.

La reforma se produjo tras publicación en 1963 de Sacrosanctum Concilium, el primer documento que los enemigos de la Iglesia Católica introdujeron en el nefasto conciliábulo Vaticano II, que abogaba por la protestantizada “participación plena, consciente y activa” del “Pueblo de Dios” en la liturgia.

Pablo VI introdujo la “nueva misa” en 1969, afirmando que permitiría a los fieles “participar más plenamente” en la Eucaristía. Esta “novedad” representó el cambio más significativo del rito romano en siglos, cambiando o eliminando oraciones y rúbricas clave que habían estado vigentes desde el siglo XVI.

La Misa Tradicional en Latín, codificada por el Papa Pío V tras el Concilio de Trento, continuó practicándose de forma limitada tras las innovaciones montinianas, pero experimentó un resurgimiento después de 2007, cuando Benedicto XVI autorizó mediante su Summorum Pontificum la práctica del Rito Antiguo. Esta disposición fue posteriormente cancelada por el motu proprio Traditionis Custodes del Sumo Hereje Jorge Bergoglio en 2021.

Cupich hizo estas declaraciones la misma semana en que el “cardenal” Raymond Burke celebró una Misa Pontificia Solemne en el Rito Latino Tradicional en la Basílica de San Pedro, un evento al que asistieron clérigos y fieles de todo el mundo.
 

2 DE NOVIEMBRE: LA CONMEMORACION DE LOS FIELES DIFUNTOS


2 de Noviembre: La Conmemoración de los Fieles Difuntos

Después que la Santa Iglesia en el día de ayer celebró la Fiesta de todos los Santos, hoy extiende su caridad, y ayuda con sus oraciones y sufragios a las almas del purgatorio. 

Pues es dogma de fe que para poder entrar en el cielo, han de purificarse y acrisolarse las almas de los que murieron en gracia de Dios con pecados veniales o sin haber satisfecho en vida enteramente, los mortales que cometieron. 

Las obras con que podemos socorrerlas son tres: la primera y principal es el Santo Sacrificio de la Misa; la segunda, la oración; y la tercera, todas las obras penales con que se satisface a la divina justicia, como son la limosna, ayunos, penitencias, peregrinaciones, y cosas semejantes. 

Además de estos modos con que las personas particulares socorren a las almas del purgatorio, el Sumo Pontífice concede indulgencias aplicables a ellas, no por vía de absolución, sino por modo de sufragio, y como dispensador del tesoro de la Iglesia que son las obras y satisfacciones de Cristo y de los Santos. 

Ganando para las benditas almas estas indulgencias, y haciéndoles otros sufragios, ejercitamos con ellas las obras de misericordia. 

Porque damos de comer al hambriento, y de beber al sediento, aliviamos con nuestra caridad el hambre y la sed que aquellas santas almas tienen de Dios.

Consolamos al enfermo, porque mucho padecen las almas del purgatorio en aquel lugar de tormentos. 

Rescatamos al cautivo, porque cautivas están en aquella cárcel de expiación, y las redimimos con indulgencias y limosnas. 

Vestimos al desnudo, alcanzándoles de la bondad de Dios la vestidura nupcial y sin mancha, que necesitan para entrar en el cielo. 

Hospedamos al peregrino, rogando al Señor que por los méritos de Cristo les abra las puertas de su palacio divino; y en fin, ¿no es mayor obsequio el llevar aquellas almas al eterno descanso del paraíso, que el dar a sus cuerpos sepultura? 

Pero aunque no podemos compadecernos por todos los que están en el purgatorio; especialmente hemos de socorrer a nuestros deudos y amigos, a los padres e hijos, a los maridos y mujeres, a los hermanos carnales y otras personas con quienes tuvimos algún lazo más estrecho de sangre o amistad. 

Finalmente, mucho mayor cuidado debemos poner en cumplir las obligaciones de justicia que pertenecen a ellos, ejecutando sus testamentos y legados píos, y todo lo que dispusieron para el bien de sus almas. 

