lunes, 4 de agosto de 2025

LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA: EL RENACINIENTO, PUNTO DE INICIO DE LA CIVILIZACIÓN MODERNA

El Renacimiento engendró la Reforma y la Reforma engendró la Revolución, cuyo objetivo es aniquilar la civilización cristiana para substituirla por la llamada civilización moderna.


Continuamos con la publicación del tercer capítulo del libro publicado en 1910 de Monseñor Henri Delassus, quien nos advierte sobre el enemigo.

CAPITULO III

EL RENACINIENTO, PUNTO DE INICIO DE LA CIVILIZACIÓN MODERNA

En su admirable introducción a la “Vida de Santa Isabel”, M. de Montalembert dice del siglo XIII, que fue -al menos por lo que se refiere al pasado- el apogeo de la civilización cristiana: “Nunca quizás la Esposa de Cristo había reinado por un imperio tan absoluto sobre el pensamiento y sobre el corazón del pueblo… Entonces, más que en ningún otro momento de este rudo combate, el amor de sus hijos, su dedicación sin término, su número y valor cada día crecientes, y los santos que cada día veía nacer entre ellos, ofrecían a esta Madre inmortal, fuerzas y consolaciones, hasta el momento en que le fueron cruelmente arrebatadas. Gracias a Inocencio III, que continuó la obra de Gregorio VII, la cristiandad era una extensa unidad política, un reino sin fronteras, habitado por múltiples razas. Los señores y los reyes habían aceptado la supremacía pontifical. Fue necesario que viniera el protestantismo para destruir esta obra”.

Antes mismo del protestantismo, un primer y rudo golpe se dio a la sociedad cristiana de 1308. Lo que la sustentaba era, como dice M. de Montalembert, la autoridad reconocida y respetada del Soberano Pontífice, el jefe de la cristiandad, el árbitro de la civilización cristiana. Esta autoridad fue contradicha, insultada y golpeada por la violencia y por la astucia del rey Felipe IV, en la persecución que hizo sufrir al Papa Bonifacio VIII; esa misma autoridad fue también reducida, por la complacencia de Clemente V hacia este mismo rey, que llegó hasta trasladar temporalmente la sede del papado a Avignon en 1305. Urbano VI no debía volver a entrar a Roma hasta 1378. Durante este largo exilio, los Papas perdieron una buena parte de su independencia y su prestigio se vio singularmente debilitado. Cuando volvieron a entrar en Roma, después de setenta años de ausencia, todo estaba listo para el gran cisma de Occidente que iba a durar hasta 1416 y que descabezó por un tiempo al mundo cristiano.

De esta manera, el poder comenzó a prevalecer sobre el derecho, como era antes de Jesucristo. Se ve renacer el carácter pagano de conquista y perderse el carácter de liberación. La “hija primogénita” (1) que había herido a su Madre en Agnani, sufre la primera de las consecuencias de su infracción: la Guerra de Cien años, Crécy, Poitiers. Azincourt. En los días de hoy (2), para no decir nada de lo que la precedió, la ocupación de Roma, la expansión de Prusia a costa de sus vecinos, la impasibilidad de Europa ante la masacre de los cristianos por los turcos, y la inmolación de un pueblo por las codicias del imperio británico, todo eso es fruto del espíritu pagano.

Pastor comienza en estos términos su “Historia de los Papas de la Edad Media”:

“La época en que se realiza la transformación de la antigüedad pagana por el cristianismo, no es menos memorable quizá que el período de transición que conecta la Edad Media con los tiempos modernos. A esa época, se le dio el nombre de Renacimiento.

Bajo la influencia de una admiración excesiva, se podría decir enfermiza, por los encantos de los escritores clásicos, se enarbola abiertamente el estandarte del paganismo; los adherentes de esta reforma pretendían modelar exactamente todo bajo el prisma de la antigüedad, las costumbres y las ideas, restablecer la preponderancia del espíritu pagano y destruir radicalmente el estado de cosas existente, cuestionados por ellos como estando en decadencia.

La influencia desastrosa ejercida dentro de la moral por el humanismo se hizo sentir temprano y de una manera espantosa en el ámbito de la religión. Los adherentes del Renacimiento pagano consideraban la filosofía antigua y la fe de la Iglesia, como dos mundos enteramente distintos y sin ningún punto de contacto”.

Ellos querían que el hombre hiciese su felicidad sobre la tierra, que todas sus fuerzas, todas sus actividades estuviesen empleadas en obtener la felicidad temporal; decían que el deber de la sociedad es organizarse de modo que permita a cada uno satisfacer todos sus deseos y todos sus sentidos.

Nada de más opuesto a la doctrina y a la moral cristiana.

“Los antiguos humanistas, ha dicho muy bien Jean Janssen (3), no tenían menos entusiasmo para la herencia grandiosa legada por los pueblos de la antigüedad que tuvieron más tarde sus sucesores. Antes de éstos, ellos habían visto en el estudio de la antigüedad, uno de los más potentes medios de cultivar con éxito la inteligencia humana. Pero dentro de su pensamiento, los clásicos griegos y latinos no debían estudiarse con el fin de alcanzar en ellos y por ellos el fin de toda educación. Se proponían ponerlos al servicio de los intereses cristianos; deseaban para el futuro, gracias a ellos, alcanzar una inteligencia más profunda del cristianismo y la perfección de la vida moral. Movidos por estos mismos motivos, los Padres de la Iglesia habían recomendado y fomentado el estudio de las lenguas antiguas. La lucha no comenzó y sólo se volvió necesaria hasta que los jóvenes humanistas rechazaron toda la antigua ciencia teológica y filosófica como bárbara, y afirmaron que todo concepto científico se encuentra únicamente contenido en las obras de los antiguos, entraron en lucha abierta con la Iglesia y el cristianismo, y muy a menudo lanzaron un desafío a la moral”.

La misma observación con respecto a los artistas. 

“La Iglesia, dice el mismo historiador, había puesto el arte al servicio de Dios, pidiendo a los artistas cooperar a la propagación del reino de Dios sobre la tierra e invitándolos a “anunciar el Evangelio a los pobres”. Los artistas respondiendo exactamente a este llamado, no elevaban la belleza sobre un altar para hacer un ídolo y adorarlo para sí mismos; ellos trabajaban “para la gloria de Dios”. Por sus obras maestras ellos deseaban despertar y aumentar en las almas el deseo y el amor de los bienes celestiales. Mientras el arte conservó los principios religiosos que le habían dado nacimiento, fue en constante progreso. Pero a medida que se desvanecía la fidelidad y la solidez de los sentimientos religiosos se vio esfumarse esa inspiración. Mientras más se admiró la divinidad extranjera, más la quiso resucitar y dar una vida artificial al paganismo, vino entonces a desaparecer su fuerza creativa, su originalidad; y, al final, cayó en una sequía y aridez completa (4)”.

Bajo la influencia de estos intelectuales, la vida moderna tomó una dirección completamente nueva, opuesta a la verdadera civilización. Ya que, como muy bien dijo Lamartine:
Toda civilización que no viene de la idea de Dios es falsa.

Toda civilización que no alcanza la idea de Dios no permanece.

Toda civilización que no se penetra de la idea de Dios es fría y vacía.

La última expresión de una civilización perfecta es la de Dios mejor visto, mejor adorado y mejor servida por los hombres (5)”
El cambio se operó en primer lugar en las almas. Muchos olvidaron la concepción según la cual el fin de todo está en Dios para adoptar aquella que quiere que todo esté centrado en el hombre. “Al concepto del hombre decaído y regenerado, dice muy bien Beriot, el Renacimiento opone el concepto del hombre no caído ni regenerado, ascendiéndolo a una admirable altura por las únicas fuerzas de su razón y de su libre albedrío”. El corazón ya no está para amar a Dios, ni el espíritu para conocerlo, ni el cuerpo para servirlo, y así merecer la vida eterna. La noción superior que la Iglesia había puesto tanto cuidado en fundar, y para la cual había tardado tanto tiempo, se borró en éste, en aquél, y en las multitudes; como en tiempos del paganismo, hicieron del placer, del disfrute, el objeto de la vida; buscaron los medios en la riqueza, y para adquirirlos, no se tuvo en cuenta los derechos de los otros. Para los Estados, la civilización ya no tuvo más como fin la santidad de todos, y las instituciones sociales abandonaron los medios ordenados para preparar a las almas para el cielo. De nuevo volvieron a encerrar la función de la sociedad en el tiempo, sin respeto a las almas que están hechas para la eternidad. ¡Entonces, como hoy en día, llamaron a eso progreso. “Todo nos anuncia, decía con entusiasmo Campanello, la renovación del mundo. Nada detiene la libertad del hombre. ¿Cómo detener la marcha y el progreso del género humano?” Las nuevas invenciones, la imprenta, el telescopio, el descubrimiento del Nuevo Mundo, etc., sumándose al estudio de las obras de la antigüedad, causaron una embriaguez de orgullo que hizo decir: la razón humana se basta a sí misma para controlar sus asuntos en la vida social y política. No necesitamos una autoridad que apoye o rectifique la razón.

Así se invirtió el concepto sobre el cual la sociedad había vivido y por el cual ella había prosperado desde Nuestro Señor Jesucristo.

