Por el Padre Ricardo B. Mazza
Es que como nos pasa a menudo, necesitamos nos machaquen varias veces una misma idea para poder entender de qué se trata. De hecho afirma el texto que a pesar de lo que Jesús estaba diciendo, los discípulos no entendían a qué se refería y temían hacerle preguntas, posiblemente porque su pensamiento estaba puesto en dilucidar quién era el más importante entre ellos. Precisamente al llegar a Cafarnaúm, Jesús que conoce sus pensamientos, les pregunta acerca de qué discutían en el camino. Conoce bien el tenor de la conversación y espera que se lo digan. Sin embargo, todos guardan silencio, quizás de vergüenza, porque fue descubierta tan mezquina preocupación.
Pero también es posible que ese llamado de atención les ayudara a caer en la cuenta que habían obviado la referencia de Jesús a su pasión y muerte.
Esta situación nos permite reflexionar también a nosotros, tentados siempre a dirigir nuestro pensamiento lejos de lo que piensa y vive el Señor Jesús.
También a nosotros nos cuesta entender que por el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús se obtiene la salvación del hombre. Esto sucede porque estamos insertos en una cultura donde se busca la felicidad a cualquier costo, aquello que satisface los sentidos, y entonces, no entra en nuestros pensamientos la humillación del misterio de la cruz del Señor.
Pero Jesús quiere prepararnos para nuestra vida, ya que el misterio de la cruz es nuestra salvación, y para que tengamos una respuesta ante los acontecimientos de nuestra vida.
Precisamente el libro de la sabiduría (2, 12.17-20) habla de una situación que se da siempre en la historia humana, cuando los que obran el mal buscan perder a quienes obran el bien. Recuerda el texto que “dicen los impíos tendamos trampas al justo porque nos molesta y se opone a nuestra manera de obrar”. Los impíos son los que nada quieren de Dios o lo abandonaron en algún momento, si acaso estaba presente en sus vidas y no soportan a quienes hacen el bien.
Ocurre también con nosotros cuando en nuestro trabajo o profesión o cualquiera sea la misión que desempeñemos en esta vida, nos encontramos con personas que obran el mal, que buscan siempre quedar bien con el maligno, o se prestan a cualquier infamia con tal de crecer en su actividad. Los que comercian con la vida del otro, especialmente la de los niños no nacidos porque se los ha asesinado o los que utilizan su puesto en el mundo para enriquecerse sin medida, aunque dejen en la miseria a su prójimo.
En fin todo lo que proviene del maligno está patente entre nosotros, y con esta perfidia tenemos que convivir cada día. En ese mundo tenebroso no ingresa el que hace el bien, perseguido permanentemente por su honestidad, y cuya sola presencia es un vivo reproche para el que hace el mal.
El libro de la Sabiduría va presentando un clima de rechazo in crescendo de los que hacen el mal respecto a los que son buenos. Llegan hasta burlarse de Dios porque no los salva a pesar de que en Él han puesto su confianza.
En el salmo responsorial (53,3-6.8) recordamos que Dios es el que sostiene a los buenos, aunque parezca una ilusión según el pensamiento de los perversos, ya que no acude en su ayuda siempre. Es que la fuerza de lo alto puede liberar al bueno del oprobio o sólo sostenerlo para que concluya valerosamente el combate de la fe puesta su mirada en la meta que espera.
Se presenta el mismo desafío dirigido al crucificado a quien se dijo, “si eres el Hijo de Dios baja de la cruz y creeremos”. Ahora los malos dicen a los que obran el bien que ya que se apoyaron en el Señor, que los salve.
La sagrada Escritura en innumerables textos menciona la protección de Dios en la adversidad, incluso hasta la muerte, ya que la respuesta integral la encontramos en el anuncio que el Señor hace de su pasión y muerte, en la que quiere incluir a sus seguidores.
Más aún, los impíos piensan que la muerte del justo equivale a su destrucción, pero Jesús al asegurar que resucitará de entre los muertos nos está aseverando que igual hecho nos elevará también a nosotros.
Incorporados a Cristo Salvador tenemos la certeza que lo seguiremos en su misma victoria si es que le somos fieles hasta el final de nuestra vidas.
La enseñanza de la Iglesia en concordancia con la bíblica, nos dirá que los que hayan hecho el mal resucitarán para la muerte eterna, mientras que quienes obren el bien resucitarán para la vida que no tiene fin en Dios.
Ahora bien, es necesario advertir que esta colisión permanente entre el bien y el mal no sólo se da entre los que están fuera de la Iglesia y lo que están dentro, si no que se despliega aún dentro de las mismas comunidades cristianas. Y así lo destaca el apóstol Santiago (3,16-4,3) cuando insiste en dejar de lado las rivalidades, discordias y toda clase de maldad, ya que no conducen más que a nuestra propia lejanía de Dios y de los hermanos.
Muestra Santiago que la causa que originan las luchas entre los hermanos, está en las pasiones que combaten en los miembros de cada uno. “Ambicionan y si no consiguen lo que desean matan. Envidian y al no alcanzar lo que pretenden combaten y se hacen la guerra”.
De allí que para sortear estos peligros sea necesario el seguimiento de Cristo, poniendo siempre nuestro corazón en Él y desde el mismo, iluminar todos nuestros comportamientos habituales.
Nos enseña un camino concreto al afirmar “el que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”.
Los apóstoles contagiados por el espíritu del mundo, como nos pasa a menudo, están preocupados en plantearse quién es el más grande de todos, quién tiene la “chapita” más importante en la repartija del poder mundano. Esa no ha de ser la preocupación del creyente, sino la del servicio.
En efecto, no está mal que el creyente aspire a ser óptimo en lo suyo, o el más importante según sus cualidades, o que aspire a hacer “carrera” en la sociedad, con tal que sea por medios honestos y con la finalidad que engrandece a las personas, el dar gloria a Dios y servir a sus hermanos.
El mismo Jesús reafirma este pensamiento cuando a continuación nos dice de la necesidad de recibir a los niños, o sea el de identificarse con ellos, los despreciados de la sociedad de antaño, buscando su pequeñez, es decir, aquella capacidad que nos convierte en humildes servidores aunque nos destaquemos en la vida cotidiana.
Ser primeros en el ejercicio del bien y en la búsqueda de la justicia, descollando en lo que nos pide el Señor, pero con el convencimiento que todo es gracia, que se nos ha dado no para apabullar al otro o empequeñecerlo, sino en servirlo a ejemplo del Salvador.
Recibir a un niño, o hacernos como niños, es hacerse pequeño y recibirlo a Él, que desde la humillación, nos enaltece por el misterio de la Cruz.
Pidamos la gracia de lo alto para poder vivir estos ideales que nos identifican cada vez más con Jesús, de modo que como se hace pequeño en el pan eucarístico para alimentar a muchos, nos hagamos pequeños para servir a los hermanos que comparten nuestra misma fe.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXV del tiempo ordinario, ciclo “B”. 23 de septiembre de 2012.