Reflexión

Mientras que el Señor nos da tiempo, procuremos ajustar nuestra vida con la ley de Dios y llorar nuestras culpas, y satisfacer por ellas en esta vida; aceptemos las tribulaciones, como de su bendita mano, en penitencia por nuestras culpas; y ayudemos a nuestros hermanos con las buenas obras que pudiéramos, para que salgan del purgatorio puros y afinados; y cuando gocen de Dios nos ayuden con sus oraciones, y nos den la mano para llegar al puerto de salud, y gozar juntamente con ellos de la eterna bienaventuranza.

Oración

Oh Dios, creador y Redentor de todos los fieles, concede la remisión de los pecados a las almas de tus siervos y siervas, para que consigan, por nuestras humildes súplicas, el perdón que siempre desearon. Que vives y reinas por todos los siglos de los siglos. Amén.

sábado, 1 de noviembre de 2025

DE DEFECTIBUS

Con esta Bula, el Papa San Pío V reafirmó el grave pecado de omitir o cambiar la forma del Sacramento en la Consagración, algo que, según el poder magisterial del Concilio de Trento, también pone seriamente en duda la validez de la “nueva misa” de Pablo VI.

BULA

DE SANTO PADRE SAN PÍO V

DE DEFECTIBUS

SOBRE LOS DEFECTOS QUE PUEDEN OCURRIR 

EN LA CELEBRACIÓN DE LA MISA

I - Defectos de lo faltante

1. El sacerdote que va a celebrar la Misa debe tomar todas las precauciones necesarias para asegurarse de que no falte nada de lo necesario para celebrar el Sacramento de la Eucaristía. Puede producirse un defecto en relación con la materia que se va a consagrar, con la forma que se debe observar y con el ministro que realiza la Consagración. No hay Sacramento si falta alguno de estos elementos: la materia adecuada, la forma, incluida la intención, y la ordenación sacerdotal del celebrante. Si estos elementos están presentes, el Sacramento es válido, independientemente de lo que falte. Sin embargo, hay otros defectos que pueden implicar pecado o escándalo, aunque no afecten a la validez del Sacramento.

II - Defectos de la materia

2. Los defectos por parte de la materia pueden surgir de alguna falta en los materiales requeridos. Lo que se requiere es lo siguiente: pan hecho con harina de trigo, vino de uvas y la presencia de estos materiales ante el sacerdote en el momento de la Consagración.

III - Defecto del pan

3. Si el pan no está hecho con harina de trigo, o si se mezcla tanta otra harina con la de trigo que ya no es pan de trigo, o si está adulterado de alguna otra manera, no hay Sacramento.

4. Si el pan se ha hecho con agua de rosas o alguna otra destilación, la validez del Sacramento es dudosa.

5. Si el pan ha comenzado a enmohecerse, pero no está corrompido, o si no es sin levadura según la costumbre de la Iglesia latina, el Sacramento es válido, pero el celebrante es culpable de pecado grave.

6. Si el celebrante se da cuenta antes de la Consagración de que la hostia está en mal estado o no está hecha de harina de trigo, debe sustituirla por otra, hacer la ofrenda al menos mentalmente y continuar desde donde lo dejó.

7. Si se da cuenta de ello después de la Consagración, o incluso después de haber consumido la hostia, debe sacar otra hostia, hacer la ofrenda como se ha indicado anteriormente y comenzar desde la Consagración, es decir, desde las palabras Qui pridie quam pateretur. Si no ha consumido la primera hostia, debe consumirla después de tomar el Cuerpo y la Sangre, o bien reservarla en algún lugar con reverencia. Si ya ha consumido la primera hostia, debe consumir la que ha consagrado, porque el precepto de completar el Sacramento es más importante que el precepto del ayuno antes de la Comunión.