La civilización renovada de paganismo, actuó en primer lugar sobre las almas aisladamente, luego sobre la opinión pública, después sobre las costumbres y las instituciones. Sus estragos se manifestaron en primer lugar en el orden estético e intelectual; el arte, la literatura y la ciencia se retiraron poco a poco del servicio del alma para ponerse al servicio de la animalidad: lo que esta revolución trajo consigo en el orden moral y en el orden religioso fue la Reforma. Del orden religioso, el espíritu del Renacimiento alcanzó el orden político y social con la Revolución. Y ahí están, atacando el orden económico con el Socialismo. Y es allí donde la civilización pagana debía llegar, es allí que ella encontrará su fin, o nosotros, el nuestro; su fin, si el cristianismo retoma el dominio sobre los pueblos asustados o más bien, abrumados por los males que el socialismo hará pesar sobre ellos; el nuestro, si el socialismo consigue llevar hasta el final la experiencia del dogma del libre disfrute en este mundo y hacernos sufrir todas las consecuencias.

Esto sin embargo, no se realizó ni avanzó sin resistencia. Una multitud de almas permanecieron y permanecen siempre unidas al ideal cristiano, y la Iglesia está siempre presente allí, para mantenerlo y trabajar por su triunfo. De ahí el conflicto que, en el seno de la sociedad, dura más de cinco siglos y que hoy llegó a un estado crítico.

El Renacimiento es, pues, el punto de partida del estado actual de la sociedad. Todo esto que sufrimos proviene de allí. Si queremos conocer nuestro mal, y tomar de este conocimiento el remedio radical para la situación presente, es preciso remontarse al Renacimiento (6).

Y sin embargo, los Papas favorecieron lo que fue el inicio de la civilización moderna! Se impone una palabra de explicación a esto.

Los Padres de la Iglesia, recomendaron el estudio de las literaturas antiguas y esto por dos razones: ellos encontraron en ellas un excelente instrumento de cultura intelectual, y sirvieron como un pedestal para la Revelación; y así es como debe ser: la razón es el apoyo de la fe.

Fiel a esa dirección, la Iglesia y en particular los monjes, pusieron todos sus cuidados en salvar del naufragio de la barbarie a los autores antiguos, en copiarlos, en estudiarlos, y en servirse de ellos para la demostración de la fe.

Era por lo tanto, enteramente natural, que cuando comenzó en Italia el renacimiento literario y artístico, los Papas y ella se mostrasen favorables.

A las ventajas arriba señaladas, se añadieron otras, de un carácter más inmediato y útil para esa época. A partir de la mitad del siglo XIII, se habían iniciado una serie de tratativas entre el papado y el mundo griego para obtener el retorno de las Iglesias de Oriente a la Iglesia Romana. Por una parte y por otra parte se enviaban embajadas. El conocimiento del griego era necesario para argumentar contra los cismáticos y ofrecerles lucha en su propio terreno.

La caída del imperio bizantino dio ocasión a esta clase de estudios un nuevo y decisivo impulso. Los sabios griegos, trayendo para Occidente los tesoros literarios de la antigüedad, excitaron un verdadero entusiasmo por las letras paganas, y este entusiasmo no se manifestó en ningún otro lugar tanto como entre las personas de la Iglesia. La imprenta sirvió para multiplicarlos y para adquirirlos a un costo muchísimo menor.

Finalmente la invención del telescopio y el descubrimiento del Nuevo Mundo abrían a los pensamientos los horizontes más amplios. Aquí vemos el celo de los Papas, en primer lugar, los de Avignon, de enviar misioneros a los países lejanos, y aportar un nuevo estímulo a la fermentación de los espíritus, bueno en un principio, más del cual abusó el orgullo humano, tal como vemos en nuestros días abusar de los progresos de las ciencias naturales.

Los Papas, pues, fueron llevados por toda clase de circunstancias providenciales, a llamar y a fijar cerca de ellos a los representantes renombrados del movimiento literario y artístico de que eran testigos. Lo tomaron como un deber y un honor. Prodigaron los pedidos, las pensiones, las dignidades a aquéllos cuyos talentos los elevaban encima de los otros. Desgraciadamente, con la mirada puesta en el objetivo que querían alcanzar, no pusieron suficiente cuidado en la calidad de las personas que así fomentaban.

Petrarca a quien se le conoce como “el primero de los humanistas”, encontró en la corte de Avignon la más alta protección y obtuvo el cargo de secretario apostólico. Desde entonces, se estableció en la corte pontificia, la tradición de reservar las altas funciones de secretarios apostólicos a los escritores más renombrados, de manera que ese colegio pronto se volvió uno de los focos más activos del Renacimiento. Aí se vieron santos religiosos como el camaldulence Ambrosio Traversari, pero desgraciadamente también los groseros epicúreos como Pogge, Filelfe, Arentino y muchos otros. A pesar de la piedad, y a pesar mismo de la austeridad personal con que los Papas de esa época edificaron la Iglesia (7), no supieron, en razón de la atmósfera que los envolvía, defenderse de una condescendencia demasiado grande para con los escritores, que, a pesar de estar a su servicio, pasaron a ser pronto, por la pendiente a la cual se abandonaron, los enemigos de la moral y de la Iglesia. Esta condescendencia se extendió a las propias obras de ellos, aunque, en conjunto, llegaron a ser la negación del cristianismo.

Todos los errores que después pervirtieron el mundo cristiano, todos los atentados perpetrados contra sus instituciones, tuvieron allí su fuente; se puede decir que todo esto a lo que asistimos fue preparado por los humanistas. Ellos son los iniciadores de la civilización moderna. Ya Petrarca había dibujado en el comercio de la antigüedad sentimientos e ideas que tenían afligida a la corte pontificia, si ésta hubiera medido las consecuencias. Él, es verdad, se inclinó siempre ante la Iglesia, de su jerarquía, de sus dogmas, de su moral; pero no fueron así los que lo sucedieron, y se puede decir que fue él quien los puso en el mal camino por donde entraron. Sus críticas contra el gobierno pontificio autorizaron a Valla a minar el poder temporal de los Papas, acusarlos de enemigos de Roma y de Italia, y presentarlos como enemigos de los pueblos. Llegó incluso hasta negar la autoridad espiritual de los Soberanos Pontífices en la Iglesia, negando a los papas el derecho de ser llamados “Vicarios de Pedro”. Otros recurrieron al pueblo o al emperador para restablecer, o bien la República romana, o la unidad italiana, o un imperio universal; todas las cosas que vemos en nuestros días, han sido, o intentadas (1848), o realizadas (1870), o presentadas como el objetivo de las aspiraciones de la francmasonería.

Alberti preparó otra clase de atentado, más característico de la civilización contemporánea. Jurista y literato, compuso un tratado de derecho. El proclama que “a Dios debe dejarse el cuidado de las cosas divinas, y que las cosas humanas son de la competencia del juez”. Era, como observa Guiraud, proclamar el divorcio entre la sociedad civil y la sociedad religiosa; era abrir los caminos a aquellos que quieren que los gobiernos sólo persigan fines temporales y permanezcan indiferentes a los espirituales, defienden los intereses materiales y dejan de lado las leyes sobrenaturales de la moral y de la religión; era afirmar que los poderes terrenales son incompetentes o deben ser indiferentes en materia religiosa, que no tienen que conocer a Dios, que no tienen que hacer cumplir Sus leyes. En una palabra, era la fórmula de la gran herejía del tiempo presente, y arruinar en su base, la civilización de los siglos cristianos. El principio declarado por este secretario apostólico contenía en germen todas las teorías que reclaman nuestros modernos “defensores de la sociedad laica”. Bastaba con dejar que ese principio se desarrollara para llegar a todo lo que 
hoy presenciamos con tristeza.

Atacando así la base de la sociedad cristiana, los humanistas derribaban al mismo tiempo en el corazón del hombre la noción cristiana de su destino. “El cielo -escribía Collaccio Salutati, en su Travaux d'Hercule (Tratado de Hércules)- pertenece por derecho a los hombres enérgicos que emprendieron grandes luchas o realizaron grandes trabajos sobre la tierra”. De este principio se extrajeron las consecuencias derivadas. El ideal antiguo y naturalista, el ideal de Zenón, de Plutarco y de Epicuro, consistía en multiplicar hasta el infinito las energías de su ser, desarrollando armoniosamente las fuerzas del espíritu y las del cuerpo. Este pasó a ser el ideal que los fieles del Renacimiento adoptaron, en su conducta, así como en sus escritos, en substitución de las aspiraciones sobrenaturales del cristianismo. Es en nuestros días, el ideal que Frederic Nietzsche promovió al extremo, predicando la fuerza, la energía, el libre desarrollo de todas las pasiones que harán llegar al hombre a un estado superior al que se encuentra, para llegar a convertirse en el superhombre (8).

Para estos intelectuales, y para aquellos que los escucharon, y para aquellos que hasta nuestros días se consideran sus discípulos, el orden sobrenatural, queda completamente dejado de lado; la moral se convirtió en la búsqueda de satisfacer a todos los instintos; el goce, bajo todas sus formas, fue el objeto de sus pretensiones. La glorificación del placer era el tema preferido de las disertaciones de los humanistas. Laurent Valla afirmaba en su tratado De Voluptate que “el placer es el verdadero bien, y que no hay otros bienes fuera del placer”. Esa convicción lo llevó a él, y a muchos a otros, a poetizar los peores vicios. De esta manera eran prostituidos los talentos que tendrían que ser empleados para vivificar la literatura y el arte cristianos.

Desde todos los puntos de vista, se venía venir el divorcio entre las tendencias del Renacimiento y las tradiciones del cristianismo. Mientras que la Iglesia seguía predicando la caducidad del hombre, al afirmar su debilidad y la necesidad de una ayuda divina para el cumplimiento del deber, el humanismo tomaba la delantera en Jean Jacques Rousseau para proclamar la bondad de la naturaleza: él deificaba al hombre. Mientras que la Iglesia asignaba a la vida humana una razón y un objetivo sobrenaturales, colocando en Dios el término de nuestro destino, el humanismo, repaganizado, limitaba a este mundo y al hombre el ideal de la vida.