8. Si esto ocurriera después de haber consumido la Sangre, no solo se debe traer pan nuevo, sino también vino con agua. El sacerdote debe primero hacer la ofrenda, como se ha indicado anteriormente, y luego consagrar, comenzando con las palabras Qui pridie. A continuación, debe recibir inmediatamente bajo las dos especies y continuar la Misa, para que el Sacramento no quede incompleto y se observe el orden debido.

9. Si la hostia consagrada desaparece, ya sea por algún accidente, como una ráfaga de viento, o porque algún animal se la haya llevado, y no se puede encontrar, se debe consagrar otra, comenzando por el Qui pridie quam pateretur, después de haberla ofrecido primero como se ha indicado anteriormente.

10. En los casos mencionados en los párrafos 5-9 anteriores, se omitirá la elevación del Sacramento y se hará todo lo posible para evitar, en la medida de lo posible, cualquier escándalo o asombro por parte de los fieles.

IV - Defecto del vino

11. Si el vino se ha convertido en mero vinagre, o está completamente malo, o si se ha elaborado con uvas agrias o verdes, o si se le ha mezclado tanta agua que el vino está adulterado, no hay Sacramento.

12. Si el vino ha comenzado a convertirse en vinagre o a corromperse, o si se está agriando, o si no está fermentado, al estar elaborado con uvas recién prensadas, o si no se ha mezclado con agua, o si se ha mezclado con agua de rosas o alguna otra destilación, el Sacramento es válido, pero el celebrante es culpable de pecado grave.

13. Si el celebrante se da cuenta antes de la Consagración de la Sangre, incluso si el Cuerpo ya ha sido consagrado, de que no hay vino en el cáliz, o no hay agua, o no hay ni vino ni agua, debe poner inmediatamente vino y agua, hacer la ofrenda como se ha indicado anteriormente y consagrar, comenzando con las palabras Simili modo, etc.

14. Si después de las palabras de la Consagración se da cuenta de que no había vino en el cáliz, sino solo agua, debe verter el agua en algún recipiente, poner vino y agua en el cáliz y consagrar, comenzando de nuevo con las palabras Simili modo, etc.

15. Si se da cuenta de ello después de consumir el Cuerpo, o después de beber el agua en cuestión, debe preparar otra hostia para consagrarla, junto con vino y agua en el cáliz, ofrecer ambos, consagrarlos y consumirlos, aunque no esté en ayunas.

16. En los casos mencionados en los párrafos 13-15 anteriores, se omitirá la elevación del Sacramento y se hará todo lo posible para evitar, en la medida de lo posible, cualquier escándalo o asombro por parte de los fieles.

17. Si antes o después de la Consagración descubre que el vino se ha convertido completamente en vinagre o se ha corrompido de otro modo, debe seguir el mismo procedimiento que el anterior, como si descubriera que no se ha puesto vino en el cáliz o que solo se ha puesto agua.

18. Si el celebrante recuerda antes de la Consagración del cáliz que no se ha añadido agua, debe ponerla inmediatamente y pronunciar las palabras de la Consagración. Si lo recuerda después de la Consagración del cáliz, no debe añadir agua, porque el agua no es necesaria para el Sacramento.

19. Si se descubre un defecto en el pan o en el vino antes de la Consagración del Cuerpo, y no se puede obtener de ninguna manera el material necesario, el sacerdote no debe continuar. Si después de la Consagración del Cuerpo, o incluso del vino, se descubre un defecto en cualquiera de las especies y no se puede obtener el material necesario de ninguna manera, el sacerdote debe continuar y completar la Misa si el material defectuoso ya ha sido consagrado, omitiendo las palabras y los signos que pertenecen a la especie defectuosa. Pero si el material necesario se puede obtener con un poco de retraso, debe esperar, para que el Sacramento no quede incompleto.

V - Defectos de la forma

20. Pueden surgir defectos en la forma si falta algo del texto completo requerido para el acto de consagración. Ahora bien, las palabras de la consagración, que son la forma de este sacramento, son:

HOC EST ENIM CORPUS MEUM, y HIC EST ENIM CALIX SANGUINIS MEI, NOVI ET AETERNI TESTAMENTI: MYSTERIUM FIDEI: QUI PRO VOBIS ET PRO MULTIS EFFUNDETUR IN REMISSIONEM PECCATORUM

Si el sacerdote acortara o cambiara la forma de la Consagración del Cuerpo y la Sangre, de modo que en el cambio de redacción las palabras no significaran lo mismo, no estaría realizando un Sacramento válido. Si, por el contrario, añadiera o quitara algo que no cambiara el significado, el Sacramento sería válido, pero estaría cometiendo un pecado grave.

21. Si el celebrante no recuerda haber dicho las palabras habituales en la Consagración, no debe preocuparse por ello. Sin embargo, si está seguro de haber omitido algo necesario para el Sacramento, es decir, la forma de la Consagración o una parte de ella, debe repetir la forma y continuar a partir de ahí. Si cree que es muy probable que haya omitido algo esencial, debe repetir la forma condicionalmente, aunque no es necesario expresar la condición. Pero si lo que omitió no es necesario para el Sacramento, no debe repetir nada; simplemente debe continuar con la Misa.

VI - Defectos del ministro

22. Pueden surgir defectos por parte del ministro en relación con lo que se le exige. Estos son: en primer lugar, la intención; luego, la disposición del alma, la disposición corporal, la disposición de las vestiduras y la disposición en el rito mismo con respecto a lo que puede ocurrir en él.

VII - Defecto de intención

23. Se requiere la intención de Consagrar. Por lo tanto, no hay Consagración en los siguientes casos: cuando un sacerdote no tiene la intención de consagrar, sino solo de fingir; cuando algunas hostias permanecen en el altar olvidadas por el sacerdote, o cuando alguna parte del vino o alguna hostia está oculta, ya que el sacerdote tiene la intención de consagrar solo lo que está en el corporal; cuando un sacerdote tiene once hostias ante sí y tiene la intención de consagrar solo diez, sin determinar cuáles son las diez que quiere consagrar. Por otra parte, si cree que hay diez, pero tiene la intención de consagrar todas las que tiene ante sí, entonces todas serán consagradas. Por esa razón, todo sacerdote debe tener siempre esa intención, es decir, la intención de consagrar todas las hostias que han sido colocadas en el corporal ante él para su Consagración.

24. Si el sacerdote cree que tiene una hostia, pero descubre después de la Consagración que había dos hostias pegadas, debe consumirlas ambas cuando llegue el momento. Si después de recibir el Cuerpo y la Sangre, o incluso después de la ablución, encuentra otras piezas consagradas, grandes o pequeñas, debe consumirlas, porque pertenecen al mismo Sacrificio.

25. Sin embargo, si queda una hostia consagrada entera, debe ponerla en el Sagrario con las demás que hay allí; si esto no es posible, debe consumirla.

26. Puede ser que la intención no sea real en el momento de la Consagración porque el sacerdote deja vagar su mente, pero sigue siendo virtual, ya que ha acudido al altar con la intención de hacer lo que hace la Iglesia. En este caso, el Sacramento es válido. Sin embargo, el sacerdote debe tener cuidado de que su intención sea también real.

VIII - Defectos de la disposición del alma

27. Si un sacerdote celebra la Misa en estado de pecado mortal o bajo alguna pena eclesiástica, celebra un Sacramento válido, pero comete un pecado muy grave.

IX - Defectos de la disposición del cuerpo

28. Si un sacerdote no ha ayunado al menos una hora antes de la Comunión, no puede celebrar. Sin embargo, beber agua no rompe el ayuno.

29. Los enfermos, aunque no estén postrados en cama, pueden tomar líquidos no alcohólicos, así como medicamentos propiamente dichos, ya sean líquidos o sólidos, antes de la celebración de la Misa, sin límite de tiempo.