Desde Italia, el movimiento alcanzó otras partes de Europa.

En Alemania, el nombre de Reuchlin fue, sin que este sabio lo supiera, el grito de guerra de todos los que trabajaban para destruir las Ordenes Religiosas, la escolástica y, finalmente, la propia Iglesia. Sin el escándalo que se hizo en torno de él, Lutero y sus discípulos jamás hubieran osado soñar lo que hicieron.

En los Países Bajos, Erasmo preparó, también, los caminos de la Reforma con su “Elogio a la locura”. Lutero no hizo más que proclamarlo más alto y descaradamente ejecutar lo que Erasmo no cesaba de insinuar.

Francia también se había apresurado a acoger en su territorio las letras humanistas. No tuvieron allí, al menos en el orden de las ideas, efectos tan negativos. No ocurrió lo mismo con las costumbres. “Desde que las costumbres de los extranjeros comenzaron a gustarnos —dice el gran canciller de Vair, que fue testigo de lo que cuenta—, las nuestras se han pervertido y corrompido de tal manera que podemos decir: hace mucho tiempo que ya no somos franceses”.

En ninguna parte los líderes de la sociedad tuvieron la clarividencia suficiente para separar lo que era sano de lo que era infinitamente peligroso en el movimiento de ideas, sentimientos y aspiraciones que recibió el nombre de Renacimiento. De modo que, en todas partes, la admiración por la antigüedad pagana pasó de la forma al fondo, de las letras y las artes a la civilización. Y la civilización comenzó a transformarse para llegar a ser lo que es hoy, y lo que esperamos ver será mañana.

Dios sin embargo, no dejó a su Iglesia sin ayuda, esto se puede afirmar con toda seguridad. Muchos santos, entre ellos San Bernardino de Siena, no dejaron de advertir y mostrar el peligro. Sin embargo no se les escuchó. Y por eso el Renacimiento engendró la Reforma y la Reforma, la Revolución cuyo objetivo es aniquilar la civilización cristiana para substituirla en todo el universo por la llamada civilización moderna.

Continúa...

Capítulo 2: Las dos concepciones de la vida


Notas:

1) Nota nuestra: Francia era llamada la hija primogénita de la Iglesia, ya que esta fue la primera nación que se convirtió oficialmente al cristianismo bajo el reinado de Clovis, rey de los francos.

2) Nota nuestra: recordamos que esta obra fue escrita a comienzos del siglo XX.

3) L’ Allemagne à la fin du moyen âge.

4) M Emile Mâle que publicó los estudios tan sabios y tan interesantes sobre L’ ART RELIGIEUX AU XIII SIECLE y sobre L’ART RELIGEUX A LA FIN DU MOGEN AGE, termina la segunda de estas obras con estas palabras: Hay que reconocer que el principio del arte en la Edad Media estaba en completa oposición con el principio del arte del Renacimiento. La Edad Media que terminaba había dejado impresos todos los aspectos humildes del alma: sufrimiento, tristeza, resignación, aceptación de la voluntad divina. Los santos, la Virgen, el propio Cristo, a menudo mediocres, parecidos a la gente común del siglo XV, no poseen otro brillo que el que proviene del alma. Este arte es de una profunda humildad: el verdadero espíritu del cristianismo está en él. Muy diferente es el arte del Renacimiento: su principio oculto es el orgullo. A partir de entonces, el hombre se basta a sí mismo y aspira a ser un Dios. La máxima expresión del arte es el cuerpo humano desnudo: la idea de una caída, de una decadencia del ser humano, que cautivó durante tanto tiempo a los artistas del desnudo, ni siquiera se les pasó por la cabeza. Hacer del hombre un héroe resplandeciente de fuerza y belleza, que escapa a las fatalidades de la raza para elevarse hasta el arquetipo, ignorando el dolor, la compasión, la resignación, he ahí exactamente (con todo tipo de matices) el ideal de la Italia del siglo XVI.

5) Citado por Mons. Perraud, obispo de Autun, en la fiesta del centenario del poeta.

6) Jen Guiraud, profesor de la Facultad de letras de Besançon, que acaba de publicar un excelente libro bajo el título “La Iglesia y los orígenes del Renacimiento”, nos servirá de guía para recordar sumariamente lo que pasó en esa época. Este volumen hace parte de la “Biblioteca de la enseñanza de la Historia eclesiástica” publicada en Lecoffre.

7) Martín V tuvo un gusto constante por la justicia y la caridad. Su devoción era grande; dio pruebas brillantes en sucesivas ocasiones, sobre todo cuando trajo de Ostia las reliquias de Santa Mónica. Soportó con una resignación profundamente cristiana los lutos que vinieron a afectarlo golpe sobre golpe en sus más costosos afectos. En su juventud, había distribuido la mayor parte de sus bienes entre los pobres. Eugenio IV conservó en el trono pontificio sus prácticas austeras de religioso. Su simplicidad y su frugalidad le habían hecho llamar por su ambiente con el apodo de Abstenius. Es con razón que Vespasiano celebró la santidad de su vida y de sus costumbres. Nicolás V quiso tener en su intimidad el espectáculo continuo de las virtudes monásticas. Para ello, llamó ante él a Nicolás de Cortona y a Lorenzo de Mantua, dos camaldulences con los cuales gustaba hablar de las cosas del cielo en medio de las torturas de su última enfermedad.

8)  La glorificación de lo que los americanistas llaman, “las virtudes activas”, parecen venir de aquí, por medio del protestantismo.

BEATO SOLANUS CASEY: HACEDOR DE MILAGROS Y EPÍTOME DE LA VIRTUD DE LA SENCILLEZ

Si queremos ser tan santos como el beato Solanus Casey, también nosotros debemos suplicar al Señor la virtud de la sencillez.

Por Dawn Beutner


En el momento de su muerte, miles de personas afirmaron haber sido curadas o haber recibido otras gracias después de hablar con el padre Solanus Casey. Incluso aquellos que no recibieron una cura milagrosa solían comentar que, tras hablar con el sacerdote franciscano capuchino, se marchaban con una gran paz interior respecto a sus dificultades.

Mucho antes de ser conocido como el padre Solanus, Bernard Casey (1870-1957) era llamado Barney, el sexto de dieciséis hermanos.

Sus padres eran inmigrantes católicos irlandeses y granjeros en la zona rural de Wisconsin. Eran tan pobres que solo tenían un caballo y una carreta. Eso significaba que la mitad de la numerosa familia Casey no podía asistir a Misa los domingos, y sus padres se turnaban cada semana para quedarse en casa con la mitad de sus hijos. Justo cuando comenzaba la Misa a seis millas de distancia, a la que asistía la mitad de los Casey, los padres que se quedaban en casa leían las lecturas de la Misa y dirigían un servicio de oración familiar para la otra mitad.

Después de haber sido privado del privilegio de poder asistir a Misa todos los domingos cuando era niño, a Barney le costaba entender cómo un católico con fácil acceso al transporte podía dejar de asistir.

Barney perdió a dos hermanas a causa de la difteria cuando era niño. Él también contrajo esa enfermedad, que le debilitó la voz de forma permanente. Sin embargo, guardaba buenos recuerdos de su infancia y más tarde solía comentar que en su familia había suficientes chicos como para formar un equipo de béisbol completo. Siempre le gustó el béisbol.

Puede ser difícil para un granjero alimentar a una familia numerosa, y sus padres se enfrentaron a muchas dificultades económicas. Cuando era adolescente, Barney aceptaba cualquier trabajo que encontraba para ayudar a mantener a su familia.

Dado que el hermano mayor de Barney, Maurice, se había ido de casa para ingresar en el seminario, el joven Barney asumió que la vocación de Maurice era la única vocación sacerdotal en la familia Casey (1). A los dieciocho años le pidió matrimonio a una joven, pero la madre de la chica pensó que era demasiado joven para casarse. Así que trabajó como leñador, conductor de tranvía e incluso como guardia de prisión. Barney era un hombre afable, e incluso se hizo amigo de algunos famosos forajidos cuando estaban encarcelados.

Pero un día, mientras trabajaba como conductor de tranvía, su tranvía se detuvo frente a un marinero borracho que amenazaba a una mujer y tenía un cuchillo en la mano. La policía llegó rápidamente, calmó la situación y desarmó al hombre enfurecido. Pero ver este acto de violencia convenció al joven Barney de que tenía que hacer algo más con su vida.

Al reconocer que Dios le llamaba a ser sacerdote, Barney asistió primero a un seminario menor. Esto le resultó difícil por varias razones. En primer lugar, era varios años mayor que sus compañeros. En segundo lugar, solo había recibido una educación limitada y no sabía alemán ni latín, los idiomas que se hablaban en su seminario. La tercera razón es más complicada.

Durante la década de 1890, muchos irlandeses estadounidenses asistieron a la universidad y se graduaron. Sin embargo, ningún irlandés estadounidense se graduó del seminario menor al que asistió Solanus (2). Es posible que las calificaciones de Barney bajasen durante su último año en el seminario porque los cursos eran demasiado difíciles para él. También es posible que el resentimiento entre los católicos alemanes e irlandeses de la época llevase a sus profesores de habla alemana a bajarle intencionadamente las calificaciones para disuadirle de seguir la carrera sacerdotal. Incluso le dieron un ultimátum, diciéndole que solo le permitirían ser ordenado como sacerdote simple (3). Le exigieron que firmara una declaración en la que afirmaba que entendía que, como sacerdote simple, nunca se le permitiría recibir Ordenes Superiores, no podría escuchar confesiones y no podría predicar sermones doctrinales.