30. Se invita encarecidamente a los sacerdotes que puedan hacerlo a observar la antigua y venerable forma del ayuno eucarístico antes de la Misa.

X - Defectos que se producen en la celebración del rito mismo

31. También pueden producirse defectos en la celebración del rito mismo, si falta alguno de los elementos requeridos, como en los siguientes casos: si la Misa se celebra en un lugar que no es sagrado, o no está legalmente aprobado, o en un altar no consagrado, o no cubierto con tres manteles; si no hay velas de cera; si no es el momento adecuado para celebrar la Misa, que es desde una hora antes del amanecer hasta una hora después del mediodía en circunstancias normales, a menos que se establezca o se permita otro momento para determinadas Misas; si el sacerdote no lleva alguna de las vestiduras sacerdotales; si las vestiduras sacerdotales y los manteles del altar no han sido bendecidos; si no hay ningún clérigo presente ni ningún otro hombre o niño que sirva en la Misa; si no hay un cáliz, con una copa de oro o de plata con el interior chapado en oro; si la patena no está chapada en oro; si tanto el cáliz como la patena no han sido consagrados por un Obispo; si el corporal no está limpio (y el corporal debe ser de lino, sin decoraciones en el centro con seda u oro; y tanto el corporal como el palio deben estar bendecidos); si el sacerdote celebra la Misa con la cabeza cubierta, sin dispensa para hacerlo; si no hay Misal presente, aunque el sacerdote se sepa de memoria la misa que pretende celebrar.

32. Si, mientras el sacerdote celebra la Misa, se profana la iglesia antes de que haya llegado al Canon, la Misa debe interrumpirse; si es después del Canon, no debe interrumpirse. Si hay temor de un ataque de enemigos, o de una inundación o del derrumbe del edificio donde se celebra la Misa, la Misa debe interrumpirse si es antes de la Consagración; sin embargo, si este temor surge después de la Consagración, el sacerdote puede omitir todo lo demás y pasar inmediatamente a la recepción del Sacramento.

33. Si antes de la Consagración el sacerdote cae gravemente enfermo, se desmaya o muere, se interrumpe la Misa. Si esto ocurre después de la Consagración del Cuerpo y antes de la Consagración de la Sangre, o después de que ambos hayan sido consagrados, la Misa debe ser completada por otro sacerdote desde el lugar donde se detuvo el primer sacerdote, y en caso de necesidad, incluso por un sacerdote que no esté ayunando. Si el primer sacerdote no ha fallecido, sino que se ha enfermado y aún puede recibir la comunión, y no hay otra hostia consagrada a mano, el sacerdote que completa la Misa debe dividir la hostia, dar una parte al sacerdote enfermo y consumir la otra parte él mismo. Si el sacerdote ha fallecido después de haber pronunciado la mitad de la forma de Consagración del Cuerpo, entonces no hay Consagración y no es necesario que otro sacerdote complete la Misa. Si, por el contrario, el sacerdote ha fallecido después de haber pronunciado la mitad de la forma de Consagración de la Sangre, otro sacerdote debe completar la Misa, repitiendo toda la forma sobre el mismo cáliz desde las palabras Simili modo, postquam cenatum est; o bien puede decir toda la forma sobre otro cáliz que haya sido preparado, y consumir la hostia del primer sacerdote y la Sangre consagrada por él mismo, y luego el cáliz que quedó medio consagrado.

34. Si alguien no consume todo el Sacramento, salvo en casos de necesidad de este tipo, es culpable de un pecado muy grave.

35. Si antes de la Consagración cae una mosca, una araña o cualquier otra cosa en el cáliz, el sacerdote debe verter el vino en un lugar adecuado, poner otro vino en el cáliz, añadir un poco de agua, ofrecerlo como se ha indicado anteriormente y continuar con la Misa. Si después de la Consagración cae una mosca o algo similar en el cáliz, debe sacarlo, lavarlo con vino, quemarlo después de terminar la Misa y tirar las cenizas y el vino que se utilizó para lavarlo en el sacrário.