Pero Barney no se desanimó. Si Dios le permitía ser ordenado sacerdote, eso era más que suficiente para estar agradecido.

Sin embargo, aún necesitaba completar su formación en el seminario, lo que se dio cuenta de que no era posible en ese momento para un irlandés en la archidiócesis de Wisconsin. Mientras reflexionaba sobre qué hacer a continuación, Barney oyó una voz que le instaba a “ir a Detroit”. Obedeció esa voz y descubrió allí una comunidad franciscana capuchina. Fue recibido en esa orden en 1897, tomó los votos en 1898 y fue ordenado sacerdote simple en 1904.

Pero, ¿qué tarea se le puede asignar a un sacerdote simple? Al principio, Solanus sirvió como sacristán. Le encantaba cuidar los vasos sagrados y las vestiduras, mantener la sacristía organizada y asegurarse de que el altar estuviera debidamente preparado para la Misa. Le resultaba más difícil dirigir a los monaguillos, que no siempre mostraban lo que él consideraba la reverencia y la atención adecuadas. Fue asignado a conventos en Nueva York y Detroit.

Luego, sus superiores cambiaron su asignación a la de portero. Aunque responder la puerta principal del monasterio de su comunidad era una de las tareas más humildes, él sabía que podía ser un camino hacia la santidad (4).

Al principio, la gente acudía a su convento en busca de ayuda de cualquiera de los frailes. Pero a medida que se difundía la reputación del padre Solanus, cada vez más personas acudían a hablar específicamente con él.

Cuando su superior le pidió que llevara un registro de sus visitantes, Solanus comenzó obedientemente a hacer breves anotaciones en un cuaderno. Con el paso de los años, sus cuadernos se llenaron con miles de entradas. A continuación se incluyen dos de las notas de Solanus (que escribió en tercera persona) (5):

8 de agosto de 1935: Floyd McSweyn, ahora de 24 años, de Merrill, Michigan. En mayo de 1933, cayó desde una altura de 5,5 metros sobre un suelo de cemento y sufrió una fractura de cráneo que, según todos los indicios, era mortal. Su madre nos cuenta hoy que el padre le aseguró que “el niño se recuperaría en menos de cinco horas”. [Estaba] ciego, mudo y totalmente paralizado cuando su madre llamó por teléfono... Se recuperó completa y permanentemente, salvo la audición en un oído.

7 de enero de 1945: Robert Hamilton, de 44 años, se inscribió el miércoles pasado [en la Asociación de la Misa Serafínica, que Solanus fomentaba] esperando una operación de tumor cerebral el viernes. Los médicos que le habían hecho radiografías de la cabeza se quedaron asombrados al no encontrar ningún tumor.

¿Por qué Floyd se recuperó inexplicablemente después de que su madre hablara por teléfono con el padre Solanus? ¿Cómo desapareció el tumor cerebral de Robert? Quienes se reunieron con el humilde sacerdote estaban seguros de que los milagros se producían gracias a la intercesión del sacerdote.

¿Qué hacía exactamente Solanus con cada uno de sus visitantes? Simplemente los escuchaba, les hablaba de confiar en Dios, los animaba en su fe —especialmente si decían que no tenían fe— y luego rezaba por ellos. Era tan paciente con cada visitante, prestándoles toda su atención durante todo el tiempo que deseaban, que un hermano capuchino que también estaba asignado como portero a menudo intentaba impacientemente (y sin éxito) que Solanus se diera prisa.

Aunque Solanus no podía escuchar confesiones, mantenía a sus hermanos sacerdotes constantemente ocupados con los penitentes que les enviaba. Aunque no se le consideraba lo suficientemente sabio en teología como para predicar homilías complicadas, los laicos se sentían inspirados por sus predicaciones sinceras y sin pretensiones en la Misa.

Hacia el final de su vida, sus superiores se dieron cuenta de que el anciano Solanus moriría trabajando si seguían permitiéndole recibir gente durante horas todos los días y permitiendo que cualquier visitante lo interrumpiera en cualquier momento. Por eso enviaron a Solanus a un convento en Indiana, donde pudo (en su mayor parte) descansar y vivir retirado, y donde sus hermanos frailes (en su mayoría) escuchaban pacientemente sus historias.

Curiosamente, rara vez rezaba por la curación de sus hermanos capuchinos cuando estaban enfermos. Creía que cuando un religioso entregaba su vida a Cristo, todos sus dolores y sufrimientos debían aceptarse por amor a Él. Después de todo, el propio Solanus padecía diversos problemas médicos, algunos de ellos graves. Sin embargo, parecía completamente despreocupado y en paz con sus dolencias, incluso cuando parecía que uno de sus pies iba a tener que ser amputado. (De alguna manera, su pie mejoró). Rezó por dos de sus hermanos franciscanos, de los que de alguna manera parecía saber que estaban en peligro de muerte. Ambos se recuperaron.

Mientras los visitantes se centraban en las curaciones milagrosas que se producían gracias a las oraciones del padre Solanus, su familia, amigos y compañeros frailes se fijaban en otra cosa. Se dieron cuenta de que, a pesar de la gran reputación de Solanus como hacedor de milagros, este hombre modesto y discreto nunca se atribuía el mérito de ninguna de las curaciones ni afirmaba tener ningún don especial para curar. Incluso si una curación ocurría ante sus ojos, él simplemente alababa a Dios por su bondad. Aunque miles de personas lo buscaron durante décadas, nunca se permitió ser el centro de atención. En cambio, siempre dirigía a sus oyentes hacia el Señor.

Rara vez pensamos en la palabra “sencillo” como un cumplido. Pero la condición de sacerdote simplex de Solanus apunta indirectamente a una de sus virtudes personales más fuertes: su sencillez. Como definió el padre John A. Hardon, S.J., en su Modern Catholic Dictionary (6):

SENCILLEZ. Como rasgo de carácter, la cualidad de no ser afectado; por lo tanto, modesto y sin pretensiones. Una persona sencilla es honesta, sincera y directa. La sencillez es la determinación. Como virtud sobrenatural, solo busca hacer la voluntad de Dios sin tener en cuenta el sacrificio personal o el beneficio propio.

Basándonos en esa definición, no hay mejor manera de describir a Solanus que decir que era un hombre sencillo y un sacerdote sencillo. Si queremos ser tan santos como el beato Solanus Casey, también nosotros debemos suplicar al Señor la virtud de la sencillez.


Notas finales:

1) Al final, los hermanos de Solanus, Maurice y Edward, fueron ordenados sacerdotes, aunque Maurice tuvo que enfrentarse a varios retos personales antes y después de la ordenación.

2) Michael Crosby, OFM Cap, ed., Solanus Casey: The Official Account of a Virtuous American Life (Nueva York: The Crossroad Publishing Company, 2000), 38.

3) El derecho canónico solía permitir la existencia de sacerdotes simplex, un término que proviene de la expresión simplex sacerdos s. secundi ordinis, o “sacerdote simple de segundo orden”.

4) Los beatos Francisco Gárate Aranguren, Juan Massias de Lima, Tommaso da Olera y los santos Alfonso Rodríguez, André Bessette y Conrado de Parzham Birndorfer eran todos hermanos religiosos que servían a sus comunidades como porteros, pero que se ganaron una gran reputación por sus consejos espirituales. Algunos también se hicieron famosos como sanadores.

5) Patricia Treece, Nothing Short of a Miracle (Manchester, New Hampshire: Sophia Institute Press, 2013), 36-37.

6) John A. Hardon, S.J., Modern Catholic Dictionary (Bardstown, Kentucky: Eternal Life, 1980), 506.

SOBRE LA URGENTE NECESIDAD DE UN CATOLICISMO MILITANTE

No hay atajos para alcanzar la santidad. No hay cristianismo sin la cruz. La santidad es mil decisiones diarias, cada una de ellas un corte, hasta que te desangras por Cristo.

Por Radical Fidelity


Cristo no es una mascota pacificada para la espiritualidad moderna. No es el “Jesús amigo” de mirada dulce y corona de flores que promueve la máscara neoprotestante del catolicismo que hoy envenena tantas parroquias. Este impostor sentimental, este Cristo falso, es un insulto al Rey de Reyes.

Nuestro Señor es el Guerrero Divino. El Vencedor del pecado, la muerte y el infierno. El Dios-Hombre que no solo consuela, sino que manda. San Juan nos ofrece una visión de Él en el Apocalipsis (Ap 19, 11-16) que debería grabarse a fuego en el alma de todo hombre (mujer y niño) bautizado:

Y vi el cielo abierto, y he aquí un caballo blanco; y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Y sus ojos eran como llama de fuego, y en su cabeza había muchas diademas, y tenía un nombre escrito que nadie conoce sino él mismo. Y estaba vestido con una ropa salpicada de sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS. Y los ejércitos que están en el cielo le seguían en caballos blancos, vestidos de lino fino, blanco y limpio. Y de su boca sale una espada aguda de dos filos, para herir con ella a las naciones. Y él las regirá con vara de hierro, y pisará el lagar del furor de la ira del Dios Todopoderoso.

Y tiene escrito en su vestidura y en su muslo: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES...

Si esa visión no te aterroriza hasta llevarte a la reverencia, es que estás espiritualmente muerto o deliberadamente ciego.

La grotesca parodia de Cristo que abraza la Iglesia moderna —la caricatura terapéutica, afeminada y burguesa— es una de las principales razones por las que el catolicismo ha sido castrado en nuestra época. Lo que se disfraza de religión en muchos rincones de la Iglesia no es el Arca de la Salvación, sino un juguete flotante para la bañera: seguro, de plástico y totalmente inútil en una tormenta.

Y estamos en una tormenta.

Esta crisis de debilidad no es teórica para mí. Es personal. A lo largo de los años, mi disgusto por la Iglesia del Consuelo, vaciada de contenido, se ha convertido en algo parecido a una cruzada personal. Me han ridiculizado, me han dicho que tengo un “ministerio del sufrimiento porque me niego a callarme sobre el colapso de la masculinidad católica y el hecho de que el católico moderno tiene aversión al sufrimiento. Que así sea.

Recientemente, un joven converso, aún novato en la fe pero ya cansado de las contradicciones entre el verdadero catolicismo y lo que ve en los bancos de la iglesia, comentó con amargo humor: “El catolicismo es difícil”.

Sí. Lo es. Y se supone que debe serlo. El camino es estrecho y pocos lo recorren, en efecto.

No porque creamos en la salvación por el esfuerzo humano —Dios no lo quiera—, sino porque Cristo nos ha llamado a la guerra. Guerra contra nosotros mismos, contra el mundo y contra las legiones del infierno. El camino hacia la gloria tiene forma de Calvario: sufrimiento, sacrificio y martirio.

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame... (Lucas 9:23)

Pero, ¿cuántos católicos siguen intentándolo? ¿Cuántos sacerdotes lo predican? ¿Cuántos obispos lo creen? El Evangelio ha sido sustituido en muchos púlpitos por una religión de comodidad, amabilidad y compromiso.

Una de las cosas más brutalmente honestas que he oído sobre los cristianos proviene de un maestro zen estadounidense cuyo nombre he olvidado, pero cuyas palabras no. Parafraseando, dijo: “Vosotros, los cristianos, afirmáis adorar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, pero lo que realmente adoráis es la seguridad, el placer y la comodidad”.

Eso es. La trinidad impía del catolicismo occidental moderno. Una tríada de cobardía que ha castrado a la Iglesia.

Fulton Sheen

Mientras leía recientemente “La vida de Cristo”, del arzobispo Fulton Sheen, una frase de la página 21 me golpeó como una bofetada en la cara. Hablando de Nuestro Señor, Sheen escribe:

“Tenía las cualidades militares necesarias para la victoria final sobre el mal: la alegre aceptación del sufrimiento, el valor inquebrantable, la determinación de la voluntad y la devoción inquebrantable al mandato del Padre”.

Ahí está. Un código cuádruple. Un manual de batalla. Un resumen de lo que hemos perdido y de lo que debemos recuperar. El catolicismo militante no es opcional. Es el único catolicismo que sobrevive al fuego.

No estamos llamados a ser amables. Estamos llamados a ser santos. Y la santidad es guerra.

Este artículo está dirigido a todos los católicos, pero especialmente a los hombres y, con mayor urgencia, a los jóvenes. Si alguna vez te has preguntado qué pasó con el fuego de la fe, o por qué sientes que estás sonámbulo en una celda acolchada mientras el mundo arde, te invito a seguir leyendo.

Puede que no te guste lo que encuentres... pero en el fondo sabrás que es verdad.

Un llamamiento a la “militancia” en las Sagradas Escrituras

Una rápida búsqueda arrojó al menos 26 versículos explícitos que abarcan el Antiguo y el Nuevo Testamento sobre el tema de la guerra espiritual, la disciplina, la resistencia y la lucha buena de la fe. Y eso sin mencionar las implicaciones de las repetidas advertencias de “resistir” o “perseverar” hasta el final. Es evidente que esto no puede referirse a “resistir” algún tipo de catolicismo complaciente.

Aquí están algunos de los versículos. (Por cierto, a menos que se indique lo contrario, suelo utilizar la traducción de Douay-Rheims):

· 2 Timoteo 2:3-4: Esfuérzate como buen soldado de Cristo Jesús. Ningún soldado en servicio activo se enreda en negocios seculares, para poder agradar a aquel a quien se ha comprometido. (La ESV dice “participa en los sufrimientos como un buen soldado”. Así que, se mire como se mire, hay dos palabritas ahí a las que los católicos modernos son alérgicos: trabaja y sufre.

· Efesios 6:10-18 nos llama a “revestirnos de la armadura de Dios, para que podamos resistir las artimañas del diablo”.

· 1 Timoteo 6:12: Pelea la buena batalla de la fe: aférrate a la vida eterna, a la que has sido llamado...

· 2 Corintios 10:3-5: Porque aunque andamos en la carne, no militamos según la carne. Porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo...

· Hebreos 12:1-4: Por lo tanto, también nosotros, teniendo como ejemplo a tantos testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, fijando la mirada en Jesús, el autor y consumador de la fe, quien, por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Considerad, pues, a aquel que soportó tal oposición de los pecadores contra sí mismo, para que no os canséis ni desmayéis en vuestros ánimos. Porque aún no habéis resistido hasta la sangre, luchando contra el pecado... (¿Me repites lo de alcanzar la eternidad con Cristo, el camino “fácil”?)

· 1 Pedro 5:8-9: Sed sobrios y velad, porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo que los mismos sufrimientos se han impuesto a vuestros hermanos en el mundo...

· 1 Pedro 2:11: …abstenerse de los deseos carnales que luchan contra el alma…

Creo que está claro. Estás en guerra. Y no puedes elegir la paz con el enemigo.

Ahora veamos cómo podría ser este catolicismo militante, según la cita del obispo Fulton Sheen.

Aceptación alegre del sufrimiento y rechazo del culto a la comodidad

No hay atajos para la santidad. No hay cristianismo sin la cruz. La santidad son mil decisiones diarias, cada una de ellas un corte, hasta que sangras por Cristo. Y, sin embargo, vivimos en una época en la que la propia noción de sufrimiento se considera patológica, algo que hay que tratar, adormecer o medicar hasta que desaparezca. El mundo moderno, incluidos no pocos dentro de la Iglesia, ha declarado la guerra al dolor y, al hacerlo, ha declarado la guerra a Cristo. Rechazar y evitar el camino del sufrimiento es rechazar el Evangelio.


Cristo no huyó del sufrimiento, sino que corrió hacia él. Toda su misión consistió en abrazar la madera de la cruz y ser elevado sobre ella. “Tengo un bautismo con el que debo ser bautizado”, dijo, “¡y cómo estoy angustiado hasta que se cumpla!” (Lucas 12:50). El arzobispo Fulton Sheen, reconociendo el alma guerrera de Nuestro Señor, declaró que la victoria sobre el mal solo vendría a través de “la alegre aceptación del sufrimiento”. No la resignación, no la mera resistencia, sino la alegría. Alegría en el dolor. Esto es incomprensible para una cultura criada en la comodidad, el consumismo y el confort. Es especialmente incomprensible para el católico moderno medio, cuya alma ha sido desarmada por la blandura y seducida por el falso evangelio del confort.

La enfermedad del afeminamiento, contra la que los Santos y Doctores de la Iglesia han advertido durante mucho tiempo, se ha convertido en una epidemia. Santo Tomás de Aquino define el afeminamiento como el vicio por el cual un hombre “huye de lo difícil por su apego al placer” (ST, II-II, Q.138, a.1). En términos más sencillos, el hombre afeminado no puede soportar las incomodidades: se resiste al ayuno, evita la disciplina, rehúye la confrontación y huye de las dificultades espirituales. No se trata solo de una debilidad moral, sino de un defecto espiritual que paraliza la capacidad de la Iglesia para formar santos. Engendra hombres que no están dispuestos a ser mártires, maridos que no se sacrifican, padres que no lideran y sacerdotes que no predican la verdad. Este es el tipo de hombre que se pasa el día mirando su teléfono, observando las vidas de los ricos, adicto a la envidia, adormecido por la acedia de la liturgia satánica de la vanidad de las redes sociales.

Vivimos bajo la triple tiranía de la mente moderna: el placer, la seguridad y la adoración de uno mismo. Estos ídolos gobiernan la cultura y ahora infectan cada vez más a la Iglesia. Cristo llama a los hombres a tomar su cruz y seguirlo; el mundo los llama a tomar el mando a distancia, dar otro bocado y seguir sus impulsos. Se nos dice que hay que evitar el sufrimiento a toda costa, y en lugar de la mortificación se nos da la atención plena; en lugar del ayuno, el cuidado personal; en lugar de la penitencia, la psicología popular. Los hombres católicos han cambiado el cilicio por la camiseta del gimnasio y fingen ser guerreros porque levantan pesas en lugar de cargas espirituales. Están más formados por la dopamina que por la disciplina. Han aprendido a temer más a la incomodidad que al infierno.

Pero la Iglesia, en su tradición, siempre ha enseñado lo contrario. Desde sus inicios, proclamó el Evangelio con los pies ensangrentados. “Si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente”, dice el Señor (Lucas 13:3). Los santos se han hecho eco de ello. “Sufrir y ser despreciado”, dice La imitación de Cristo, “es el destino del cristiano” (Libro II, cap. 12). La penitencia no es una superstición medieval, es el camino del mismo Cristo. El ayuno, la mortificación, la disciplina corporal: no son extras opcionales para fanáticos religiosos. Son la vida cristiana normal. Ningún hombre entrará en el cielo cómodamente. Las puertas del Paraíso están custodiadas por una cruz.


Las redes sociales han empeorado la situación. Las plataformas diseñadas para la vanidad, la gratificación instantánea y el placer constante enseñan a los hombres a modelar sus vidas según los atletas profesionales, los actores, los influencers y los narcisistas. Los hombres católicos comienzan a creer que estas vidas artificiales son la norma, y se avergüenzan de sus luchas, sus cruces, sus sacrificios invisibles. Pero Cristo dice lo contrario: “Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, y cuando os separen, y os vituperen, y os rechacen como malvados por causa del Hijo del Hombre” (Lucas 6:22). Si tu vida se parece a la de ellos, no es porque seas santo, sino porque eres mundano.