36. Si algo venenoso cae en el cáliz después de la Consagración, o algo que provoque vómitos, el vino consagrado debe verterse en otro cáliz, añadiendo agua hasta que el cáliz esté lleno, de modo que las especies del vino se disuelvan; y esta agua debe verterse en el sacrário. Se debe traer y consagrar otro vino, junto con agua.

37. Si algo venenoso toca la hostia consagrada, el sacerdote debe consagrar otra y consumirla de la manera que se ha explicado, mientras que la primera hostia debe ponerse en un cáliz lleno de agua y desecharse como se ha explicado con respecto a la Sangre en el párrafo 36 anterior.

38. Si una partícula de la hostia permanece en el cáliz cuando se consume la Sangre, debe llevarla al borde de la copa con el dedo y consumirla antes de la purificación, o bien debe verter agua y consumirla con el agua.

39. Si antes de la Consagración se descubre que la hostia está rota, debe consagrarse de todos modos, a menos que el pueblo pueda ver claramente que está rota. Pero si puede causar escándalo al pueblo, se tomará y se ofrecerá otra hostia. Si la hostia rota ya ha sido ofrecida, el sacerdote la consumirá después de la ablución. Sin embargo, si se ve que la hostia está rota antes de las ofrendas, se tomará otra hostia completa, si esto puede hacerse sin escándalo y sin un gran retraso.

40. Si la hostia consagrada cae en el cáliz, no se repetirá nada por ese motivo, sino que el sacerdote continuará la Misa, realizando las ceremonias y haciendo las señales habituales de la Cruz con la parte de la hostia que no está mojada con la sangre, si puede hacerlo convenientemente. Pero si toda la hostia se ha mojado, no debe sacarla; debe decir todo como de costumbre, omitiendo las señales de la Cruz que se refieren únicamente a la hostia, y debe consumir el Cuerpo y la Sangre juntos, haciéndose la señal de la cruz con el cáliz y diciendo: Corpus et Sanguis Domini nostri, etc.

41. Si la Sangre se congela en el cáliz en invierno, se envolverá el cáliz en paños calientes. Si esto no basta, se pondrá en agua hirviendo cerca del altar hasta que se derrita la Sangre, pero se tendrá cuidado de que no entre agua en el cáliz.

42. Si se derrama algo de la Sangre de Cristo, si es solo una gota o poco más, no hay que hacer nada, salvo verter un poco de agua sobre las gotas derramadas y secarlas después con un purificador. Si se ha derramado más, se debe lavar el corporal, el mantel del altar u otro lugar de la mejor manera posible, y luego se debe verter el agua en el sacrário.

43. Sin embargo, si se derrama toda la Sangre después de la Consagración, se consumirá lo poco que quede y se seguirá el procedimiento descrito anteriormente con el resto que se haya derramado. Pero si no queda nada, el sacerdote volverá a poner vino y agua en el cáliz y consagrará desde las palabras Simili modo, postquam cenatum est, etc., después de hacer primero una ofrenda del cáliz, como se ha indicado anteriormente.

44. Si alguien vomita la Eucaristía, se recogerá el vómito y se desechará en un lugar adecuado.

45. Si una hostia consagrada o cualquier partícula de ella cae al suelo o al piso, se recogerá con reverencia, se echará un poco de agua sobre el lugar donde cayó y se secará con un purificador. Si cae sobre la ropa, no es necesario lavarla. Si cae sobre la ropa de una mujer, la propia mujer debe recoger la partícula y consumirla.

46. También pueden producirse defectos en la celebración del rito si el sacerdote no conoce los ritos y ceremonias que deben observarse, todos los cuales se han descrito detalladamente en las rúbricas anteriores.