El verdadero católico debe convertirse en un hombre de penitencia. Debe ayunar. No de vez en cuando. Regularmente. Debe mortificar su cuerpo, resistir a su carne, entrenar su alma. Como dice el Apóstol: “Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus vicios y concupiscencias” (Gálatas 5:24). El mismo san Pablo declara: “Castigo mi cuerpo y lo someto” (1 Corintios 9:27). Esto no es porque el cuerpo sea malo, sino porque las pasiones son desordenadas y, sin mortificación, el hombre se convierte en esclavo.

En una época de cristianismo blando, necesitamos la madera dura de la Cruz. No hay santidad sin sufrimiento. No hay hombría sin abnegación. No hay gloria sin que el grano de trigo caiga en tierra y muera. El mundo se burlará. Lo llamará “fanatismo”. Pero el mundo llamó “loco” a nuestro Señor y lo clavó en una cruz. La cuestión no es si sufrirás, la cuestión es si sufrirás bien. ¿Sufrirás en unión con Cristo o huirás a las falsas comodidades de este mundo moribundo?

Aceptar con alegría el sufrimiento es la forma viril de actuar. Es la forma católica de actuar. Es la forma de actuar de Cristo. Todo lo demás es afeminamiento disfrazado de “madurez espiritual”. Que la Iglesia se llene de nuevo de hombres que ayunan, hombres que se arrodillan, hombres que mortifican su carne y hombres que acogen la cruz no como un castigo, sino como un privilegio. La cruz no es una tragedia. Es el trono del Rey, y Él nos llama a unirnos a Él en él.

Valentía inquebrantable porque no hay lugar para los cobardes en el Reino de Dios

Cristo no era un cobarde. Entró en Getsemaní sabiendo que había llegado la hora de la oscuridad. Se mantuvo en silencio ante Pilato, majestuoso en su determinación. Caminó hacia el Calvario bajo el peso aplastante de la Cruz, no porque se viera obligado, sino porque así lo quiso. Y espera que sus seguidores, especialmente sus hombres, hagan lo mismo.


La Iglesia moderna se ha vuelto alérgica al valor. Demasiados clérigos hablan con eufemismos y tópicos, temerosos de ofender a cualquiera excepto a Dios. Demasiados laicos permanecen en silencio en el lugar de trabajo, en sus familias, en la plaza pública, temerosos de perder comodidad, amigos o reputación. El miedo al respeto humano se ha convertido en la virtud dominante en un mundo que crucifica la verdad. Pero Nuestro Señor no dejó lugar para la cobardía en su Evangelio. “Pero al que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos” (Mateo 10:33). El cobarde, el transigente, el católico tibio... estos no son pecados menores. Son suicidios espirituales.

El Libro del Apocalipsis es aún más explícito: “Pero los temerosos y los incrédulos... tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre” (Apocalipsis 21:8). Los temerosos, los primeros en la lista de los condenados. ¿Por qué? Porque la cobardía no es solo debilidad, es traición. Es negarse a estar con Cristo cuando eso tiene un costo. ¿Y qué es un hombre que no lucha por su Rey?

El valor inquebrantable no es mera bravuconería o testosterona. Es la fortaleza interior para permanecer fiel a la verdad, incluso cuando todo el mundo se burla de ti por ello. Es la fuerza para hablar cuando es más fácil callar. Es la columna vertebral para mantenerse de pie cuando otros se arrodillan ante los ídolos. Es la gracia de morir antes que pecar. Este fue el valor de los mártires, hombres que se enfrentaron a bestias salvajes, llamas, prisiones y espadas con salmos en los labios y Cristo en el corazón.

San Ignacio de Antioquía, de camino a ser devorado por los leones en el Coliseo, escribió: “Que sea alimento para las fieras, a través de las cuales puedo llegar a Dios... Venid, fuego y cruz, luchad con las fieras, cortad y desgarrad, aplastad huesos y destrozad miembros, venid todos los tormentos del diablo, ¡si con ello puedo ganar a Cristo!”. Esto es valor. Esto es hombría. Y esto es lo que los hombres católicos de hoy han olvidado.

En cambio, tenemos parálisis moral. Hombres católicos aterrorizados de ser llamados “críticos”, “intolerantes” o “divisivos”. Padres demasiado tímidos para corregir a sus propios hijos. Maridos demasiado pasivos para dirigir sus hogares. Profesionales demasiado cautelosos para decir la verdad católica en público. Clérigos demasiado cobardes para nombrar el pecado desde el púlpito. Hemos convertido la fortaleza en fanatismo y la prudencia en parálisis. Citando “no juzgues” como escudo para el silencio. Pero el silencio ante el mal no es prudencia. Es cobardía.

“Ellos tienen los edificios, nosotros tenemos la fe”
San Atanasio

Los santos no tenían tales dudas. San Juan Crisóstomo declaró: “Es mejor que el sol no brille, que la Iglesia esté sin predicadores intrépidos”. San Atanasio se enfrentó a todo el mundo arriano y declaró: “Ellos tienen los edificios, nosotros tenemos la fe”. Santo Tomás Moro fue al patíbulo por negarse a traicionar la verdad sobre el matrimonio. Su valentía no nacía del machismo, sino de la convicción, de un alma tan anclada en Cristo que ninguna tormenta podía sacudirla.

El valor, como el sufrimiento, comienza en la voluntad. El hombre valiente no es intrépido, es fiel. Los mártires no estaban exentos de miedo, simplemente se negaron a dejar que el miedo los dominara. El mismo Cristo, en su sagrada humanidad, sudó sangre en el huerto. Le pidió al Padre que le librara del cáliz, pero luego se levantó y lo bebió. Eso es valor: no la ausencia de temblor, sino el dominio de la verdad sobre el miedo.

No es casualidad que la fortaleza sea una de las cuatro virtudes cardinales y un don del Espíritu Santo. Es esencial para la salvación. Sin ella, no perseveramos. Sin ella, no evangelizamos. Sin ella, no resistimos la tentación, no defendemos la fe ni protegemos a los inocentes. El valor es el nervio de los santos. Es la sangre de los mártires. Es el aliento de la verdadera masculinidad.

El mundo odia a los católicos valientes. Se burla de ellos, los prohíbe, los cancela y, a veces, los mata. Bien. La Iglesia nunca tuvo la intención de ser popular. “Ay de vosotros cuando los hombres os bendigan”, advierte Nuestro Señor, “porque así hacían sus padres con los falsos profetas” (Lucas 6:26). Si eres universalmente amado por el mundo, estás haciendo algo muy malo. El mundo siempre ha odiado a Cristo. Si no te odia, tal vez no te parezcas a Él.

Por lo tanto, los hombres católicos deben levantarse y fortalecer sus almas. Es hora de ser odiados. Es hora de ser burlados. Es hora de hablar con claridad, actuar con valentía, sufrir de buena gana y mantenerse firmes públicamente. No puede haber más pacifismo espiritual. La cruz no fue un compromiso, fue una batalla. Cristo no vino a traer la paz en el sentido sentimental. “No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada” (Mateo 10:34). Esa espada es la verdad, y corta antes de sanar.

Ahora es el momento de mostrar un valor inquebrantable. El momento de confesar la fe en su totalidad. El momento de decir “no” cuando el mundo exige un “sí”. El momento de predicar el Evangelio con sangre si es necesario. Si los hombres católicos no se convierten ahora en leones, serán conducidos como corderos a la apostasía. No hay terreno neutral. O luchamos o caemos.

Así que recemos por el valor, no el valor de Hollywood o de la política, sino el valor de los Santos. El valor de vivir por Cristo, sufrir por Cristo y, si es necesario, morir por Cristo. Y entonces, viviremos para siempre.

La determinación de la voluntad, la columna vertebral de acero de los santos

Cristo no dudó. Puso su rostro como piedra hacia Jerusalén, sabiendo muy bien que sería la ciudad de su Pasión, su traición y su crucifixión. “Puso su rostro firme para ir a Jerusalén” (Lucas 9:51). Ni el respeto humano, ni los cambios de humor de la multitud, ni las súplicas de Pedro pudieron disuadirlo. Incluso en la agonía del huerto, cuando todos sus instintos naturales se rebelaban ante el horror que se avecinaba, se mantuvo firme: “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). Esto es determinación de voluntad. Esto es determinación divina. Y esto es lo que falta por completo en el hombre católico de hoy.


Somos una generación criada en la opacidad, la comodidad y la indecisión crónica. Creemos que la debilidad es virtud y la vaguedad es prudencia. Los hombres ya no saben cómo dominar sus almas. Sus voluntades son débiles, sus hábitos blandos, sus disciplinas escasas. Siguen a Cristo hasta que les cuesta algo, y entonces se retiran, esperando un camino más fácil. Pero el camino de la Cruz no tiene desvíos.

Para seguir a Cristo, debemos convertirnos en hombres de voluntad resuelta e inquebrantable. No basta con el entusiasmo. No basta con las buenas intenciones. Se necesita voluntad. Ese músculo interior de hierro que dice “¡Fiat!” y nunca mira atrás. Fue la voluntad la que hizo que los mártires subieran al cadalso cantando. Fue la voluntad la que hizo que los misioneros cruzaran océanos y murieran en tierras extranjeras. Fue la voluntad la que hizo que los santos se levantaran cada día para mortificar la carne, luchar contra la tentación, soportar la calumnia y seguir adelante hacia el cielo cuando no quedaba ningún consuelo.

La Imitación de Cristo lo expresa sin rodeos: “Lo que seas capaz de hacer depende del fervor de tu voluntad” (Libro 1, capítulo 25). En otras palabras, la santidad no nace del talento, el intelecto o la personalidad, sino de la voluntad. ¿Quieres ser santo? Entonces deséalo y actúa en consecuencia. El hombre que espera circunstancias perfectas, buenos sentimientos o motivación externa nunca superará la mediocridad. La gracia no es magia. Presupone esfuerzo. Fortalece al hombre que ya está marchando.

Pero hoy en día vemos hombres gobernados por impulsos, esclavos de los hábitos y adictos a sus pasiones. No pueden ayunar porque “no les apetece”. No pueden rezar porque están “demasiado cansados”. No pueden levantarse temprano, soportar las dificultades, perseverar en el sufrimiento o asumir penitencias. Abandonan cuando las cosas se ponen difíciles. Se retiran ante el primer obstáculo. Estos hombres nunca llegarán al Calvario porque no tienen la voluntad de subirlo.

San Alfonso María de Ligorio, maestro de la vida espiritual, escribió: “Toda nuestra santidad depende del ejercicio de la voluntad. El alma que no se decide, que no quiere firmemente pertenecer por completo a Dios, nunca le pertenecerá”. Es así de sencillo. La voluntad debe entrenarse, mortificarse, fortalecerse mediante el hábito, la oración y el sacrificio. Debe volverse como el acero. Un hombre que no puede dominarse a sí mismo no puede servir a Cristo. Y un hombre que no puede obedecer a Dios en las cosas pequeñas nunca soportará las grandes pruebas cuando lleguen.

Los santos eran hombres de enorme determinación. Pensemos en San Francisco Javier, que cruzó continentes y bautizó a cientos de miles de personas porque se negó a rendirse. Pensemos en San Isaac Jogues, que regresó con las mismas personas que lo habían mutilado, decidido a predicar de nuevo a Cristo. Pensemos en San Benito José Labre, que vivió en la suciedad, el insulto y la oscuridad, y nunca vaciló en su fuego interior. Estos hombres tenían voluntades como espadas. Y fueron forjados en el yunque de la oración, el ayuno y un amor que ningún sufrimiento podía extinguir.


Incluso los filósofos paganos lo sabían. Los estoicos romanos hablaban del animus invictus, el alma invicta. Pero Cristo no solo nos pide disciplina, sino que nos infunde gracia, si correspondemos a ella. Esa es la diferencia. La gracia perfecciona la naturaleza, pero no sustituye al esfuerzo. Un católico debe levantarse cada mañana y estar dispuesto a servir a Cristo. Estar dispuesto a rechazar el pecado. Estar dispuesto a vencer la pereza. Estar dispuesto a subir a su propio Gólgota sin quejarse ni lamentarse.

La peor herejía de nuestra época no es doctrinal, es psicológica. Se nos ha enseñado que nuestras emociones son soberanas, que nuestros sentimientos definen la realidad y que no se puede esperar que nos elevemos por encima de ellos. Pero los santos se elevaban por encima de sí mismos cada día. Cristo en Getsemaní no “sentía” ganas de morir. Eligió obedecer. Quiso la voluntad del Padre.

La voluntad es el trono del alma. Si el diablo puede destronarla, el hombre se convierte en esclavo. Pero cuando la voluntad se alinea con la voluntad de Dios, cuando se vuelve inquebrantable, decidida y anclada en la caridad, entonces el hombre se vuelve invencible.

No hay lugar para la vacilación en la vida espiritual. “Nadie que pone la mano en el arado y mira atrás es apto para el reino de Dios” (Lucas 9:62). El hombre que duda, que debate sobre la obediencia, que vacila ante el deber, no está preparado para la batalla. Dios desea hombres cuyo sí sea sí y cuyo no sea no, hombres que escalen la montaña incluso cuando el viento les sea adverso y la cima esté cubierta por la tormenta.

Así que supliquemos a Dios que forje de nuevo nuestra voluntad. Decidamos de una vez por todas que serviremos al Señor, sin importar el costo. Seamos inquebrantables en la verdad, firmes en la virtud e inflexibles ante las exigencias de la carne. Y entonces, por la gracia de Cristo, no solo le seguiremos, sino que reinaremos con Él.

La devoción inquebrantable al mandato del Padre equivale a la obediencia a nuestra Fe Católica Tradicional

La vida de Nuestro Señor no se regía por ningún plan humano. No vivía para ganarse la aprobación de las multitudes, ni para complacer a los poderosos, sino por una sola cosa: la voluntad del Padre. “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió, para que pueda perfeccionar su obra” (Juan 4:34). Cada una de sus palabras, milagros, movimientos y respiraciones estaban en obediencia a un mandato divino. Ese mandato no se originó en un compromiso. No se basó en la novedad. No se dejó sin definir. Era preciso, concreto y completo. Establecer en esta tierra la única Religión Verdadera, la Iglesia Católica, el Reino de Dios.


El mandato para nosotros no es una espiritualidad vaga. Es el depósito completo de la fe, el sistema divino revelado por Cristo, entregado a los Apóstoles y perpetuado en la Iglesia visible a través de sus verdaderos sucesores. La verdadera Fe no es una abstracción. No es un espectro de interpretaciones, preferencias litúrgicas o tendencias teológicas. La voluntad del Padre es la Fe Católica Tradicional, el Catolicismo de todos los tiempos. El Catolicismo que confiesa un solo Bautismo para la remisión de los pecados, un solo sacrificio por los vivos y los muertos, una sola jerarquía establecida por Cristo, un solo Credo inmutable y un solo Magisterio infalible. No el circo eclesial ridículo del modernismo.

Esta es la Fe de la Iglesia nacida del costado de Cristo sufriendo en la Cruz. El sistema que Él creó en su sabiduría divina y ratificó con su sangre. Es la Fe del Rito Romano, el Concilio de Trento, la Misa en Latín, los Santos y Mártires, las enseñanzas de los Padres, el trueno de Papas como San Pío V, León XIII y San Pío X. Esta Fe, completa y entera, es el mandato. Y cualquier católico que imagine que puede ser devoto de Dios mientras descarta o diluye esta Tradición se engaña a sí mismo.

Porque ¿qué es la Tradición sino la voz misma de Cristo resonando a través del tiempo? “El que os escucha a vosotros, me escucha a mí”, dijo a sus Apóstoles (Lucas 10:16). La Fe que ellos transmitieron, incorrupta e íntegra, es la voluntad del Padre. Aferrarse a ella es obediencia. Descartarla, modificarla o someterla al mundo moderno es rebelión. Los Padres del Vaticano I declararon infaliblemente: “El Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro para que dieran a conocer nuevas doctrinas, sino...”.

En resumen. Es hora de volver a hacer las cosas difíciles que nuestra fe católica nos exige.

Las cosas difíciles que son necesarias y sin las cuales no tendremos la aptitud espiritual para alcanzar nuestro hogar eterno.

¡Christus vincit!

¡Christus regnat!

¡Christus imperat!

 

4 DE AGOSTO: SANTO DOMINGO DE GUZMÁN, FUNDADOR


4 de Agosto: Santo Domingo de Guzmán, fundador

(✞ 1221)

El gloriosísimo patriarca Santo Domingo de Guzmán, luz del mundo, gloria de España y fundador de la sagrada Orden de los Predicadores, nació en el obispado de Osma en un lugar que se llama Caleruega, y fue hijo de muy ilustres padres.

Estando su madre encinta, tuvo un sueño misterioso en que le pareció ver a su hijo representado bajo el símbolo de un perro con una antorcha encendida en la boca la cual alumbraba y encendía con ella todo el mundo; y cuando bautizaron al niño, pudieron ver los presentes sobre su frente una estrella de maravilloso resplandor. 

Confiaron su primera educación a un tío suyo, arcipreste de Gumiel de Iza, y lo mandaron después a Palencia, donde a la sazón florecían los estudios generales de España, y fue tan aventajado en filosofía y metafísica, como las divinas virtudes. 

Una vez vendió las alhajas de su casa y hasta los libros para dar de comer a los pobres, y viniendo a él una mujer llorando para que le ayudase a rescatar un hermano suyo que estaba cautivo de los moros, hizo instancias a la mujer afligida, que le vendiese a él por esclavo y le trocase por su hermano. 

Tomó en Osma el hábito de canónigo regular, y por obedecer a su Obispo recibió la dignidad de arcediano de aquella iglesia, pero llegando a la edad de treinta años, por imitar a Cristo, comenzó su predicación, y pasó a Tolosa de Francia, donde la herejía de los albigenses hacía grandes estragos, y con sus sermones, milagros y sobre todo con el arma del Santo Rosario, que le inspiró la Virgen, salvó a los católicos y convirtió cien mil herejes. 

Entre otros prodigios fue muy admirable el que no se quemara el libro que echó el santo en una hoguera, donde se quemó al instante el libro de los herejes. 

Celebrándose por este tiempo el gran Concilio Lateranense, vio en sueños el Papa como la Iglesia de Letrán se abría por todas partes y venía al suelo, y que Santo Domingo la sustentaba, y como atlante la tenía en peso: por lo cual aprobó la fundación de su nueva Orden de Predicadores. 

Saliendo en otra ocasión el santo de la iglesia de San Pedro en la ciudad de Roma, vio en la calle a San Francisco, que venía a instituir su esclarecida Orden, y sin haberse visto jamás, los dos grandes patriarcas, se conocieron y abrazaron. 

Quiso el humildísimo Santo Domingo que todos sus hijos eligiesen por general al santo varón Fray Mateo, e irse él a Palestina a predicar a los moros y derramar la sangre por Jesucristo: más Dios le llamó a Roma, donde se le juntaron cien religiosos a quienes dio el hábito y escapulario blanco, por haberlo señalado la Virgen como vestido de su amada Orden. 

Finalmente siendo de edad de cincuenta y un años, se le apareció Jesucristo convidándole a los gozos de su reino; y acostado el santo en unas tablas, mandó a sus hijos que comenzasen el Oficio de los que están en agonía, y al rezar la antífona que dice: Socorred, santos de Dios, salid al camino, ángeles bienaventurados, salió su alma de la cárcel de su cuerpo. 

Reflexión

Dijo la Virgen a Santo Domingo que el Rosario era el arma más poderosa contra la herejía y contra los vicios. Ahora pues, hay mayor necesidad que nunca de rezarlo. 

Oración

Oh Dios, que te dignaste ilustrar a tu Iglesia con los méritos y con la doctrina del bienaventurado Santo Domingo, tu confesor, concédenos que por su intercesión nunca sea destituida de los auxilios temporales, y sea acrecentada en los bienes espirituales. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.


domingo, 3 de agosto de 2025

LUZ, CÁMARA, SINODALIDAD: LA TEOLOGÍA TEATRAL DE LEÓN XIV

Los Papas solían predicar a Cristo crucificado. León XIV prefiere la coreografía, el sentimiento y un guion sinodal reescrito por la generación Z.

Por Chris Jackson


Hubo un tiempo, no hace mucho en la vida de la Iglesia, en que un millón de jóvenes católicos se reunieron para ver al Papa y escucharon un llamado a la santidad. No al bienestar, la autoexpresión, las “relaciones genuinas” ni las “decisiones radicales”. Sino a la santidad.

Juan Pablo II convocó a los jóvenes del mundo a ser santos. Benedicto XVI los invitó al silencio, a la adoración, a la Eucaristía. León XIV les ofrece… actores, algoritmos y una teología lista para Instagram.

El 2 de agosto de 2025, tres acontecimientos definieron el “Jubileo de los Jóvenes”:
(1) Una reunión con los artistas contratados para “animar” Tor Vergata

(2) Un discurso discreto dirigido a los peregrinos que lloran la muerte repentina de un adolescente egipcio

(3) Y la muy publicitada “Vigilia Jubilar”.
En conjunto, estos momentos encapsulan la síntesis surrealista de sentimentalismo, cultura terapéutica y antropología posconciliar que ahora se disfraza de “catolicismo”.

El acto de calentamiento “papal”: “Animadores” de lo Sagrado

León XIV comenzó el día agradeciendo a la compañía de actores, músicos y bailarines que entretendrían a la multitud en Tor Vergata antes de su llegada. Sí, entretener. No evangelizar ni catequizar. Animar.

“Quería tener esta pequeña reunión, digamos, familiar… conociendo la belleza, el arte, la música, los talentos que ofrecen a este gran público que tenemos en Roma”.

Esta es la “eclesiología” actual del Vaticano: un “gran público”, no el Cuerpo Místico. Espectáculo, no penitencia. El mensaje para los artistas es claro. Sus talentos son “sacramentales”. Su música es “liturgia”. Su danza es “teología”. No se preocupen por el pecado ni por la salvación. Simplemente mantengan a los niños entusiasmados hasta que llegue el “papa”.

En la década de 1950, Pío XII advirtió sobre los peligros del arte sacro separado de la verdad doctrinal. En 2025, León XIV le ofrece el escenario.

Escritura, foco y sacrilegio: Danza del Jubileo ante el altar

Como para dramatizar el apocalipsis postconciliar en tiempo real, los organizadores del Vaticano organizaron un espectáculo de danza, sí, una danza, frente al altar para los peregrinos españoles durante el “Jubileo de la Juventud”.

Los bailarines, vestidos de blanco impecable, interpretaron una coreografía interpretativa al ritmo de las lecturas bíblicas. Porque nada expresa más reverencia por la Palabra de Dios que las flexiones dramáticas y gestos sugerentes con las manos frente a la Basílica de San Pedro.


Reflexionemos sobre esto:

● El altar se utilizó como telón de fondo para la representación.

● Las Sagradas Escrituras se convirtieron en el audio del escenario.

● Y se esperaba que los fieles católicos lo trataran como algo normal.

En el rito antiguo, ni siquiera te acercabas al altar sin birreta, una genuflexión y silencio litúrgico.

¿En el nuevo rito? Danza interpretativa y teatro ambiental, justo antes del Sacrificio Eucarístico.

Muerte, sentimiento y el evangelio moderno

Más tarde esa mañana, León se dirigió a un grupo de peregrinos egipcios que lloraban la muerte de su amigo de 18 años, Pascale Rafic. Sus palabras fueron tiernas y respetuosas. Pero incluso allí, las prioridades del “nuevo papado” salieron a la luz.

Desapareció cualquier mención al Juicio, al Purgatorio y a los últimos días. En cambio, el “santo padre” ofreció un relato monótono de Lázaro y enfatizó que “no tenemos control sobre nuestras vidas”. Es cierto, pero Cristo sí lo tiene. Esa parte no fue mencionada.

“También nosotros hemos visto a Jesucristo morir en la cruz y resucitar de entre los muertos… y esa es la fuente última de nuestra esperanza”.

Es una “esperanza” extrañamente pasiva. Una esperanza sin doctrina, advertencia ni urgencia.

En un mundo donde los jóvenes mueren repentinamente y sin previo aviso, la Iglesia solía clamar: “Arrepiéntanse, porque el reino de Dios está cerca”. Ahora dice: “Es comprensible estar triste. Dios los ama. Renovemos nuestra fe”.

Vigilia de las Pantallas: Esperanza Algorítmica y Amistad Curada

El evento principal del día, por supuesto, fue la “Vigilia Jubilar” en Tor Vergata. Tres jóvenes formularon preguntas: preseleccionadas, desinfectadas y empalagosas. El “papa” respondió con un lenguaje tomado de los puntos de debate “sinodal” y de los retiros jesuitas.

Pregunta uno: “¿Cómo encontramos la verdadera amistad?”


Respuesta de León: Cuidado con los algoritmos. Recuerda a San Agustín. Busca vínculos auténticos.

Podría haber sido peor. Pero podría haber sido católico.

En ningún momento les dijo a los jóvenes que la verdadera amistad exige virtud. Que la pornografía y la impureza distorsionan el alma. Que la amistad en Cristo requiere arrepentimiento, gracia sacramental y desapego del pecado mortal. En cambio, recibimos comentarios culturales y una estrategia de promoción sutil de la comunidad cristiana: “¡Ámense los unos a los otros en Cristo!”.

El subtexto: la amistad, no la conversión, es el objetivo.

Pregunta dos: “¿Dónde encontramos el coraje para elegir?”

Aquí, León ofrece su momento más “teológico”. Les dice a los jóvenes que la decisión humana más profunda es en quién convertirse, no qué hacer. Una buena reflexión, aunque copiada de lemas existencialistas con un ligero matiz trinitario.

Menciona el matrimonio, el sacerdocio, la vida consagrada, alabado sea, pero solo como una opción entre muchas. Las “opciones radicales” se celebran por su significado, no por su conformidad con la voluntad divina. El llamado no es a la santidad, sino a la sinceridad.

“Reconocemos la fidelidad de Dios en las palabras de quienes verdaderamente aman, porque han sido verdaderamente amados”.

En una Iglesia construida sobre los Sacramentos y la Gracia sobrenatural, todo esto es muy horizontal. Y, sin embargo, se nos dice: esta es “la nueva forma de hablar”. No dogmas ni juicios. Solo terapia y sentimientos, salpicados con santos.

Pregunta tres: “¿Cómo podemos encontrar al Señor Resucitado?”

Por último, una cuestión de fondo.

León responde con referencias a la formación de la conciencia, el servicio a los pobres y la importancia de la comunidad. Incluso invoca la adoración eucarística, aunque más como apoyo psicológico que como un acto de justicia ante Dios.

“Jesús es el amigo que nos acompaña siempre en la formación de nuestra conciencia”.

Esa es la frase que lo resume todo.

Cristo como compañero, no como Rey. La conciencia como diálogo, no como juicio. La Iglesia como grupo de apoyo, no como Arca de Salvación.

Epílogo: Dormid bien, artistas de Dios

Al final de la vigilia, León agradeció al coro y a los músicos, y despidió a la multitud con estas palabras:

Descansen un poco, por favor. Nos reuniremos aquí mañana por la mañana para la Santa Misa. Les deseo lo mejor a todos. ¡Buenas noches!

Sin llamada a la confesión. Sin exhortación a la oración. Solo un suave abrazo del “vicario” de Cristo.

Reflexiones finales

Esta no es la religión de los mártires. No es la fe que conquistó la Roma pagana. No es la Iglesia que aplastó la herejía, ungió emperadores y bautizó civilizaciones.

Esto es Broadway litúrgico. Modernismo sentimental. Un carrusel de Instagram bellamente iluminado con frases de estilo católico light.

Pero que nadie se engañe: los jóvenes no acuden en masa a esto porque sea cierto. Asisten porque es un espectáculo. Un evento social. Un viaje gratis a Roma. Y, sí, porque anhelan lo auténtico, pero no saben dónde encontrarlo.

La verdadera Iglesia no necesita animadores ni algoritmos. Necesita apóstoles. Santos. Sacerdotes que prediquen la muerte, el juicio, el cielo y el infierno. Papas que tiemblen ante el Evangelio que proclaman.

Hasta entonces, hemos coreografiado la teología y curado la esperanza.

Y no es suficiente.